Hacia una redefinición de los movimientos sociales: macro-actores proxémicos

Towards a redefinition of social movements: proxemic macro-actors

  • Ignacio Mendiola Gonzalo
La conceptualización de los movimientos sociales que aquí se presenta no se establece tanto en el marco de las principales teorizaciones realizadas en torno a los movimientos sociales sino que pretende articular otro escenario teórico desde el que arrojar una nueva mirada a las prácticas de los movimientos. Así, se establecerá un recorrido construido sobre la base de tres premisas fundamentales. La primera de ellas enfatiza la dimensión paradójica de la identidad al poner de manifiesto una heterogeneidad constitutiva en toda práctica identitaria que no puede ser subsumida en una única dimensión o plano semiótico. La segunda premisa desarrolla esta dimensión paradójica de la identidad en el campo de los movimientos sociales, lo que nos lleva a formular una propuesta de definición de los movimientos sociales sobre la base de una paradoja constitutiva que pondrá en relación la teoría del actor-red con la socialidad proxémica. Por último, la reflexión analiza la forma que adquiere la (re)producción de la mencionada paradoja constitutiva, planteando que dicha (re)producción adquiere, en su desarrollo, una configuración irónica.
    Palabras clave:
  • Movimientos sociales
  • Paradoja
  • Actor-red
  • Proxemia
  • Ironía
The aim of this paper is to propose a conceptualization of social movements that is not limited to the set of theories developed in the academic scope of new social movements; on the contrary, a different theoretical scenery will be suggested in order to throw a new analytic gaze on the social practices reproduced by the, so called, new social movements. This gaze will be built on three distinct but interrelated premises. Firstly, it will be stressed the paradoxical dimension of identitarian practices and, consequently, the impossibility to define a social reality according to a single dimension. Secondly, paradoxical dimension will be taken to the scope of social movements in order to propose a definition of social movements that takes into account a constitutive paradox where a proxemic sociality and actor-network theory are put in relation. Lastly, the unfolding of such paradox is analyzed looking at its ironic style.
    Keywords:
  • Social movements
  • Paradox
  • Actor-Network
  • Proxemy
  • Irony

1 Introducción: propuestas para un nuevo escenario teórico

Definir una realidad social es construirla. Pero no es una construcción en la que la realidad analizada permanece estática, sumida en una pasividad susceptible de recibir todo tipo de definiciones. Definir una realidad social supone entablar una diálogo con aquello que pretende ser definido y, consecuentemente, tener presente en todo momento que la actividad de definir nos introduce en un proceso no tanto de construcción de un objeto por parte de un sujeto, cuanto en un proceso de co-construcción en el que sujeto y objeto interactúan y se retroalimentan (Pickering, 1995; Woolgar, 1991).

Partiendo de esta premisa epistemológica que nos aleja tanto de una epistemología clásica que ubica al sujeto en un espacio gnoseológico privilegiado, como de un constructivismo que difumina la potencialidad dinámica y creativa de lo real, pretendemos acometer un ejercicio de redefinición de una realidad social que, en términos genéricos, se ha dado en llamar movimientos sociales. En la definición no se habla tanto de lo que es, cuanto de lo que está siendo y, por ello, no buscamos esencias, rasgos intemporales que habrían de establecer qué es aquello que se define taxativamente en términos movimiento social. En este sentido, el ejercicio de definición que aquí se presenta acomete una tarea que tiene por objeto presentar unas herramientas analíticas desde las cuales repensar las prácticas sociales desencadenadas por los movimientos.

Así las cosas, lo que aquí nos ocupa es el delineamiento de los cimientos centrales de una práctica conceptualizadora que asume como requisito previo e ineludible, el hecho de que el movimiento social, lejos de ser una realidad que precede al acto de definir, constituye una realidad que emerge y deviene aprehensible en la práctica misma de la conceptualización (Melucci, 1996). La práctica conceptualizadora nombra y hace emerger la realidad del movimiento social, le confiere una entidad propia al subrayar las peculiaridades sobre las cuales cabe enunciar una supuesta diferencia que hace al movimiento distinguible de la realidad social en la que se haya inmerso.

Sin embargo, nos confrontamos a una realidad social que, lógicamente, ya ha sido definida. El estudio de los movimientos sociales ha constituido, sin duda alguna, un campo de análisis extremadamente prolífico en los últimos años dando lugar a una gran variedad de análisis teóricos e investigaciones empíricas. Transitar por un terreno que ya ha sido objeto de múltiples estudios y valoraciones teóricas de diverso signo, exige tener presente lo ya dicho y posicionarse –más allá del cansino acto ritual consistente en la exposición pretendidamente aséptica del estado de la cuestión- frente a aquellos desarrollos que nombran qué es un movimiento social y que acotan el ámbito de análisis. En este sentido, es necesario adelantar, sin más dilación, que la práctica conceptualizadora que aquí se irá desbrozando se aparta, en gran medida, de las teorizaciones ya existentes en el campo de estudio de los movimientos y que, en consecuencia, no promueve ni el desarrollo de una línea teórica ya establecida (teoría de la movilización de recursos, paradigma del proceso político o paradigma de la identidad) ni la consecución de una síntesis analítica en la que estarían recogidas las principales aportaciones de las diferentes teorizaciones.

