“Recuerde el alma dormida,/ avive el seso e despierte,/ contemplando/ cómo se passa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando;/cuán presto se va el plazer,/ cómo, después de acordado,/ da dolor;/ cómo, a nuestro parecer,/ cualquiere tiempo passado/ fue mejor”
Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre
En este artículo quiero abogar por un mejor uso de los conceptos con los que categorizamos la noción de “memoria”, que me parece clave para la comprensión de nuestra vida social. En particular, voy a criticar una pretensión fuerte contenida en una concepción de la memoria como práctica social discursiva, según la cual la explicación de la memoria como acción social debe prescindir de lo mental. Esta concepción admite a su vez dos interpretaciones: según la primera, la memoria debe ser entendida exclusivamente como práctica social; de acuerdo a la segunda, la memoria debe ser entendida ante todo como “práctica social” o como “acción social discursiva”. Interpreto la segunda calificación de la concepción que deseo criticar (el “ante todo”) del siguiente modo: entender las prácticas sociales (comunicativas, de coordinación de acciones, etc.) en las que los agentes reconstruyen hechos y experiencias pasadas –como, por ejemplo, cuando se discuten las responsabilidades que a distintos sectores sociales les caben en un acontecimiento como el golpe de Estado de 1973, en Chile, o la guerra civil, diciendo “a mí me pasó que...”- es condición necesaria para comprender la memoria (o, más precisamente, para comprender qué significa hacer memoria). Interpreto, en cambio, la primera calificación (el “exclusivamente”) del modo siguiente: entender las prácticas sociales en las que los agentes reconstruyen hechos y experiencias pasadas es condición suficiente para entender la memoria. Esta última condición es, naturalmente, mucho más fuerte que la anterior y, probablemente, no expresará la posición cuidadosamente considerada de nadie. Sin embargo, es un extremo teórico plausible que es necesario considerar. La otra condición, en cambio, está bien expresada en la cita que sigue:
“Hacer memoria significa ubicar la construcción del pasado en la superficie de las prácticas sociales. Es decir, prescindir de la concepción de la memoria como una propiedad exclusiva y privativa de cada ser humano y considerarla un nexo relacional. Dicho con otras palabras, reemplazar el estudio de qué ocurre en la mente de las personas y focalizar la atención sobre qué hacemos cuando recordamos. Esto supone admitir el carácter intersubjetivo de la memoria y asumir que las explicaciones que construimos sobre el pasado son producciones contextuales, múltiples versiones creadas en circunstancias comunicativas concretas, donde el diálogo, la negociación, el debate son componentes fundamentales, lo que implica considerar la memoria como acción social.” (Vázquez, 2001: 163).2
Pese a que este texto representa una versión de lo que he llamado la condición más débil, todavía es visible en él la pretensión fuerte que me interesa criticar, a saber: concebir la memoria como acción social requiere prescindir de lo mental (en particular de las “actitudes mentales”) en la comprensión de la memoria en tanto fenómeno social. La adopción de esta pretensión se apoya, en parte, en una epistemología antirrealista, según la cual no sólo la memoria, también el lenguaje, carecería de toda función representacional -esto es, que los significados de oraciones y palabras no estárían determinados por la estructura del mundo, sino por el lugar que ellas ocuparían en el entramado de nuestras prácticas sociales. En consecuencia, la representación o referencia al mundo, contenida de todas maneras en el lenguaje, perdería significación cognitiva3: no podría decidirse con sentido cuáles de los enunciados referidos al “mundo” son verdaderos y cuáles falsos4. En consecuencia, lo que hacemos cuando recordamos no sería representar, más o menos fiablemente, un estado temporalmente anterior del mundo, digamos, sino construir el pasado.
El debilitamiento de la función representacional del lenguaje suele ser apoyada en argumentos pragmatistas expuestos por el último Wittgenstein, en tanto las consecuencias epistemológicas de tal debilitamiento y un escepticismo básico respecto de lo mental suelen apoyarse en argumentos de Rorty. Este rechazo de lo mental en el tratamiento de la memoria haría posible otro tratamiento de la misma, según el lugar que el discurso sobre la memoria ocupa en la serie de diálogos y negociaciones que constituyen nuestras prácticas sociales. Que la memoria pueda ocupar un lugar de preeminencia en tales prácticas tiene que ver con que ella sería un fenómeno eminentemente discursivo (esto es, ocurre en el discurso con el que distintos grupos sociales afirman su identidad o rechazan que se los encasille en alguna otra; la evocación del pasado, entonces, tendría un efecto retórico significativo a la hora de construir identidades y determinar el curso mismo de la práctica social en la que tiene lugar).
