De la distancia y la hospitalidad: consideraciones sobre la razón espacial

Distance and hospitality: reflexions on spatial reasoning

  • Juan de la Haba Morales1
  • Enrique Santamaría
En este artículo hemos pretendido reconsiderar algunas de las formas de pensar las relaciones entre espacio y sociedad, en particular por lo que hace a contextos urbanos socioculturalmente heterogéneos. Con este fin, hemos esbozado una triple crítica a lo que damos en llamar ?razón espacial?, esto es, a aquellas formas de aprehensión de las relaciones espacio-sociedad en las que lo espacial no sólo disuelve lo social, generando un enturbamiento de las relaciones y posiciones sociales en juego, sino que impiden percibir una multiplicidad de prácticas cotidianas de intercambio, transacción, comunicación u hospitalidad, en suma de reconocimiento, entre unos y otros grupos o sectores sociales. De este modo, hemos acabado poniendo especial énfasis en las complejas relaciones entre distancia y hospitalidad.
    Palabras clave:
  • Espacio social
  • Razón espacial
  • Prácticas de conocimiento
  • Heterogeneidad
  • Hospitalidad
  • Distancia
In this paper we reconsider some of the ways in which the relation between space and society has been formulated. We focus specially on socioculturally mixed urban environments. We offer a three-part critique of what we call “spatial reasoning”. That is, we critique the way of conceiving space-society relations which not only eliminates the social dimension (and so obscures relations and social positioning), but also hinders the appreciation of the multiplicity of ordinary social practices of exchange, transaction, communication or hospitality - which obscures, in a word, recognition between social groups. We conclude our argument by emphasising the complex relation between distance and hospitality.
    Keywords:
  • Social space
  • Spatial reason
  • Practices of recognition
  • Sociocultural heterogeneity

”¿Quién en nuestros días ofrece hospitalidad? ¿Quién está en condiciones de ofrecerla y a quién? ¿Qué lugar ocupa en la vida contemporánea: el centro o los confines? ¿Es la primera de las inquietudes cotidianas, organizadora de un modo de vida, o es un lujo episódico que algunos pueden ofrecerse y ofrecer? ¿Un accidente de la existencia, cuando no es gravosa, o algo que descargamos en instituciones especializadas?”

Estos son algunos de los interrogantes que planteaba René Schérer (1993) en su indagación sobre esta antigua institución intersticial, aunque frecuentemente reducida a una mera virtud, y que con una historia variable y desde lugares inesperados trabaja “el interior de la sociedad como una fuerza corrosiva.” Sin estar en disposición de dar respuesta a tales preguntas, en estas páginas trataremos, no obstante, de construir un pequeño excurso en el que ocuparnos, conectándolas, de las categorías de la distancia y la hospitalidad, y lo haremos a través de un conjunto de cuestiones que habitualmente son asimiladas con ellas como la concentración, la hostilidad, la (in)visibilidad, la reserva, el reconocimiento, la recepción, etc., y que son objeto de preocupación especialmente en lo que podemos llamar “contextos urbanos multiculturales”. Para ello, propondremos algunas disquisiciones en torno a las figuras del autóctono y el migrante, del anfitrión y el huésped, de esas figuras sociales que han estado y están tan fuertemente entreveradas a las categorías y las metáforas de la espacialidad: dentro y fuera, vecindad y alejamiento, horizontes, límites y umbrales, territorios hostiles y lugares protectores. Nuestro propósito es partir de las formas habituales de representación de las cuestiones urbanas en relación principalmente a los procesos migratorios, señalando algunas de las formas de pensar las relaciones entre espacio y sociedad que traban un mejor entendimiento de las dinámicas socioespaciales, y que suelen conducir a lecturas equívocas y difíciles de combatir. Con esta finalidad, se esbozará una crítica a la razón espacial, esto es, a aquella razón en la que lo espacial disuelve lo social, generando unos efectos de cuasinaturalización y opacidad de las dinámicas propiamente sociales. Nos detendremos al final en trazar algunas anotaciones con el propósito de abrir una reflexión más general sobre cómo podemos repensar hoy la hospitalidad en relación a la recepción y el encuentro entre sujetos.

