Dewey, moralista en acción

Dewey, moralist in action

  • José Morales

Es cierto, los clásicos son obras que sobreviven a la relectura; es cierto, nos recuerdan que desde hace ya tiempo no hace falta escribir más, mucho menos publicar, que en realidad lo que hace falta es leer; pero también es cierto que los clásicos son originales, indudablemente en el sentido fundacional, pero luego además en el sentido que extrañamente aportan novedad y resultan oportunos de cuando en cuando.

El texto que aquí se presenta es el último apartado de Naturaleza humana y conducta, que John Dewey publicó en 1922 y subtituló Introducción a la psicología social. Este apartado, “La moralidad es social”, es una condensación de las ideas de este tratado sobre la moral, que leído así, abstraído del total de la obra, semeja una definición de moralidad sacada de un diccionario pragmatista, lo que podría resultar no una invitación a la lectura del libro, sino lo contrario. Pero para reducir este último efecto, hay que situar estas últimas páginas como última ejecución de un movimiento que se aprecia mejor si se sigue desde el inicio de la obra.

“ ‘Culpa a un perro y todos querrán ahorcarlo.’ La naturaleza humana ha sido el perro de los moralistas profesionales y las consecuencias están de acuerdo con el proverbio.” Así abre John Dewey la obra, y si se ve cómo la cierra, con una conclusiva reflexión sobre religión, quizá se capte la dirección de la misma: “Los actos con que expresamos nuestra percepción de los lazos que nos unen a los demás son (de la sociedad) sus únicos ritos y ceremonias.”

El autor aclara en el prefacio que el subtítulo del libro, Introducción a la psicología social, no es debido a que sea un tratado sobre psicología social, pero con él apunta el esfuerzo que representó en la obra equilibrar las dos fuerzas, la naturaleza humana y el medio social. (La psicología social aparece aquí como perspectiva.) De hecho, se declara seguidor del trabajo de David Hume, pero le reprocha que fue incapaz de observar la cualidad plástica de la naturaleza humana en sociedad.

Podemos admitir que toda conducta es el resultado de una acción recíproca entre elementos de la naturaleza humana y el medio natural y social que la rodea. (...) Hay, en verdad, fuerzas internas en el hombre, como las hay fuera de él. Aunque las primeras son infinitamente débiles en comparación con las fuerzas exteriores; pueden, sin embargo, obtener el auxilio de una inteligencia previsora e ingeniosa.

La obra se presenta, así de optimista, como crítica a las nociones comunes de moralidad, que a decir de Dewey, resultan controladoras de la naturaleza humana; al ser la moralidad definida por reglas y principios ajenos a las condiciones presentes del ser humano, no puede sino establecerse en términos superiores a la naturaleza humana y, por consiguiente, esta última subestimarse (el ser humano común es un perro y los líderes o genios son rebajados hasta llegar a ser imitables). Puede sonar ya muy cantado decir que la psicología social represente un equilibrio entre dos fuerzas, pero cuando en ciertos trabajos se logra tan buscado equilibro, se tiene la consecuencia mecánica y feliz de que las dos fuerzas desaparecen.

La moralidad no está hecha, sino que se hace en cada momento (la sociedad se renueva constantemente), no le pertenece al individuo, pero tampoco a las instituciones; la tarea de esta obra es criticar y reformular conceptos tales como hábitos, impulsos, costumbres (términos al uso) situándolos en el seno de la vida social, no bajo parámetros pasados ni bajo proyecciones futuras, sino bajo un análisis de las condiciones presentes. Así por ejemplo, Dewey suprime la distinción común entre medios y fines: “de los actos intermedios el más importante es el siguiente, el primero de los medios es el fin más importante que hay que descubrir.” No se puede tener como fin la democracia si los medios son privativos de las libertades. Cada medio es una acción con consecuencias para ciertas personas, que pueden o no saber del fin, interesarse o no por él. La naturaleza humana, cuando es bien definida, es la primera que sufre los embates que se realizan con fines abstractos.

La moralidad es pues intrínseca a la acción, no un parámetro para juzgarla, ya que no es fija, “el bien nunca es dos veces igual”, pues las formas de relación entre seres humanos son infinitas. Las consecuencias de nuestros actos, en circunstancias muy peculiares, ejercen la moralidad, que es social y de miles de maneras. Dewey invierte toda su obra en demostrarlo.