Sin embargo, y debido a que creemos más sugerente ahondar en el propio planteamiento contenido en nuestra propuesta, el desarrollo teórico que aquí se presenta no hace un desarrollo pormenorizado de los paradigmas ya existentes, no explicita un diálogo crítico con los principales presupuestos teóricos asumidos en los intentos por acometer una síntesis entre los principales paradigmas, sino que, por el contrario, opera mediante un movimiento paralelo a través del cual la crítica se desprende, se deduce, en la exposición de otro escenario teórico. La crítica se centra así no tanto en lo ya dicho cuanto en los márgenes de aquello que no se dice, en el silencio ante temáticas centrales que, o bien no han sido nombradas, o bien no han sido analizadas con la profundidad que su importancia demanda y exige.

No obstante, y con miras a clarificar nuestro propia exposición, sí queremos apuntar, siquiera someramente en el marco de esta introducción, cuatro elementos teóricos que han atravesado las teorizaciones sobre los movimientos sociales y que, a nuestro parecer, justifican un intento de distanciamiento, un intento de promover otro escenario conceptual que no reproduzca carencias que minan la potencialidad teórica de los paradigmas existentes. El desplazamiento conceptual que promovemos arranca de la necesidad ineludible de desprendernos de las siguientes ataduras:

  1. Abandonar una lectura fuertemente racional y reflexiva de la ontología del ser social que se manifiesta tanto en la teoría de la movilización de recursos como en las distintas versiones teóricas que sobre la identidad de los movimientos sociales se han realizado. El énfasis en la reflexividad (reflejado de forma paradigmática en la ampliamente asumida teoría de los marcos cognitivos que concibe la identidad en tanto que práctica discursiva descompuesta en una taxonomía de marcos), evacua así una lectura multidimensional de lo identitario en donde habría que enfatizar su carácter práxico, dialógico y corporeizado (Haraway, 1995).
  2. Abandonar una lectura euclidiana de las redes sociales que tematiza a éstas en el espacio y en el tiempo, cancelando así una lectura topológica que ahondaría en la heterogeneidad espacio temporal que se deriva de la (re)producción dinámica de las redes (Serres, 1995).
  3. Abandonar una lógica de la difusión que introduce una lectura mecanicista de la expansión de las formas de hacer y pensar promovidas, en favor de una lógica de la traducción por medio de la cual las prácticas desencadenadas por los movimientos dan lugar a modificaciones, en mayor o menor grado, en los actantes, humanos y no humanos, implicados en la traducción (Latour, 1993).
  4. Abandonar una lectura que prioriza un enfoque societal en la que los movimientos irrumpen como elemento directriz de una metanarrativa que anuncia transformaciones macroestructurales tematizadas, en sus diferentes versiones, como la colonización del mundo de vida (Habermas), la irrupción de una sociedad postmaterialista (Inglehart), la reacción simbólica frente a la sociedad informacional (Melucci) o la reacción racional y cuasi-determinada ante las constricciones que impone una determinada estructura de oportunidad ya sea política (Tarrow, McAdam, Tilly) o cultural (Brand, McAdam). La lectura societal impediría así una lectura que ahonda en la especificidad y particularidad de las distintas prácticas sociales (Deleuze y Guattari, 1988).

La práctica conceptualizadora que aquí nos ocupa, enfatiza en oposición a estas cuatro carencias analíticas que detectamos en las teorizaciones imperantes, una concepción práxica de la identidad (frente a una lectura reflexiva) en la que se acentúa una heterogeneidad espacio-temporal (frente a una lectura euclidiana) atravesada por procesos de traducción (frente a la idea de difusión) que desencadenan reordenamientos semiótico-materiales en tiempos y espacios específicos (frente a una lectura societal). Este desplazamiento analítico, nos conducirá a un conocimiento situado (Haraway) en el que los movimiento sociales irrumpirán en tanto que entramados relacionales que problematizan el modo en que se articula una subjetividad corporeizada y mediada por relaciones de poder (Foucault, 1999). Desde nuestra perspectiva, la práctica conceptualizadora propuesta para los movimientos sociales, entronca directamente con una determinada forma de sentir y problematizar, en el sentido foucaultiano del término, la subjetivación: la miríada de dimensiones susceptibles de ser analizadas en el estudio de los movimientos sociales poseen un fondo ineludible, un sustrato irónico –como sugeriremos al final de esta reflexión- que remite a la forma política que adquiere la subjetividad.

Por ello, desde estas páginas se defenderá que hablar de movimientos sociales remite, por una parte, a un ejercicio de problematización y, por otra, al entramado relacional híbrido que se desprende de la problematización: "No se trata de buscar los orígenes, perdidos o borrados, sino de tomar las cosas allí donde nacen, en el medio, hender las cosas, hender las palabras. No buscar lo eterno, aunque se trate de la eternidad del tiempo, sino la formación de lo nuevo, la emergencia, lo que Foucault llamaba ‘la actualidad’" (Deleuze, 1996: 141). Nuestra propuesta recoge la inclinación deleuziana por lo intersticial, por las formas cambiantes del acontecer, por una comprensión nomádica de lo social que enfatizará el papel que juega la paradoja. No buscamos, en consecuencia, des-velar la identidad de los movimientos cuanto ahondar en las distintas actualidades emergentes que atraviesan y dan forma al devenir de los movimientos sociales.

Movimientos sociales y experiencia problematizadora de la subjetividad; estos son los senderos sobre los que habremos de caminar, los referentes que habremos de repensar, con la esperanza de que producto de su entrelazamiento emerja una conceptualización de los movimientos sociales que, lejos de pretenderse definitiva, tan sólo pretende establecer un escenario crítico desde el que repensar corrientes teóricas ya establecidas y promover ulteriores desarrollos teóricos y metodológicos.

