Athenea Digital -núm. 5 Primavera 2004-

Petheerson, Gail (2000). El prisma de la prostitución. Madrid: Talasa

Juliano, Dolores (2002). La prostitución: el espejo oscuro. Barcelona: Icaria.

Corso, Carla; Landi, Sandra (2000). Retrato de intensos colores. Madrid: Talasa



Holgado Fernández, Isabel
Línea de Investigación y Cooperación con Inmigrantes Trabajadoras Sexuales (LICIT)

 

No recuerdo dónde leí que, en Filosofía, se llama “evento” a una reflexión que distingue un campo, y sin la cual no se puede ya pensar. Esa condición se da en el caso que nos ocupa, la publicación en lengua castellana de tres obras radicalmente innovadoras en la epistemología sobre el fenómeno de la prostitución. Estas obras son un extraordinario exponente de los nuevos enfoques desmitificadores, resultado de la fecunda colaboración entre trabajadoras sexuales y feministas, iniciada en los 70, con Estados Unidos, Gran Bretaña, Holanda y Francia a la cabeza. Por primera vez, con la celebración de los dos primeros Congresos Mundiales de Prostitutas, celebrados en los años 80, las prostitutas, auto-organizadas para denunciar la criminalización estatal y pedir el reconocimiento de la prostitución como un trabajo, se convertían en sujetos históricos e interlocutoras ante la sociedad de sus propios intereses. Por primera vez, las trabajadoras sexuales tomaron la palabra y denunciaron las violaciones de sus derechos humanos y desvelaron la hipocresía social y estatal. Resultado de este aprendizaje mutuo y de la toma de la palabra iniciada por las trabajadoras sexuales, el libro de Carla Corso, ex-trabajadora sexual y fundadora, junto a Pia Covre, del Comité Italiano a Favor de los Derechos Civiles de las Prostitutas, es un testimonio de extraordinario valor para desdramatizar el fenómeno de la prostitución y arrojar luz sobre la intencionada estereotipación que sufren las trabajadoras sexuales. Raquel Osborne lo señala en el prólogo: “marca uno de los hitos que el movimiento a favor de los derechos de las prostitutas representa y a la vez se ha marcado a sí mismo: la incorporación de las prostitutas como sujeto de pleno derecho, con voz propia.”

Gail Pheterson desde la Psicología, Dolores Juliano desde la Antropología y su profundo conocimiento de las estrategias de las mujeres de sectores populares, y Carla Corso desde la vida vivida como trabajadora sexual, conforman con sus trabajos una imprescindible alternativa a la excesiva rigidez intelectual y sesgo moralista que han predominado, hasta el momento, en casi todos los intentos para comprender el fenómeno de la prostitución desde las ciencias sociales y el feminismo oficial. Sus trabajos son más valiosos si cabe en la actual coyuntura, cuando la inserción de mujeres inmigrantes en la industria del sexo española vuelve a reabrir el debate político-social sobre la necesidad de regularizar la prostitución. Aportes como los tres libros reseñados deberían suponer que fuera impensable negociar un cambio legislativo y social sin contar con las demandas e intereses de las mujeres trabajadoras sexuales.

No es teoría de buró la que acometen Juliano y Pheterson. A través de sus reflexiones, se escuchan las voces de las prostitutas y de las mujeres estigmatizadas con ese “rótulo mancillante”. Sus análisis entretejen sabiamente la reflexión teórica con las voces de las mujeres rotuladas como prostitutas, en un soberbio ejercicio de coherencia intelectual y política. El propósito fundamental de las tres autoras es invitarnos a aprender a mirar en diferentes direcciones, colaborar en desmitificar el hecho de la prostitución y desmontar los múltiples tópicos sobre las prostitutas que tanto obstaculizan su reconocimiento como sujetos y ciudadanas. Desnudar el doble rasero en las actitudes y las políticas estatales es otro de los objetivos principales porque, como apunta Pheterson, “la prostitución funciona en gran medida a modo de prisma, ya que desvía la atención, desarticula la comprensión y deforma la realidad”.