I. Simmel, además de sostener que ”el espacio es una forma que en sí misma no produce efecto alguno”, señalaba que, por evidente que pueda parecer, no son las formas de la proximidad o la distancia espaciales las que producen los fenómenos de la vecindad y la extranjería, de la hospitalidad o la hostilidad (1986: 644). Siguiendo de cerca esta indicación, queremos señalar algunas de las formas comunes de pensar las implicaciones espaciales de la heterogeneidad y desigualdad sociocultural, principalmente en las situaciones migratorias, y las trabas teóricas que éstas plantean para la comprensión de las estrategias y tácticas que son desplegadas tanto por “inmigrantes” como por “autóctonos”. Hay que aludir, en primer lugar, a la representación predominantemente miserabilista y culturalista del “inmigrante”, por la que suele establecerse una equiparación inmediata y acrítica entre inmigración, problemas sociales y desórdenes urbanísticos, asociación ésta que se presenta anclada no sólo en el imaginario colectivo o en las representaciones mediáticas, sino también en numerosas teorías sociales que, abierta o soterradamente, tratan de explicarla apelando a la noción de “cultura”. Al respecto, sin duda es cada vez más necesario no sólo desmentir científicamente tal planteamiento, sino, muy en particular, interrogarnos por aquello que nos predispone a pensar de esta forma con tanta obstinación.

En segundo lugar, cabe referirse a tres manifestaciones comunes de lo que hemos dado en llamar razón espacial. Por lo que hace a la primera de sus expresiones, la idea fuerza de la “concentración” que subyace en el mitema del “gueto”, digamos que nos encontramos con una primera lectura equivocada de la relación entre espacio y heterogeneidad social, a través de la cual cualquier forma de agrupamiento espacial en el caso de los migrantes hace reaparecer esas figuras estigmatizadas de los “submundos urbanos”, tan instaladas en el imaginario contemporáneo, como son las de la concentración, el enclave y el “gueto”. Sin duda, en esta asimilación de la agrupación y concentración de los migrantes a la imagen del “gueto” subyace también una concepción culturalista de los grupos considerados como “impermeables” a la intercomunicación y cerrados social y culturalmente en sí mismos. Pero hay que destacar sobre todo el hecho de que en las situaciones migratorias la distribución residencial tiende a adquirir una enorme importancia, convirtiéndose en un elemento clave a través del cual se aprehenden y, eventualmente, se solapan o reifican las relaciones sociales. En este sentido, nos parece de gran importancia poner en cuestión tanto la supuesta eficacia socializadora de la morfología urbana o de los dispositivos espaciales en sí mismos —o su poder preventivo ante los riesgos sociales—, como también la concepción inversa del espacio como fuente de situaciones de violencia o desintegración social.

Como señalaron Jean-Claude Chamboredon y Madelaine Lemaire (1970) en su ya clásico estudio de las grandes áreas de vivienda social de la región parisina, la mezcla residencial o la presencia en un mismo espacio de vida de poblaciones diversas no prejuzga a priori las modalidades efectivas de coexistencia que se originarán, las relaciones que se instaurarán entre ellas, o las prácticas y representaciones que serán dominantes. No se insistirá nunca suficientemente en la falsa y equívoca “objetividad” de nociones como las de concentración o dispersión residencial, ni en el peligroso abuso de la noción derivada y tan deformada del “gueto” (ya sea urbano, escolar, laboral, etc.).

Un segundo obstáculo radica en lo que evaluamos como una concepción idealizada de la hibridación cultural. Queremos hacer referencia con ello al hecho de que, especialmente, los profesionales de la gestión social y territorial, como también los mismos investigadores sociales, partimos con frecuencia de lo que llamaríamos el prejuicio de la “compulsión de la mezcla”, prejuicio que está en estrecha relación con esa celebración, cuando no sería mejor decir fetichización de la “diversidad cultural” o del “multiculturalismo”, que hace de la “mezcla” una solución. Es decir, desde esta representación de la “fusión” cultural como forma de regulación de las disimilitudes, se da por descontada la bondad y la eficacia de la mezcla en sí misma, sobreestimándose los efectos positivos que conlleva y omitiendo las condiciones y límites que presenta. De modo que, como suele ocurrir, al acercarnos a una realidad concreta nos sentimos defraudados cuando lo que se constata más bien son las reservas y la rareza de los contactos, la poca densidad de las relaciones vecinales, su inconsistencia o superficialidad, las interacciones meramente formales o instrumentales, etc. Esta supuesta ausencia de relaciones humanas sostenidas, muy presentes en las opiniones de los actores locales, parece no prometer ningún proceso efectivo de “convivencia intercomunitaria”, y sí, en cambio, el anuncio de una fuerte diferenciación de los territorios y de las prácticas urbanas, que acabará cristalizando, en algún momento, en la emergencia de una ciudad multicultural segmentada y dislocada.