Este desplazamiento analítico, que nos habrá de conducir a un escenario en el que los movimientos sociales serán nombrados en términos de macro-actores proxémicos, se realizará de forma progresiva y en él habrán de establecerse tres momentos diferenciados en la argumentación.

En el primero de ellos, plantearemos sucintamente una lectura de la identidad en términos de práctica social multidimensional enfatizando su dimensión paradójica, toda vez que la paradoja jugará un papel determinante en nuestra definición de los movimientos sociales. En segundo lugar, trasladaremos dicha argumentación al campo de los movimientos sociales proponiendo una redefinición sobre la base de una paradoja constitutiva que nos llevará a poner en relación la sociología lúdica y proxémica planteada por Simmel (1986) y Maffesoli (1990), con la teoría del actor-red (Latour, 1993, 1998; Callon y Latour, 1981; Callon, 1987; Law, 1992; Law y Hassard, 1999). Por último, abordaremos la forma que adquiere el devenir de esa paradoja constitutiva, sugiriendo que el despliegue de la paradoja constitutiva está atravesado por la ironía.

2 La identidad redefinida desde el argumento de la multiplicidad paradójica

La identidad emerge, irrumpe, acontece; y es de esto precisamente de lo que se trata, de pensar este acontecer, esta emergencia en la que visualizar el rostro de una identidad paradójica y ambivalente que nada tiene que ver con la idea de mismidad (Ricoeur). Frente a la sobrevaloración que realiza la sociología de lo racional y lo normativo en tanto que dispositivos epistémicos que sientan las bases de un sujeto coherente que actúa sobre la base de criterios racionales o normativos, la identidad como acontecer nos introduce en un escenario práxico transido de discontinuidades, de incertidumbres que se desprenden de la ausencia de un centro en el que fundamentar lo identitario. La vieja matriz epistémica articulada en torno a las nociones de origen, continuidad, centro, unidad o similitud, había clausurado toda posibilidad de pensar la identidad en tanto que práctica al arrojar a ésta a una falsa disyuntiva. O bien era la praxis la que antecedía al sujeto convirtiendo a éste en la expresión de todo un conjunto normativo-axiológico que rige los posicionamientos estructurantes en los que habita el sujeto, o bien era el propio sujeto, redefinido en tanto que proyecto reflexivo, el que antecede a la propia praxis, el que se sustrae a los posicionamientos y establece una definición atópica y racional de la situación. En ambos casos la identidad en tanto que práctica espacio-temporal, en tanto que acontecer paradójico, había quedado cancelada.

A nuestro juicio, las teorizaciones imperantes sobre la identidad en el estudio de los movimientos sociales son deudoras de una tematización de lo identitario en términos de proyecto reflexivo. El éxito de la teoría de los marcos cognitivos, convertida en un pilar central en el diseño de la síntesis teórica que habría de recoger las principales aportaciones de los distintos enfoques, deja traslucir la asunción de una identidad cimentada en la construcción reflexiva, racional, de un sujeto desprovisto de espacios, de corporalidad, en la que sentir y vivenciar los posicionamientos múltiples en los que irremediablemente se encuentra inmerso el sujeto. Esta identidad suspendida en el vacío que llena la reflexividad, ha sido la identidad criticada por un feminismo atento a la “política de la localización” (Kaplan, 1996; Braidotti, 1994; Rose, 1993), a “la topografía multidimensional de la subjetividad” (Haraway, 1995, 1999); es desde esta lectura que transmuta la idea de proyecto reflexivo en práctica problematizadora de los espacios y tiempos que se agolpan en el cambiante mapa identitario, en donde habremos de ubicarnos con el objetivo, ya explicitado, de acometer una reconceptualización de los movimientos sociales. Una reconceptualización que exige, en nuestra opinión, poner de manifiesto, siquiera sucintamente, esta ontología abigarrada de la identidad, su heterogeneidad espacio-temporal entrelazada, porque es aquí en donde emerge y se visualiza la paradoja que habremos de erigir en elemento analítico clave de nuestra conceptualización. Una paradoja silenciada por el postulado de la reflexividad.

Hay que entender literalmente a Serres cuando afirma que "no somos seres que están ahí" (1995: 177); no estamos en el tiempo (newtoniano) ni en el espacio (euclidiano), estamos en diferentes tiempos y espacios que son puestos en relación: estamos en, en el pasado, en el presente, en el futuro; conectamos lo lejano y lo próximo, el adentro y el afuera. "¿Quiénes somos? La intersección, fluctuante en función de la duración, de esta variedad, numerosa y muy singular, de géneros diferentes. No dejamos de coser y tejer nuestra propia capa de Arlequín, tan matizada y abigarrada como nuestro mapa genético" (Serres, ibídem: 200). Pensar la identidad exige abandonar toda reminiscencia de la unidad, del imaginario del centro y ahondar en la intersección aludida por Serres, en una multiplicidad que no alude en ningún caso a una falsa idea de pluralidad inconexa cuanto a un entreveramiento tensional, paradójico, de la heterogeneidad. Como bien afirma Foucault: "Esta identidad, bien débil por otra parte, que intentamos asegurar y ensamblar bajo una mascara, no es más que una parodia: el plural la habita, numerosas almas se pelan en ella; los sistemas se entrecruzan y se dominan los unos a los otros" (1992: 26).