Juliano y Pheterson denuncian la falta de objetividad en el abordaje de la prostitución desde todas las ciencias, especialmente desde la Psicología, que ha colaborado a legitimar la desigualdad entre sexos al patologizar psicológicamente a todas las mujeres que transgreden los límites normativos, reforzando el estigma y dando validez científica a las prácticas discriminatorias por parte de las instituciones públicas contra las prostitutas, mediante el mismo mecanismo utilizado para racionalizar la exclusión de otros grupos sociales subordinados: negros, judíos, etc... La asignación de caracteres prefijados a la identidad de las prostitutas, obviando la dinámica relacional entre los diferentes grupos sociales y el poder, y, sobre todo, la complejísima heterogeneidad de situaciones y vivencias entre las prostitutas, han provocado el arraigo de un sinfín de tópicos y la naturalización de la discriminación. Las tres autoras denuncian, especialmente, la victimización de las prostitutas que les niega autonomía y libertad de elección. Corso nos cuenta: “la imagen de la prostituta se ha considerado siempre como la de una perdedora, víctima de sí misma, además de víctima de los demás. Pero no es verdad, hay prostitutas de muchos tipos. Y esto, a veces, resulta más cómodo ignorarlo que saberlo[...] La gente necesita una imagen de la prostituta que responda a un estereotipo[...] la mujer aplastada por las desgracias, víctima de la sociedad[...] Yo no soy víctima de nadie. Evidentemente he sufrido por las dificultades de la vida, pero como todos. No quiero ser una víctima de estos sufrimientos: los combato y quiero salir victoriosa.” Para las autoras, el uso de la categoría “prostituta” carece de validez científica dado que es una variable de estatus y no de conducta. Las autoras desvelan la ficción de los tópicos y cualidades asignadas a las prostitutas y Juliano analiza su operatividad a lo largo de la Historia para mantenerlas en una situación de aislamiento y marginalidad social.

Tanto Pheterson como Juliano parten de la categoría “mujeres” como clase frente a la clase “hombres”, y analizan la prostitución desde una perspectiva feminista, centrando su análisis en las relaciones de poder entre sexos y la construcción social de la estigmatización de la mujer prostituta. Pheterson, a partir del análisis de los diferentes significados otorgados a la “falta de castidad” de las mujeres y Juliano, con su análisis histórico y antropológico de la construcción cultural del estigma, pretenden mostrar los mecanismos mistificadores mediante los cuales el orden sexista naturaliza y perpetúa la discriminación sobre las mujeres. Juliano resume el objetivo: “desdramatizarla y mostrarla como una práctica entre otras posibles, dentro de una continuidad de experiencias que abarcan distintos grados de discriminación, con diferentes niveles de persistencia, es la propuesta de Pheterson en su último libro y la intención presente.

Pheterson y Juliano retoman el enfoque de la construcción de las identidades femeninas propuesto por Paola Tabet y Marcela Lagarde en sus trabajos. Según este planteamiento, la categoría “prostituta” sería una más de las identidades femeninas codificadas por el orden sexista para controlar la sexualidad de las mujeres, dentro de un continuum de experiencias posibles para nosotras. En todas las culturas, el intercambio de servicios sexuales y/o reproductivos de las mujeres a cambio de recursos económicos ha sido una constante, ya sea mediante regalos, la dote o la manutención. La heterosexualidad obligatoria y el matrimonio permite a los hombres apropiarse individualmente de las mujeres y su prole, y a las mujeres obtener legitimidad social, convirtiéndose este mandato sexista en un elemento primordial de autovaloración femenina. Para las mujeres que rompen la cadena de identidades legítimas, el orden sexista reserva la categoría ilegítima por excelencia: la puta, máximo castigo por transgredir las normas patriarcales.

