¿Crónica de un etnocidio? La Problemática Del Etnocidio en: Crónica De Los Indios Guayaquis de Pierre Clastres

Chronicle of an ethnocide? The Problem of Ethnocide in: Chronicle of the Guayaquis Indians by Pierre Clastres

  • Brígida Cristina Maestres

1 Resumen

Con base en la noción de Etnocidio, que desarrolla el etnólogo Clastres en sus Investigaciones en Antropología Política, intentamos responder la incognita que suscita el epígrafe que acompaña su crónica de los indios guayaquis: “lo que saben los aché-gatú, cazadores, recolectores del Paraguay”. Cuando el autor relata su llegada, en febrero de 1963, a la localidad de Arroyo Moroti —asentamiento de los Guayaquis ubicado en las proximidades de San Juan Nepomuceno, en Paraguay—, evoca la premisa de su estudio en una de sus primeras constataciones: sí, para poder estudiar a una sociedad primitiva es preciso que esté ya un poco podrida;1 el hermetismo que mostraban los aché frente a sus frustrados intentos de hacerse entender mediante el obsequio de objetos, tenía que ver con la salud de la tribu, con su todavía conservado estado de salvajismo; sin embargo replica el autor, empezarían a hablar cuando estuvieran enfermos.2 Con esta última frase, el autor vaticina el destino de aquella etnia nómada, ex-nómada, ya asentada y en el interior de un panorama de interacción asimétrica, con otra tribu de aché-extranjeros y con el hombre blanco, con la civilización occidental. Y he aquí los dos extremos que describen la paradoja del etnocidio: de un lado, la identificación de una sociedad bien delimitada en función de instituciones inamovibles, que permiten la determinación de la unidad misma del cuerpo social en un tipo de conocimiento —irreflexivo— y de lógicas de supervivencia, que no precisan de la dominación DEL OTRO para su consecución; tal es para Clastres, la sociedad de los aché. En el otro extremo de la paradoja, se ubica la fuerza arrolladora de otra sociedad, que al reflexionar sobre sus propias estructuras de dominación, descubre su propia capacidad —y acaso también su propia necesidad— para vulnerar las instituciones DE SUS OTROS, en aras de su propia supervivencia y en un sentido irreversible para los otros, hasta convertirlas en otra cosa —este sería el caso de la cultura occidental.3 La secuencia narrativa de la crónica —desde NACIMIENTO hasta EL FIN—, se encarga de situarnos en el drama mismo de esta paradoja; en el cuerpo del trabajo, la descripción e interpretación de rituales en tanto expresiones gestuales y/o verbales de un orden social inconsciente e indiviso, nos introduce sin duda en el estudio de acontecimientos sociológicos que ya responden —con su estatuto— a una visión particular de sociedad: la hipótesis misma del homicidio de Chachugi ilustra la lucha de una sociedad por el mantenimiento de su orden establecido como único mecanismo o estrategia fundamental en el logro de su propia supervivencia; como se dice en algún instante de la crónica, según la cosmogonía Guayaqui: la muerte es el precio del orden habitable del mundo.4 Y aquí el final del relato de la muerte de Chachugi: el investigador frente a su propia incertidumbre responde: los indios saben...