Mi impresión es que lo que he llamado aquí la pretensión fuerte de este tipo de enfoque socioconstruccionista (esto es, que la memoria es “ante todo” o “exclusivamente” una práctica social discursiva de construcción retórica del pasado) no es ni política ni teóricamente indispensable, pero en este artículo me limitaré sólo a esta última cuestión:
En primer lugar, intentaré mostrar que la “memoria” –en tanto capacidad lingüísticamente estructurada- debe ser comprendida en el marco de lo que significa entender a otro. Por entender a otro entiendo una práctica social normativamente estructurada y que, por tanto, incluye siempre la posibilidad de malentenderlo. Para hacer esto propondré una noción de memoria extraída de la concepción psicológica usual como capacidad de registro, almacenamiento y recuperación de información –que es intuitivamente plausible para el sentido común- y sostendré, provisionalmente, que ella no es incompatible con cierto modo de entender las prácticas sociales. En seguida, objetaré que el campo semántico de lo que queremos decir con esa noción de memoria es más extenso que el campo de lo social, así entendido. A esta idea opondré dos objeciones que podrían provenir del campo socioconstruccionista: 1) que esta noción psicológica habitual de la memoria no le hace justicia a su carácter lingüístico ni a lo que sabemos del lenguaje en general, y 2) que la noción propuesta de práctica social es demasiado estrecha. Contra (1) defenderé la idea de que algún sentido referencial de la memoria es necesario para hacerse cargo de su carácter lingüístico, porque la referencia es una propiedad esencial del lenguaje sin más. Defenderé, también, la idea de que hacerse cargo del vocabulario “intencional” (el de las actitudes mentales) es necesario para entender al otro y compararé la “prescindencia de lo mental” con los intentos de reducción o eliminación de lo mental en la filosofía anglosajona del siglo XX. Sostendré, pues, que la memoria puede ser concebida desde el punto de vista de la práctica social, sin necesidad de prescindir de lo mental, si se la pone en el juego de lenguaje socialmente relevante de entender a otro.
En segundo lugar, concederé la objeción (2) –esto es, que es necesaria una concepción más amplia de “práctica social” que la que admite la versión habitual de la memoria- y trataré de hacer plausible la idea de que, para comprender una práctica social, es necesario hacerse cargo de las normas que la estructuran y que la “actitud” de los individuos hacia esas normas es relevante para su participación en dicha práctica.
Se puede entender por “memoria”, como lo ha hecho la psicología, la capacidad de algo (de una persona, de un organismo vivo, de una máquina) de registrar, almacenar y recuperar información de modo más o menos sistemático5. Un libro, por ejemplo, almacena información, pero es incapaz de “recuperarla”; se necesita que alguien lea el libro para que la información contenida en él sea recuperada. Tampoco puede registrarla; se necesita que alguien lo escriba. A su vez, la escritura de un libro supone la existencia de un lenguaje compartido por una comunidad y una serie de instituciones sociales (un cuerpo especializado de productores de textos, un grupo de lectores, etc.). Quizás este argumento podría extenderse a todo tipo de “artefacto”, para darle contenido social a esa descripción cognitivista de la memoria: un computador, un disco, una cinta magnetofónica, una biblioteca son, a este respecto, equivalentes a un libro6. Son artefactos en los que se puede registrar y almacenar información, teniéndola así disponible para su eventual recuperación por parte de personas. Es más, la idea de artefactos o dispositivos que puedan cumplir semejante función, sólo es inteligible en relación con los propósitos de quienes los han diseñado y producido. Ahora bien, esos propósitos pueden ser de índole social o individual, pero dado el esfuerzo colectivo de varias generaciones, que ha hecho posible tales artefactos, y dada la naturaleza social de las prácticas, al interior de las cuales semejantes artefactos cumplen tal función, no se puede negar que la dimensión social de esos propósitos parece ser prioritaria. Es decir, creamos artefactos “capaces” de registrar, almacenar y tener disponible la información, porque para nuestra vida social tal práctica es importante y necesaria.
Podría pensarse, sin embargo, que un argumento semejante, que intenta especificar la idea de que la memoria es una práctica social sin modificar sustancialmente el modo habitual de concebirla, es insuficiente, pues (a) no es cierto que toda cosa capaz de registrar, almacenar y “recuperar” información esté orientada por algún propósito al hacerlo (el ejemplo más a mano son los genes) es decir, no toda cosa capaz de hacer eso puede ser reinterpretada como un artefacto. (b) Además, si bien es cierto que un disco o un computador –qua artefactos- no tienen sentido sino al interior de algún tipo de práctica humana y no habrían llegado a existir como tales de no ser por ella, no es cierto que esa capacidad sea, por así decirlo, intrínsecamente explicada por referencia a tales prácticas, si no más bien por referencia o bien a la estructura física del artefacto, o bien por su diseño funcional (el programa)7. Por otro lado, (c) parte importante de nuestra propia capacidad de registrar, almacenar y recuperar información (por ejemplo, disposiciones conductuales como los hábitos) la compartimos con varias especies animales (podemos ser, al igual que ellos, condicionados y entrenados en varios tipos de conducta). Desde este punto de vista, la propia capacidad puede y debe ser explicada, en parte, física y funcionalmente (en lugar de, digamos, sólo “intencionalmente” –es decir, en relación a propósitos).
