Hoy en día parece inevitable referirse a la acción política mediante términos como crisis, incertidumbre, escepticismo, etc. Con independencia de lo que cada una1 de nosotras opine sobre lo adecuado de estas expresiones, parece razonable sostener que en la actualidad lo que predominan son los desacuerdos sobre la acción política (sus posibilidades, sus formas, sus viabilidades...). ¿Pero no son estas incertidumbres y desacuerdos precisamente una condición de lo político? Responder afirmativamente a esta cuestión significaría considerar que el propio análisis sobre lo que ocurre con la acción política forma parte de la propia acción política; que teorizar sobre la acción política es ya acción política. Habrá quien no comparta esta idea, quien esté aferrado todavía a la distinción entre teoría y práctica y plantee que la teorización es una enemiga de la acción, que bloquea, dificulta y nos aleja de lo que es más necesario y urgente: la acción, ponerse manos a la obra y no entretenerse con lo que no es hacer política: la teoría. Desde estas posiciones la reflexión teórica tiene, en todo caso, su momento antes de la acción para diseñar un plan que luego será ejecutado. De este modo, la acción no sería el momento de pensar, sino de hacer.
Sin embargo, tal y como afirma Judith Butler “el compromiso con una interrogación radical significa que no hay un momento en el cual la política exige el cese de la teoría, pues ése sería el momento en el cual la política coloca ciertas premisas cómo fuera de los límites de la interrogación -en realidad, donde abraza activamente lo dogmático como la condición de su propia posibilidad-” (Butler, Laclau, Zizek, 2003, p.264). Si la teoría no deja de ser política, la mirada crítica y reflexiva nunca debe descansar. Esta sería una condición de una mirada ético-política sin fundamentos últimos: la continua apertura a la revisión de sus presupuestos y sus efectos (puesto que nada está ya fundamentado definitivamente).
Este trabajo se sitúa en esta posición. Tiene su campo de preocupaciones en la “trastienda” de la teorización social sobre la acción política, especialmente en algunos de sus lugares comunes más relacionados con los presupuestos modernos que sostienen la acción política emancipadora en la figura de un sujeto humano transparente, autónomo y racional, que sería origen y fuente del conocimiento y la transformación de mundo; es decir, lo que de manera un tanto apresurada podemos denominar como el Humanismo y Racionalismo modernos.
Sin embargo, este trabajo pretende mostrar y hacer compatible un conjunto de críticas tan heterogéneas como contundentes hacia algunos principios ontológicos y epistemológicos de este Humanismo y Racionalismo con una apuesta y compromiso con algunas de las propuestas emancipatorias de la modernidad. Así, creemos que muchos de los ideales éticopolíticos de la modernidad –como, por ejemplo, la extensión de los principios de igualdad y libertad- no son algo a lo que debamos renunciar hoy en día. Aunque nuestro compromiso no comparta el marco de presupuestos que afirman que estos principios tienen concreto una forma de expresión definitiva antes de cualquier contexto, un horizonte de realización único y cerrado2.
Por tanto, tomamos como punto de partida la imposibilidad de fundamentar la acción política en el sujeto universal del Racionalismo y Humanismo moderno. Y aunque podríamos recurrir a más argumentos, dos nos parecen los más eficaces para justificar nuestra afirmación:
(1) Ya no podemos referirnos a un sujeto universal. Este sujeto ha sido cuestionado, al menos, a partir de la proliferación de demandas políticas particulares en nombre de algún tipo de diferencia que no se reconoce en la supuesta naturaleza universal de un sujeto humano único, que finalmente podríamos considerarlo más como un particular hegemónico (hombre, blanco, occidental... y del Real Madrid). Hoy una de las características más relevantes de las luchas políticas es la multiplicidad de posiciones de sujeto de transformación y/o resistencia.
(2) Conforme la ciencia y la tecnología han ido ampliado el alcance de sus propuestas e investigaciones, las fronteras que separan lo humano y lo no humano se han ido haciendo cada vez más difusas. Hoy nuestra vida cotidiana está estrechamente relacionada con lo no humano (al menos, lo animal y lo tecnológico) hasta el punto de que la promiscuidad de estas relaciones ha producido entidades híbridas irreconocibles en ninguna categoría pura (Haraway, 1995). Y esta subversión de algunas dicotomías modernas (social vs. natural, natural vs. artificial) ha permitido mostrar la dificultad de entender la acción como la producción de un humano (individuo o colectivo) que sería su único origen y fuente (Pickering, 1995; Latour, 1993, 2001). Lo que llamamos acción pude ser visto como producción debida a la articulación entre entidades muy diversas (humanas y no humanas).
La interrogación crítica por estas cuestiones está motivada y orientada hacia la elaboración de propuestas más adecuadas y ajustadas para pensar en la acción política en nuestro contexto contemporáneo. Pero simultáneamente está provocada por una cierta urgencia y obligación impuesta, algo que no es sólo el efecto de una profundización en la elaboración teórica con el transcurso del tiempo. Más bien, la obligación viene marcada por un tiempo en el que muchos cambios han dejado obsoletas nuestras herramientas teóricas-prácticas y políticas. Este trabajo se elabora en este sentido, desde esta urgencia. No pretende resolver, sino más bien poder tomar aire.
Así, presentaremos dos formas de abordar las tensiones provocadas por el privilegio del sujeto de la modernidad para pensar en la política. Una de ellas se centrará en su politización radical, introduciendo al sujeto como territorio y consecuencia de la propia acción. Otro, presenta la noción de agencia como privilegio del conectarse y moverse (verbos) frente a las (id)entidades (nombres), para explicar la acción.
Este trabajo se constituye a partir de dos premisas sobre la acción y lo político.
La primera premisa se refiere a la acción. Consideramos que la acción se produce en la emergencia de un acontecimiento que incorpora novedad ante un trasfondo de sedimentaciones que funcionan como su condición de posibilidad. Así, el trasfondo permite la propia emergencia de la acción-acontecimiento atravesada por la tensión entre re-producción de las constricciones que la preceden y la introducción de novedad y diferencias. Esta noción de acción nos permitirá distanciarnos de los determinismos estructuralistas y subjetivistas que ponen a la estructura o al sujeto como origen y fundamento de la acción.
En nuestra opinión, la acción no puede ser entendida como el despliegue de ningún tipo de racionalidad última (ni la que procuraría una estructura cerrada, ni la que se produciría desde un sujeto completamente autónomo) sino como el anudamiento en un acontecimiento de condiciones de posibilidad (trasfondo) que abrirían nuevas condiciones de posibilidad. Es decir, del paso de un escenario de condiciones de posibilidad a otro.
La segunda premisa se refiere a lo político y (a la acción política). Nos referimos a ello precisamente como aquello que nos muestra que no es la necesidad lo que preside la existencia de toda entidad del mundo, sino la tensión entre necesidad y contingencia. La interpenetración necesidad-contingencia indica que ninguna presencia objetiva puede deducirse como expresión de una esencia o sustancia definitiva.
En este sentido lo característico de la acción política es que ésta se presenta escindida en un doble movimiento. Por una parte pone de manifiesto la ausencia de una naturaleza última, la posibilidad de otros modos de ser, la contingencia como característica constitutiva y necesaria. Por otra, y simultáneamente, supone también el intento de instaurar como norma otras condiciones de posibilidad – que emergen al subvertir y modificar un orden anterior, introduciendo novedad (ni determinada, ni determinable, incluso ni esperada, ni esperable). Dicho de otro modo, la acción política se produce en la tensión (y ruptura) entre “lo posible” (como reconocimiento de la relación necesidad-contingencia) y “lo imposible” de un acto de fuerza que pretende instaurar una norma para la que no existe un fundamento último.