A este autor se le puede reprochar cosas como el uso de términos que incluso él pensaba inadecuados, pero la invención de términos que encierran eco es cosa del presente; puede ya no convencer el optimismo con que veía a la psicología para el mejoramiento, sobre bases científicas, de las condiciones humanas, pero ese aliento debe ser, quizá, requisito para volverse un clásico, para que sus libros no porten fecha de caducidad y mantengan esta frescura:

Naciones y razas se enfrentan unas con otras, cada una con sus propias normas inmutables. Jamás existieron en la historia tan numerosos contactos y mescolanzas, ni tantas circunstancias propicias al conflicto, las cuales adquieren mayor importancia debido a que cada quien considera que está apoyado por principios morales. (...) Cada uno de los dos bandos considera a su oponente como un violador intencional de los principios morales, como una expresión de egoísmo o de poder superior. La inteligencia, que es el único mensajero de paz posible, habita en el lejano país de la abstracción, o llega después de los acontecimientos, tan sólo para tomar nota de los hechos consumados.

La moralidad es social

Morality is social

John Dewey


Publicación original: Dewey, J. (1922). Human nature and condut. An introduction to Social Psycholgoy. New Cork: Henry Holt. (Parte Cuarta, Sección IV)

La inteligencia se va haciendo nuestra en el grado en que la usamos y aceptamos la responsabilidad de las consecuencias. No es nuestra ni originalmente ni por producción. “Se piensa” es una declaración más verdadera que “yo pienso”. Los pensamientos brotan y vegetan, las ideas proliferan, manan de profundas fuentes inconscientes. “Yo pienso” es una declaración acerca de la acción voluntaria. Alguna sugestión surge de lo desconocido; nuestro conjunto activo de hábitos se la apropia, con lo que se convierte en una aseveración; ya no sólo nos llega, sino que es aceptada y formulada por nosotros, actuamos de acuerdo con ella y, por lo tanto, asumimos de manera implícita sus consecuencias. La materia de que se compone la creencia y la proposición no es originada por nosotros, nos viene de otras personas, por educación, tradición y sugestión del medio ambiente. Nuestra inteligencia está ligada, en lo que a sus materiales concierne, a la vida de la comunidad de la que somos parte; sabemos lo que ésta nos comunica, y lo sabemos de acuerdo a los hábitos que forma en nosotros. La ciencia es asunto de civilización, no de inteligencia individual.

Lo mismo con la conciencia. Cuando un niño actúa, quienes lo rodean reaccionan a su acto colmándolo de alabanza y viéndolo con aprobación o con gestos de disgusto y reprobación. Lo que los demás nos hacen cuando actuamos es una consecuencia tan natural de nuestra acción como la que produciría el fuego si metiéramos la mano en él. El medio social puede ser tan artificial como se quiera, pero su acción en respuesta a la nuestra es natural, no artificial. Tanto verbal como imaginariamente, ensayamos las reacciones de los demás, tal como teatralmente probamos otras consecuencias. Sabemos por anticipado cómo actuarán los demás, y ese conocimiento es el principio del juicio emitido sobre la acción. Sabemos con ellos; ahí hay conciencia. Dentro de nosotros se forma una asamblea que discute y valora los actos propuestos y realizados. La comunidad exterior se convierte en un foro y tribunal interno en que se juzgan los cargos, acusaciones y exculpaciones. Nuestros pensamientos acerca de nuestras propias acciones están saturados de las ideas que otros tienen de ellas, y que han sido expresadas no sólo de manera explícita sino, más efectivamente aún, en reacciones a nuestros actos.