A estas consideraciones, que impugnan la relación propuesta entre memoria y práctica social, podrían oponer quienes conciben la memoria, “ante todo” o “exclusivamente”, como práctica social dos objeciones: una, que objeta el modo habitual de concebir la memoria; la otra, que objeta la concepción dada de práctica social:
Concebir la memoria como capacidad de registrar, almacenar y reproducir información no le hace justicia a una serie de fenómenos sociales en los cuales algo, que llamamos memoria, juega un rol eminentemente discursivo. Ese algo tiene menos que ver con “información” (o “representación” del mundo) que con significados lingüísticos o simbólicos y con las interpretaciones de los mismos, que no están determinadas por “el mundo” (o, más cautamente, que permanecen siempre subdeterminadas por él). Dado el carácter predominantemente lingüístico de la memoria humana y dado que el lenguaje es, esencialmente, una práctica social, el que digamos que artefactos, animales y genes tengan “memoria” no es sino un “juego de lenguaje” de tipo analógico y que cumple funciones puramente heurísticas. Pero más importante: aún cuando uno pudiera conceder que la memoria así concebida tiene una dimensión social innegable, todavía no estaríamos en condiciones de concebirla a ella misma como una práctica social –es decir, como un modo de relacionarnos. Pues en semejante noción tradicional de memoria, el acento es puesto en su carácter representacional, esto es, en su fiabilidad (o falta de ella) a la hora de evocar el pasado. Y con ello no podría captarse que recordar algo es, ante todo o exclusivamente, una forma de argumentación –algo que hacemos-, en que el acento está menos en la fiabilidad que en el modo en que usamos la memoria socialmente. Hacer posible concebir el uso social de la memoria como más fundamental que su capacidad “representacional” requiere debilitar o desplazar el carácter representacional del lenguaje. Y esto ya habría sido mostrado por Wittgenstein y otros.
Además, no es cierto que las prácticas sociales se especifiquen, ante todo, en relación a los propósitos que sirven –es decir, no pueden ser tratadas del mismo modo en que lo son los fines de un individuo, que supuestamente especifican el tipo de acción que realiza. Pues quienes participan en una práctica social pueden hacerlo sin saberlo –o, más precisamente, sin tener un saber consciente y explícito al respecto: poseen un know how en lugar de un know that. Sin embargo, es obvio que al reflexionar sobre lo que hacemos –sea desde una perspectiva de “tercera persona” (digamos, la que puede adoptar el científico social), sea desde la perspectiva del propio participante-, podemos describir y, de este modo, caracterizar esa práctica. Ahora bien, si no disponemos de alguna idea respecto de acerca de qué es la práctica, difícilmente podríamos individualizarla, distinguirla de otras. Plausiblemente, esa “idea” describe o bien una regla, o bien un cluster de reglas, según las cuáles distintas conductas lingüísticas y no lingüísticas pueden calificar como participar en esa práctica. Con todo, semejantes reglas ni necesitan ser concebidas como propósitos, ni necesitan ser aprendidas o sostenidas proposicionalmente para ser seguidas por quienes participan en una práctica determinada.
La primera objeción puede apoyarse en la articulación lingüística de lo que recordamos (como mínimo, cuando esto es comunicado a otros), y es obvio que podemos utilizar el lenguaje de muchos modos, no sólo en términos “informativos” (por ejemplo, cuando pedimos algo a otro, escribimos un verso o impartimos una orden). Además, el significado de palabras, oraciones y modos de narrar parece, en muchos casos, ofrecer una textura interpretativa abierta –es decir, parece comportarse muchas veces de modos en los que es imposible fijar la interpretación correcta: es el caso, por ejemplo, de textos escritos hace mucho tiempo o de los textos literarios. Y aún en el caso de oraciones o relatos contemporáneos al oyente, modos distintos y divergentes de interpretación son posibles. Además el lenguaje, por sí mismo, es una práctica social o, al menos, un componente necesario de toda práctica social. Sin embargo, creo que pese a lo plausible que suena esta descripción de los fenómenos se queda corta en comprender lo central que es la relación entre “significado” y “verdad” para poder siquiera entenderlos. Por lo pronto, que una metáfora, por ejemplo, funcione como tal, supone que entendemos el significado de las palabras con las que se la enuncia (de lo contrario “tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos” o “la memoria es un dedo tembloroso” nos parecerían un sinsentido y muchos chistes, en los que el efecto cómico depende del uso extraordinario de una palabra, no tendrían gracia). Además, parte importante de saber qué significa una palabra consiste en saber cómo usarla en distintas oraciones y contextos, esto es, cuando podemos reemplazar una palabra en una oración por otras palabras o por ciertas descripciones sin alterar el valor de verdad de la oración o, alternativamente, cuando reconocemos los contextos en los que ello no es posible o no juega un rol8. Nótese que esto no nos dice nada respecto de cuándo una oración es verdadera o falsa, pero pone a verdad y significado, en tanto conceptos semánticos, en una estrecha relación que implica, sin ser equivalente a él, un sentido “informacional” (o, para ser menos heterodoxo en la terminología, un sentido “referencial”) del lenguaje, que tiene una prioridad epistémica por encima de todo otro uso posible del lenguaje, porque sin él no podríamos entender qué es lo que hacemos cuando nos comunicamos con otro.
Naturalmente, es posible negar esta interdependencia entre significado y verdad acudiendo a la noción de juego de lenguaje propuesta por Wittgenstein. Precisamente esto es lo que hace Vázquez al defender la legitimidad de la concepción de la memoria como acción social:
“Como señaló Ludwig Wittgenstein, es la posición que las palabras ocupan en los juegos de lenguaje lo que las provee de significado y no que el significado se derive de la propiedad de las palabras para representar los objetos...En este sentido, se puede afirmar que nuestras palabras y nuestros discursos no tienen como finalidad representar los objetos o representar el mundo, sino la de construir las diversas acciones sociales. Las palabras en sí mismas son algo vacío, sólo adquieren sentido en la medida que las empleamos al relacionarnos; en la medida que garantizan el intercambio humano. Son las reglas del juego en que participamos las que determinan lo que consideramos la representación del mundo, y no el mundo quien impone aquello que estimamos es su representación. Lo que consideramos nuestras representaciones del mundo es, más exactamente, un asunto de diálogo y práctica social que un intento de reflejar la naturaleza o interacción con la realidad no humana.” (Vázquez, 2001: 90).