2 Hipótesis sobre un etnocidio

Las extrañas circunstancias que rodean la muerte de Chachugi —la niña que se niega a cumplir con el ritual de la escarificación—, condensan en el silencio que advierte el autor sobre este hecho y que las identifica como tales, el espíritu de este trabajo etnográfico:5 en nuestra opinión, la narración de un etnocidio. Se trata sin duda de uno de los acontecimientos más significativos que Pierre Clastres menciona en su Crónica de los Indios Guayaquis: era la primera vez que algo así sucedía entre los aché-gatú —o entre las personas; nombre propio de la tribu—, una mujer joven se rehusaba a ser iniciada en la adultez, en las funciones de esposa-mujer-recolectora; al cabo de un mes, de un lapso de profundo descontento y desasosiego entre los miembros de la tribu por esta causa, la niña apareció muerta y no hubo voces que quisieran explicarlo. Es fácilmente imaginable —en el contexto de la lectura—, que tales circunstancias remiten a uno más de los homicidios que practicaba la tribu sobre sus miembros: orientados al restablecimiento de un orden social permanentemente amenazado, los Guayaquis solían conjurar el desorden mediante distintos rituales, uno de los cuales era el homicidio ritual —por lo general niños— o venganza emprendidos siempre que uno de sus hombres, que uno de sus cazadores, era alcanzado por la muerte. El caso de la muerte de Chachugi, sin embargo, resulta algo diferente pues no había muerto ningún cazador aunque sí, se habían transgredido ciertas normas que amenazaban directamente la estructura de distribución de funciones asociadas a la edad y al sexo.6 Para Clastres —al igual que en otros casos posteriores según la secuencia de la crónica7—, el desafío de la niña indicaba una clara sintomatología de la decadencia de esta sociedad primitiva8; y su homicidio, o bien su muerte, uno de los intentos más feroces por trazar los límites de esa sociedad frente a su mayor amenaza contemporánea: el cambio. ¿conciencia de una fatalidad?

3 ¿Qué es lo que saben los aché-gatú?

Una suerte de panóptica de jaguares se revela para nosotros —en el primer capítulo9— como espectro general de la cosmogonía Guayaqui. El desorden, principal amenaza del cuerpo social aché, cobra vida en estas metáforas salvajes para dar cuenta del temor frente a la intervención de seres invisibles en el curso normal de los acontecimientos de la tribu. En el centro de las preocupaciones, un constante dirimir entre la vida y la muerte en cuyos casos, la evasión de cualquier precio del desorden y la conjura del peligro de muerte, componen no solo la cotidianidad sino la estructura fundamental del ritual de los aché-gatú. SI ALGO SABEN ESTOS INDIOS ES QUE PUEDEN MORIR.10 El nacimiento de un futuro cazador de la tribu, el hijo de Pichugi, es el acontecimiento elegido por Clastres para comenzar a hablarnos no solamente de esta cosmogonía sino de los límites de sentido de esta sociedad. Un parto silencioso evita molestar al más temible de los seres invisibles, a Krei; un peligro de muerte (Bayja) se asoma inmediatamente sobre la tribu, sobre el padre de la criatura, sobre quienes intervienen en el parto; una buena cacería y un baño de purificación, conjuran la amenaza. La representación del mito de los orígenes en el nacimiento —caída— y posterior asunción de la criatura, habla de la emersión de los primeros aché, desde su condición de animalidad en el fondo de la tierra hasta su conquista de la humanidad y la existencia en la superficie.11 Mientras tanto, una dialéctica entre fuego y agua nos marcan los acontecimientos que conjuraron la eternidad de los tiempos, un doble apocalipsis en secuencia cronológica, desde el fuego eterno hasta el diluvio universal, dio inicio a los tiempos asociados al ciclo solar. Así también nació la oscuridad de la selva y con ella, la invisibilidad de los interventores: las almas de los muertos que de vez en cuando acechan a los vivos para llevárselos, son los antepasados, que normalmente habitan la “Gran Sabana”, donde todo es iluminado, como antes también era. El sentido propiamente social se expresa en la unidad elemental de la tribu, en la familia, chave. En el ritual, ésta no es sólo representada mediante la identificación de parentescos y asignación de roles correspondientes, madre, padre, segundo padre —tercero a veces—, sino en la ocasión que otorga el propio ritual para la construcción de nuevos lazos familiares. Los principales participantes en este ritual, quien alza al niño y quien corta su cordón umbilical, se convierten por esta razón en los padrinos de la criatura. El final del ritual significa, a los efectos de la cosmogonía guayaqui, la recuperación de la existencia humana tras la derrota del desorden causado por el nacimiento.