La obligación es el principio de la responsabilidad. Tenemos que dar cuenta a otros de las consecuencias de nuestros actos, y ellos hacen recaer sobre nosotros el agrado o desagrado que les producen esas consecuencias. Será en vano que afirmemos que no son nuestras, que son productos de la ignorancia y no del propósito, o que son incidentes en la ejecución de un plan digno de alabanza. Se nos imputará que son obra nuestra, se nos mostrará desaprobación, lo cual no es un estado mental interno sino un acto muy definido. Los otros nos dirán, con sus actos, que les importa un bledo que hayamos hecho tal o cual cosa deliberadamente o no; que quieren que deliberemos antes de hacerla otra vez y que, de ser posible, la deliberación impida una repetición del acto que se desaprueba. La referencia de la culpa y de todo juicio desfavorable se proyecta hacia el futuro, no hacia el pasado. Las teorías acerca de la responsabilidad pueden hacerse confusas, pero en la práctica ninguna es lo bastante estúpida para pretender cambiar el pasado. La aprobación y la desaprobación son maneras de influir en la formación de hábitos y objetivos, o sea, de influir en los actos futuros. Al individuo se le hace responsable de lo que ha hecho, con objeto de que pueda responder de lo que va a hacer. Las personas gradualmente aprenden por imitación a sentirse responsables, y la responsabilidad se convierte en un reconocimiento voluntario y deliberado de que las obras son propias y de que sus consecuencias derivan de uno mismo.

El hecho de que le juicio y la responsabilidad morales sean el trabajo ejecutado en nosotros por medio social, significa que toda moralidad es social; no por que debamos tener en cuenta el efecto de nuestros actos en el bienestar de los demás, sino por los hechos. Los demás llevan cuenta de lo que hacemos y responden de acuerdo con nuestros actos. Sus reacciones afectan realmente el sentido de lo que hacemos, y la significación que así aportan es tan inevitable como el efecto de la influencia mutua en el medio físico. De hecho, a medida que la civilización progresa, el medio físico se humaniza cada vez más, pues el objeto de las energías y de los hechos materiales se enlaza con el papel que desempeñan en las actividades humanas. Nuestra conducta está condicionada por la sociedad, percibamos o no este hecho.

El efecto de la costumbre sobre el hábito y del hábito sobre el pensamiento es suficiente para probar esta afirmación. Cuando comenzamos a prever las consecuencias, las que más se destacan son las que procederán de otras personas. La resistencia o la cooperación de los demás es el factor determinante de la realización o fracaso de nuestro planes. Las relaciones con nuestros semejantes nos proporcionan tanto las oportunidades de actuar, como los instrumentos para sacar provecho de la oportunidad. Todas las acciones de un individuo llevan el sello de su comunidad, tan firmemente como el lenguaje que habla. La dificultad para interpretar el sello se debe a las muchas impresiones que son consecuencia de ser miembro de muchos grupos. Esta saturación social es, repito, un hecho, no algo que debiera ser ni de lo que es deseable o indeseable; no garantiza la rectitud o la bondad de un acto; no hay, por tanto, excusa para pensar la acción mala como individual y la correcta como social. La persecución deliberada y sin escrúpulo del propio interés está tan condicionada a las oportunidades sociales, al adiestramiento y a la ayuda, como el curso de acción sugerido por una gran benevolencia. La diferencia está en la calidad y grado de la percepción de los lazos e interdependencias; en el uso a que se destinan. Estudiemos la forma de buscar el propio provecho que por lo común se adopta hoy en día, o sea el dominio del dinero y del poder económico. El dinero es una institución social, la propiedad es una costumbre legal, las oportunidades económicas dependen del estado de la sociedad, los objetos que se persiguen y las recompensas que se buscan son lo que son debido a la admiración social, prestigio, competencia y poder. Si el hacer dinero es moralmente objetable, se debe a la forma en que se manejan esos hechos sociales, no porque el hombre dedicado a acumularlo se haya retirado de la sociedad para encerrarse en una personalidad aislada, ni porque haya vuelto la espalda a la sociedad. Su “individualismo” no se encuentra en su naturaleza original, sino en los hábitos que ha adquirido bajo influencias sociales. Se encuentra en sus objetivos concretos, y éstos son, a su vez, reflejo de las condiciones sociales. Una bien fundada objeción moral a determinada forma de conducta se basa en la clase de relaciones que intervienen, no en la falta de objetivo social. Un hombre puede intentar utilizar sus relaciones sociales en provecho propio, de una manera injusta; puede tratar intencional o inconscientemente de hacer que alimenten uno de sus apetitos personales; entonces se le acusa de egoísmo, pero tanto su curso de acción como la desaprobación de que es objeto, son factores dentro de la sociedad, son fenómenos sociales; él busca su injusta ventaja como una partida de ingreso en su activo social.