Como apuntan ambas autoras, lo que convierte en transgresoras -y, por tanto, ilegítimas- a las mujeres prostitutas es la transparencia de la transacción. Pedir dinero abiertamente a cambio de servicios sexuales les merece, por parte del sistema sexista, la mayor de las desvalorizaciones y la negación de todos sus derechos. Como señala Pheterson, “se considera incasto para una mujer que pida dinero cuando se la está tratando como un encanto. Es su discurso lo que la marca. Si le dan dinero a modo de propina o regalo, entonces puede que pasiva y agradecidamente lo acepte; pero si pide dinero, entonces cruza la línea de lo apropiado para pasar a una conducta indecente.” El orden sexista dictamina que las mujeres sólo debemos dar sexo a cambio del amor romántico. Rechazar el arquetipo amoroso como recompensa por los servicios sexuales o, lo que es lo mismo, separar el sexo del afecto, aleja a las mujeres de la legitimidad social. Por consiguiente, como apunta Juliano, el crimen inicial no es el acto sexual en sí, sino pedir dinero por él. La deshonra proviene de negociar el sexo, no de proporcionarlo gratis. De esta forma, la etiqueta de prostituta tiene más que ver ”con la transgresión como mujer de los códigos discriminatorios de género que con el comercio sexual real.” Juliano nos invita a pensar en la diferente respuesta que se le otorga a la prostitución masculina, personas que mantienen sus derechos humanos y no necesitan ser redimidos ni salvados. Y esta reflexión conduce a la principal innovación epistemológico-política, fruto de la colaboración entre feministas y trabajadoras sexuales y postulada por Pheterson y Juliano: con el estigma no sólo son sancionadas las mujeres que visualizan la verdadera lógica de la jerarquía sexual mediante la demanda de dinero a cambio de sexo sino todas aquellas mujeres disidentes del orden sexista, como es el caso de las lesbianas, cuyo máximo delito es separar la sexualidad de la reproducción, del deseo masculino y del matrimonio.

El control de la sexualidad femenina es un aspecto clave de la organización social patriarcal, de ahí que el estigma de prostituta sea una especie de espada de Damocles que pende sobre todas las mujeres. Es el estigma una herramienta fundamental para la auto-perpetuación del sistema social que ha usurpado a las mujeres su derecho a la autodefinición y a la gestión de su propia sexualidad. Pheterson, a través del ya citado análisis de los diferentes significados otorgados a la falta de castidad femenina, y Juliano, mediante el análisis histórico de las representaciones sociales sobre la figura de la prostituta, evidencian cómo el fenómeno de la prostitución no debe analizarse como un universo cerrado, dado que, como apunta Juliano, éste es “un fenómeno social total [...] que abre posibilidades de entender otras relaciones sociales” y, sobre todo, es “un síntoma visible de la situación general de la mujer dentro de la sociedad.

El análisis del estigma de puta propuesto por Juliano y Pheterson nos permite comprender la dolorosa vigencia de la doble moral sexual imperante. Todas las mujeres somos vulnerables a la vergüenza del estigma de prostituta, cuyo fundamento principal reside en la negación a las mujeres de los derechos reservados en exclusividad a los hombres. El uso autónomo de la sexualidad, la separación de la esfera sexual de la afectiva y el acceso a fuentes de recursos propios, son prerrogativas que otorgan prestigio a la población masculina y, paralelamente, suponen el descrédito social para las mujeres. De esta forma, como señala Juliano, “que en el caso de las mujeres se utilicen rótulos sexuales para su desvalorización, no debe hacer olvidar que lo que se rechaza socialmente es la autonomía femenina, se exprese como se exprese.” En efecto, es la autonomía femenina de cualquier índole lo que castiga el estigma de puta. Ambas autoras demuestran cómo, en diferentes contextos históricos y culturales, cualquier mujer que se salte el guión patriarcal -lo que significa “des-tutelarse” de la autoridad masculina- es condenada con el estigma y sus consecuencias. Juliano recurre a la Historia para ejemplificar de qué manera las mujeres, se dedicaran o no a la prostitución, han sido sistemáticamente castigadas por vivir solas o tener alguna actividad independiente. Y no son estos criterios anacrónicos supervivencias de sistemas sociales arcaicos: siguen siendo un eje fundamental en las relaciones de poder entre sexos, incluidos nuestros supuestos Estados democráticos, como ponen de manifiesto el acoso sexual que sufren muchas mujeres profesionales en sus ámbitos laborales y los criterios discriminatorios utilizados por la Justicia para rebajar las penas a los violadores.