La identidad, concebida en términos de práctica paradójica, emerge en este intersticio como efecto de los sistemas que se entrecruzan; no le alienta la ontología del ser, del fundamento atemporal cuanto la lógica de la conjunción "y" que (des)une, (des)conecta, transformando aquello que pone en relación: "El devenir y la multiplicidad son una sola y misma cosa. Una multiplicidad no se define por sus elementos, ni por un centro de unificación o de comprensión. Una multiplicidad se define por el número de sus dimensiones; no se divide, no pierde o gana ninguna dimensión sin cambiar de naturaleza" (1988: 254; subrayado de los autores). Multiplicidad rizomática inmersa en una dinamicidad irrenunciable, entramado reticular conexionante ajeno a las dicotomías reproducidas por la sociología; la identidad no se reconoce en separaciones tales como el individuo y el grupo, lo singular y lo plural, la parte y el todo (Wagner, 1991; Cooper, 1999), puesto que lo que se pierde en el curso de estas diferenciaciones es el propio recorrido intersticial de lo social en donde se ponen en relación dimensiones heterogéneas que mantienen su diferencia sin dar lugar a homogeneidades: "Ser Uno es ser autónomo, ser poderoso, ser Dios; pero ser Uno es ser una ilusión y, por lo tanto, verse envuelto en una dialéctica de apocalipsis con el otro. Más aún, ser otro es ser múltiple, sin límites claros, deshilachado, insustancia. Uno es muy poco, pero dos son demasiados" (Haraway, 1995: 33). La identidad como práctica conduce a una coalición, a una política de la relación, a un entreveramiento con el otro: ni unidad ni pluralismo, más bien una tensión irrenunciable, irreductible, una conexión contingente, un (des)hacerse con y desde el otro. En esta tensión, por medio de la cual se produce un ordenamiento (en gerundio, puesto que no se llega nunca a un orden inmutable, acabado, consumado) de lo heterogéneo, la paradoja cobra carta de naturaleza: la paradoja acompaña el acontecer de lo identitario dejando su impronta en las formas que ésta adquiere.

La paradoja es la marca que deja la heterogeneidad en su devenir organizativo y constituye, asimismo, la plasmación de la imposibilidad de definir cualquier identidad desde una única lógica que actuaría en tanto que poderoso mecanismo desvelador de esencias. No estamos, por tanto, ante una anomalía de lo social, un círculo vicioso susceptible de ser erradicado con miras a la consecución de una identidad en donde las tensiones que se establecen entre diferentes dimensiones fuesen abolidas en el marco de una confluencia semiótica aproblemática, sino ante un elemento inherente a lo social que ha de introducirse en el núcleo categorial de la sociología y cuyo olvido nos incapacita para una adecuada comprensión de los desplazamientos que desencadena la multiplicidad (Ramos, 1993). Una identidad carente de paradojas es la entelequia de una identidad homogénea. Una identidad paradójica es el correlato de las relaciones entreveradas entre los diferentes niveles constitutivos de una práctica social.

La paradoja, en la superación del estrecho marco semántico en el que le circunscribe su etimología , se revela como rasgo constitutivo de lo social ante la imposibilidad de volver a unidades ficticias o a fragmentaciones anómicas; no basta con nombrar la multidimensionalidad de lo social, recrearse en niveles diferentes, lógicas excluyentes y cacofonías insoportables, es necesario complejizar el pensamiento con el fin de adentrarnos en los mecanismos por medio de los cuales las diferentes dimensiones entran en relación; esto es, alejarnos de los sistemas jerárquicos en los que un determinado nivel impone sus directrices a los demás niveles para introducirnos en sistemas heterárquicos conformadores de “bucles extraños” en los que ningún nivel semiótico posee la capacidad para auto-otorgarse la definición de lo social (Morin). El ordenamiento que nace de las conexiones parciales por medio de las cuales se activan relaciones entre niveles semióticos diferentes sienta las bases de lo que, con Varela (1988), podríamos denominar la estructura de la paradoja. En términos de Varela, los diferentes "planos de significación" de una determinada práctica social (que en nuestro planteamiento remiten necesariamente a tiempos y espacios diversos), si bien son puestos en conexión, logran mantener en el curso de esa relación su diferencialidad. Los planos de significado se imbrican y adquieren su significación en dicha imbricación, siendo la estructura de la paradoja la emergencia semiótico-material de un entramado que se con-forma trans-formando sus elementos constituyentes.

Una vez que se ha fundamentado la centralidad que juega la dimensión paradójica en la práctica de la identidad, es necesario llevar esta reflexión al ámbito de los movimientos sociales en la medida en que nuestra propuesta de redefinición de los movimientos sociales se asienta y cobra sentido sobre la base de una paradoja constitutiva que, independientemente de la diferentes singularizaciones que adquiera en los distintos movimientos, actúa como estructura profunda que atraviesa y permea el devenir de los movimientos sociales.

3 Hacia una redefinición de los movimientos sociales: macro-actores proxémicos.

Hemos mantenido en el anterior epígrafe que estudiar una identidad no alude a una práctica de des-velamiento que nos permitiría des-cubrir lo que estaba oculto, cuanto a una práctica nómada que ahonda en las distintas actualidades emergentes. De lo que se trata a continuación, es de repensar el decurso paradójico de las actualidades emergentes en el campo de los movimientos sociales, sugiriendo que la diferencialidad de éstos irrumpe y adquiere forma en el despliegue de una paradoja constitutiva que vertebra y estructura el desarrollo de cada movimiento; entendiendo por paradoja constitutiva "un rasgo que no es transitorio, sino permanente, y que además, a pesar de la forma paradójica en la que se muestra, no es disruptivo o anómalo, sino más bien una determinación estructural profunda” (Ramos, 1994: 31). Es necesario insistir, y tener presente en todo momento, que no es tanto la propia paradoja que a continuación vamos a enunciar, cuanto el despliegue de ésta (la forma emergente que va adquiriendo), lo que habrá de conferir diferencialidad a los movimientos y que, por ello, el estudio de dicho despliegue no puede constituir una dimensión más del análisis sino que adquiere visos de incuestionable centralidad.