Pero esta sabiduría de los aché, suerte de pensamiento inconsciente respecto al cuidado del orden para la conservación de la vida y a la conjura de la muerte, es precisamente aquello que pareciera verse trastocado —a lo largo de la crónica—, bajo la forma de la constatación o toma de conciencia por parte de la tribu respecto a una fatalidad que ahora les ensombrece. Los acontecimientos que narra el segundo capítulo,12 parecieran certificar un primer avance en la argumentación de esta circunstancia: LOS ACHÉ-GATÚ SABEN QUE VAN A MORIR. La eterna lucha que habría mantenido la civilización occidental con las culturas americanas previas a la llegada de Colón, pareciera haberse resuelto —en el caso de esta tribu— en la capitulación de los Guayaquis frente a la constante amenaza del hombre blanco. Este último resultó ser un enemigo invencible; un animal tan indescifrable que su amenaza de muerte jamás se pudo llegar a conjurar. Los aché-gatú se habían mantenido “intactos” en sus hábitos y costumbres casi hasta mediados del siglo XX; y ello, a pesar de la presencia y el acecho del hombre blanco sobre sus miembros13 En el escenario de una tregua entre blancos e indios amparada en una legislación que desde 1953 prohibía la cacería y/o esclavización de los indios, en Paraguay, una nueva oleada de acechos —por llamarla de alguna manera— condujo a los aché-gatú a aceptar una capitulación definitiva. Si la contingencia de una emboscada perpetrada por los blancos sobre los Guayaquis en 1953, sellaría la memoria de un peligro invencible14, el secuestro de dos miembros de la tribu que —a diferencia de otras veces— esta vez sí regresaron, sellaría el destino definitivo de los Guayaquis. Los regresados portaban un mensaje: se trataba del ofrecimiento que les hacía un Paraguayo, habitante de la localidad de Arroyo Moroti, quien les proponía protección; se trataba de irse a vivir a ese lugar sin contraprestación alguna pues, el Paraguayo recibiría prebendas del Estado si conservaba a los indios en resguardo. Evidentemente, los Guayaquis se encontraban ajenos al conocimiento de esta corrupción y sólo atendían a la importancia de aceptar la protección. Ellos accedieron y posteriormente fueron secundados por otra banda de aché —iroiangi o extranjeros—, a instancias del hombre Paraguayo pero por obra de los propios aché-gatú. Desde entonces, dos años antes de la llegada de Clastres al campamento de los Guayaquis, tanto una como otra de las bandas aché abandonaron su cotidianidad nómada para asentarse en los predios de aquél lugar, a las orillas del río blanco en las cercanías de San Juan Nepomuceno.

Como quiera que hayan sucedido las cosas, la vivencia de estos tratados de paz —como Clastres los llama—para los aché atendería única y exclusivamente a las leyes y a las significaciones que componen el espectro de su mundo. Es interesante observar —ya en el tercer capítulo15— cómo la decisión de invitar a los extranjeros a compartir la vida del campamento, si bien tomada y comunicada a los indios por el Paraguayo, es meditada por toda la tribu y ratificada por el jefe —Jyvukugi—, como un acto propio. Como un acontecimiento elemental de los aché-gatú, emanado de su propia sabiduría política como cuerpo social; la función del jefe, era apenas una labor de conducción y en este caso, se trató de una labor comunicativa consistente en visitar las chozas y decir, lo que ya se sabe, lo que se quiere escuchar como voz de la tribu. Para Clastres, la sabiduría política de los aché se basa en un reparto del poder entre el cuerpo social, se trata de un pensamiento inconsciente. No hay separación entre poder y sociedad, ni tampoco existe coerción o ejercicio de dominación jerarquizada de unos por encima de los otros. De la misma forma, la inconsciencia del poder no admite la corrupción y por esta causa, opina el autor, las sociedades indígenas han muerto.16 Y he aquí una de las afirmaciones que más nos orientan en torno al planteamiento del etnocidio; no poder independizar la dominación del orden social establecido significa, en última instancia, que sólo la conservación intacta de este orden garantiza la supervivencia puesto que, la voz del jefe jamás será diferente a la voz de ese ordenamiento y el cambio estructural o ganancia institucional de la sociedad frente a las transformaciones que impone o propone el ambiente, sólo son codificadas como desviación, como muerte. No se puede obligar a seguir ningún rumbo diferente al diluido en y desde la tribu; simplemente además, no se sabe, no se entiende. Tras la llegada de los extranjeros, sin embargo, se establecería una suerte de jerarquía en la cual, el hombre blanco paraguayo estaría a la cabeza de una dominación, que fluía desde este hacia los aché-gatú y desde estos hacia los extranjeros. Aún así, no tardarían en formar familias entre unos y otros aché, no tardarían pues en crear lazos de parentesco para transformarse de enemigos ancestrales a cuñados.