Aclaremos este punto. Nuestra premisa se sostiene en el reconocimiento de la contingencia como característica constitutiva, es decir, ontológica. Frente a las definiciones de contingencia como lo opuesto a necesidad, la contingencia como característica ontológica está atravesada por la necesidad, no se opone a ella. Así, apunta precisamente a la “necesidad de ser” sin que esta necesidad marque un destino definitivo, es decir, a la contingencia de la necesidad. Las formas de existencia no pueden estar determinadas por fundamento último alguno. Deben (es de obligación y necesidad de lo que estamos hablando) estar abiertas, como posibilidad, como potencia que será actualizada de un modo no prefijado. La contingencia así entendida supone, no la imposibilidad de fijar ninguna identidad o significado, sino la apertura necesaria de diferentes posibilidades de fijación de toda existencia; es decir, la necesidad de la contingencia.
En este sentido consideramos que la acción política esta atrapada entre la imposibilidad (para toda entidad de nuestro mundo) de existir como expresión de alguna una sustancia, de un fundamento necesario y último; y la existencia como urgencia por ser de alguna manera, -no necesaria, no definitiva, sino contingente (aunque no arbitraria)-.
Así, nos distanciamos tanto de la contingencia como la pura dispersión caprichosa, como de las lecturas totalizantes de la necesidad. Ambas posiciones son igualmente absolutas, puesto que manejan, en última instancia un modo de ser necesario y último; ya sea éste una imposibilidad de ser de ninguna manera o la imposibilidad de no ser más que una esencia definitiva.
De esta mirada sobre la contingencia-necesidad se deriva otro elemento fundamental para entender nuestra propuesta sobre la acción política. Nos estamos refiriendo a la inerradicabilidad del poder en toda relación. Si no existe orden natural ni fundamento último que rija la constitución de toda entidad, es necesaria algún tipo de fuerza-violencia para poder fijar las posibilidades de existencia. No para contravenir un orden necesario, sino precisamente por que no hay fundamento para ninguna existencia, y sí la necesidad de existencia de alguna manera.
Así, la constitución de cualquier objetividad, presencia o significado está atravesada por el conflicto entre fuerzas que tratan de cerrar las condiciones de posibilidad abiertas y no definitivas. Pero tal cierre nunca será definitivo y estará abierto a nuevas subversiones y fijaciones.
La acción política tiene como condición esta omnipresencia de la fuerza-violencia en toda relación. Así, ninguna acción por repetitiva que esta pudiera parecer (ocultando bajo una apariencia naturalizada la contingencia y el conflicto que está en la base de su existencia concreta) logra escapar al poder como fuerza-violencia constitutiva. Sin embargo, diferenciamos lo político del mero reconocimiento de la presencia del poder en toda (rel)acción a partir de: (1) la capacidad de la acción política de hacer visible en un acto concreto la contingencia (es decir, su existencia de un modo concreto no necesario, no natural, no esencial) y (2) la incorporación de novedad que subvierte un orden dado y propone fijar otro.
Por tanto, la acción política está atravesada por el poder (fuerza-violencia), pero para ser llamada política debe incorporar además el doble movimiento enunciado en nuestra premisa: mostrar la contingencia de cualquier presencia e introducir novedad normativa subvirtiendo un orden dado. De este modo cualquier tipo de acción política nunca puede erradicar definitivamente el poder; siempre supondrá violencia, algún tipo de exclusión, de relación de fuerza.
Así entendida, la acción-acontecimiento político supone un salto, una discontinuidad3 en donde se produce una inflexión de lo posible hacia lo imposible. Aquí, lo imposible no se refiere a la ausencia de probabilidad estadística: a lo que no puede ocurrir. Frente a esta lectura, la noción de imposibilidad que proponemos no entiende lo social-político como un mapa de probabilidades que se pueden o deben calcular, sino como un campo de relaciones que nunca puede ser completamente estructurado y repetitivo. Lo imposible señala la interrupción, la discontinuidad, la diferencia que se abre. En el acontecimiento político hay una dimensión productiva que escapa a la lógica de las probabilidades, de lo reglamentado, de lo normativo... en la medida en la que nada de lo anterior predice de manera cerrada lo que debe o puede ocurrir. Lo imposible, en este sentido, es un posible retroactivo (a posteriori) que antes no las tenía todas consigo. Debido a su carácter constitutivo puede re-construir la regla que a su vez subvierte, pero ciertamente, ni la repite absolutamente, ni la destruye por completo. Hasta la novedad más subversiva lleva siempre incorporada en cierto sentido la reproducción de algunas de las condiciones que la antecedieron, en tanto que ellas son/fueron necesarias para su propia emergencia como algo novedoso. La noción de lo imposible que proponemos para pensar lo político no se olvida del trasfondo de constricciones que precede a la acción (como quizá se pudiera entender al considerar el acontecimiento como producción y no como expresión de una regla). Toda novedad o diferencia siempre lo es en relación y en (des)adecuación a un contexto de reglas que ya están antes del acontecimiento, aunque los efectos de su presencia no sean unívocos. El acontecimiento no ocurre en un vacío –como si se tratara de un evento puro autoconsituyente- sino en un terreno de fluidez densa de conexiones que constriñen aunque no determinan.
Así, hablamos de una tensión (y una ruptura) entre “lo posible” que marca un trasfondo de reglas y “lo imposible” como emergencia de novedad que subvierte y modifica a éstas. Conviene recordar que no nos referimos a un proceso aséptico entre posibilidades abstractas. Estamos en el centro de lo político, atrapados en posiciones de valor concretas, en el conflicto entre resistencias y deseos situados y comprometidos con diferentes experiencias y lugares de enunciación. Esta tensión entre lo posible y lo imposible es, por tanto, constituida por -y constituyente de- lo político.
En el vocabulario sobre la acción de las ciencias sociales aparecen con frecuencia los conceptos de estructura y sujeto. Sin ellos, sin referirnos a las condiciones que en algún sentido preceden y/o permiten la acción y a un agente que actúa parece difícil pensar en la acción.
Las preguntas que motivan este trabajo se refieren al “cómo” se trasforman las relaciones sociales y “qué” supone modificarlas. Estas preguntas están marcadas por nuestro privilegio por un punto de vista que pone el acento más en los cursos de acción que se abren o cierran -en los efectos semiótico-pragmáticos- que en las actrices. Sin embargo, nos resulta difícil hablar del “cómo” y el “qué” sin tener en cuenta el “quién” Al menos por tres razones, dos de tipo empírico-político y otra de orden teórico.
Muchas de las formas de dominación que han estimulado procesos de acción política tienen como condición de posibilidad el establecimiento de una categorización como sujeto. De este modo, ser un/a sujeto implica tener o no tener derechos, en función del modo como éste sea ubicado en determinados repertorios discursivos, contextos temporales y geográficos. Por ejemplo, ser un pueblo puede implicar reclamar el derecho de autodeterminación; ser una ciudadana implica tener derechos civiles, sociales y políticos; ser “inmigrante” implica... Podemos encontrar muchos movimientos sociales y políticos que se han constituido actuando desde el reclamo de un reconocimiento de derechos asociados a una identidad de sujeto. Pensemos por ejemplo en la centralidad de la cuestión de la identidad para las denominadas como “políticas de la identidad” o quizá en menor grado para lo que se nombró como “nuevos movimientos sociales”.
De este modo las propuestas de cambio se legitiman como expresión de derechos que “pertenecen” a ese sujeto. Así, la acción política sería la expresión de una naturaleza previa que debe ser reconocida. Esto puede ocurrir bien reclamando el acceso a derechos iguales para todos, bien demandando el acceso a derechos específicos justificados a partir de una identidad diferencial. Así por ejemplo, algunas de las denominadas como políticas de la diferencia (o de la identidad) toman como punto de partida para sus demandas el reconocimiento y valoración de una identidad fijada y delimitada (pero ahora autodesignada y asumida como propia, no impuesta) como legitimación última de derechos específicos. Este es el camino seguido, por ejemplo, por las lecturas nacionalistas de corte más “etnicista” que reclaman derechos de autodeterminación como expresión de una diferencia identitaria específica. Mientras que por otra parte, determinados colectivos reclaman un reconocimiento como iguales ante la posición dominante. Por ejemplo, grupos que reclaman la posibilidad legal de matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Para estas posiciones, por tanto, el reconocimiento de un sujeto es condición indispensable para la acción política. Y es que definir un sujeto puede suponer no sólo una forma de dominación (sujeción) sino también la emergencia de posibilidades de acción y trasformación de las mismas condiciones de posibilidad que dieron lugar a la constitución de ese sujeto. Es la dimensión de subjetivación (como sustrato o soporte de la acción) que acompaña simultáneamente a la sujeción.