El reconocimiento explícito de este hecho es un requisito previo para el mejoramiento de la educación moral y para la comprensión inteligente de las principales ideas o “categorías” de la moral. La moral es cuestión de la interacción de una persona y su medio social, en el mismo grado que el andar es la interacción de las piernas con su medio físico. La índole de ese andar depende de la fuerza y competencia de las piernas, pero también de que el hombre camine por un lodazal o por una calle pavimentada, de que vaya por una acera protegida o entre vehículos peligrosos. Si el nivel moral es bajo se debe a que la educación dada por la interacción del individuo y su medio social es defectuosa. ¿De qué sirve predicar una simplicidad humilde y una conformidad con la vida, cuando la admiración colectiva se concentra en el hombre que “triunfa”, que se hace notable y es envidiado porque dispone de dinero y otras formas de poder? Si un niño consigue satisfacer sus caprichos o maldades resultan cómplices suyos quienes lo ayudan a desarrollar los hábitos que se está formando. Lo noción de que en los individuos existe una conciencia abstracta y ya formada, a la que sólo es necesario apelar de vez en cuando y administrarle algunas reprimendas y castigos ocasionales, es una de las causas de la falta de progreso moral definitivo y ordenado, ya que va unida a la falta de atención a las fuerzas sociales.

Hay una incongruencia peculiar en la idea general acerca de que la moral debería ser social. La introducción del concepto “debería” en la idea contiene una aceptación implícita de que la moral depende de algo separado de las relaciones sociales. La moral es social. La cuestión del “debería”, o “tendría que”, es una cuestión de mejor o peor en asuntos sociales. El grado en que se ha impuesto el peso de las teorías sobre la percepción del lugar que los lazos y relaciones sociales ocupan en la actividad moral, resulta buena medida del grado en que las fuerzas sociales obran ciegamente y desarrollan una moralidad accidental. Por ejemplo, el principal obstáculo para reconocer la verdad de una proposición frecuentemente expuesta en estas páginas, en el sentido de que toda conducta es en potencia, si no en acto, cuestión de juicio moral, es el hábito de identificar este último con la alabanza y el vituperio. Tan grande es la influencia de este hábito, que puede decirse con seguridad que todo moralista convencido, cuando abandona la teoría y se enfrenta con algún caso real de su propio comportamiento o del de los demás, piensa primero o “instintivamente” en que los actos son morales o inmorales, según que merezcan reprobación o aprobación. No es en verdad conveniente pasar por alto un juicio de esta clase, ya que su influencia es muy necesaria, pero la tendencia a equipararlo con todo juicio moral es responsable en gran parte de que circule la idea de la existencia de una línea de demarcación precisa entre la conducta moral que es asunto de conveniencia, sagacidad, éxito o educación.

Además, esta tendencia es una de las razones capitales de que las fuerzas sociales que intervienen en la conformación de la moralidad real, obren ciega e insatisfactoriamente. El juicio que destaca la culpa o la aprobación, tiene más calor que luz, es más emocional que intelectual, se guía por la costumbre, por la conveniencia o resentimiento personales, y no por el conocimiento íntimo de las causas y consecuencias; tiende a reducir la instrucción moral, la influencia educativa de la opinión social, a una cuestión personal inmediata, es decir, a un ajuste a los gustos y aversiones personales. La inculpación crea resentimiento en el acusado y la aprobación produce complacencia, más bien que un hábito del escrutinio objetivo de la conducta; colocan a las personas sensibles a los juicios de los demás en una permanente actitud defensiva y crea un hábito mental de apología, autoacusación y autodisculpa, cuando lo que se necesita es un hábito de observación impersonal e imparcial. Las personas “morales” llegan a estar tan ocupadas en defender su conducta contra críticas reales o imaginarias, que les queda poco tiempo para ver la importancia real de sus actos, y el hábito de la propia inculpación se extiende inevitablemente a los demás, puesto que es un hábito.

Es conveniente para cualquier persona estar advertida de que una acción irreflexiva y egoísta de su parte expone a la indignación o desagrado de los demás. A nadie puede considerarse con seguridad como exento de las reacciones inmediatas de crítica, y muy pocos son los que no necesitan ser alentados a veces por expresiones de aprobación; pero estas influencias son mínimas si se les compara con la ayuda que puede proporcionar la influencia de los juicios sociales que obran sin el acompañamiento de la alabanza y la censura; que capacitan al individuo a ver por sí mismo lo que hace y ponen a su disposición un método para analizar las fuerzas oscuras y generalmente inexpresadas que lo mueven a actuar. Necesitamos que los juicios penetren en la conducta con el método y materiales de una ciencia de la naturaleza humana. Sin esta ilustración hasta los esfuerzos mejor intencionados de orientación y mejoramiento moral se convierten, a menudo, en tragedias de incomprensión y división, como con tanta frecuencia se observa en las relaciones entre padres e hijos.