La paradoja se define, como ya vimos, por la puesta en relación de niveles semióticos que poseen lógicas diferentes y que dan lugar en su puesta en relación a contradicciones de orden pragmático; partiendo de esta premisa, vamos a sugerir que la base sobre la que sustentar la mencionada paradoja constitutiva de los movimientos sociales se estructura en torno a la imbricación de dos niveles que si bien son diferentes, no operan de un modo autónomo. Este doble nivel, que aunque sujeto a posteriores ramificaciones se mantiene como estructura básica, inaugura una paradoja por medio de la cual el movimiento se afirma y se niega, simultáneamente, como fin en sí mismo en el devenir de sus prácticas heterogéneas. Se afirma como fin en sí mismo en sus espacios y tiempos proxémicos, pero se niega como fin en sí mismo en su pretensión por in-formar lo social; por un lado el estar religante, por otro, el desencadenamiento de movilizaciones semióticas y materiales. Multiplicidad que preludia una paradoja fundante de trayectos sociológicos híbridos que responden a esta yuxtaposición de espacios y tiempos que se contraponen semióticamente. Es esta tensión la que habrá de erigirse en el eje que vertebre el estudio de los movimientos y que nos permita rastrear sus topologías complejas y sus pliegues temporales (Serres, 1991, 1995); abandonamos los rasgos diferenciales para centrarnos en el devenir de una tensión: analizar un movimiento social no puede ser sino analizar el despliegue de su paradoja constitutiva; dicha paradoja será nombrada en términos de macro-actor proxémico.

La teorización de esta paradoja nos lleva así a poner en conexión dos enfoques que han trabajado en registros separados; nos referimos a la teoría del actor-red (de donde extraemos, aunque modificado, el concepto de macro-actor), y la socialidad lúdica, proxémica, analizada fundamentalmente por Simmel y Maffesoli. En esta paradoja habremos de encontrar socialidades que surgen y se agotan en un presente religador cuya vivencia posee una finalidad en sí misma y, conjuntamente, socialidades que articulan redes que niegan la centralidad del presente proxémico inaugurando tramas narrativas en las que pasado y futuro devienen horizontes semióticos abiertos y entrelazados. La recurrente afirmación y negación del presente proxémico se encuentra en la base de la paradoja constitutiva.

3.1 Los movimientos sociales vistos desde la teoría del actor-red

La idoneidad de fundamentar la redefinición de los movimientos sociales sobre la teoría del actor-red se debe a que dicha teoría recoge la idea de multiplicidad en tanto que elemento central que vertebra el devenir de todo actante. El concepto de actor-red vendría a nombrar el entramado relacional que compone y en el que están inmersos los actantes. El actor-red es una red que aúna tiempos y espacios heterogéneos, una realidad dinámica, lábil, rizomática, cuya forma cambiante depende del modo en que se establecen relaciones entre los diferentes actantes que componen su red: “Un actor-red es simultáneamente un actor cuya actividad es enredar elementos heterogéneos y una red que es capaz de redefinir y transformar aquello de lo que está hecha” (Callon, 1987: 93); los actores son, por tanto, redes en un entorno enredado, configuraciones heterogéneas inmersas en heterogeneidades irreductibles.

La teoría del actor-red contiene y desarrolla el argumento de la multiplicidad ahondando en los mecanismos a través de los cuales dicha multiplicidad es entreverada y puesta en relación. Es en este punto donde la noción de traducción concebida como un "desplazamiento, deriva, invención, mediación, la creación de un lazo que no existía antes y que, hasta cierto punto, modifica dos elementos" (Latour, 1998: 254), juega un papel determinante. La traducción alude a una problematización de los entramados relacionales existentes que tiene como fin alterar los espacios y tiempos de los actantes implicados en una controversia. El actante que desencadena una problematización pretende traducir a otros actantes, esto es, transformar su práctica identitaria mediante el establecimiento de unos nuevos objetivos que harían modificar las formas de pensar y de hacer imperantes con el fin de promover una nueva definición de la realidad en la que dichos actores quedarían enrolados, lo que facilitaría una movilización conjunta, un actuar coordinado. La traducción desencadena una "movilización del mundo", una transformación semiótico-material de geometría variable. El problema siempre se suscita en la provisionalidad de la traducción misma, esto es, en la dificultad para mantener enrolados a los actores traducidos en un actuar/pensar conjunto; el actor que problematiza activa asimismo una incertidumbre insoslayable acerca del grado de incorporación de los otros a su visión de la realidad; la traducción convive con un poso de traición, de abandono, de retirada, pero también de incorporación parcial, provisional: la difusión mecanicista reproducida en las teorías de movimientos sociales se transmuta así en traducción ambivalente (Singleton y Michael, 1998; Michael, 1996).