Esta especie de ideal social del mestizaje, réplica en negativo del tabú del “contagio”, parte del presupuesto, engañoso, de que sin aquél no es verosímil, a la larga, la coexistencia sobre un mismo territorio de una diversidad de poblaciones culturalmente diferenciadas, como si en estas circunstancias no fuese posible ir consolidando vínculos “orgánicos”; o, a la inversa, como si con el mestizaje fuera factible superar la disgregación o fragmentación del campo social.

Desde la perspectiva que aquí sostenemos, la retórica del hibridismo con su convención de la mezcla es muy a menudo otra lectura equívoca de la relación entre espacio y heterogeneidad, en especial cuando se utiliza como remedio contra las temidas derivas del racismo o la xenofobia, dispensándonos de abordar las cuestiones más decisivas. Pero, además, impide con mucha frecuencia ver un conjunto sutil de pequeñas prácticas culturales que llamamos de reconocimiento, es decir, prácticas de hospitalidad, solidaridad o ayuda mutua, que pueden estar presentes pese a las reservas, indiferencias y distancias recíprocas. Como se pone de manifiesto en las experiencias recogidas por Beatriz Díaz (1999), es necesario dirigir la mirada hacia esas cuestiones tan cotidianas y al tiempo desapercibidas socialmente, como son los apoyos entre las gentes, que no se reducen a la asistencia institucionalizada, y “rescatar —dice la autora— aquello que en medio del sufrimiento ayuda a vivir y a disfrutar de la vida”.2

Es más, habría que agregar que no toda superficialidad es degradante. La constatación de la trivialidad de las interacciones en las distintas esferas de sociabilidad urbana no debe evaluarse forzosamente, aunque de hecho así suele hacerse, como un hecho negativo o síntoma de una situación problemática. Téngase en cuenta que detrás de la indiferencia, real, hay también un incansable trabajo de curiosidad, que diría Pierre Mayol (1990). Debemos recordar, igualmente, la fuerza de los vínculos débiles, como bien mostraron los sociólogos de Chicago3.

Apuntemos, por lo demás, que el intercambio hospitalario y la complementariedad no impiden necesariamente la categorización, la estigmatización o la puesta a distancia de los otros, aunque, ciertamente, en determinadas circunstancias entreabre la puerta a las negociaciones y a las reciprocidades, a los ajuste y compromisos, por triviales que sean, y, luego, a las reformulaciones sociales y culturales. Más adelante retomaremos esta cuestión.

Por último, y aunque no sea posible ocuparnos del tema con el detalle que merecería, conviene llamar la atención sobre esa otra manifestación de la razón espacial que diluye lo social a través del predominio de consideraciones y dispositivos técnicos entre los proyectistas, los operadores y promotores inmobiliarios (públicos o privados), que, al sobresaturar la ordenación y el diseño territorial de imperativos técnicos —y, cada vez más, estéticos—, de nuevo tiene como efecto hacer opacas las relaciones sociales y/o el conflicto social en el espacio. Junto a esto, se sostiene, una confianza injustificada y obstinada en la función del diseño urbano o en las virtualidades de un medio arquitectónico estético o artístico al objeto de edificar mundos urbanos con relaciones innovadoras, de construir lugares públicos significativos, de “infundir vida” a un espacio habitado o crear una cultura cosmopolita común. De su campo de acción suele desaparecer toda consideración a los moradores como coproductores del espacio y sus lugares, como sujetos locales y no sólo meros consumidores de espacio. Se excluye, pues, en el proceso de construcción de lugares, la parte que le corresponde a la deliberación, sea ésta más o menos conflictual; o lo que viene a ser lo mismo, se ignora que ese proceso está sometido a factores sociales y elementos de contexto que no pueden ser dominados de forma completa por los arquitectos o urbanistas, como es, entre otros, la actividad social y la práctica cultural de los sujetos locales que los ocupan y que, en definitiva, son las que los dota de un valor y un significado público. En suma, la planificación urbana deja de pensarse como un proceso social.