Las preguntas de Clastres respecto a los límites de este Otro De Occidente, no cesan en su empeño por atinar a un conocimiento, si bien situado, que se incorpore al sentido universal. En la narración del capítulo tercero, Clastres constata que la minoría demográfica de las mujeres en la tribu se debe a la circunstancia de su asesinato. Las razones, más relacionadas con la ordenación de una totalidad social que con una jerarquía con base en una diferenciación de género, apuntan a la pérdida de las facultades que definen a una mujer dentro de la tribu. Si ya no puede caminar por la selva para realizar la recolección, es el momento de atacarla por detrás y golpearla con el hacha de piedra. La selva no permite esperar por sus ancianos y en honor a esto, tratando de no atribuir conclusiones, Clastres se pregunta —en el capítulo cuarto— si efectivamente existen LAS PERSONAS MAYORES17 en el interior de la tribu. Esto es, si los límites generacionales se encuentran trazados con miras al desempeño de funciones; o si por el contrario, las asociaciones entre edades y funciones son inexistentes. La muerte de Chachugi, es la prueba fehaciente de que esto último no es la respuesta. Entre los aché-gatú, al menos, hay niños, hay jóvenes y existen las personas adultas. Cada uno de estos estatutos corresponde a una función o a un desempeño: puede ser que los niños se encuentren un tanto más indiferenciados desde el punto de vista de la labor y aún cuando se les provea de todos aquellos objetos y conocimientos para que “jueguen” al juego de su futuro.18 Las niñas serán, indefectiblemente, esposas, madres y recolectoras: serán mujeres, que caminarán por la selva con su cesto, para transportar la miel y las larvas para el consumo de la tribu. Los niños serán cazadores, proveedores del alimento fundamental de los Guayaquis, serán pues hombres que intercambiarán sus presas, serán padres, esposos. El arribo de estos últimos a la edad adulta, transita por un período de juventud en el cual, les es permitida su iniciación en el sexo y se les provee de un arco y una flecha aún cuando no son todavía verdaderos cazadores. El símbolo que identifica a los jóvenes es el pasador labial, el cual se les es incrustado mediante ritual de iniciación. Posteriormente procede la escarificación, heridas verticales que se les hace en la espalda y en los brazos con una piedra, como marcas indelebles de su arribo a la edad adulta. Las mujeres, tras la llegada de su primera regla, transitan por una juventud apenas apreciable en el lapso que comprende, su iniciación como mujer joven y la inmediata escarificación de sus pechos y espalda. Chachugi, quiso prolongar su juventud, o quiso seguir siendo una niña, o bien, como dice Clastres, tuvo miedo y se resistió al dolor.19 El caso es que esto no fue tolerado. Tras este acontecimiento, como ya hemos señalado, Clastres anuncia en su crónica el mal del contacto o del contagio que empezaron a padecer los aché a partir de su llegada a Arroyo Moroti.

Más que una adición por contagio, la insinuación de Clastres apunta a la pérdida de las costumbres y con ello, a la disolución del sentimiento de unidad del cuerpo social. Su muerte. Las páginas siguientes al acontecimiento —tantas veces mencionado por nosotros— de la muerte de Chachugi, en especial el capítulo quinto dedicado a la llamada FIESTA DE LA MIEL,20 relatan aquello que alguna vez fue el ritual de máxima solidaridad entre los aché. Es decir, aquello que —en cierta medida— constituye el referente máximo a partir del cual es posible la codificación de las desviaciones de la tribu y emprender cualquier ritual de subsanación. La propia unidad social. Si se pierde este referente, se introduce el desorden, se relajan las costumbres, se pierden las defensas, se muere. Se supone entonces, que lo relatado corresponde a la última vez que los Guayaquis participaron de este gran festín, también llamado por el autor: la fiesta del amor.21 Cada año, a la llegada del frío que se correspondía con el cumplimiento del ciclo de las estaciones, llegaba el momento para que las distintas bandas nómadas que componían la gran tribu de los aché, se retornaran al punto de partida de sus travesías para reunirse en torno al acontecimiento de la recogida de la miel. En realidad, o mejor dicho, sumado a esto, la ocasión era propicia para cumplir con el intercambio de las mujeres: era el momento en el cual se sucedían los matrimonios entre los indios. La gramática del ritual, de la forma descrita por Clastres, apunta a un evento primario en el cual se simula la guerra entre los cazadores por el valor más preciado. Momentos después, se simula la capitulación asociada a la circunstancia de que el rapto de las mujeres es aceptado tras la construcción del lazo matrimonial. Mientras unos cedían sus mujeres y los otros las recibían, los aché-gatú habían enfrentando el problema de la escasez de sus mujeres, circunstancia que fue solucionada con la creación de la institución matrimonial poliándrica. Este cambio estructural tan importante, se había sucedido a propósito del arribo a Arroyo Moroti o quizá un poco antes. Lo cierto es que las cartas estaban echadas; poco a poco el placer y el deseo de vivir abandonaron el corazón de los aché.22