Sobre este trasfondo teórico, el concepto de macro-actor aparece en un estudio ya clásico (Callon y Latour, 1981) acerca de la construcción de un vehículo eléctrico en Francia; pese a ser un concepto que no ha sido mantenido por los propios autores en sus posteriores escritos sí creemos que se puede retomar (y referir al ámbito de los movimientos sociales) sobre la base de una lectura crítica. El macro-actor alude a un tipo específico de actor-red que no se define ni por su tamaño ni por su complejidad intrínseca, sino por su potencialidad para activar “movilizaciones simbólicas y materiales” . Los macro-actores son ingenieros de lo heterogéneo (Law, 1986) acentrados que se expanden tejiendo lo humano y lo no humano, construyendo y alterando vínculos en controversias que esconden relaciones de poder; en definitiva, actores intersticiales cuyo poder es el de intervenir, interrumpir, interpretar, interesar (Serres). Un macro-actor es “cualquier elemento que moldea el espacio a su alrededor, hace a otros elementos depender de sí mismo y traduce su voluntad en un lenguaje propio. Un actor produce cambios en un conjunto de elementos y conceptos habitualmente empleados para descubrir los mundos sociales y naturales. Al afirmar lo que pertenece al pasado y en qué consiste el futuro, al definir lo que viene antes y lo que viene después, al construir sus “balance sheets”, al configurar cronologías, impone su espacio y su tiempo. Define el espacio y su organización, los tamaños y las medidas, los valores, las normas del juego –la misma existencia del juego” (Callon y Latour, 1981: 286).

Podríamos concluir que un macro-actor, a diferencia de otro tipo de actores-red, surge con pretensiones de alterar la realidad en la que emerge, le anima un deseo de in-formar al resto de lo social acerca de las posibilidades para desencadenar diferentes ordenamientos que transformen el régimen de relaciones vigentes. In-formar se mantiene así en su doble acepción que se refiere tanto a la publicitación de mensajes como a la potencialidad performativa de éstos: dar a conocer es (pretender) trans-formar aquello sobre lo que se habla, reorganizar sus espacios y sus tiempos y, eventualmente, pasar a ser parte fundamental en ese proceso de reorganización. Independientemente del campo de surgimiento (sociología de la ciencia y la tecnología) y aplicación del concepto (controversia en torno a un proyecto de vehículo eléctrico), creemos que es pertinente el trasvase de dicho concepto al campo de los movimientos sociales, puesto que lo que se dirime en éstos, en gran parte, no es sino una pretensión in-formativa que inquiere en los procesos de subjetivación y en la posibilidad de alteración de los mismos.

Ahora bien, la recepción que aquí establecemos de la figura del macro-actor en el ámbito de los movimientos sociales, tal y como ya habrá observado el lector, no puede ser mantenida en los mismos términos que establecieron Callon y Latour. Nuestra propuesta mantiene el concepto, pero no lo recoge en el marco teórico de los primeros escritos de la teoría del actor-red, sino en el marco de una redefinición que se aleja de una visión excesivamente racional, centrada y, en términos deleuzianos, arborescente promovida en sus primeros escritos (Lee y Brown, 1994). Se mantienen los elementos centrales: el argumento de la multiplicidad, la heterogeneidad material que introduce a lo humano y lo no humano, la lógica de la traducción en tanto que mecanismo que guía la puesta en relación de una miríada de actantes, pero se abandona una lectura unívoca de la traducción que homogeneiza al actor-red al centrarse en actores privilegiados que establecen con todo detalle las trayectorias de los otros actores.

El sustrato teórico de la teoría del actor-red mantiene su vigencia y potencialidad si se establece una doble matización que creemos a todas luces necesaria. En primer lugar, redefinir, como el propio Latour ha reconocido al hablar de una ontología del rizoma actante, el sustrato ontológico de las redes en términos de una reforma permanente (Michael, 1996) que incorpora la labilidad y contingencia de una práctica identitaria rizomática y multidimensional. En este sentido, creemos que el elemento fundamental de esta primera matización pasa por una reivindicación de la ambivalencia contenida en todo entramado relacional, en todo proceso de traducción. Tal y como afirmábamos anteriormente, la traducción convive con la traición, las incorporaciones a las problematizaciones pretendidas nunca son completas, siempre hay un resto que la traducción no asimila, un margen en el que la traducción siempre puede ponerse en entredicho. En definitiva, y como han sugerido Tirado y Domènech, la redefinición que ha experimentado la teoría del actor-red se materializa en una visión analítica que compone "relatos que hablan de actores-red con uniones inconsistentes, hablan de ambivalencia, rechazan escribir una estrategia total, globalizante y consistente que una y agrupe materiales heterogéneos en un todo. Rechazan, también, hablar de enrolamiento de agentes materiales y humanos en cadenas sólidas de traducciones (...) Toda totalidad es siempre tensión, la realidad sólo se puede implementar y describir como tensión, nunca es posible aprehenderla como un todo" (Tirado y Domènech, 1998: 41-2).

La problematización del presente, desencadenada por los movimientos sociales, siempre está haciéndose en un entramado relacional que nunca funciona como totalidad: la ambivalencia recorre la problematización, la acompaña, y afirma que las incorporaciones, las adhesiones, rara vez devienen definitivas. Lo que define a un macro-actor, en esta relectura, no es su potencialidad para convertirse en centro sino su capacidad para desencadenar inciertos procesos morfogenéticos a través de la alteración espacio temporal de las prácticas de otros actores. Un movimiento social no es centro de nada. Constituye, por el contrario, una línea de fuga, una mediación, una operación de ensamblamiento con otros actantes que inaugura otros espacios y tiempos. El devenir de un movimiento está sujeto a la mayor de las indeterminaciones; son, ciertamente, ingenieros de lo heterogéneo carentes de centro, y obligados a hacer un buen uso de la metis y del kairos (de Certeau, 1988) en la medida en que quieran seguir publicitando su proyecto de una sociedad diferente, pero su intencionalidad corporeizada (su hacer en-tensión), no puede librarse de las emergencias (no intencionadas) que se producen en su relación con los demás y que trans-forman sus expectativas.