Simultáneamente, otras posiciones no han puesto como fundamento de sus reclamaciones la vinculación entre derechos y la adscripción a una categoría identitaria o a un tipo de sujeto (o al menos no lo han hecho de manera tan directa como se ha planteado desde las políticas de la identidad). Sin embargo, para estas posiciones la definición de un sujeto es también necesaria para sostener propuestas de cambio sociopolítico. Así por ejemplo, desde el marxismo clásico, por ejemplo, la definición de la categoría “clase obrera” es imprescindible para identificar al agente que debe dinamizar la fuerza revolucionaria para modificar la realidad social y política. En una dirección similar, las coaliciones de demandas y subjetividades diversas, muchas veces acceden a la arena de la política solicitando su reconocimiento efectivo como sujetos con capacidad de acción, como interlocutores con voz, para desde este reconocimiento poder actuar. Es decir, las prácticas y las demandas concretas constituyen un sujeto.
Este es, por ejemplo, el modo de actuación de los nacionalismos de perfil más democrático, en los que el sujeto colectivo de derechos se constituye en la interacción entre voluntades colectivas.
El sujeto, de este modo, aparece de cualquier manera involucrado en las lecturas sobre la acción sociopolítica tanto como fuente de legitimación de demandas como lugar que hace posible la acción.
La centralidad del sujeto podemos encontrarla incluso en los principales movimientos del pensamiento filosófico del siglo XX, aunque podamos detectar en ellos una rica y variada presencia de propuestas dirigidas hacia el debilitamiento del sujeto humano trascendental como fundamento de (el sentido de) la acción y del conocimiento. Incluso aquellos que aparecieron con una clara vocación antihumanista -como por ejemplo, el estructuralismo y post-estructuralismo- dedicaron muchos de sus esfuerzos a hablar del sujeto. Así, se han realizado interesantes análisis para mostrar como el sujeto, más que el lugar de la autonomía y sustrato de (el sentido de) la acción es, sobre todo, una entidad sujetada al discurso y las instituciones (en el “primer” Foucault) o a la ideología (Althusser) o a la estructura lingüística (Levi-Strauss). Llegándose a afirmar la “muerte” del sujeto-autor (Barthes, 1987). Digamos que el antihumanismo estructuralista y posestructuralista no consistió tanto en abandonar la preocupación por el sujeto sino en dedicarse más a él precisamente para mostrar sus limitaciones. De esta manera el sujeto seguía siendo un punto de paso obligado para hablar de la acción.
Las ciencias sociales y dentro de ellas la psicología social no han sido ajenas a ésta preocupación por el sujeto como explicación, antecedente o consecuencia de la (inter)acción.
Así y de manera sintética, podemos reconocer dos grandes tendencias que tratan de explicar la producción del sentido de la acción. Por una parte nos referimos a una corriente subjetivista que fundamenta la producción del sentido de la acción en el sujeto. Iniciada por la sociología fenomenológica de Schütz, continúa a través de Berger y Luckmann, llega hasta la etnometodología e incluso hasta el más reciente construccionismo social, si bien el subjetivismo de éste queda muy matizado por sus precauciones no esencialistas. Por otro lado, una serie de movimientos de orientación estructuralista que localizaban la producción del sentido de la acción en estructuras previas que escapan a los contenidos de conciencia de los sujetos. Podemos reconocer además del estructuralismo antropológico de Levi-Strauss, al funcionalismo de Parsons o incluso al más reciente y modulado estructuralismo genético de Bourdieu.
Sin embargo, es en la Psicología Social con su preocupación por las interacciones cara a cara, su privilegio microsociológico y sus conexiones con la psicología, en donde el sujeto ha supuesto un punto de partida central para un elevado número de trabajos empíricos y teóricos. Así, identidad, subjetividad y sujeto se han convertido en elementos imprescindibles para explicar la acción desde un punto de vista psicosocial.
Esta “sobreatención” al sujeto, en nuestra opinión, nos permite poner de manifiesto en el terreno de lo político una cuestión central en nuestro trabajo: la que se interroga por la responsabilidad (política) en la re-producción y el cambio del orden social en el que habitamos los humanos. Responsabilidad (1) como atribución de legitimidad, (2) como asignación de culpabilidad sobre la producción de un efecto no deseado, pero también (3) como capacidad de promover cambios, de producir efectos en la realidad social.
Atribuir responsabilidades implica legitimar formas de acción, definir acciones y efectos posibles, contravenir o proponer cursos de acción, movilizar agentes y demandas para la acción. En este sentido no es una cuestión banal atender a cuáles son nuestras concepciones de acción y cuáles son los agentes que deben y/o pueden actuar.
Todo este trabajo gira alrededor de esta pregunta por la responsabilidad. Y ésta es, en este contexto, una preocupación política que no podemos separar de la ontología y la epistemología. Nos interesa observar, desde las preocupaciones políticas por las posibilidades de cambio, cuáles son las herramientas que desde la teorización social tenemos a nuestro alcance para pensar en los elementos dinamizadores de la acción. Sin duda la herencia moderna nos ha dejado un lugar prioritario para pensar en esta noción de responsabilidad: el que ocupa el sujeto humano. Alrededor de este lugar se ha tejido una red densa de conexiones políticas, éticas, epistemológicas y ontológicas que no debemos abandonar como un todo. Lo cierto es que a principios del siglo XXI este lugar prioritario reservado para el sujeto moderno es un lugar cuestionado.
Como hemos visto, el sujeto ha sido y es un elemento prioritario para pensar en la acción y en las posibilidades de cambio, pero junto con este reconocimiento debemos atender también a una extensa e intensa gama de movimientos críticos que han mostrado las debilidades de los presupuestos sobre el sujeto racional, esencial y autónomo de la modernidad ilustrada. Así, muchos de los más importantes movimientos y autores del pensamiento del siglo XX (Heidegger, la hermeneútica gadameriana, el segundo Wittgenstein, el psicoanálisis, el pragmatismo, el estructuralismo y postestructuralismo,... entre otros) y las ricas conexiones entre ellos han criticado la idea de una naturaleza humana universal, de un criterio universal de racionalidad y de conocimiento, y de la concepción de verdad como correspondencia con la realidad. Las propuestas de estos autores y corrientes han facilitado el abandono de la categoría de sujeto como la entidad autónoma, transparente y racional que dota de significado a los procesos sociales al ser considerado como fuente y antecedente de la acción.
Nos hallamos, por tanto, ante la prioridad de un sujeto para hablar de la acción y ante el cuestionamiento de éste como entidad esencial y responsable del fundamento y desarrollo de los ideales emancipatorios de la Ilustración.
¿No significa este cuestionamiento el debilitamiento de toda las posibilidades de cambio social y político? Es decir, ¿no supone la “muerte del sujeto” una muerte de la acción?
Tratemos de responder a esta pregunta.
El punto de vista esencialista sobre el sujeto considera que un sujeto debe estar definido y delimitado para que se puedan desarrollar intereses políticos primero, y después emprender la acción4. Así, desde este punto de vista se vincula capacidad de acción con la necesidad de un sujeto cerrado y predefinido antes de la propia acción. Incluso para algunas posiciones que reconocen que el sujeto no está aislado de su entorno social y cultural, el sujeto se encuentra dotado de una capacidad para la acción que radica en sus aptitudes para la “mediación reflexiva” -ubicada antes de la acción- diferenciando así, reflexión de acción política y situando a aquella como condición de posibilidad de ésta. Sin embargo, compartimos con Judith Butler que “este tipo de razonamiento supone falsamente: a) que la capacidad de acción sólo puede establecerse recurriendo a un “yo” prediscursivo, aun cuando éste se encuentre en medio de una convergencia discursiva, y b) que estar constituido por el discurso es estar determinado por él, donde la determinación cancela la posibilidad de acción.” (Butler, 2001a, p. 174)
Frente a estas dos ideas podemos considerar que, en tanto en cuanto el sujeto se hace presente a través de un proceso de significación5, no existe al margen de éste. Los sujetos habitan en redes semióticas y materiales que permiten que sean pensados, hablados y actuados, y simultáneamente que ellos piensen, que hablen y que actúen. No se trata sólo de que los sujetos “sean” en los discursos, sino que -en tanto contextos normativos- lo que los sujetos “son” es lo que pueden y/o deben (no) “actuar” Es decir, las condiciones que permiten la presencia de un sujeto provienen de su inserción semiótica y material en un contexto normativo de reglas que regulan las prácticas que establecen lo que debe y no debe hacer.