El tema de la fatalidad en los aché es interesante, se torna fascinante llegar a la comprensión de su explicación. Las ocasiones del MATAR ejercidas por la tribu que abren las puertas del capítulo sexto— nos ponen en sintonía con la paradoja relatada, casi siempre desde la perspectiva aché, entre un adentro y un afuera, con posiciones intercambiables respecto a quien es el observador, que se codifican de manera diferente por causa de la misma razón del punto de mira. Un disparo del hombre blanco sobre el indio, puede ser interpretado por la semántica Guayaqui, como un trueno que asesina y acto seguido, como uno de esos jaguares que, en representación de los hombres invisibles, acechan constantemente a la tribu. El ritual de venganza, Jepy, se activa inmediatamente cada vez que muere un cazador de la tribu; entonces se procede a cumplirla en la propia humanidad de los niños de la tribu, por lo general las niñas, hijas del cazador; pareciera que no era común proseguir con el ritual de los homicidios una vez ejecutada la primera venganza, pero en el ejemplo de este capítulo, al menos, ocurrió una segunda venganza que llevó a Clastres a decir: dejan de luchar por la vida porque la fatalidad les abruma; se matan porque no pueden luchar en contra de ella.23 La conjunción entre la ganancia cada vez mayor de terreno por parte de los blancos y la existencia de este ritual de venganza, que actúa directamente sobre propios miembros de la tribu, es una circunstancia que los conduce al suicidio colectivo.24 Y puesto que, conforme se avanza en el desorden tribal se relajan las costumbres, es decir, se abandonan las defensas que la propia semántica aché ha construido frente a la amenaza de la muerte y para el mantenimiento de la vida, no sólo la enfermedad sino la trasgresión se pone a la orden de la tribu. Creo que esto fue lo que quiso reflejar Clastres, en el capítulo séptimo, al describir la VIDA Y MUERTE DE UN PEDERASTA. En el fondo, describe dos casos de cazadores, que por causa del pane, mala suerte en la caza, no pudieron volver a serlo. O mejor dicho, esta situación se parece más a uno de los casos. El otro, el de Krembegi, apunta más bien a un hombre que jamás fue cazador y que, por consiguiente, se hizo mujer —o eso creía Clastres— dentro de la tribu. Esto es, desde el punto de vista de las funciones recolectoras y alguna que otra actitud estética, Krembegi era una mujer; pero enfrentaba el tema de la sexualidad. La homosexualidad estaba prohibida en la tribu y su tenencia de cesto, como símbolo inequívoco de su feminidad, no era suficiente para que se le aceptaran relaciones con otros hombres. Esto le llevaría a convertirse en pederasta dado que sólo con sus hermanos podía ejercer la homosexualidad pero entonces, dado que el incesto estaba prohibido entre hombres y mujeres, significaba que Krembegi perdía inmediatamente su estatuto de mujer en la tribu. Era pederasta. En el caso del otro desafortunado cazador, en cambio, ya ni cazador, pero tampoco asumido como mujer, simplemente no era posible codificarlo dentro de la lógica del ordenamiento aché.