Juliano y Pheterson argumentan cómo todas las mujeres que buscamos ser aceptadas socialmente debemos atenernos a las normas de conducta asignadas a las mujeres “decentes” y, consecuentemente, alejar nuestras actitudes, aspecto físico y comportamiento de todo aquello que nos pueda confundir con las mujeres “indecentes”, mandato discriminatorio que las mujeres aprendemos desde la más temprana socialización. La educación garantiza la división entre mujeres virtuosas e incastas mediante el mismo proceso que racionaliza la segregación racial o clasista. Esta jerarquía legitimada dentro de la clase “mujeres”, producto de una sofisticada maquinaria de pedagogía social, actúa como una camisa de fuerza para la auto-definición y emancipación femeninas. Juliano apunta: “la desvalorización socialmente construida y la indefensión ante todo tipo de agresiones, que afecta a las sexo-servidoras, es el espejo que se pone ante las mujeres insertas en el sistema para mostrarles el precio que pueden pagar ante cualquier atisbo de rebeldía.

Demostrando su dolorosa eficacia, el estigma de puta, legitimador de la desigualdad, es el responsable de la ruptura de la solidaridad entre las mujeres “categorizadas”, lo que nos debilita enormemente como grupo ante la subordinación estructural que compartimos. El muro invisible que divide a las mujeres entre buenas y malas no sólo evita “la circulación de saberes” entre las mujeres, como tan bellamente describe Juliano, sino que aísla y margina a las mujeres prostitutas, negándoles su condición de persona y todos los derechos que se derivan de ese reconocimiento.

Como argumenta Juliano, sería el amenazante potencial cuestionador para el sistema patriarcal la razón principal para explicar la persistencia del estigma sobre las prostitutas, dado que la mayor violencia sobre un grupo -señala Juliano- es prueba indirecta del fracaso de otros medios de control social. El estigma, de este modo, se erige en guardián de la hegemonía del grupo dominante: “se las teme como modelo a seguir por otras mujeres y como poseedoras de ciertos conocimientos sobre las debilidades del sexo fuerte[...] nadie idealiza menos a los hombres, ni tienen una imagen tan negativa de ellos como lo hacen las prostitutas, que son testigos constantes de sus debilidades y miserias y confidentes de sus fracasos.

Este peligroso potencial cuestionador sería una de las razones por las que no se utiliza el mismo criterio de evaluación para el trabajo sexual y el resto de actividades laborales, cuando, como demuestra Juliano, las dos acciones que concurren en la prostitución, la actividad sexual y económica, estás bien consideradas en la sociedad actual que preconiza la libertad sexual y valora positivamente y otorga prestigio social por la obtención de beneficios económicos. La prostitución, como recuerda la antropóloga, ha sido, históricamente, una estrategia laboral para las mujeres. Las menores opciones laborales que las mujeres hemos tenido siempre y el desigual acceso a los recursos económicos frente a los hombres, han provocado que, especialmente las mujeres catalogadas como “desviadas” en sus contextos sociales, se hayan dedicado a la prostitución como estrategia de supervivencia, dada su rentabilidad económica pese al alto coste psicológico y social, aunque, como aclara Juliano, las menores opciones laborales no expliquen totalmente la opción por el trabajo sexual. Como ella señala, es esta una opción construida socialmente, “y cuando es voluntaria, implica una valoración de las alternativas posibles, que está determinada a su vez por los significados que se atribuyan a cada opción. Las historias individuales, los mecanismos por los cuales construye cada persona su identidad y autoestima y los condicionamientos de sus subculturas específicas deben ser tenidos en cuenta”.