Así, la pregunta por la naturaleza del sujeto (ontológica) se reformula como pregunta por la significación y la acción (semiótica y práctica). Aunque los sujetos puedan aparecer en un discurso determinado como un dato, un hecho objetivo, este efecto de naturalización no es posible sino por prácticas semióticas y materiales concretas que precisamente intentan ocultar su propio funcionamiento al mostrar al sujeto como “sustancia” fijada al margen de cualquier práctica de significación y como origen de éstas, no como su consecuencia. Pensemos, por ejemplo, en la naturalización de una distribución binaria del sexo-género. Las prácticas que legitiman, por ejemplo, la distinción masculino vs. femenino, aparecen como expresión de una naturaleza que las precede, cuando finalmente las prácticas que mostrarían tales diferencias son precisamente las que constituyen dos sexos diferenciados y naturales.
Por tanto, lo que nos permite desviar la visión humanista de la acción -es decir, aquella que coloca a un sujeto humano como la fuente de la acción (y por eso mismo, en cierto sentido, al margen de ella)- es la dimensión normativa del trasfondo de constricciones semióticas y materiales que funcionan como condición de posibilidad de la significación.
El hecho de que el sujeto esté constituido en redes de prácticas de significación con efectos normativos no implica que el sujeto esté determinado por las reglas mediante las cuales es generado, “puesto que la significación no es un acto fundador, sino más bien un proceso reglamentado de repetición que a la vez se oculta e impone sus reglas precisamente mediante la producción de efectos sustancializadores” (Butler, 2001a, p.176). Así, toda significación se constituye en esta cierta obligación por repetir el contexto normativo en el que se produce. Sin embargo el contexto normativo no determina. Es necesario para que haya un sujeto, pero la capacidad de acción de éste no está linealmente marcada por este contexto de reglas. La capacidad de acción del sujeto no es otra cosa que la posibilidad de poder actuar modificando la regla que le precede y le constituye. Y como veremos, esta capacidad que en principio es considerada como una propiedad del sujeto no lo es tal, sino más bien un producto de relaciones y responsabilidades compartidas.
El mandato normativo que permite la emergencia del sujeto no culmina exitosamente, fracasa. Y en su fracaso cumple su papel al constituir al sujeto como el “suplemento” (Derrida, 1967) que cierra, que completa, las llamadas normativas del discurso y las prácticas de significación que le preceden. La apertura y la imposibilidad de que el discurso lo controle todo muestra la imposibilidad de un sujeto trascendental. No hay sujeto íntegro antes de la significación, ni tampoco como consecuencia determinada por ésta.
En este sentido, ya no podemos tomar al sujeto de la política como un dato evidente, como un hecho incontestable a partir del cual plantear la acción. Pensar en el sujeto de la política supone necesariamente atender a las prácticas de significación que lo constituye, a los “juegos del lenguaje” múltiples y heterogéneos en los que tal sujeto es posible y en los que es legítima su ubicación como la ilusión de un origen de la acción. Y por eso, porque precisamente su ubicación como fuente de la acción es el resultado de una práctica que nunca podrá domesticar, ni fijar definitivamente al sujeto como una posición en el discurso, ideología, o estructura; por eso mismo, el sujeto está abierto a un proceso de construcción y re-construcción continuo. Así, a nuestra pregunta por cómo actúa el sujeto, no puede responderse sin antes haber pasado por la pregunta por el modo como éste sujeto es constituido. Y ¿no es este proceso siempre abierto a la imposibilidad de fijación definitiva del significado, un proceso político?. Evidentemente sí, sí lo es. Por tanto, sin reconocer la politización del sujeto, no es posible pensar en un sujeto para la política. O dicho de otro modo, la acción política toma como uno de sus campos de acción la propia desconstrucción del sujeto de la política (como entidad esencial, natural, fundamento trascendental, etc.) y por tanto la politización continua del propio sujeto que actúa. El límite para la acción del sujeto de la política lo marca la propia politización de éste.
Así, desconstruir al sujeto de la política; es decir, mostrar su naturaleza no dada, no definitiva y no natural, no es el final de la política; sino precisamente su principio, su condición de posibilidad. En la medida en que el sujeto moderno que era considerado como fundamento ya no es tal, quedan abiertos los procesos de constitución de órdenes sociales y de producción de subjetividades, ya no como expresión de fundamentos últimos sino como proceso conflictivo y político en un campo marcado por la ausencia de necesidades últimas.
Así coincidimos con Butler (2001a) en que la desconstrucción y el cuestionamiento del sujeto no es la desconstrucción de la política; más bien establece como campo de acción política el propio proceso de construcción y/o subversión de identidades naturalizadas.
De este modo la pregunta sobre el quién actúa es matizada y ampliada. No se trata de recurrir a un alguien o un algo como origen de la acción (política), como si el “quién” o el “qué” fueran de alguna manera previos a la acción. Y es que, la producción del efecto es parte de la constitución de lo que retroactivamente se considerará como su antecedente “causal”: el sujeto. Por eso la pregunta sobre el “qué” o el “quién” debe completarse con otra sobre el “cómo”, cómo se constituye el sujeto en la misma acción. Preguntarse por el modo como se produce el sujeto de la política (como efecto de la propia acción política) sitúa la cuestión del sujeto en el terreno de lo político, en el terreno de lo controvertido, de la historicidad y la contingencia. El sujeto no es el antecedente racional, autónomo y transparente de la acción sino que se crea en ella. El sujeto no está dado de forma natural, no es fundamento de la acción. Más bien es un problema político. El sujeto está atrapado en el propio ámbito de lo político en el que se considera como necesaria su presencia. Pero como hemos visto, a la vez que se ha cuestionado su naturaleza esencial, el sujeto sigue presente en los vocabularios sobre la acción política como un dinamizador de ésta. Así, el sujeto es parte del problema y también parte de la solución.
De este modo, asistimos a diferentes movimientos hoy en día que viven en la paradoja de utilizar al sujeto y las identidades mientras se cuestiona su naturaleza esencial. Podemos encontrarnos, por ejemplo, (1) con movimientos que trabajan por zafarse de algunas formas de subjetividad creadas como forma de dominación. Pensemos por ejemplo en los intentos de desplazar la nominación de “extranjero” o “inmigrante” hacia la de “ciudadano” o “vecino” (Callén, Montenegro, 2003) como sujeto de derechos. A la vez (2), otras propuestas tratan de reocupar y reutilizar denominaciones que obedecieron a una clara pretensión de exclusión. Pensemos por ejemplo en los movimientos homosexuales que reutilizan como señal de reafirmación identitaria y generadora de posibilidades de acción lo que anteriormente fueron descalificaciones (marica, bollera, etc.). (3)También podemos pensar en movimientos que proponen-inventan nuevas formas de subjetividad. Véase como ejemplo la figura del cyborg (Haraway, 1995), híbrido animal-tecnológico-humano o incluso de aquellas formas, originariamente, de contracultura juvenil que han sido denominadas algunas veces como “tribus”. Y por último, (4) podemos destacar aquellas propuestas que en vez de tomar un centro identitario como referencia constitutiva, priorizan las des-identificaciones y la renuncia a cualquier estabilización identitaria. Por ejemplo, las “multitudes queer” (Preciado, 2003) que tratan de subvertir cualquier tipo de identidad sexual estable, en un juego de cuestionamiento de la heteronormatividad dominante
Hemos desarrollado este punto como intento de respuesta momentánea a la pregunta por la “muerte” de la acción política a partir de la “muerte del sujeto”. Éste intento ha consistido en politizar la propia constitución del sujeto cuestionando su existencia esencial, previa a la acción y exterior a lo político.