Podemos considerar, en conclusión, que la inscripción en el espacio físico de las relaciones sociales, su expresión en forma de lugares, posibilita que queden oscurecidas las dimensiones propiamente sociales a favor de explicaciones espontáneamente sustancialistas y reduccionistas. En otros términos, el espacio construido y heredado puede tener la virtualidad de retraducir el espacio social, pero siempre de una manera más o menos turbia o confusa, produciendo un efecto de naturalización de las realidades sociales o, por decirlo con un giro de Pierre Bourdieu (1993: 159-167), generando unos “efectos de lugar”.

II. ¿Cabe concebir un “espacio hospitalario”? A tenor de lo expuesto hasta ahora se desprende que, en nuestra perspectiva no es posible hablar de espacios segregadores ni de lugares hospitalarios, sino de usos segregadores o usos y ocupaciones hospitalarios del espacio. Regresaremos a esta cuestión más adelante, pero anticipemos que nuestra intención será, por así decirlo, la de enfriar al menos en parte los a veces radiantes y sublimes ecos que desprenden ciertos discursos sobre las bondades de la mixtura cultural, bellos de pensar pero no siempre buenos para pensar y actuar.

Para ello vayamos por pasos y centrémonos en un conjunto de cuestiones en torno a las prácticas relacionales en el espacio urbano y en situaciones de multiplicidad cultural. Ante todo, hay que remarcar que la primera experiencia compartida que tienen los diversos grupos que residen en un territorio es precisamente su inscripción territorial; o sea, su ubicación en el orden de las coexistencias posibles que se realizan en los lugares. Esto puede parecer obvio, pero sin duda contiene innumerables consecuencias. En la medida que con su contigüidad física los individuos participan de un lugar común, la regulación de sus relaciones e interacciones no siempre intencionales pero obligadas pasa por una adecuación de los diversos usos del espacio o, más específicamente, de la situación de vecindad y del barrio como unidad de cohabitación o como, según Mayol, “espacio de proximidad y de repetición”. En el caso de los procesos migratorios, esto se expresa precisamente, al menos en las primeras fases, en un incremento de la importancia de los dispositivos espaciales en las relaciones sociales y en la formación del orden social local, lo que, eventualmente, puede llevar a una mayor proyección de los desacuerdos o puntos de fricción sobre alguna región del espacio urbano; esto es, como hemos señalado más arriba, a que el conflicto social se traduzca, turbia o soterradamente, en conflicto espacial.

Planteado de esta manera, el discernimiento de las diversas lógicas de espacialización de la diversidad y la distancia sociocultural aparece como una tarea compleja. A este propósito habría que contemplar un conjunto variado de aspectos sociourbanísticos, pero, en este punto, el tratamiento de los espacios públicos parece de relevancia suficiente como para requerir una atención más específica en tanto que nódulo fundamental en la intersección entre espacio y heterogeneidad social. En el espacio público, como lugar principal de la gestualidad social, se explora y ensaya la sociabilidad y la identificación, con todas sus posibles derivaciones culturales, políticas, etc. Pero, por otro lado, es un espacio socialmente determinado y, por ende, asimétrico y jerarquizado en su conocimiento, accesibilidad, movilidad, apropiación. El uso y control del espacio es, así, un atributo social minuciosamente estratificado. Los individuos y los grupos no disponen de un acceso igual a la presencia o a la localización, y, en consecuencia, en sus usos y representaciones dejan patentes sus capacidades diferenciales de apropiarse y codificar el espacio urbano.