El movimiento social como macro-actor, como línea de fuga, como ingeniero de lo heterogéneo, como ensamblador en un rizoma ambivalente; pero esta imagen resulta todavía incompleta. Es necesario introducir otro elemento descuidado por la teoría del actor-red y que remite a la socialidad de la línea de fuga, a la cotidianidad de un actante que no está en todo momento únicamente concernido con el desencadenamiento de traducciones; una socialidad que nombra un "estilo del uso" (de Certeau, 1988) que da lugar a tiempos y espacios diferentes pero no independientes a los configurados en el proceso de traducción. La socialidad del macro-actor nombra así la segunda matización que creemos irrenunciable y que nos introduce, asimismo, en la segunda dimensión sobre la que caracterizamos la paradoja constitutiva de los movimientos sociales.

3.2 Los movimientos sociales vistos desde la socialidad proxémica

Entramos, por tanto, en el segundo aspecto de la crítica a la noción de macro-actor y que reintroduce un elemento que, en nuestra propuesta, juega un papel determinante: la propia socialidad de los actores parece haberse olvidado en las conceptualizaciones de unas controversias reducidas a compulsivas relaciones de poder. Se podría decir que nada sabemos de esos actores cuando no están inmersos en sus pretensiones por traducir las estructuras de (re)producción de los otros actores con los que entran en relación. La socialidad es el gran olvido de la sociología de la traducción, la socialidad que da forma a lo cotidiano, a sus ritmos y rutinas, a sus hábitos y narraciones. La socialidad en tanto que práctica de dicha cotidianidad que imbrica distintos espacios y tiempos en un hacer que no tiene porqué estar ligado a pretensiones de transformación social y que remite a un estar con los otros sin una finalidad aparente, inaugura un interrogante sobre la socialidad específica de cada (macro) actor; no obstante, sí podemos plantear, en nuestro caso, cuál es el tipo de socialidad que mejor caracteriza a los movimientos sociales, y en este punto nos encontramos con la proxemia, con el estar religante en el que se articula un espacio-tiempo específico.

En su estudio acerca del "ethos de la comunidad" que puntúa regularmente el devenir de la modernidad con la consiguiente (re)sacralización de las relaciones sociales, Maffesoli (1990) sienta las bases de una socialidad proxémica caracterizada por el territorio y el tiempo que crea un vínculo desprovisto de toda intencionalidad que no sea la misma permanencia del "nosotros" como espacio-tiempo en el que reconocernos y fundirnos en el otro significante: "Desde esta perspectiva "formista", la comunidad se caracteriza menos por un proyecto (pro-jectum) orientado hacia el futuro que por la realización in actu de la pulsión por estar-juntos" (Maffesoli, 1990: 45). Esta pulsión se estructura en torno a un triple eje que se refiere, en primer lugar, a un sentimiento de pertenencia que trasciende al propio individuo en el marco de una relación con el otro; en segundo lugar, alude a un conjunto de valores, creencias y emociones compartidas que estructuran y dan forma al vínculo colectivo; y, por último, la pulsión se concretiza en redes informales y precarias que crean espacios grupales en donde es posible desarrollar y mantener el vínculo religante. La proxemia combina así sentimientos, valores y espacios en una relación caracterizada por "un estar juntos sin intención" que prefigura asimismo la ausencia de todo proyecto que no sea la misma perpetuación del grupo. Una socialidad lúdica en donde el mero vínculo es un fin en sí mismo y en donde el mantenimiento del citado vínculo produce un estilo que marca los límites de la diferencia (de Certeau, 1988); un estilo que contiene sus secretos, sus rituales de iniciación, su discursividad, su específica corporalidad, sus propios espacios de socialidad; y aquí deviene inevitable hacer referencia a un espacio que no ha recibido la atención que merece: el propio espacio en el que los miembros del movimiento se encuentran; espacio cuya importancia no radica en el simple hecho de que posibilita físicamente el reencuentro sino en la misma profundidad ontológica que abre en tanto que sedimento del tiempo en el que se acumulan vivencias y expectativas, espacio que nombra el pensamiento mismo de la sociedad localizado (Simmel, 1986: 731), una centralidad social que resacraliza las relaciones sociales en el espacio (Hetherington, 1998). La socialidad de la proxemia rescata la dimensión expresiva transida por un horizonte temporal que privilegia el presente en tanto que instante lleno de sentido.

La proxemia afirma el presente y confiere al movimiento un espacio-tiempo específico por medio del cual éste se afirma como fin en sí mismo; un enclave temporal que propicia un presente sin proyecto atravesado por un ritmo propio, un tiempo diferenciado con una cadencia específica que hace posibilita el encuentro y su repetición pautada. Presente sin proyecto y espacios diferenciados, estilizados, en tanto que sedimentos de un tiempo común, de una vivencia que, si bien puede no haber sido compartida, deviene compartida en la composición de un relato que unifica y crea vínculos afectivos.