Sin embargo, creemos que es necesario cuestionar de manera más radical la idea de una entidad (sujeto o estructura) como antecedente de la acción. Se trataría de abandonar el uso de estos términos para explicar la acción, de emplear un vocabulario diferente privilegiando el movimiento y las relaciones frente a las entidades. Ya no se trata de pensar la acción sólo como lo que algo o alguien actúa o hace, sino como lo que hace que algo o alguien exista, hasta incluso algo o alguien que luego se considerará como responsable de la acción misma. Sin embargo ya anunciamos que no nos parece posible abandonar completamente el territorio de la constitución de sujetos para hablar de la política. Sí podemos sacar al sujeto del terreno de las categorías no cuestionadas para pensar en ella, pero quizá todavía sea necesario utilizarlo, aunque sea en minúsculas o entre comillas.
Nuestra propuesta para ir más allá de la politización del sujeto (pero a partir de ella y junto con ella) pasa por incorporar una noción de acción como la que hemos presentado en nuestra segunda premisa. Así entendida, la acción es siempre el resultado de la articulación situada entre diferentes entidades que conforman lugares de responsabilidad híbridos. De esta manera la responsabilidad-capacidad sobre la acción es siempre: (1) una consecuencia del acontecimiento político y no su antecedente pre-político (2) compartida entre entidades y procesos diversos que se articulan (es decir que se constituyen a la vez que actúan) específicamente en cada acción-acontecimiento. En este sentido, se trata de atender más a la práctica -a los movimientos y las conexiones- más que a las entidades.
Hemos visto como frente a los mensajes que asimilan la desconstrucción del sujeto moderno con el fin de la política, para nosotras su desconstrucción, más que debilitar las posibilidades de participar en lo político, pone al sujeto en el lugar de las preocupaciones y acciones políticas (no en el de su fundamento). Así, podemos hablar, más que de la imposibilidad de la transformación, o incluso de una cierta desorientación6 (consecuencia de la propia politización del proceso de constitución de sujetos), de la apertura de nuevos escenarios y condiciones para pensar la acción política.
Sin embargo, que la muerte del sujeto no signifique la imposibilidad de la acción política sino su reformulación, no quiere decir tampoco que la solución sea ahora la vuelta del péndulo hacia un reforzamiento de identidades y subjetividades. Además de atrapar al sujeto como parte de la propia acción política, los movimientos posibles ahora pasan por problematizar, ya no solamente al sujeto, sino a la propia acción y a la propia capacidad de actuar. Es decir, a lo que vamos a denominar como agencia.
En este sentido, la pregunta que ahora nos planteamos no se refiere a las formas de sujeto-agente pensables para seguir sosteniendo y ejecutando los cambios sociopolíticos. Lo que nos interesa desborda esta cuestión y se pregunta por las propias posibilidades de cambio y de acción política. De este modo, nuestros interrogantes van más allá de una preocupación únicamente ontológica por la naturaleza del sujeto y se orientan desde la prioridad de una mirada pragmática y semiótico-material sobre la acción y las agentes implicadas. Es decir, nos interrogamos en primer lugar por la acción política como producción de efectos de novedad frente a un trasfondo de constricciones normativas, abandonando la prioridad por el sujeto-agente como modo privilegiado de explicar la acción política. Esta mirada contribuye a abrir, a politizar más estas cuestiones. Nos preocupa cómo funciona, qué posibilita, qué dificulta, cómo se constituyen los significados que conforman nuestro mundo y nuestras formas de trasformarlo/nos (aquí el “nosotras” no escapa a la politización, es precisamente un elemento central de ella). Se trata de moverse de las entidades a la acción, o mejor, a la agencia.
Para pensar en ella no podemos partir ni de la estructura, ni del sujeto como entidades separadas y origen de las demás (ni incluso de la acción, si entendiéramos ésta como nexo entre entidades ya constituidas). Aunque no podemos abandonar definitivamente estos términos y debamos desconstruirlos para utilizarlos de otro modo, también es conveniente emplear otros vocabularios que nos permitan mostrar: (1) que ni acción, ni sujeto, ni estructura son entidades dadas al margen de relaciones; (2) que el debate debe ir más allá de entender la acción efecto de algo, o alguien, con un origen localizado; (3) que debemos incorporar formas de pensar en la acción como articulación y (desarticulación)7 que produce (efectos en) la realidad modificando los contextos normativos en los que vivimos, incorporando novedad y subvirtiendo lo que aparece como naturalizado.
Las principales explicaciones sobre la acción dentro de la ciencia social predominante se han movido a lo largo de un eje con dos posiciones extremas en lo que se ha llegado a considerar como la cuestión básica de la teoría social contemporánea: los debates sobre acción (agency, en inglés) y estructura.
En síntesis y de manera muy simplificada, se han enfrentado las posiciones estructuralistas y funcionalistas, frente a otras individualistas-subjetivistas. Así, en un extremo podríamos encontrar las posiciones que hacen desaparecer toda posibilidad de agencia como propiedad del sujeto, reduciendo ésta a un mero efecto de las estructuras y al sujeto como un efecto de ellas. En el otro extremo, la posición individualista-subjetivista de algunos enfoques que mantienen una concepción de los individuos como agentes autónomos capaces de abstraerse de sus constricciones estructurales y dirigir la acción de manera racional. Ambas posiciones son partícipes de un mismo movimiento esencialista que hace descansar en un lugar privilegiado, un origen, un fundamento a la acción humana (en la estructura o en el sujeto racional que puede abstraerse de todo contexto de existencia). A la vez y como alternativa a estas dos posiciones extremas, se han llevado a cabo interesantes desarrollos teóricos que tratan de encontrar un punto intermedio que supere el dualismo entre estructura y acción. Entre los más destacados podríamos citar la teoría de la estructuración de Anthony Giddens y el estructructuralismo genético de Pierre Bourdieu. Ambos enfoques contribuyeron a reubicar -frente al estructuralismo del que en cierta medida son deudores- el concepto de acción social como lugar central en la sociología contemporánea. Ambos se distancian de una representación cerrada de la estructura social, rescatando cierta noción de sujeto que poco tiene que ver con un sujeto trascendental metafísico o racional individualista. El sujeto-agente, es un actor situado en contextos concretos estructurados y estructurantes.
Nuestra posición, que toma muy en cuenta algunas enseñanzas de estas perspectivas, parte de la constatación de que las estructuras nunca pueden ser consideradas como un sistema cerrado como totalidad; así como tampoco el sujeto nunca puede ser una identidad plena y estable. Sin embargo, estos dos enfoques, situados al fin y al cabo dentro de la ortodoxia del pensamiento social, siguen manteniendo algunos de los binarismos ontológicos heredados de la modernidad ilustrada (sujeto vs. objeto, social vs. natural, simbólico vs. material, mente vs. cuerpo, conciencia vs. realidad, entre otras) que sostienen como dos polos diferentes, aunque interactúen conjuntamente, sujeto y estructura. En nuestra opinión, una mirada analítica más adecuada y políticamente más eficaz sobre la producción de efectos en el mundo, requiere del desbordamiento de las dicotomías ontológicas de la modernidad. Se trataría de moverse hacia concepciones ontológicas menos sustancialistas y más radicalmente relacionales que, además de recoger el paso adelante que supone el reconocimiento de la mutua constitución entre sujeto y estructura, abandone la consideración de ambos como naturalezas diferentes (García Selgas, 2003).
Llegados a este punto contamos ya con elementos suficientes para proponer el abandono del lugar del sujeto como elemento central para referirnos a la acción política. Las razones para este desplazamiento nos son solamente teóricas. Creemos que la teorización sobre la acción política es también una parte de ésta y que, por tanto, puede y debe acompasarse a las nuevas formas de acción política post-identitaria que están emergiendo en nuestro contexto contemporáneo. (Montenegro, Balasch, 2003). Frente a esta prioridad humanista y subjetivista vamos a dirigir la atención hacia la agencia.