Por lo tanto, el desarrollo de una ciencia de la naturaleza humana más adecuada es cuestión de la mayor importancia. La rebelión actual contra la noción de que la psicología es una ciencia de la conciencia puede muy bien convertirse, en el futuro, en el principio de un cambio definitivo de pensamiento y de acción. Históricamente, hay razones positivas para justificar el aislamiento y exageración de la fase consciente de la acción humana; aislamiento que olvidó que “consciente” es un adjetivo aplicado a algunos actos, y que convirtió la abstracción resultante, o sea “conciencia”, en un sustantivo, en una existencia separada y completa. Estas razones son interesantes no sólo para el estudiante de filosofía técnica sino también para el de la historia de la cultura y aun para el de política. Tienen que ver con el intento de extraer realidades de las esencias ocultas y de las fuerzas escondidas para ponerlas a la luz del día. Formaron parte del movimiento general llamado fenomenología y de la creciente importancia de la vida individual y de los intereses privados y voluntarios; pero su efecto fue aislar al individuo de sus relaciones con sus semejantes y con la naturaleza, creando así una naturaleza humana artificial, incapaz de ser comprendida y dirigida con eficiencia por medio del entendimiento analítico; apartó la vista, por no hablar del examen científico, de las fuerzas que realmente mueven a la naturaleza humana. Consideró unos cuantos fenómenos superficiales como representantes de todo el conjunto de motivos-fuerzas y actos humanos importantes.

En consecuencia, la ciencia física y sus aplicaciones técnicas evolucionaron en alto grado, en tanto que la ciencia del hombre, la ciencia moral, quedó rezagada. Creo que no es posible calcular cuántas dificultades de la presente situación mundial se deben a la desproporción y desequilibrio así introducidos en el estado de cosas. Hubiera parecido absurdo decir, en el siglo XVII, que la alteración de los métodos de investigación física que entonces se iniciaba, resultaría a la postre ser más importante que las guerras religiosas de esa época. Sin embargo, dichas guerras señalaron el fin de una era, y el amanecer de la ciencia física, la iniciación de otra nueva. Una imaginación bien adiestrada puede descubrir que las guerras nacionalistas y económicas, que son la más notable del presente, resultarán al final menos importantes que el desarrollo de una ciencia de la naturaleza humana ahora incipiente.

Decir que un mejoramiento sustancioso de las relaciones sociales está en espera y depende del desarrollo de una psicología social científica, tiene un tono académico, ya que el término sugiere algo especializado y remoto. Pero la formación de hábitos de creencia, deseo y juicio, prosigue en todo instante bajo la influencia de las condiciones establecidas por los contactos, comunicaciones y asociaciones de unos hombres con otros. Este es el hecho fundamental en la vida social y en el carácter personal, el hecho sobre el cual no nos da ninguna luz el humanismo tradicional, que lo empaña y virtualmente lo niega. El enorme papel desempeñado en la moral popular por el recurso a lo sobrenatural y semimágico, es en efecto una desesperada admisión de la inutilidad de nuestra ciencia. En consecuencia, toda la cuestión de formar las predisposiciones que controlen efectivamente las relaciones humanas, se deja a merced del accidente, la costumbre y las inmediatas aficiones, resentimientos y ambiciones personales. Es cosa sabida que la industria y el comercio modernos están condicionados por un control de las energías materiales que se debe al uso de métodos adecuados de investigación y análisis físicos. Carecemos de artes sociales que les sean comparables, porque no tenemos casi nada en lo que respecta a ciencia psicológica. Sin embargo, por medio del fomento de las ciencias naturales y, en especial, de la química, la biología, la fisiología, la medicina y la antropología, tenemos ahora la base para el desarrollo de esa ciencia del hombre. Se observan señales de su nacimiento en los movimientos de la psicología clínica, conductista y social (en su más estricto sentido).