Si lo entiendo bien, en este párrafo Vázquez desea argumentar que, dado que el significado de las palabras no es algo dado por la estructura del mundo, se seguiría de ahí que el significado es el resultado de prácticas sociales potencialmente cambiantes: son nuestras interacciones las que proveen de significado al lenguaje, que, en consecuencia, debe ser considerado como una herramienta para “arreglárnoslas” entre nosotros, y que sólo como efecto de este “arreglo” –es decir, sólo en un sentido secundario-, es que el lenguaje “representa” (o puede representar) el mundo “no humano”.
Dejando de lado el hecho de que no son las palabras sino las oraciones las que pueden “representar el mundo” -pues sólo las oraciones asertóricas pueden ser verdaderas o falsas-, creo que la historia contada por Vázquez no funciona. Pues para dialogar o negociar con otro –esto es, para poder “arreglárnoslas” lingüísticamente- todavía tenemos que presuponer como dado y compartido el significado del lenguaje que utilizamos en ese diálogo (o bien presuponer que, aún cuando no compartiésemos el mismo lenguaje, podríamos inferir el significado de lo que dice y hace el otro en función de una “racionalidad común”). Incluso en el caso de que aceptáramos la tesis de que la función primaria del lenguaje no es “representar el mundo no-humano”, tendríamos que presuponer que las oraciones y gestos del otro “representan” (o mejor dicho, expresan) hechos de nuestra propia existencia (que necesitamos comer y dormir, que no somos indiferentes al placer y el dolor, que no somos creadores de nuestro propio ser, que somos capaces de lenguaje, etc.), algunos de los cuales son tan verdaderos de nosotros como de otros muchos tipos de vivientes no humanos. Estos “hechos” constituyen un límite infranqueable para la interpretación de los dichos y conductas del otro, más allá del cual no podemos ir, al menos justificadamente. Ningún “arreglo” humano puede cambiar esto, y en la medida en que el lenguaje expresa estos hechos, su significado no es disponible.
Si tuviéramos que negociar –sea cada vez, sea en una primera (y ficticia) única vez- el significado de los términos que empleamos en nuestros tratos con otros (o bien, si no pudiésemos inferir de sus conductas visibles un sentido) no habría entendimiento (diálogo) alguno nunca; ni siquiera podríamos desarrollar una confrontación de modo significativo. Poder hacer tal cosa requiere referencia al mundo en general (tanto humano como no humano).
Ciertamente podemos fijar, para propósitos restringidos como la investigación científica, el modo en cómo emplearemos tales o cuáles expresiones (como en el caso del “lenguaje perfecto” que Frege, Russell y el primer Wittgenstein pretendían crear). Pero como muy bien vio el segundo Wittgenstein, no podríamos siquiera hacer eso si no contáramos con un lenguaje compartido previamente (o que, en principio, pudiésemos compartir): en última instancia, hablar un lenguaje es participar en una institución en la que somos desde siempre introducidos por otros hablantes competentes.
Esto, creo, tiene consecuencias para la idea, según la cual la memoria no es (o “ante todo” no es) una capacidad mental: cuando yo digo que recuerdo algo (un evento en el mundo, un pensamiento o una emoción), doy a entender a mis oyentes dos cosas: que lo que recuerdo es cierto y que es cierto, además, que lo recuerdo. Naturalmente, ninguna de esas cosas es necesaria: puede que lo que recuerde no haya ocurrido. Pero para que tenga sentido el acto comunicativo, la buena fe es esencial (tanto, que hasta el engaño descarado la supone). Ahora bien, esta “buena fe” consiste -en parte importante y en contextos que van más allá de la memoria y tienen que ver con la creencia y con la atribución de intenciones y actitudes a otros-, en atribuirle “racionalidad” a quien te comunica sus recuerdos (esto es, atribuirle como mínimo una cierta consistencia al sistema de sus diversas creencias, deseos, expectativas, etc.), de modo de entender sus acciones y, por tanto, en suponer que no todas sus creencias (y, en este caso, sus recuerdos) son falsas9. Si esto es correcto, la interdependencia entre “significado” y “verdad” se sostiene como socialmente indispensable (Nótese, empero, que no tomo estos argumentos como una crítica del antirrealismo en general, sino de la versión de él que parece ofrecer Vázquez. Su postura antirrealista ganaría en plausibilidad y potencia si sus formulaciones fuesen más débiles. Pues del hecho –si es que es un hecho- que ninguna propiedad del mundo en general pueda determinar qué debemos considerar verdadero y qué falso, no se sigue que podamos prescindir de ambas nociones).
Todo esto sugiere que a) el lenguaje tiene que tener como mínimo un contenido informativo que debemos presuponer verdadero, si ha de tener sentido; y b) que la práctica comunicativa supone la recíproca atribución de estados “mentales” (creencias, deseos, etc.). Si esto es así, ¿por qué no concebir a la memoria como una “capacidad mental”, cuya función principal es registrar, almacenar y recuperar información? Quizás el punto esté en que no todas las funciones que supuestamente cumple la memoria están ligadas a esos estados mentales.