El término inglés “agency” ha sido traducido al castellano como agencia, acción o actuación. Para estas dos últimas palabras existen sin embargo otras expresiones en inglés. Así que agency necesariamente se refiere a algo diferente a lo que denominamos en castellano como acción o como actuación. Aunque nuestra propuesta parte de la tradición de usos en la que se ha producido, su utilización en este contexto destaca y propone algunas cuestiones que pueden distanciarse de sus lecturas más “ortodoxas”. Así, traemos a este trabajo este término fundamentalmente por cuatro razones. Su desarrollo, nos va a permitir definir nuestro concepto de agencia.
Veamos estas cuestiones con detalle.
1.- Sin duda la teoría de la (doble) estructuración de Anthony Giddens (1986) es una referencia ineludible para referirnos a la agencia. En la introducción de “La constitución de la sociedad” este autor utiliza el término de agencia (agency) en vez del de acción para destacar cómo la ejecución de la acción es más una cuestión que se refiere al poder que a la intención particular del agente. Así, considera a la agencia como la capacidad de hacer cosas, no a la intención del individuo de hacerlas. (Giddens, 1986, p.9)
“La agencia se refiere no a las intenciones que la gente tiene en hacer cosas, sí a su capacidad de hacer esas cosas en primer lugar (por eso la agencia implica poder). Agencia se refiere a los eventos de los cuales un individuo es un autor, en el sentido de que un individuo podría, en cualquier fase de una secuencia dada de conducta, haber actuado de manera diferente” (Giddens, 1986, p. 9)
Aunque el uso de este autor del término agencia permite considerar que el agente no sea solamente un individuo (puede ser un colectivo) y aunque su mirada sobre el sujeto-agente es suficientemente flexible para incorporar las críticas al debilitamiento (post)estructuralista de éste; sin embargo, el sujeto humano sigue siendo la referencia privilegiada para pensar la acción. La acción es entendida como la actuación de un agente en el mundo para introducir novedad en él.
De cualquier modo, del trabajo de Giddens vamos a recuperar la dimensión de poder, de potencia, para proponer nuestro propio uso del término agencia. Sin embargo, queremos distanciarnos del privilegio de lo humano para definir la idea de acción desde un agente que actúa, pero manteniendo la idea de producción de novedad. Así, matizamos la idea de agencia como capacidad del agente. No se trata de considerar al sujeto humano como in-capaz para actuar, sino de entender de manera relacional esta capacidad. En este sentido, nos parece conveniente recuperar la idea de capacidad como posibilidad (poder hacer), más que como “volumen de almacenamiento”, como si la agencia se acumulara en un depósito para ser liberada posteriormente en la ejecución de la acción8.
La agencia implica una capacidad de/para actuar. Retomando el término inicialmente planteado por Aristóteles, la agencia se refiere a una potencia para la acción. Entendiendo en este caso la potencia como la posibilidad del despliegue de una transición hacia un acto9. Pero lejos de compartir las interpretaciones de la potencia como el despliegue de algo ya determinado y programado, la potencia se refiere a la introducción de un efecto no determinado necesariamente, sino a la incorporación de novedad en el contexto normativo que supone lo social. En este sentido, la agencia nos remite a nuestra idea de acto político. La agencia como potencia se refiere a la capacidad-posibilidad de producir un efecto de novedad frente a un trasfondo de constricciones normativas.
No nos estamos refiriendo a la agencia como una propiedad individual o poseída por un agente, sino a la interrelación10 de elementos que pueden permitir la emergencia de un acto político. Por eso hablar de capacidad-posibilidad tiene que ver con la potencia y el poder. Y entendemos éste como algo que circula en las relaciones (Foucault, 1977), no como propiedad almacenada en los individuos. Así, atendiendo al poder, la agencia como potencia antecede al sujeto-agente y a su control reflexivo de la acción (Giddens, 1986), es más primaria y básica, en tanto en cuanto el agente, al constituirse como tal en la acción, es precedido por el poder11.
2.- Un segundo aspecto al que nos remite el concepto de agencia es a la idea de (inter)mediación. En castellano el término agencia es empleado también para referirse a entidades mediadoras que facilitan el ejercicio de determinadas acciones. Véanse por ejemplo, las agencias de viajes o las agencias matrimoniales (Casado, 1999). Así, podemos entender la agencia como algo que está/es en el (inter)medio, en medio de los flujos de acciones. Algo que desvía, traduce y conecta prácticas. El mediador no es totalmente exterior a lo mediado, también forma parte de ello. Además es transformado y re-creado en su mediación. La agencia como mediadora es lo que permite que la intersección de flujos de prácticas semióticas y materiales se concreten en actos.
Esta consideración de la agencia como inter-mediadora nos permite destacar dos ideas interesantes. Con la primera insistimos en la dimensión relacional (inter) presente en toda acción. Actuar es hacer con otras, la acción no es un producto individual y la agencia -como capacidad-posibilidad- es también compartida. Como veremos más adelante, radicalizar este relacionalismo nos va a permitir incorporar otras agencias no humanas a la producción de efectos en el mundo.
Las segunda nos permite escapar, tanto de la mirada moderna que fundamenta la acción política en un sujeto trascendental, como de algunas posibles lecturas “postmodernas” que en la negación de los fundamentos trascendentales, abandonan también a fundamentos locales, parciales y situados. Y es que precisamente el concepto de agencia apunta a un lugar, a la inevitabilidad de estar situada. La agencia en tanto posibilidad y potencia, no parte de cero, está siempre ubicada en una posición en el espacio social, en una trama de relaciones. Aunque ésta no suponga un fundamento último para la acción, sí marca el contexto de acciones posibles. Así, frente a la preeminencia de posiciones epistemológicas ontológicas y políticas neutrales y objetivas, la agencia en tanto que mediación, nos permite atender a los lugares de enunciación y localizar y comprometernos con ellos como fundamento ético-político precario e inestable para la acción, pero de cualquier manera situado y no neutral12.
3.- Relacionada con la consideración de la agencia como mediación situada, podemos considerar a ésta como lugar de atribución de responsabilidades sobre la acción. No estamos hablando ni de causalidad, ni de determinismo, sino del reconocimiento/construcción de un elemento movilizador de la transición de la potencia al acto concreto. No hablamos de una esencia o fundamento último para la acción, sino de la delimitación de determinadas condiciones de posibilidad como responsables de un acto concreto.
Hemos propuesto el término de agencia para referirnos más que a una entidad - un agente, un “quién” o un “qué”-, a un proceso -a un “cómo”-. Para dar cuenta de este proceso vamos a completar nuestro concepto de agencia incorporando algunas ideas de Gilles Deleuze y Félix Guattari para definir agencia como territorialización de una potencia13. Estos autores emplean el concepto de territorialización (2000) para referirse al movimiento que hace territorio, que codifica, que ordena, que estructura. Un movimiento de territorialización siempre lleva asociado otros de desterritorialización y re-territorialización. Es decir, supone un cuestionamiento y un reordenamiento simultáneamente del contexto en donde opera. La agencia es lo que nos va a permitir que la potencia se territorialice en un acto concreto (que subvierte-cuestiona y que construye-ordena). Este movimiento se produce a través de la mediación de diferentes elementos que dinamizan y movilizan; pero que también son a la vez constituidos en ese movimiento. Su trabajo es mediar y medrar, facilitar/dificultar, desviar y canalizar; en definitiva, establecer conexiones y desconexiones. La emergencia de estos elementos en el despliegue de una acción permite su señalamiento como responsables.