En el presente no sólo carecemos de un medio seguro para formar el carácter que no sea el burdo recurso de la culpa, la alabanza, la exhortación y el castigo, sino que hasta el mismo significado de las nociones generales de investigación moral es materia de duda y disputa. La causa es que estas nociones se estudian separadas de los hechos concretos de las influencias recíprocas entre los seres humanos –abstracción tan fatal como la vieja discusión sobre el flogisto, la gravedad y la fuerza vital, independientemente de las correlaciones concretas que los sucesos variables tienen entre sí. Tomemos como ejemplo un concepto básico como el de la Rectitud en lo que atañe al papel de la autoridad en la conducta. No hay necesidad de mencionar en este caso la multitud de puntos de vista contradictorios, que demuestran que la discusión de este asunto está aún en el terreno de la opinión. Nos contentamos con hacer notar que esta noción es el último recurso de la escuela antiempírica en la moral y que prueba el efecto de no tomar en cuenta las condiciones sociales.

En efecto, sus adeptos argumentan lo que sigue: “Concedamos que dentro de la experiencia se hayan desarrollando ideas concretas acerca de lo bueno y lo malo y nociones particulares sobre lo obligatorio; pero no podemos admitirlo cuando se trata de la idea misma de la Rectitud, de la Obligación. ¿Por qué existe la autoridad moral? ¿Por qué reconocen, en conciencia, la fuerza de la Rectitud hasta aquellos que la violan con sus obras? Nuestros oponentes dicen que tal o cual curso de acción es sensato, expedito o mejor. Pero ¿por qué obrar a beneficio de lo sensato, lo bueno o lo mejor? ¿Por qué no operar por nuestros propios medio inmediatos si así lo deseamos? Hay una sola respuesta: tenemos una naturaleza moral, una conciencia, llámesela como se quiera, y esta naturaleza responde directamente en reconocimiento de la suprema autoridad de la Rectitud sobre todas las influencias de la inclinación y el hábito. Podemos no actuar de acuerdo con ese reconocimiento, pero sabemos que la autoridad de la ley moral, ya que no su fuerza, es indudable. Los hombres podrán diferir indefinidamente en cuanto a su experiencia de qué es precisamente la Rectitud y cuál su contenido, pero convienen espontáneamente en reconocer la supremacía de los derechos de aquello que crean. De no ser así, no existiría a la moralidad, sino meros cálculos de cómo satisfacer los deseos.”

De aceptar el razonamiento que antecede, todo el aparato de moralismo abstracto lo seguiría en consecuencia. Una meta remota de perfección, ideales que de manera global son contrarios a lo real, un libre albedrío para elegir arbitrariamente, todos estos conceptos se unirían al de una autoridad no empírica de la Rectitud y a una conciencia no empírica que la reconoce, y constituirían su séquito ceremonial o formal.

¿Por qué, en efecto, reconocer la autoridad de la Rectitud? En el argumento, se concede que muchas personas no la reconocen, de hecho, en la acción, y que todas ellas la desconocen en ocasiones. ¿Cuál es, precisamente, la significación de un presunto reconocimiento de esa supremacía continuamente negada en la realidad? ¿Cuánto se perdería si se desechara y quedáramos frente a frente con los hechos reales? Si un hombre viviera solo en el mundo, habría cierta razón para preguntar: ¿para qué ser moral? Sólo que entonces no podría surgir esa interrogación. En realidad, vivimos en un mundo en que viven también otras personas que son afectadas por nuestros actos, que perciben sus efectos y reaccionan en consecuencia hacia nosotros. Por el hecho de ser seres vivientes, nos exigen ciertas cosas. Aprueban y condenan, no en teoría abstracta, sino por medio de lo que nos hacen. A la pregunta de ¿por qué no pones la mano en la lumbre?, se da una contestación apegada a la realidad: “si lo haces tu mano se quema”. La contestación a la pregunta de por qué hay que reconocer la Rectitud, debe ser de la misma clase, ya que Rectitud sólo es el nombre abstracto que damos a una multitud de exigencias concretas de acción que los demás nos plantean y que, si queremos vivir, nos vemos obligados a tomar en cuenta. Su autoridad se mide por la exigencia de sus demandas, por la eficacia de sus insistencias. Puede haber una sólida base para afirmar que, en teoría, la idea de la rectitud está subordinada a la del bien, por ser la indicación del camino adecuado para llegar a ese bien. Pero, de hecho, representa la totalidad de las presiones sociales que se ejercen sobre nosotros para inducirnos a pensar y desear en determinadas formas. De aquí que la rectitud sólo pueda convertirse de hecho en el camino hacia el bien, en la medida en que sean ilustrados los elementos que componen esta incesante presión, y en tanto que las relaciones sociales sean, a su vez, razonables.