En entornos urbanos, la constitución de (auto)dominios específicos (incluso marcados “étnicamente”) es un modo inmediato de acomodación del que disponen los grupos en situación de cohabitación pluricultural. En estos contextos, la afirmación identitaria sobre el espacio público, sobre sus objetos y referentes físicos, no debe ser interpretada de forma unívoca como una negación de la coexistencia, sino más bien como un reflejo de las distancias sociales o culturales, y sobre todo como un modo —variable, inacabado y sujeto a permanentes reformulaciones o compromisos— de gestión de los alejamientos y reconocimientos socioculturales. En ella se contiene ante todo una pugna por regular y controlar la visibilidad, la ocultación o el anonimato propio y, eventualmente, la existencia/inexistencia de los otros.

A modo de ilustración de lo que queremos decir, podemos referirnos al hecho de que la mayor parte de los conflictos que en el territorio español han sido calificados como “interétnicos” y cuya interpretación, en lo fundamental, ha sido reducida a su entraña “racista” o “xenófoba”, tienen en común, precisamente, su focalización sobre el espacio urbano, o lo que es lo mismo, han “estallado” inicialmente a partir de una disputa por la definición y apropiación de determinados lugares urbanos —principal, pero no de manera exclusiva, plazas o parques—. Vienen muy al caso los acontecimientos de Terrassa o los de Vic y Banyoles, en Cataluña; anteriormente el de Aravaca, en el noroeste del área metropolitana madrileña. También aquí podemos referir los sucesos de principios de 2000, en El Ejido (Almería), que, recordemos, se iniciaron como un supuesto antagonismo en torno al uso, el control y la seguridad del espacio urbano (es ulteriormente que la fuente del conflicto se ha desplazado hacia las condiciones de habitabilidad y las relaciones laborales). En estos casos puede verse, aunque no podamos redundar en ello, cómo el territorio llega a adquirir una enorme fuerza simbólica, cómo deviene un signo con el que operan unos y otros sectores —nunca reductibles, es fundamental no olvidarlo, sólo a la polaridad “inmigrantes”/“autóctonos”— de cara a realizar, sobre el espacio urbano objetivado, sus intereses, apuestas o posiciones sociales. Estos acontecimientos muestran, además, el hecho de que la proyección espacial que se hizo de cada conflicto oscureció la percepción de otros componentes sociales determinantes de los antagonismos y enfrentamientos, de modo que, de una u otra forma, lo espacial vino a diluir y reificar lo social, al mismo tiempo que esa opacidad le devolvía al espacio la apariencia de realidad sustancial.

Lo acontecido en los barrios de Aravaca y de Ca n’Anglada, aunque de naturaleza diferente, nos sirve de ejemplo notable para comprender algunas de estas cuestiones. Así, una de las conclusiones que se extrae del análisis de Gladys Nieto y Adela Franzé (1997) en torno a las hostilidades vecinales generadas por las «concentraciones» de mujeres dominicanas en la Plaza de la Corona Boreal, en Aravaca, es que lo que se trataba de presentar, de reducir y de estigmatizar como una “cuestión inmigrante” (asociándose la presencia de las dominicanas con la suciedad, el tráfico de drogas, la prostitución, la exhibición sexual, el ruido, etc.), era un antagonismo que tenía ciertamente un alcance mucho mayor y en el que se solapaban muy diversas cuestiones, relacionadas con el hecho de que Aravaca ha ido ocupando una posición de prestigio en la estructura social urbana de Madrid (habiéndose transformado en una zona de atracción para las clases medias altas y construcción de lujosos edificios de apartamentos a principios de los 90 para reemplazar los viejos edificios del centro histórico), por lo que no deja de ser muy iluminador el hecho de que una de las demandas que el vecindario formulaba durante el conflicto en torno a «la plaza» fuese su separación de Madrid, para agregarse al municipio de Pozuelo, una de las zonas más reputadas del área metropolitana.