Así, muchas veces podrá ser posible destacar un sujeto humano como movilizador responsable de una acción. Pero no sólo podemos encontrar a sujetos humanos, también acontecimientos (pensemos en la invasión de Irak como un elemento responsable –entre otros- de las movilizaciones en la calle durante la primavera del 2003); o prácticas (por ejemplo las intervenciones públicas de los portavoces del Partido Popular que estimularon las manifestaciones de protesta haciendo equivalentes las posiciones pacifistas al terrorismo); o alianzas entre humanas y no humanas (los mensajes SMS, teléfonos móviles y las humanas, en las movilizaciones del 13 de marzo de 2004). Lo relevante es que ya no podemos empezar hablando de las entidades para luego ver como actúan en cada contexto. Son emergencias locales en contextos delimitados, en los que se constituyen de manera situada, relaciones, conexiones, entidades... como funciones específicas dentro de un acto concreto. No estamos proponiendo la incapacitación para la acción política de las humanas, al contrario, se trata de comprometernos con nuestro modesto lugar de enunciación en una trama de relaciones en la que “nuestras” acciones son producidas por, y productoras de, las articulaciones con otros (acontecimientos, agentes, entidades, prácticas, objetos, deseos...) ¿Hasta que punto pueden ser consideradas entonces estas acciones como sólo “nuestras”?¿Cuál sería el criterio que marcaría su propiedad y su autoría?
Pensemos por ejemplo en los accidentes de tráfico ¿quién o qué son responsables de las muertes que se producen? ¿La red de carreteras? ¿La Dirección General de Tráfico? ¿las personas que conducen bebidas? ¿el alcohol? ¿los anuncios de coches que estimulan la velocidad? ¿Las científicas que desarrollan motores más potentes? ¿la ordenación cultural del tiempo o de la ausencia de éste que nos obliga a no llegar tarde? Preguntarnos desde el concepto de agencia por la responsabilidad de la acción no nos obliga a buscar un actor único, ni a optar por un punto de vista estructuralista o subjetivista, sino a atender a ésta como algo que funciona circulando entre relaciones y que se concreta territorializándose en entidades, acontecimientos, prácticas, etc. En este sentido, condiciones estructurales y capacidades del sujeto se tornan indistinguibles al ser constituidas conjuntamente como elementos dinamizadores de la territorialización de una potencia.
4.- Esta visión relacional sobre la responsabilidad nos permite entender la acción como cuestionamiento, re-construcción y generación de conexiones.
Hemos vinculado la agencia a la posibilidad y a la potencia. Entendemos esta potencia no como el previo causal de un acto que culminaría de manera necesaria en una existencia determinada. Si el movimiento de la potencia al acto fuera la respuesta cerrada a una ley última no habría entonces potencia, no habría posibilidad. Cuando hablamos de posibilidad nos referimos a un camino, que puede ser o no ser recorrido. Así Aristóteles afirma que “toda potencia es también potencia de lo contrario” (Metafísica IX, 8, 1050b8). Si un acto puede ser o no ser, el acto concreto será de una manera o de otra a través de la aplicación de algún tipo de fuerza, no como resultado del despliegue inevitable de un proceso gobernado por una racionalidad trascendental. Si algo puede ser o no ser, es porque su existencia no está dada de manera definitiva y, en cierto sentido, la posibilidad de ser de una manera diferente sigue presente en el acto (Pardo, 2002). Este residuo de (im)posibilidad viene marcado, en nuestra opinión, por la dimensión relacional de toda presencia. Algo es de alguna manera concreta porque está sostenida en tramas de relaciones y conexiones. Estas relaciones son las que le permiten existir, pero también las que le obligan a que esta existencia sea imperfecta y tenga siempre la presencia de otros como bloqueo de su actualidad plena y, simultáneamente, como condición de su presencia. En este sentido, el término potencia nos remite a un acto creativo que desborda las constricciones dadas para tratar de fundar algo no previsto ni dominado totalmente por el juego de lo posible, algo, en cierto sentido, imposible. De este modo podemos decir que la potencia desborda al poder; es decir, a las constricciones presentes en un contexto-momento concreto. Así, podemos caracterizar la emergencia de un acto político como movimiento en esta tensión posible-imposible.
Por tanto, que el mundo no esté definitivamente dado y no obedezca al despliegue de ninguna esencia pre-determinada, significa sobre todo que toda presencia se constituye en relaciones. Así, nada es por sí mismo al margen de las relaciones en las que está presente. En este sentido es en el que podemos considerar que actuar es modificar relaciones. Como hemos visto, el poder emerge en la circulación de las regularidades de las relaciones sociales y la potencia trata de desbordar y de salirse de la norma que propone el poder. La capacidad de actuar, la agencia, es por tanto la posibilidad de escapar a la norma para tratar de fundar otra regla. Está fundación será nuevamente una posibilidad de desarrollar el poder de la regularidad y podrá ser nuevamente cuestionada y desbordada.
En la medida en la que las acciones significan una incorporación de novedad en un orden de relaciones dado, la novedad que se introduce son nuevas formas de relacionar, de conectar y desconectar. Así, la agencia es potencia para la creación de (des)conexiones. Éstas no vienen de la nada ni empiezan de cero, la novedad que incorporan es siempre una diferencia frente a un orden dado.
La novedad puede ser producida a partir de cualquier tipo de articulación a partir de conexiones anteriores. La agencia no es tanto una propiedad o un efecto de entidades ya prefijadas sino precisamente condición y posibilidad de conexiones y relaciones. Si no fuera porque reproduce un tipo de mirada total de la que queremos escaparnos, diríamos que todo son relaciones, conexiones. Sin embargo, admitimos que estas conexiones se fijan constituyendo entidades como cuerpos, prácticas, agentes, objetos, etc. Todos ellos son parte de nuestras herramientas para tratar de delimitar esta efervescencia relacional y a la vez actores partícipes de las relaciones.
Así, “tener agencia” es estar en situación (relacional) de funcionar cuestionando-generando conexiones, a partir de otras conexiones.
En este sentido la idea de agencia que aquí se propone se conecta con el concepto de Gilles Deleuze y Felix Guattari (2000) de agenciamiento. “Un agenciamiento es una multiplicidad que comporta muchos términos heterogéneos, y que establece uniones, relaciones entre ellos (...) La única unidad del agenciamiento es de co-funcionamiento: una simbiosis, una “simpatía” Lo importante no son las filiaciones, sino las alianzas y las aleaciones; ni tampoco las herencias o las descendencias, sino los contagios, las epidemias, el viento”. (Deleuze y Parnet, 1997, p.79):
Un agenciamiento como asociación heterogénea actúa a su vez conectando flujos semióticos, materiales y sociales para generar nuevas conexiones y/o subvertir otras anteriores. Lo relevante de este concepto para nuestra noción de agencia es que absorbe, y escapa a la vez, de nociones como sujeto y estructura, sin mantener dicotomías ni ontologías rígidas que nos aten demasiado a herramientas, quizá ya sin virtualidad analítica en un mundo de intercambios mucho más fluido que el que dio origen a los conceptos de sujeto y estructura.
Así, si entendemos por enunciado las posibilidades de cursos de acción-significación que se abren en las relaciones, podemos afirmar con Deleuze que “los enunciados no tienen como causa un sujeto que actuaría como sujeto de enunciación, ni tampoco se relacionan con los sujetos como sujetos de enunciado. El enunciado es el producto de un agenciamiento, que siempre es colectivo, y que pone en juego, en nosotros y fuera de nosotros, poblaciones, multiplicidades, territorios, devenires, afectos, acontecimientos”. (Deleuze y Parnet, 1997, p.61)
La noción de agenciamiento como conexión, como ensamblaje, nos permite introducir una matización sobre la noción de agencia de Giddens. Para éste, la agencia es un a priori de la acción. Nosotros preferimos sacarla de un marco temporal que la sitúa como previo de la acción. La agencia no es un antecedente temporal, sino analítico-teórico. Las acciones no existen más que en flujos de acciones y la agencia emerge en -y a partir de- las acciones. Así como la potencia es posibilidad de acción pero no existe potencia sin acto, no existe agencia sin acción.
Resumimos y en el resumen terminamos de perfilar nuestra noción de agencia.