Se replicará que toda presión es cuestión ajena a la moral, que tiene carácter de fuerza, no de derecho, y que éste debe ser ideal. Se nos invita así a entrar de nuevo en el círculo en que el ideal no tiene fuerza y las realidades sociales no tiene calidad ideal. Rechazamos la invitación, porque la presión social forma parte de nuestra propia vida lo mismo que el aire que respiramos y el suelo que pisamos. Si tuviéramos deseos, juicios, planes, si tuviéramos, en suma, una mente aparte de las relaciones sociales, éstas serían externas y su acción podrían considerarse como la de una fuerza ajena a la moral; pero vivimos mental y físicamente sólo en y por nuestro medio. La presión social no es sino el nombre que se da a la interacción continua de la que participamos, viviendo en la medida en que tomemos parte en ella y muriendo en la medida en que no lo hacemos. La presión no es ideal sino empírica, aunque en este caso empírica sólo significa real. Debe observarse el hecho de que las consideraciones de derecho son demandas que no se originan fuera de la vida sino dentro de ella, y que son “ideales” en el grado exacto en que las reconocemos y actuamos inteligentemente de acuerdo con ellas; tal como los colores y la tela se convierten en un ideal cuando se usan de forma que den un mayor significado a la vida.

Por lo tanto, la incapacidad para reconocer la autoridad del derecho, revela una deficiencia en la percepción efectiva de las realidades de la asociación humana, no un ejercicio arbitrario del libre albedrío. Esta deficiencia y perversión en la percepción indica un defecto en la educación, es decir, en el manejo de las condiciones reales, de las consecuencias sobre el deseo y el pensamiento de las interacciones e interdependencias existentes. Es falso decir que toda persona tiene conciencia de la suprema autoridad de la rectitud y que, a pesar de ello, la interpreta mal o no la toma en cuenta en la acción. Tenemos un sentido de las exigencia de las relaciones sociales en la medida en que éstas se imponen sobre nuestros deseos y observaciones. La creencia en una Rectitud separada, ideal o trascendental, e ineficaz en la práctica, es un reflejo de la ineptitud con que las instituciones existentes realizan su función educativa, su función de generar la observación de las concatenaciones sociales; es un esfuerzo por “racionalizar” este defecto, y, como todas las racionalizaciones, actúa en tal forma que desvía la atención del verdadero estado de cosas. Ayuda así a mantener las condiciones que lo crearon, interponiéndose en el camino del esfuerzo por hacer nuestras instituciones más humanas y equitativas. El reconocimiento teórico de la suprema autoridad de la Rectitud, de la ley moral, se deforma y convierte en sustituto efectivo de los actos que pudieran mejorar las costumbres, que en la actualidad producen una observación vaga, confusa, vacilante y evasiva de los verdaderos lazos sociales. No estamos encerrados en un círculo vicioso, nos desplazamos en una espiral en la que las costumbres sociales generan cierta conciencia de las interdependencias, la cual toma cuerpo en actos que, al mejorar el medio, producen nuevas percepciones de las ligas sociales, y así sucesivamente, hasta el infinito. Las relaciones, las interacciones, existen por siempre como un hecho, pero sólo adquieren significación en los deseos, juicios y propósitos que despiertan.