Por su parte, los problemas vecinales de Ca n’Anglada, un barrio popular de la ciudad de Terrassa, dan testimonio de cómo su reinterpretación en términos de profunda alteridad, en la que el inmigrante extranjero es percibido y representado con rasgos amenazantes —en lo sustancial a través de su notoria presencia física y su alta movilidad por los espacios de interacción, como, en este caso, la popularmente llamada “plaza Roja”— conduce a encubrir aspectos más fundamentales y anteriores en el tiempo, como el deterioro de las solidaridades de clase producido por la fragilización de las relaciones con el trabajo, después de importantes transformaciones del empleo en la industria metalúrgica de la zona, y el debilitamiento de las tramas relacionales y la pérdida de capacidad de control sobre un espacio habitable; aspectos estos que habían caracterizado la cultura obrera de un barrio nacido al albur de la inmigración.4

Hagamos un breve inciso en este punto para señalar que estas formas de escenificación de la “diferencia cultural” llevan además a oscurecer la acción de un principio de división que nos parece más fundamental y que es aplicado de forma indistinta y más versátil, según los contextos, a muy diversas categorías sociales, y no sólo a las que tienen otros orígenes “nacionales” u otras referencias “étnicas” que implicasen, supuestamente, una “alteridad cultural”: nos referimos a la oposición, ya sugerida por Norbert Elias (1965), entre los “antiguos” y los “nuevos” vecinos —“los de toda la vida” y los “recién instalados”—; esto es, al tiempo como dimensión fundamental de división y cualificación social.5

La localización, la movilidad, el desplazamiento se convierten, pues, en ámbitos principales de proyección de ciertos conflictos y hostilidades sociales, y también de ocultamiento de otras apuestas y otros principios de división. En todo caso, el estudio de las interacciones urbanas en condiciones de multiplicidad cultural debe evitar que el origen “étnico-cultural” devenga una verdadera categoría social e intelectual en sí, que se convierta en un principio explicativo en lugar de aquello que debe ser explicado, favoreciendo una percepción y una categorización dicotómica (“autóctonos”/“inmigrantes”) que, en el mejor de los casos, lleva sólo a focalizar la mirada sobre los problemas de cohabitación entre “comunidades”, a interpretar la agregación y la cualificación “nacional” o “étnica” del espacio como manifestación de una lógica diferencialista, lo que, como hemos señalado, impide captar la diversidad y complejidad de las situaciones urbanas y comprender los envites, las contradicciones y las luchas heterogéneas pero propiamente sociales que se desarrollan tanto en el interior del campo “inmigrante” como en el “autóctono”.

III. Nos resta, para cerrar por el momento estas disquisiciones, pasar de las técnicas de dominio a las de coexistencia y connivencia. Es decir, hasta aquí hemos subrayado el hecho de que coincidir, compartir y a la vez pugnar por un mismo lugar de vida lleva a cada grupo a desarrollar prácticas relacionales de distinción y distanciamiento; ahora bien, no pueden ignorarse otras prácticas complementarias de reconocimiento, de conciliación, de negociación, a veces extremadamente sofisticadas, sutiles, de cara simplemente a hacer posible y aceptable para todos la vida en común, y ello a pesar de la heterogeneidad de las trayectorias sociales y los referentes culturales de unos u otros. Al respecto, en los espacios de vida se impone un savoir faire de la coexistencia indeterminado e inevitable a la vez.6 De cara a discernir y profundizar en el estudio de estas prácticas, sería oportuno retomar la noción de táctica, elaborada por Michel de Certeau (1990), y englobar en ella todo un conjunto diverso de prácticas culturales de hospitalidad, de intercambio y de reconocimiento —las cuales no evitan la acción paralela e incluso entre los mismos actores, de otras formas de competencia, de distanciamiento o desconocimiento— entre aquellos que cohabitan e interaccionan en un mismo espacio social. Se podría postular a este respecto, y por usar términos del mismo autor pensados para otros propósitos, que hay una creatividad oculta, dispersa, táctica y transitoria de las gentes ordinarias y en los espacios más corrientes en cuanto a las prácticas de hospitalidad y reconocimiento, unas astucias cotidianas, triviales, silenciosas, a veces furtivas, pero eficaces, al lado de las técnicas de dominio sobre las diversas regiones del espacio, que es necesario desvelar.