Pues la memoria podría ser concebida menos como “capacidad” (o, si Uds. quieren, “disposición”) que como “mecanismo”. Cuando se dice de alguien que tiene “memoria fotográfica” o que se sabe las tablas de multiplicar “de memoria”, se trata a la memoria como una suerte de dispositivo mecánico, en el cual la actitud mental del individuo respecto del valor de verdad del contenido no juega ningún rol: de alguien que sabe algo sólo “de memoria” pensamos que no sabe. Naturalmente, desde un punto de vista “existencial” o “vivencial”, nadie se sabe su vida “de memoria”. Y cuando le atribuímos a la memoria una función más ligada al lenguaje, la pensamos siempre ligada a la capacidad de abstraer y seleccionar recuerdos según patrones simbólicos o lingüísticos. Me atrevo a sugerir, de acuerdo a lo dicho, que para poder hablar de “memoria” en los sentidos que son relevantes para la psicología social, es necesario vincularla con esos patrones.
Entonces, ¿qué gran problema representa para la “psicología socioconstruccionista” el concebir a la memoria como una capacidad mental o ligada estructuralmente a estados mentales? Hasta donde alcanzo a comprender, esta aprensión tiene que ver con que lo “mental” les dice a ellos algo así como “interno”, “inobservable” y/o “privado”. Es claro que la memoria (o cualquiera otra cosa semejante) sería de escaso interés para la psicología social si ella fuese, “ante todo” o “exclusivamente” mental en alguno de los antedichos sentidos. Curiosamente, los psicólogos sociales comparten esta inquietud respecto del carácter supuestamente privado de lo mental con el conductismo, el materialismo y otras teorías en filosofía de la mente, para las que lo mental (en el sentido de “inobservable”, “interno”, etc.) también representa un problema. Este problema tiene varias aristas, pero en gracia a la brevedad nos concentraremos sólo en una: lo que caracteriza a “lo mental” es su “intencionalidad” (su estar dirigido a contenidos no-mentales: su “referirse”, “significar” o “representar” otras cosas). Pero estas “relaciones intencionales” parecen no poder ser explicadas sino en el mismo vocabulario mental con el que son formuladas y se resisten por tanto a ser explicadas en vocabulario no-mental (sea el de la conducta observable, sea el de la neurofisiología). En consecuencia, la intencionalidad sugiere que “lo mental” escaparía a nuestras formas habituales de explicación, constituyendo así un ámbito sui generis, lo que daría pie a una doctrina tan venerable como imposible de aceptar: el dualismo alma – cuerpo. Por lo tanto, se hace necesaria una teoría que o bien a) elimine el vocabulario mental completo, por falso e irrelevante, y lo reemplace por otro, o bien b) nos ofrezca una fórmula satisfactoria de traducción (según la cual el estado mental sea igual al estado físico x, o que sea traducible en términos observables). La alternativa (b) la constituyen teorías reduccionistas, según las cuáles, digamos, “amar a Soledad” es o bien un cierto estado neuronal, o bien equivalente a “cuando la veo, se me corta la respiración” o alguna otra variante relacionada. Para estas teorías “amar a Soledad” se explica con la especificación del estado neuronal o con su traducción en términos conductuales. El problema con estas teorías es que no hacen lo que prometen: “amar a Soledad” puede ser satisfecha por muchas y diversas conductas y si no disponemos de una caracterización independiente de lo que significa “amar”, no podríamos saber qué conductas corresponden efectivamente a ese estado mental ni bajo qué condiciones. Además no disponemos, ni siquiera fragmentariamente, de ningún manual de traducción “neuronal/mentales-mentales/neuronal”.
Del fracaso sistemático de las teorías del tipo (b) ha surgido la convicción de que el idioma intencional es “nomológicamente irreductible”: por razones de principio, se niega que pueda haber alguna vez leyes psicofísicas estrictas, dado que los eventos mentales y los físicos pertenecen a dominios conceptuales distintos; es decir, no podemos atribuir de modo inteligible actitudes a un agente si no podemos colocarlas en un todo consistente en el que estén también todos sus otros deseos, creencias, etc. Pero, ciertamente, esto no es necesario para entender el funcionamiento del cerebro ni de ningún otro explanandum físico. Nada avanzamos, pues, sabiendo que “creer que p” es igual al evento neuronal x10.
Aquí es donde entran en escena las teorías eliminativistas del tipo (a), mencionado anteriormente, que no pueden consistir, simplemente, en deshacerse alegremente del idioma intencional, sino en mostrarnos cómo tal cosa sería posible. A Wilfrid Sellars se le ocurrió, en un artículo justamente célebre, que el vocabulario mental tiene el estatus de un vocabulario teórico: los estados, entidades y propiedades mentales serían, según él, equivalentes a postulados teóricos, que servirían para explicar la conducta inteligente de las personas allí donde su conducta no ha sido precedida por episodios lingüísticos públicos. Lo “mental”, en tal caso, estaría construído sobre el modelo del lenguaje público como un caso de “discurso interior”, del cual la conducta observable sería el resultado. Desde esta perspectiva, lo que muchos toman por ser lo más característico de lo mental, su “intencionalidad”, sería algo derivado del lenguaje público (en particular, de su carácter “proposicional”). Lo ingenioso de la postura de Sellars es que al atribuirle a lo mental semejante estatus, el vocabulario mental sería un postulado que depende de la teoría, lo que sugiere que si cambiara la teoría, tendrían que desaparecer las entidades mentales, del mismo modo que el flogisto desapareció al descubrirse el oxígeno, en los inicios de la química moderna11.