En determinados contextos socio-culturales, para muchas mujeres ejercer la prostitución puede suponer una estrategia liberadora ante una situación de discriminación normativa excesivamente asfixiante. Las tres autoras exhortan a no olvidar la violencia normativa contra las mujeres en todas las sociedades, especialmente en la familia tradicional y cuestionan el mito de la familia como refugio y la prostitución como precipicio. El testimonio de una mujer latinoamericana recogido por Pheterson es suficientemente ilustrativo: “¡¿Cómo es que las chicas de mi país nos podemos casar, se espera que criemos a muchos niños y trabajemos interminables horas en la casa ya desde recién llegada la edad de la menstruación, a los 13 o 14 años, incluso contra nuestra voluntad y, sin embargo, nos pueden castigar por ofrecer sexo a cambio de dinero cuando así decidimos hacerlo?!” (tomado de una entrevista de Licia Brussa en Holanda). Corso, por su parte, nos cuenta sus razones: “la causa principal [...] no ha sido sólo el dinero sino fundamentalmente el rechazo a las normas fijas[...] También han contado sus características. Quizá si hubiese tenido la posibilidad de elegir dentro de un abanico más amplio de posibilidades, si hubiera podido tener trabajos más gratificantes... a lo mejor no me hubiese puesto a trabajar en la calle; pero mis trabajos no me producían satisfacción, y eran muy duros y siempre mal pagados[...]Yo trabajo de puta porque me gusta el dinero, me da un buen nivel, una buena calidad de vida. Quiero poder comer bien, dormir cómoda, pagar a la mujer de la limpieza, tener un bonito coche, joyas, viajar[...] Si no tengo todo esto, no hay ninguna razón para que sea puta.” Juliano propone la resignificación del trabajo sexual a partir del mercado como un primer paso para contribuir a desestigmatizar a las trabajadoras del sexo y restituirles sus derechos civiles, sobre todo porque la brutal feminización de la pobreza -o la exorbitante masculinización de la riqueza, como ella señala- no parecen remediables a corto plazo.

Pheterson, Juliano y Corso confirman que el rótulo estigmatizante es la primera violencia que legitima el resto de múltiples violencias y discriminaciones que se cometen contra las prostitutas. La negación de sus derechos como personas y ciudadanas es el primer obstáculo para sus reivindicaciones y las coloca en una posición de indefensión legal y vulnerabilidad social que propicia que sean utilizadas constantemente como chivos expiatorios para muy diferentes intereses. Las tres autoras demuestran que las prostitutas son violadas mucho más que el resto de mujeres, son excluidas de la protección estatal y por tanto tienen mayores dificultades para denunciar los abusos y la explotación -por parte del Estado, los clientes y la sociedad en general-, son cuestionadas como madres o se les prohíbe el acceso a la propiedad y a los recursos sociales. Corso nos cuenta: “la ley dice que no pueden llevarte a la comisaría si tienes tus documentos en regla. Pero aunque tengas los documentos en orden, no les importa nada: orden público, leyes especiales sobre terrorismo, etc. En una palabra, utilizan todo lo que pueden[...] Es muy difícil que tomen en consideración la denuncia de una prostituta contra un policía. Ni siquiera aceptan la denuncia de violación hecha por nosotras. Porque, desgraciadamente, muchas mujeres son violadas por los clientes: se las llevan y después, o bien con un arma, o agarrándolas por el cuello, las violan. Aquí ha sucedido muchas veces”. La percepción social entiende que las violencias que sufren las mujeres mancilladas son merecidas, de modo que son pocas las voces que se alzan para denunciar la discriminación y el maltrato. Juliano y Pheterson nos recuerdan que los intereses de las trabajadoras sexuales son excluidos de las agendas de las asociaciones pro-derechos humanos y, en el caso de las migrantes, se les niega la posibilidad de ser incluidas en las redes de apoyo de sus propios colectivos.