Como ya se ha evocado, tal vez se trata de comprender que las relaciones vecinales y ciudadanas no siguen tanto una lógica de “profundización” como de aproximaciones sucesivas y discontinuas y, sobre todo, de intercambios materiales y simbólicos, banales pero imprescindibles para la “economía social” del lugar de vida, o para, digámoslo así, la “economía del reconocimiento”, que establecen de una forma variable, cambiante, los distintos grupos que concurren en un mismo espacio. Con ello, en cierta forma, lo que estamos proponiendo es que la temática de la heterogeneidad urbana se reformule en los términos de una problemática de las transacciones sociales, y de las transacciones en su interacción con los atributos del espacio urbano; problemática donde situaríamos los temas propios de la coexistencia como son la hospitalidad, la distancia, la reserva o la hostilidad, entendidas éstas como categorías sociológicas.7

Llegados a este punto, es oportuno introducir, aunque sea de manera incidental, algunos apuntes en torno a la noción de hospitalidad, para hacer observar que los diversos significados de hospitalidad y hospitalario parecen poner en relación el espacio y la protección, el proveer un lugar de recepción (alojamiento, cobijo, acogida) y el procurar una tutela (amparo, seguridad, generosidad), esto es, proporcionar un espacio protector. Sería de gran interés explorar la hospitalidad como una categoría sociológica, así como la estructura social de la hospitalidad, para restituirle un carácter de hecho público. Dicho de otra manera, se requiere hacer una aproximación a las prácticas relacionales y transaccionales de hospitalidad y de solidaridad —en general de lo que llamamos las diversas figuras culturales del reconocimiento social— que las considere como un atributo de las estructuras sociales y no meramente como acciones espontáneas, arbitrarias o simplemente ejemplares de las consciencias individuales, ni como una predisposición intelectual de los individuos. Y la hospitalidad y las otras figuras del reconocimiento tampoco se limitan de forma exclusiva a la dimensión sociojurídica. De manera que, a nuestro modo de ver, pertenecen a esas prácticas culturales, por comunes o triviales que sean, en las que se puede encontrar una articulación entre el juego de las estructuras y el juego de las acciones sociales. Cabe, pues, considerar que la hospitalidad es un acto cultural, una creación sociohistórica, y en tal sentido la cuestión a interrogar no es la de ser o no hospitalarios, sino cuáles son los gestos, los códigos e instituciones que expresan y vehiculan la hospitalidad en cada tiempo y lugar.

Pero a fin de extendernos más de lo debido, concluiremos con dos corolarios en torno a la categoría de la hospitalidad, uno circunscrito a las cuestiones espaciales y el otro de índole más general. En primer lugar y en relación al espacio objetivado, nos parece importante reafirmar la proposición que se enunció al principio: no cabe hablar de espacios hospitalarios o inhóspitos en sí, sino que partiendo siempre de la idea de proceso social, habrá que pensar en términos de usos y ocupaciones hospitalarias o inhóspitas del espacio urbano. Y las condiciones de posibilidad de los usos hospitalarios y protectores radican prioritariamente en la capacidad política de control que sobre su hábitat, sus lugares y sus viviendas, sobre los procesos constructivos y urbanos, tienen los habitantes y los usuarios —capacidad limitada o anulada por los obstáculos de la propiedad, la financiación, la legislación y la autorización, etc.—, que no con el diseño territorial, artístico o arquitectónico de los mismos. En materia de arte de habitar tenemos que referirnos más a las exigencias políticas que a los criterios técnicos o estéticos que recubren la lógica de la producción industrial del espacio. Pensamos que las experiencias de urbanismo anarquista o cooperativista, o lo que Colin Ward (1998) llama arquitectura postautoritaria —como las derivadas de los trabajos del arquitecto belga Lucien Kroll, las de algunas cooperativas vecinales en Liverpool y Londres, también las del arquitecto suizo Walter Segal, o las experiencias de okupación de edificios y tierras por determinados colectivos; incluso podríamos incluir aquí los esfuerzos de supervivencia de los pobladores pobres de algunas ciudades latinoamericanas estudiados por Ivan Illich, que paradójicamente serían de los pocos que ejercen y defienden aún el “privilegio” de levantar sus propias casas y barriadas—, podrían servirnos para reflexionar y profundizar sobre estas cuestiones. Al respecto, W. Segal, como recoge C. Ward en su texto (1998: 124), resume muy bien sus experiencias de construcción de viviendas para grupos desfavorecidos desde los años 70 y 80: ”Cuanto menos se intente controlar a la gente, más elementos de buena voluntad se libran.”