Creo que las teorías del tipo (b) son aquellas que sostienen que lo mental es “ante todo” algo físico, mientras que las del tipo (a) son aquellas que sostienen que lo mental es “exclusivamente” algo físico. No sé si los psicólogos sociales, en su afán por deshacerse de lo mental, son conscientes de la coincidencia que su programa de investigación (según el cual la memoria sería “ante todo” o “exclusivamente” una práctica social) tiene con los de estos otros programas de reducción o eliminación de lo mental. Naturalmente, reparar en esta coincidencia no significa argumentar positivamente a favor de lo mental. Pero quisiera sugerir algunas precauciones de índole general:
1.- Si la consideración de la memoria ante todo o exclusivamente como “práctica social discursiva” se funda en el carácter lingüístico de su transmisión, porque el lenguaje es una práctica social, y se orienta a despachar la idea de que la memoria es algo “mental”, entonces, sostengo, no se ha pensado a fondo la relación entre significado y verdad, ni se ha reparado en que para interpretar el lenguaje del otro es necesario hacerse cargo de sus actitudes mentales (que son “intencionales”) y de su posible racionalidad. En este sentido, la “memoria” no puede gozar de un status independiente de esas actitudes.
2.- Al considerar la memoria ante todo o exclusivamente como una “práctica social discursiva”, debiera tratar de aclararse el campo semántico de la expresión (que va de “capacidad” o “disposición” a “mecanismo”; de “registro, almacenamiento y recuperación de información” a “interpretación” y “construcción de sentidos”, etc.) y dilucidar qué es lo social de tal cosa (en contraposición a lo biológico, lo funcional, etc.). Sugiero que se puede hablar de la memoria, en el sentido en que quieren entenderla los psicólogos sociales, como un “juego de lenguaje” particular, cuyas características deberían ser especificadas en el sentido antes dicho, para distinguirlo de los “juegos de lenguaje” biológico, funcional, etc.
3.- Por último, si al psicólogo social le incomoda su asociación programática con el conductismo, el materialismo eliminativista y otros programas afines, no debiera fundar con tanta confianza sus argumentos en los de amigos pragmatistas como Rorty –el eliminativista por excelencia-, o en amigos como Wittgenstein –que, contrariamente a lo que se piensa, no pretende reducir lo mental a lenguaje conductual-, pues puede tratarse de “falsos amigos”.
Me he alargado en la primera objeción a concebir la memoria como capacidad para registrar, almacenar y recuperar información, aprovechándome de ella para hacer visibles varios problemas en la caracterización de la “memoria”, ante todo o exclusivamente, como “práctica social discursiva”. Pero todavía no he tocado el tema de la segunda, en la que la entera cuestión es vista desde otra perspectiva. Mi defensa provisional de la memoria como capacidad para registrar, almacenar y recuperar información consistía en mostrar que, en principio, tal capacidad, así descrita, no requería de lo “social” para ser explicada intrínsecamente (no requería de los propósitos que caracterizan a una práctica social). Contra eso se objetó que la memoria humana tiene un carácter lingüístico y que hablar un lenguaje es una práctica social y, además, que las prácticas sociales no se especificaban según propósitos explícitos. A lo primero creo haber contestado ya. Interpreto los resultados a los que hemos llegado hasta el momento como implicando (o, si Uds. prefieren, como no siendo incompatibles con) que si por memoria se entiende una capacidad mental lingüísticamente estructurada, puede vérsela en el marco más amplio de lo que significa entender a otro, siendo este entendimiento el propósito que gobierna el “juego de lenguaje” de la memoria socialmente relevante. Creo que en este punto puedo concordar con el psicólogo social y, consecuentemente, conceder la segunda objeción. Me interesa ahora, pues, no contestar la objeción sino precisar un concepto de práctica social, para el que las normas son relevantes.
¿Qué significa participar en una práctica social? Una práctica social es un tipo de actividad que los individuos no pueden llevar a cabo solos, sea porque el propósito de la actividad no es realizable de otra manera, sea porque la actividad misma no tendría sentido de otra manera. Cuando se es un ser con necesidades y fines, para cuya satisfacción y realización se necesitan medios que o bien son escasos o bien difíciles de obtener, cooperar con otros o coordinarse con ellos, a fin de no estorbarse mutuamente, es quizás la única manera de obtener aquello que con la acción se busca. En este sentido, la persecución del bienestar individual y de la realización personal no son, directamente, prácticas sociales, pero sólo son posibles de modo duradero, si se llevan a cabo de modos que sean compatibles con la persecución de estos mismos fines por parte de todos los demás (Tengo la impresión de que la “lealtad” hacia el imperio de la ley y la producción material de la vida, podrían ser descritas de este modo12). Creo, en cambio, que el lenguaje, el ofrecer y exigir explicaciones o la política pertenecen al tipo de actividades que sólo tiene sentido llevar a cabo social, colectivamente. Comunicarse, concebirse como el sujeto de creencias y acciones determinados, desarrollar una determinada cultura cívica son actividades que se especifican en función de propósitos sociales.