En el análisis que dedican a los diversos enfoques legislativos respecto a la prostitución, Pheterson y Juliano ponen de manifiesto cómo las diferentes resoluciones de los poderes políticos, con el argumento de la incuestionada victimización de las mujeres, buscan penalizar sobre todo las iniciativas económicas y geográficas de las mujeres que se dedican a la prostitución, más que protegerlas y satisfacer sus necesidades reales. Los sistemas de control legal de las prostitutas, dirigidos fundamentalmente desde las instancias judiciales y sanitarias, además de perseguir sobre todo a las prostitutas autónomas, han dificultado históricamente las redes asociativas entre ellas, lo que incrementa su vulnerabilidad. Esta situación fue denunciada por las propias trabajadoras sexuales en el II Congreso Mundial de prostitutas celebrado en Bruselas en 1986 y es una de las principales reivindicaciones del Comité Italiano fundado por Corso y Covre.

La inclusión, en los últimos años, de mujeres migrantes en la industria del sexo es objeto de reflexión en los estudios de Pheterson y Juliano. Ambas autoras denuncian que las políticas migratorias y las leyes contra el tráfico de personas perjudican especialmente a las mujeres, y no a quienes abusan y lucran con ellas. Sostiene Pheterson que el uso del prisma de la prostitución es una cómoda herramienta de represión estatal que permite a los Estados camuflar sus políticas de empleo y, sobre todo, racionalizar el control, la persecución y expulsión de las mujeres migrantes: “ese control se disfraza mediante vocabulario como “protección”, “prevención”, “rehabilitación” y “reinserción” de víctimas, pero el mensaje es claramente una prohibición de la autodeterminación.” Pheterson denuncia el mayor acoso a las prostitutas negras y dedica dos artículos a analizar la situación y los marcos sociales y legales que conciernen a los niños de la calle, el grupo social más desamparado, evidenciando la perversidad de las leyes que restringen su movilidad espacial y limitan la autonomía juvenil, sin tener en cuenta su durísima realidad. La institucionalización de la división entre niños buenos y corruptos, así como la uniformidad de las leyes infantiles que no diferencia edades, ampara todo el cúmulo de violencias que se cometen contra ellos. De ahí que Pheterson denuncie la creación de políticas específicas y reivindique la garantía de sus derechos a todas las personas sin importar la edad, el sexo ni la nacionalidad: “nunca subrayaré suficientemente el hecho de que las resoluciones prohíben diversas formas de trabajo, sexo y libre desplazamiento[...], pero no prohíben las violaciones generales de los derechos humanos.