Quizá una de las estocadas más contundentes, que recibiera la tribu respecto a sus hábitos y costumbres, tuviera que ver con la prohibición del canibalismo. Para Clastres, descubrir que los Guayaquis eran caníbales era un empeño que por instantes se vio frustrado, tras el silencio que mantenía la tribu respecto a esta actividad. Y más que silencio, jugaban a la mentira e inventaban rituales de entierro allí donde no los practicaban. Los aché-gatú se comían a sus muertos, que no es lo mismo que los mataban para comer; pero el Paraguayo les había prohibido hablar de esto y acaso también, cumplir con este ritual de máxima conjura. Los Guayaquis entendían el canibalismo como aquella manera de disuadir el alma de los muertos, siempre al acecho de algún miembro de la tribu, al repartirla entre los estómagos de cada uno, incluso de aquellos que estaban lejos. No hacerlo podía generar hostilidades, pues la eficacia simbólica de este ritual se encontraba muy asociada al placer de la degustación y al reestablecimiento de la tranquilidad, del orden. Los adultos eran asados en una parrilla y los niños, hervidos en una olla de barro; cuánta diferencia respecto a antiguas versiones, que aseguraban que a los adultos los enterraban muy lejos y a los niños, justo debajo de su choza. Lo cierto es que eran caníbales de esta manera y la supresión de este ritual, o al menos la prohibición del decir que pudo haberse traducido en la disminución de la frecuencia de su aplicación, resultara ser simultáneamente la supresión de una de sus armas de defensa más fuertes. La tonada final, DEL FIN, es de reproche a occidente, de constatación de un etnocidio en conjunción con el genocidio ya practicado, desde hace mucho tiempo en la historia. Clastres nunca volvió a la tribu; el llanto de Jyvukugi, ya le hablaba de que eran conscientes de su fatalidad. Y esto es precisamente lo que —argumentamos— SABEN los aché-gatú.

4 El problema del etnocidio

Contravenir las tesis de Clastres respecto al etnocidio, nos invitan a proponer la noción de acontecimiento a la de hecho social utilizada por el autor a lo largo de la etnografía. Si nuestra inferencia es correcta, los rituales constituyen —para el autor— la circunstancia de una repetición que reproduce/actualiza en su consecución, la estructura identitaria del sistema social de los aché-gatú: su orden social primigenio. La variabilidad o el cambio, según la perspectiva, no constituyen una ocasión para el aprendizaje estructural sino desviaciones que fracturan el orden en detrimento de su conservación. ¿pero de qué tipo de sistema social estaríamos hablando? En rigor, uno podría pensar que la clausura del sistema aché no es aquello que les convierte en presa de occidente —de su comportamiento etnocida, como mencionábamos más arriba— sino la circunstancia de su semántica y en particular, la estructura misma del ritual de la venganza. Desconocemos cuál ha sido el destino de esta tribu, pero el relato etnográfico nos permite —al leer las inferencias del autor— afirmar que se trató de un suicidio amenizado por el ritual y sentenciado por la impotencia de la amenaza. La ocasión de cambio estructural, si bien aparece, es interpretada en la teoría de Clastres ya como la consumación del etnocidio. Cabría preguntar entonces: ¿si se trata de un orden social que jamás transformó sus rituales por fuerza de las relaciones con el ambiente? La propia creación de la estructura poliándrica sugiere que este no ha sido el caso; y esto es, precisamente, la invitación a pensar en la semántica aché, en su propia cosmogonía, como el elemento determinante de la disminución numérica de los miembros de la tribu —o de su desaparición como vaticina el autor— más que la constatación de un pensamiento que autoriza sistemas rígidos e incapaces de modificar sus estructuras. En estas dos hipótesis nos movemos a lo largo de la obra sin poder establecer un veredicto respecto al postulado teórico del autor. El homicidio de Chachugi, al ser leído como acontecimiento —de hacho pareciera haberlo sido por razones de su novedad— podría ser el principio de un cambio estructural que no necesariamente llevara, tras la transformación del ritual, a la pérdida de identidad o de orden social en las escenas de la tribu. Sólo para reflexionar sobre la idea...

Referencias

Clastres, Pierre (1998): Crónica de los indios Guayaquis. Lo que saben los aché, cazadores nómadas del Paraguay. Editorial Alta Fulla; Barcelona.

Clastres, Pierre (1987): Investigaciones en antropología política. Gedisa mexicana; México.