Por último, situándonos en un registro más general, pensamos que la hospitalidad no resuelve la distancia. Conviene no ignorar la ambigüedad sociopolítica constitutiva de la figura del huésped: la permanencia en la condición de huésped implica que su extrañeza continua en vigor de modo indefinido, a veces, imperativo, que certificamos la insularidad de su diferencia, o que lo recluimos en lo que Simmel llamaba la interinidad del llegar y el marchar; pero por otro lado, y como contrapunto, las leyes de la hospitalidad nos requieren a acoger y proteger al huésped sin despojarle de su extrañeza o exculparle de esa peculiaridad. Desde luego, la categoría de hospitalidad no puede tomarse como fórmula de inteligibilidad ni como alternativa a los dilemas planteados por la dialéctica de las desigualdades, de lo plural y lo singular o de lo propio y lo extraño. Conscientes de sus ambigüedades y asimetrías, sin embargo, no por ello es despreciable hoy, frente, por ejemplo, a las atrocidades y sinsentidos de las leyes de extranjería que suponen un menosprecio de la razón y la dignidad de los seres humanos. Pero, más aún, lo que nos interesa subrayar ahora es el valor de las formas de la relación con la especificidad de los otros o con la extrañeza —y a veces con la contrariedad— de la vida, como revelador crítico del carácter real de una sociedad. A este propósito, el tema de la hospitalidad comporta una reflexión básica sobre el vínculo social y sobre el trato que una época o una sociedad dispensa a las personas. Si el vínculo social, en cualquier sociedad, se sustenta en el reconocimiento de la limitación y la necesidad mutua —aunque desigual—, entonces pensamos que son muy oportunos los análisis de Richard Sennet (1991) que muestran cómo las verdades más inconcusas e inflexibles del actual orden social “flexible” tratan la dependencia y la indefensión como condiciones vergonzosas y vergonzantes. El capitalismo, en tanto que economía política, socava las formas de hospitalidad, en la medida en que denigra toda figura de la dependencia y la complementariedad entre individuos ante la necesidad mutua. Así pues, el principio de la hospitalidad se contrapone hoy a las diatribas sobre el “parasitismo social” que laten en el cuestionamiento de los derechos y los sistemas de protección social.

En suma, lo que tratamos de proponer no es la hospitalidad como gesto o como forma de contacto entre extraños, pues eso no sería más que un remedio pobre para situaciones sociales complejas, sino la relación de hospitalidad considerada como un vínculo que emerge en el juego de inclusión y distancia, de dependencia y sagaz silencio, de obligación y asimetría, de autonomía y mutualidad, y que vale como modelo para una estructura social que requiere estar capacitada objetivamente para establecer una sólida relación social en la que la consideración seria de las necesidades de los extraños sea posible junto a la voluntad o el interés por permanecer extraños.

1 Referencias

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Chamboredon, J. C. y Lemaire, M. (1970): Proximité spatiale et distance sociale. Les grands ensembles et leur peuplement, Revue française de sociologie, vol. 11, Paris.

De Certeau, M. (1990): L’invention du quotidien 1. Arts de faire, Paris: Gallimard.

Díaz, B. (1999): La ayuda invisible. Salir adelante en la inmigración, Bilbo: Likiniano elkartea.

Elias, N. (1965): The Established and the Outsiders, London: Sage Publications.

Mayol, P. (1990): Habiter, en Luce Girad et Pierre Mayol, L’invention du quotidien 2. Habiter, cuisiner, Paris: Gallimard, pp. 11-146.

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Schérer, R. (1993): Zeus hopitalier. Éloge de l’hospitalité, Paris: Armand Colin.

Sennett, R. (1991): La consciencia del ojo, Barcelona: Versal.

Simmel, G. (1986): Sociología. Estudios sobre la forma de socialización, vol. II, Madrid: Alianza.

Ward, C. (1998): La casa anarquista, Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, nº 34-35, Barcelona.