Por su parte, Juliano nos explica cómo los mayores obstáculos para la migración legal femenina -se sigue considerando al hombre como jefe de la familia pese a su preponderante invisibilidad en multitud de hogares- está forzando que las mujeres recurran, en mayor medida que los hombres, a las redes delictivas y/o de proxenetas para llevar a cabo su proyecto migratorio. Paralelamente, la nueva retórica oficial está desplazando la marca del estigma de cualquier mujer prostituta a la mujer prostituta migrante, lo que agrava su indefensión frente a todo tipo de abusos: “se ha pasado de la ilegalización de la prostitución a la ilegalización de las inmigrantes, con los mismos efectos perniciosos.” Juliano denuncia la hipervisibilidad de las trabajadoras sexuales migrantes y advierte del peligro que supone la confusión, en las resoluciones internacionales, entre prostitución y condiciones de trabajo, recordando que situaciones de explotación, coacción y abuso laboral también las sufren otros grupos de trabajadores migrantes, a quienes no se visibiliza ni son objeto de políticas “protectoras”. En el mismo sentido, la distorsión ideológica que supone el discurso oficial sobre la victimización y dependencia de todas las mujeres migrantes que se dedican al trabajo sexual justifica el control sobre las mujeres proscribiendo su capacidad de acción. Con la excusa de salvarlas de la violencia masculina, se las controla y reprime a ellas, como ilustran las recientes expulsiones de mujeres inmigrantes en nuestro país. Las activistas por los derechos de las prostitutas denuncian que se las utilice como chivos expiatorios y símbolo de las mujeres cosificadas y las trabajadoras alienadas. Pheterson recoge sus críticas: “¿No se trata a otras mujeres como objetos? ¿No están las demás trabajadoras alienadas?[...] Nos roban nuestros ingresos, a nuestros hijos, nuestra dignidad y nuestros derechos y encima piensan que nos están salvando.” Esta miopía intencionada es más grave si cabe porque, como apunta Juliano, la mayoría de las mujeres migrantes en la prostitución no migran sólo para escapar de la explotación, sino para satisfacer las necesidades materiales de sus familias. Son las mujeres migrantes las que mayores remesas envían a sus países de origen por las obligaciones asimétricas de género y, por añadidura, suponen ya más de la mitad de la población migrante. Para que las leyes e intervenciones institucionales no tengan un efecto boomerang contra las mujeres, Juliano sostiene la necesidad de “suavizar las leyes de migración ampliando las posibilidades de ingreso, despenalizar la prostitución, poner en marcha programas de protección a testigos que declaren[...] con garantía de que no serán expulsadas y el reconocimiento del trabajo sexual como una actividad laboral regida por las mismas normas de las restantes actividades.

La geométrica expansión de la industria del sexo -que beneficia a una gran cantidad de personas e instituciones, públicas y privadas- hace más urgente la necesidad de abandonar los dobles patrones de conducta y afrontar con sinceridad la problemática de la prostitución, incluyendo en el análisis a todas las partes implicadas. La invisibilidad de los clientes sexuales y sus motivaciones, esa figura muda (expresión tomada de Pilar Manrique) que paga por el servicio sexual y nunca se sitúa en el centro de la información y el análisis refuerza -como señala Juliano- la estigmatización sobre las trabajadoras sexuales, en consonancia con la doble moral sexual que premia a los hombres por los mismos motivos que castiga a las mujeres. En la opinión pública parece prevalecer la idea de que existe la prostitución porque existen prostitutas y, por tanto, las mujeres son las responsables de los “pecados” de los hombres y las únicas merecedoras de la desvalorización social. Juliano sugiere que “es precisamente porque las prostitutas son testigos privilegiados de las debilidades masculinas, que se considera socialmente necesario silenciar su voz a través del descrédito y la estigmatización[...]Ellas deben quedar relegadas a un inframundo y separadas por murallas del silencio para que la vida cotidiana no se resquebraje, y los clientes puedan continuar jugando el juego de su dignidad e importancia.” En este sentido, el relato de Carla Corso es harto elocuente: “hoy el cliente, de la misma forma[...]que se cambia de calcetines, de zapatos o de trajes, continúa su consumismo también con el sexo[...] Hay que analizar por qué, incluso hoy día, hay tantas prostitutas. Para empezar, si las hay eso quiere decir que hay mucha demanda. Pero parece que nadie quiere ponerse a hablar en profundidad sobre por qué hay tanta prostitución. Los hombres nunca han tratado de tener con las mujeres una relación decente: no han aprendido a tener relaciones sexuales completas, intercambios placenteros con sus compañeras, no han aprendido a controlar sus propias pulsiones. Cuando tienen ganas, cuando llega la necesidad, tienen que hacerlo como sea: y todo les va bien, con cualquiera y en cualquier situación, con mayor o menor riesgo-tienen que desahogar sus propios instintos.” Carla Corso nos explica su propia noción de la moralidad: “¡lo más importante es “la moralidad pública”![...]Si las mujeres se venden para subir de categoría en su profesión, o para encontrar un puesto de trabajo, todo va bien con tal de que no se sepa por ahí, o con tal de que no se hable de ello. Basta con salvar la fachada[...]Muchos consideran la prostitución como un acto inmoral[...] Inmoral es robar, sobre todo en determinados niveles. Es inmoral vender droga, un mafioso es inmoral. Fulano de Tal es inmoral -desde hace más de cuarenta años está en el poder-¡Qué quieres que haya de inmoral entre dos personas adultas que deciden, de común acuerdo, tener este intercambio! Me parece que es un concepto muy instrumental, usado para penalizar a los más débiles. Yo, haga lo que haga, trato de no invadir la libertad de los demás, de tener un gran respeto por el espacio de los demás”.