Volvemos a nuestras proposiciones fundamentales. La moral está conectada con las realidades de la existencia, no con ideales, fines y obligaciones independientes de esas realidades concretas. Los hechos de que depende son aquellos que surgen de las relaciones activas de los seres humanos entre sí, de las consecuencias de sus actividades mutuamente entrelazadas en la vida del deseo, la creencia, el juicio, la satisfacción y la inconformidad. En este sentido, la conducta, y por tanto la moral, son sociales; no son sólo cosas que deberían ser sociales y que no logran llegar a serlo. Hay, empero, enormes diferencias en la calidad mejor o peor de lo social. La moral ideal comienza con la percepción de esas diferencias. La interacción y lazos humanos existen; son, en todo caso, capaces de actuar, pero sólo pueden regularse y emplearse de manera ordenada para producir el bien, en la medida en que sepamos cómo observarlos; y no los podemos observar correctamente, ni comprender y utilizar, cuando dejamos a la mente obrar por sí sola, sin la ayuda de la ciencia. Porque la mente natural, sin tal auxilio, representa justo los hábitos de creencia, pensamiento que han sido generados y confirmados al azar por las instituciones o costumbres sociales. A pesar de esta mezcla de accidente y raciocinio, hemos llegado, al fin, a un punto en que las condiciones sociales generan una mente apta para la visión e investigación científicas. Alimentar y fomentar este espíritu es una obligación social del presente porque se necesita perentoriamente.

Pero no se dice la última palabra al hablar de obligación ni de futuro, pues existen ya infinitas relaciones del hombre con sus semejantes y con la naturaleza. El ideal significa, como hemos visto, una sensación de esas continuidades que todo lo abarcan con su infinito alcance. Este significado pertenece, aun ahora, a las actividades presentes, porque éstas están situadas en un todo al que pertenecen y les pertenece. Aun en mitad de un conflicto, lucha o derrota, es posible tener conciencia de este todo perdurable y comprehensivo.

Para captar y mantener esta conciencia, se requieren, como en toda forma de estado consciente, objetos, símbolos. En el pasado, la humanidad buscó muchos símbolos que ya no sirven, sobre todo considerando que los hombres han sido idólatras que veneraban los símbolos como cosas reales; y, sin embargo, dentro de esos símbolos que tan a menudo han pretendido ser realidades y que se han impuesto como dogmas e intolerancias, rara vez ha dejado de haber algún rasgo de una realidad vital y perdurable, la de una vida común en que se consuma la continuidad de la existencia. La conciencia del todo se ha ido relacionando con devociones, afectos y lealtades colectivas; pero se han establecido formas especiales de expresar el sentido colectivo. Éstas se han limitado a un selecto grupo social, se han convertido en ritos obligatorios e impuestas como condiciones para la salvación. La religión se ha extraviado en cultos, dogmas y mitos. En consecuencia, la función de la religión como sentimiento de comunidad y del lugar que uno ocupa en ésta, se ha perdido. En efecto, la religión se ha desfigurado y convertido en propiedad (o carga) de una pequeña parte de los seres humanos, de una limitada porción de la humanidad, que no encuentra otra forma de universalizarla, salvo la de imponer sus propios dogmas y ceremonias a los demás; ha quedado en manos de una clase limitada dentro de un grupo parcial: los sacerdotes, los santos, la iglesia. En esta forma se han antepuesto otros dioses al único Dios. La religión, como sentimiento del todo, es la más individualizada de todas las cosas, la más espontánea, indefinible y variada, pues que cada individuo significa una conexión única con el todo. Sin embargo, ha sido pervertida y convertida en algo uniforme e inmutable, ha sido formulada en creencias fijas y definidas que se expresan en actos y ceremonias obligatorias. En vez de señalar la libertad y paz del individuo como miembro de un todo infinito, ha sido petrificada en una esclavitud de pensamiento y sentimiento, en una intolerable superioridad por parte de los menos y en una intolerable carga para los más.

Sin embargo, todo acto puede traer consigo una conciencia confortable y consoladora del todo a que pertenece y que, en cierto sentido, le pertenece. La responsabilidad de la determinación inteligente de los actos particulares puede venir acompañada de una feliz emancipación de la carga de responsabilidad del todo que los sostiene, dándoles su índole y calidad final. Hay una vanidad, alimentada por la perversión de la religión, en pretender que el universo se pliegue a nuestros deseos personales; pero también la hay en pretender llevar la carga del universo, de la que la religión nos libera. Dentro de los actos efímeros e insignificantes de los seres aislados reside un sentido del todo, que los reclama y dignifica. En su presencia nos despojamos de la mortalidad y vivimos en lo universal. La vida de la comunidad en que moramos y en que está nuestro ser es el símbolo adecuado de esta relación. Los actos con que expresamos nuestra percepción de los lazos que nos unen a los demás son sus únicos ritos y ceremonias.