Entre ambas interpretaciones de lo que significa “práctica social”, creo que las segundas son, en algún sentido, prioritarias, porque pueden ser consideradas como condiciones de posibilidad de las primeras (es el caso del lenguaje, por ejemplo) o bien porque les otorgan sentido (el autorrespeto, que es conceptualmente prioritario –en el sentido en que justifica- la persecución del propio bienestar, es impensable como actividad solitaria: en contextos de humillación sistemática, una persona puede no valorar su propio bienestar como un fin digno de ser perseguido). Quizás la diferencia entre estas interpretaciones consista en que los “motivos” para involucrarse en estas prácticas son “subjetivos” o “individuales” en el primer caso y “objetivos” o “sociales” en el segundo.
En ambos casos, sin embargo, entiendo por “prácticas sociales” actividades dirigidas por normas de contenido directa o indirectamente social, con las cuáles los propósitos y metas de los agentes individuales se relacionan. Si esto es cierto, entonces participar en una práctica social requiere, de algún modo, que los sujetos actúen de acuerdo a esas normas –esto es, que actúen de acuerdo a razones y, por tanto, intencionalmente. En este sentido, “participar” en una oleada de pánico o euforia colectivos no podría contar como participar en una práctica social. Pero qué cuenta como “actuar de acuerdo a una norma” es algo discutible. Forzando el lenguaje, uno podría concebir la participación en una práctica social (por ejemplo, en la institución específicamente moderna de la “moralidad”) á la Kant: la norma (en este caso, el imperativo categórico) es el principio o la regla, que cada agente aplica a las máximas de sus acciones con el fin de evaluarlas. Una máxima es compatible con la ley moral, cuando, concebida de modo universal, puede ser pensada (o al menos querida) sin contradicción. Se participa en una “práctica”, entonces, cuando todos los que pueden contar como participantes en ella reconocen la misma norma como válida y la aplican de modo que puedan reconocer algunas conductas propias o ajenas como conformes a la ley moral y otras como no conformes a ella.
Sin embargo, ésta parece ser una posición demasiado intelectualista: de acuerdo con Heidegger, por ejemplo, uno no participa, en sentido estricto, en una práctica, sino que se encuentra más bien “inserto” en ella, por el hecho de estar siempre ya en un mundo de usos y significados compartidos con otros. El Dasein (el ser humano, en heideggereano) existe fundamentalmente “en el mundo”, en el que las cosas no humanas no son originariamente objetos de contemplación teórica sino objetos de uso, ubicados siempre ya en contextos significativos. Pero “estar en el mundo” significa, ante todo, un Mitsein (un “ser con” otros), un estar arrojado a una comprensión preteórica compartida del sentido del ser. Por ello, la imagen de un sujeto individual, que aplica reglas sobre las que ha reflexionado previamente, sólo es posible sobre la base de este mundo compartido, que constituye de modo originario nuestra existencia. Sin embargo Heidegger sabe que este modo fundamental de ser debe dar cabida, también, a la posibilidad de que tal mundo compartido se fracture o que, de la comprensión preteórica, cotidiana, del sentido del ser, podamos pasar a asumir propiamente la responsabilidad por nuestro propio ser (el de cada uno, en cada caso: Jemeinigkeit) –de lo contrario, no habría “historicidad” ninguna. Este “paso”, por cierto, no es inmotivado: la angustia, la conciencia de estar siempre frente a la muerte, el aburrimiento profundo pueden generar modos diversos en los que el sujeto “se sitúe” –ciertamente, en el modo pasivo en que a Heidegger le gusta contar esta historia, como algo que a los agentes les “acaece”- en este mundo compartido13.
Otra imagen no-intelectualista de lo que constituye participar en una práctica, nos la proporciona el último Wittgenstein. Según él, hablar un lenguaje implica dominar una técnica14, en el sentido de que el lenguaje es un instrumento con el que hacemos cosas y que está entretejido con actividades no-lingüísticas. Esto es lo que trata de capturar la expresión juego de lenguaje15. Que Wittgenstein haya escogido la noción de “juego” para capturar este sentido práctico-instrumental del “hablar un lenguaje”, tiene que ver con que participar en algún juego determinado comporta “seguir una regla”, seguir un uso o costumbre o participar en una institución16. Nadie nace sabiendo cómo dominar esta técnica: cada hablante competente de un lenguaje es introducido en las prácticas relevantes por otros hablantes competentes, siendo entrenado por ellos para reaccionar del modo adecuado (esto es, de acuerdo a la regla) en múltiples circunstancias17. Que sólo así, a través del entrenamiento, podamos llegar a dominar esta técnica tiene que ver con que no hay un único juego de lenguaje, sino infinitos y, por tanto, infinitas reglas y, más importante, con que no disponemos de ningún criterio independiente para decidir cuando un uso determinado del lenguaje no es un caso de “seguir la regla”. El hablar de “reglas” comporta, de suyo, el carácter normativo de la investigación semántica de Wittgenstein, pues las reglas pueden ser seguidas correcta o incorrectamente. Pero es imposible establecer un criterio fijo y general que nos permita decidir qué cuenta como seguir una regla adecuadamente (tal criterio sería otra regla –una metaregla-, cuya aplicación requiere, a su vez, de otro criterio y así ad infinitum)18. ¿Cómo sabemos entonces que estamos siguiendo adecuadamente la regla? La respuesta de Wittgenstein es que no se trata de un caso de “saber”, sino de reaccionar, tanto lingüística como no lingüísticamente, del modo en que hemos sido entrenados por otros hablantes ya insertos en una práctica en pleno funcionamiento. ¿Pero no podrían haber estado errados nuestros predecesores en la práctica? No, pues no hay más criterio que la propia práctica de considerar tales y cuales reacciones como correctas, para establecer la corrección de las mismas. Esto, por cierto, es bastante flexible, pero está limitado por nuestra forma de vida. Podemos entendernos mutuamente porque pertenecemos a una misma forma de vida19.