La exclusión de los discursos de las prostitutas del análisis y las reivindicaciones feministas es otro de los aspectos importantes abordados en estos tres libros. Hasta hace sólo unos años, los movimientos feministas han marginado a las mujeres prostitutas al no sumar sus voces como sujetos protagonistas en las luchas por los derechos de las mujeres. La ideología feminista ha colaborado ingenuamente en la discriminación de las trabajadoras sexuales, al secundar la visión victimista y alienada de la mujer prostituta, persona incapacitada para actuar de manera autónoma y generar sus propias estrategias. La actividad sexual remunerada de la prostituta ha sido vista por el feminismo clásico como la máxima expresión de la subordinación de las mujeres. Pero los nuevos enfoques epistemológicos y los caminos de solidaridad abiertos entre mujeres de ambas “orillas” -además de la incoherencia de apelar a criterios morales en Estados democráticos y oficialmente laicos como los europeos- visibilizan la urgente necesidad de derribar, definitiva y contundentemente, el muro histórico que nos separa y divide a las mujeres “en malas, buenas y perversas” (Pheterson). Las tres autoras expresan la conveniencia de sumar manos femeninas y tender puentes en la lucha por revertir el orden sexista. Los derechos de las prostitutas están relacionados con los derechos de todas las mujeres, como se deriva del análisis del estigma. En palabras de Pheterson: “el conocimiento, las habilidades y los abusos que se relacionan con la prostitución son relevantes para todas las mujeres y pensamos que es el momento de acercarse a las prostitutas y ex prostitutas por lo que tienen que decir y no por lo que tienen que aprender.

La actual coyuntura mundial está desvelando el paisaje confuso de la igualdad entre sexos y mostrando una de las caras más trágicas y dolorosas del sexismo. La intensificación del control sobre la sexualidad femenina se correlaciona con el aumento de los beneficios y abusos del sistema sexual-económico. “Durante la última década, la proliferación mundial del SIDA, las crisis económicas, el final de la Guerra Fría, las guerras terribles, el fundamentalismo religioso violento y el creciente fortalecimiento político de las ideologías nacionalistas y defensoras de la familia han conseguido que los síntomas crónicos del sexismo resulten especialmente manifiestos y amenazadores para la vida de las personas” (Pheterson). Juliano, por su parte, nos recuerda cómo, en momentos de crisis económica continuada, las mujeres, sobre las que recae fundamentalmente la responsabilidad del mantenimiento familiar y doméstico, recurren a la prostitución como una actividad económica de refugio, la elección de quienes no pueden elegir, lo que hace más urgente la tarea de derribar muros insolidarios y sumar voces y manos para pedir cambios en las actitudes y políticas sociales. Como apostilla Juliano: “resulta obvio que la extinción de la prostitución no pasa por campañas moralizadoras, sino por la valoración de los trabajos y habilidades femeninas en todos los campos y por una lucha por la equiparación económica y por la distribución equitativa entre los dos sexos del trabajo reproductivo o no remunerado.