La agencia es anterior a la estructura y al sujeto, no participa de la ontología binaria que alimenta estos conceptos. Sin embargo, tampoco va en contra de ellos. Estructura y sujeto pueden ser considerados como elementos dinamizadores de la agencia dentro de un determinado “juego del lenguaje” Pueden funcionar como operadores en el movimiento de territorialización de una potencia, pero no son, ni mucho menos, lo único que puede funcionar de esa manera.
La agencia tampoco es la acción, es su condición de posibilidad, algo más básico y primario. En realidad, afinando y utilizando con más precisión algunos conceptos, la acción puede ser entendida como proceso y como flujo de corriente a partir del encadenamiento de actos. La acción es una forma de construir una cierta continuidad en la repetición de actos, pero son los actos, los acontecimientos, los que permiten hablar de acción.
La noción de agencia nos va a permitir atender a dos tipos de operaciones básicas para un análisis de la acción política.
1.- La agencia nos remite a la posibilidad de un acto político; es decir, a la producción de efectos de novedad en la tensión entre “lo posible” y “lo imposible”; a un acto que pretende instaurar una norma para la que no existe un fundamento último. En este sentido podemos entender la agencia como potencia. Hemos hablado de la potencia como la apertura de lo posible en la acción hacia una novedad imposible; como lo que muestra la contingencia del ser, a la vez que la necesidad de la existencia. En este sentido, lo otro de la agencia es el poder, como movimiento hacia la regularidad y la repetición. Así, en el acto político se produce una “inversión” del poder. La potencia desborda al poder como condición de lo posible para proponer la instauración de lo imposible. Lógicamente, así como no puede haber novedad si no hay regularidad, no hay potencia sin poder14.
La agencia no depende de la intención de los sujetos, y es anterior a ellos. No es, por tanto, una propiedad-capacidad de los sujetos. Nosotros añadimos: es una propiedad que emerge en las rel-acciones. La agencia es un mediador entre cursos de acción; señala y construye una posición inter-mediadora. La agencia como alternativa de fundamentación parcial, precaria y situada frente a la fundamentación necesaria que se proponía desde el sujeto trascendental de la modernidad.
2.- La agencia también nos va a permitir construir un lugar de responsabilidad para la acción. Preguntarse por la agencia supone atribuir responsabilidades. Así, la agencia frente a los discursos que sitúan la noción de responsabilidad como una característica sólo humana (no decimos que no haya responsabilidad humana) nos permite radicalizar la responsabilidad al politizarla, al vincularla a una posición en una trama de relaciones, no a una tarea predeterminada o a una naturaleza previa a contextos concretos. La responsabilidad implica dar cuenta del lugar de enunciación y reconocer que ese lugar puede estar habitado por muy diferentes voces, es un lugar compartido.
Así, este lugar de la responsabilidad, no es el privilegio ni del sujeto, ni de la estructura. Digamos que las formas concretas de agenciamiento son muy diversas y emergen en cada acto de manera específica.
La agencia opera generando-subvirtiendo conexiones. Actuar es conectar, desconectar y reconectar; generar nuevos significados y nuevas posibilidades (incluso otras nuevas formas de agencia, otras subjetividades, otras estructuras, otras relaciones semióticas y materiales). Así, la propia producción de responsabilidad, la propia territorialización de la agencia, a través de un agenciamiento, es un proceso que genera conexiones, abre y cierra otros cursos de acción, otros posibles-imposibles. Por eso entendemos este proceso desde un punto de vista pragmático y semiótico, no ontológico. No se trata de desvelar una naturaleza, sino de producir efectos.
Hemos propuesto la noción de agencia como un ir más allá de la politización del sujeto, como un descentramiento de un tipo de sujeto humano presente en las miradas sobre lo político deudoras de algunos presupuestos modernos. Este movimiento no se produce contra la política, más bien propone entender lo político de un modo no (plenamente) moderno, pero comprometido y situado con posiciones concretas que no son, ni quieren ser neutrales. Como ya se ha presentado, la idea de responsabilidad como capacidad de actuar es central en esta perspectiva y marca con nitidez un punto de partida y una preocupación ético-política. Abandonar algunos presupuestos del humanismo moderno no significa abandonar la preocupación por nuestra responsabilidad como humanas, sino reconocer una mirada modesta que hace que nuestras apuestas de cambio sin fundamentos últimos deban ser sostenidas con más empeño. La noción de agencia que aquí se ha presentado no lo deja todo del lado de la voluntad y la racionalidad humana, pero tampoco significa abandonarnos a la impotencia del que siente que ha perdido su trono. Al contrario, perdido el trono, ya no es la corona la que habla y gobierna, sino la propia voz la que debe bajar a la arena de las luchas políticas a pelear con sus propias manos y junto con otras. El descentramiento del sujeto humano significa que no estamos solas; sin embargo, no podemos esperar que alguien lo haga por nosotras. Nuestra agencia es nuestra capacidad de establecer vínculos, de articular, de participar junto con otras. De ser con otros y de hacer-nos con otras.
Balasch, M. y Montenegro, M. (2003). La lectura articulatoria de los movimientos sociales : implicaciones para una política no confrontacional. Encuentros en Psicología Social, 1(3) 311-315.
Barthes, R. (1987). La muerte del autor. El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós
Bourdieu, P. (1991). El sentido práctico. Madrid: Taurus
Butler, J. (2001a). El Género en disputa. México: Paidós
Butler, J. (2001b). Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujección. Madid: Cátedra.
Butler, J.; Laclau; E.; Slavoj, Z. (2003). Contingencia, hegemonía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda. Buenos Aires: Fondo de cultura económica.
Callén, B. y Montenegro, M. (2003). Inmigración y participación: hacia la construcción de espacios de convivencia vecinal. Encuentros en Psicología Social, 1(3) 217-220.
Casado, E. (1999). A vueltas con el sujeto del feminismo. Política y Sociedad, 30, pp. 73-91.
De Lauretis, T. (1992). Alicia ya no. Feminismo, semiótica, cine. Madrid: Cátedra
Deleuze, G.; Parnet, C. (1997) Diálogos. Valencia: Pre-textos.
Deleuze, G.; Guattari, F. (2000) Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos.
Derrida, J. (1971). De la gramatología. Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M. (1970). La arqueología del saber. México: Siglo XXI.
Foucault, M. (1977). Historia de la Sexualidad. La voluntad de saber. México: Siglo XXI.
Garcés, M. (2002). En las prisiones de lo posible. Barcelona: Bellaterra.
García Selgas, F. (2003). Para una ontología política de la fluidez social: el desbordamiento de los constructivismos. Política y Sociedad, 40, 27-55
Giddens, A. (1986) The constitution of society. Cambridge: Polity Press
Haraway, D. (1995) Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.
Haraway, D. (1999). Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros inapropiados/bles. Política y Sociedad. 30, 121-163.
Laclau, E. (1993). Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires: Nueva Visión.
Laclau, E. (1996). Emancipación y Diferencia. Buenos Aires: Ariel.
Laclau, E. y Mouffe, C. (1987). Hegemonía y Estrategia Socialista. Hacia una radicalización de la Democracia. Siglo XXI: Madrid.
Latour, B. (1993). Nunca Hemos Sido Modernos. Madrid: Debate.
Latour, B. (2001). La esperanza de Pandora. Ensayos sobre la realidad de los estudios de la ciencia. Barcelona: Gedisa
Negri, A. (1993). La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en B.Spinoza. Barcelona: Antrophos.
Pardo, J.L. (2002). Las desventuras de la potencia (otras consideraciones inactuales). LOGOS. Anales del Seminario de Metafísica, 35, 55-78.
Pickering, A. (1995). The Mangle of practice. Chicago: Chicago University Press.
Preciado, B. (2003). Multitudes queer. Notas para una política de los "anormales".Revista Multitudes, 12 . http://www.hartza.com/anormales.htm
Sewell Jr., William H. (1992). A theory of structure. Duality, agency and transformation. American Journal of Sociology, 98 (1),1-29.
Villalobos-Ruminott, S. (ed.) (2002). Hegemonía y antagonismo: el imposible fin de lo político. Conferencias de Ernesto Laclau en Chile, 1997. Santiago: Editorial cuarto propio.