De modo que, en lugar de “aplicar una regla”, que sería el caso si Kant fuese un teórico de la práctica social, “actuar de acuerdo a la regla” consiste en pertenecer a ese mundo o forma de vida y hacer las cosas “como se hacen” (el Man heideggereano, que en el alemán corriente es una forma impersonal de hablar de sí mismo). Pero es dudoso que participar en una práctica social sea, meramente equivalente al ciego acatamiento de lo que se hace. Aparentemente, sin embargo, esto es exactamente lo que sostiene Wittgenstein (y es también, como he dicho, lo que quisiera sostener Heidegger). Según él, las prácticas no deben ser revisadas, pues no hay ningún lugar exterior a ellas, ninguna plataforma de observación desde la cual pudiésemos tener una “mirada” privilegiada, desde la cual enjuiciar la racionalidad de nuestras prácticas de modo significativo. Al hacer esto (o al pretender hacerlo), generamos el falso problema de que, tras las prácticas, todavía hay algo que explicar: no hemos comprendido que lo único que debemos hacer es “describir”20.
Estas aproximaciones teóricas, de gran influencia en el siglo XX, sostienen, por un lado, la preeminencia de las prácticas sociales en el conocimiento y la acción. Pero por otro lado, ambas tienden a debilitar la idea de que el cambio social es algo que nosotros mismos hacemos: en Heidegger, el “cambio histórico” acaece; en Wittgenstein, en cambio, hasta parecería difícil imaginarse tal cambio, salvo por el hecho de que nuestras prácticas están sometidas a una contingencia ineliminable21.
Independientemente de que los suscribamos, estos enfoques proveen argumentos que podemos considerar al tratar de sostener una “teoría de la práctica social”, que sea sensible a las actitudes de los individuos como en el caso de la “acción intencional”. No pretendo, por cierto, disponer de tal teoría. Sin embargo enumeraré las cosas que, creo, debiera contemplar:
Uno llega a participar en una práctica siendo primero entrenado en ella: se ingresa a la “acción de acuerdo a normas”, que constituye la práctica, siendo entrenado para actuar en mera conformidad a ellas. Esto permite concebir tal acción de modos no-proposicionales (por ejemplo, como hábito). Pero para poder contar como participante, el propio sujeto debe poder situarse frente a la norma: sea asumiéndola como propia o resistiéndola como mandato ajeno. No quiero decir con esto que todo sujeto se sitúe fácticamente frente a las prácticas en las que está inserto, sino enfatizar la necesidad de que le sea posible, sobre todo cuando las prácticas hacen crisis. Además, la norma (esto es, aquella regla que define a la práctica como ésta en vez de aquella otra) debe poder ser interpretada por los participantes de distintas maneras, sin que sea posible acudir a algo (un metaprincipio, un factum de nuestra naturaleza, o a lo que es razonable) o a alguien (la comunidad de expertos), para decidir cuál sea la interpretación correcta, porque muchas veces son estas mismas cosas las que están en cuestión en dichas discusiones. Que el sujeto pueda siempre tomar postura frente a aquello que define a la práctica es esencial, pues la norma es seguida no porque sea nuestra norma, sino porque los participantes piensan que ella tiene autoridad para ellos, y en diversos casos de conflicto, deben poder dar cuenta, reflexivamente, de esa autoridad.
Una posición interesante a este respecto es una posición “hegeliana”, que concibe la participación en una práctica como la mutua asignación de “status normativo” de los participantes (como agentes libres, con derechos, moralmente responsables, por ejemplo), donde el criterio para situarse frente a la norma, interpretarla, etc., no es independiente de ese mutuo reconocimiento. Para este punto de vista - abierto a conflictos potencialmente trágicos y comprometido con una comprensión de la transformación histórica de los “principios” que definen diversas prácticas, sin tener que asumir puntos de vista exteriores a las mismas que las garanticen-, la cuestión más importante es poder dar cuenta de bajo qué condiciones internas son las prácticas sustentables22. Creo que “hacer memoria”, en tanto práctica social, puede jugar un rol en la sustentabilidad de las prácticas y ser usada como argumento cuando los individuos reflexionan sobre ellas y toman postura frente a ellas. Pero no alcanzo a ver qué tan importante sea ese rol para “resolver” la crisis de alguna práctica o para construir una nueva.
Después de esta breve discusión, todavía nos quedan muchas preguntas pendientes: ¿Qué tipo de “práctica social” es la “memoria”? ¿Tiene un status independiente, que nos permita individualizar qué tipo de norma tiene autoridad para quienes participan de ella? ¿Cuál es su relación con la historia? Mucho más importante: ¿nos sirve para cambiar el futuro? Creo que no podemos encontrar respuestas a estas preguntas sin precisar nuestros conceptos.
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