3.3 Macro-actores proxémicos: el cronotopos como base de la identidad

La proxemia se contrapone a la imagen del macro-actor, constituye su antítesis, y, sin embargo, la proxemia se co-hace con el macro-actor, con sus otros tiempos y espacios. Cuando el macro-actor problematiza el contexto sobre el cual focaliza su atención recorre una multiplicidad de espacios (políticos, económicos, sociales, científicos, tecnológicos, sexuales) que no remiten directamente a los espacios proxémicos; pero, no obstante, dicha problematización emerge y adquiere sentido en la medida en que se enuncia desde la pulsión proxémica. Así, y en conjunción con el “presente sin proyecto” de la dimensión proxémica, el horizonte temporal propio del macro-actor se asemeja a lo que Luhmann denomina un futuro presente, un futuro que si bien emana desde el presente revierte sobre él en la publicitación de un proyecto que prefigura un reordenamiento del entramado relacional, simbólico y material, en el que tiene lugar la problematización; este futuro abierto establece los lindes de una trayectoria a recorrer y en cuyo propio ejercicio se transforma tanto la trayectoria como su practicante, viéndose ambos abocados a una continua refiguración sobre la base de la aparición de nuevas emergencias. Las prácticas de los movimientos en la medida en que incorporan proyectos activan profecías reflexivas que alteran con su mismo ejercicio el escenario final que se pretende conseguir (Ramos, 1993), con lo que el futuro que se pretende designa aquel futuro que, como bien expresa Luhmann (1992), no puede empezar.

La carga utópica asociada a la integración temporal que desencadena este horizonte no puede ser ya entendida desde el ordenamiento racional paroxístico promovido por las utopías clásicas, cuanto por una lectura de la utopía que se contrasta con sus presentes activando, por utilizar la terminología de Ricoeur, un "impacto semántico" desde el que poder cimentar el "proyecto imaginado de una sociedad diferente". En la brecha que atraviesa a todas las relaciones de poder y que designa una plusvalía cimentada en la diferencia que se establece "entre la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad y la creencia en esa legitimidad por parte de la ciudadanía" (Ricoeur, 1994: 56), la utopía de Ricoeur o el futuro presente de Luhmann nombran, desde planteamientos diametralmente opuestos, una temporalidad que se mide con el presente vivido anunciando sus carencias, sus posibilidades dormidas. Esta imagen del futuro interactúa ya con el presente estableciendo los ejes de un relato recurrente que articulado sobre la base de un tema directriz (sexualidades no reconocidas; explotación de la naturaleza; situación subordinada de la mujer con respecto al hombre, o de las (otras) mujeres con respecto a la mujer blanca, de clase media occidental; militarización de la sociedad), narra una y otra vez aquellos elementos que por su significatividad no pueden dejar de ser narrados, y es en esta repetición en donde nos jugamos la propia credibilidad de un relato cuya validez no se sustenta en principios normativos inquebrantables o en una adecuación aproblemática a lo realmente que ha sucedido, sino que se sustenta en su propia capacidad para mantener unidos por medio de una configuración narrada, la multiplicidad de elementos que componen una trama narrativa. Frente a "el tiempo nos dará la razón" que parece presuponer una razón de la historia que se manifestará a su debido tiempo siendo aceptada por sus coetáneos, la co-producción de una razón temporalizada que traza recorridos rizomáticos por medio de los cuales se imbrican elementos de diferente naturaleza (acontecimientos, lugares, actores, valores...), en una construcción que se ha de sustentar diacrónica y sincrónicamente.

Al afirmar que un movimiento social es un macro-actor proxémico pretendemos trasladar al mismo intento de definición la tensión que tiene lugar en el seno del movimiento; no se trata, en modo alguno, de plantear una lectura en la que estos dos momentos o tendencias fuesen fácilmente diferenciables sino de plantear, por el contrario, su superposición en unas prácticas sociales ininteligibles desde la unidimensionalidad. No estamos ante espacios proxémicos, por una parte, y macro-actores por otra; estamos ante macro-actores proxémicos, ante prácticas heterogéneas en las que se solapan tiempos y espacios diferentes que no se pueden comprender sin el flujo relacional que se desata entre los diferentes niveles de una práctica puesto que es esta relación la que define la significativad de cada dimensión. No cabe centrarse en uno de esos niveles como si aquel fuese escindible del resto, como si las partes tuvieran entidad por sí mismas al margen del entramado relacional en el que están inmersas. Es precisamente la tensión que se produce entre los diferentes niveles lo que nos permite aprehender las formas emergentes por medio de las cuales se organiza lo heterogéneo, por medio de las cuales se vivencia la paradoja.

Los macro-actores proxémicos se definen, en consecuencia, en el despliegue de su paradoja constitutiva -puesto que no es la paradoja misma lo que les define- en las topologías configuradas, en los pliegues del tiempo construidos, en el modo en que se imbrican y se co-hacen con los otros. Lo que define a cada movimiento no puede ser la paradoja enunciada (paradoja que por lo demás se manifiesta en otro tipo de grupalidades), cuanto el cronotopos mismo que emerge en el despliegue de la paradoja: los espacios y tiempos específicos que se inauguran en la vivencia de una tensión insoslayable. La paradoja actúa así como elemento desencadenante de una compleja cartografía que debe rastrearse en sus configuraciones cambiantes; esta cartografía fluctuante que conexiona la pulsión proxémica y el conjunto de traducciones ambivalentes activadas en la problematización de la experiencia, se convierte así en el trasfondo ineludible desde el cual repensar las prácticas de los movimientos sociales. En este sentido, el cronotopos en tanto que concreción de la paradoja nombra el correlato empírico en el que aprehender la forma específica de cada movimiento social.

Llegados a este punto de la argumentación, creemos necesario preguntarnos por la forma dominante que, a nuestro juicio, caracteriza al despliegue de la paradoja. Si hasta el momento hemos acentuado la dimensión paradójica de la práctica identitaria, y posteriormente el modo en que ésta se refleja en el ámbito de los movimientos sociales, el último punto de nuestra propuesta alude a la posibilidad misma de determinar una forma de hacer y pensar que englobe y de respuesta a la vivencia de la paradoja.

4 La forma del despliegue: la ironía interrogante

Al referirnos a la forma que adquiere el despliegue de la paradoja no buscamos una forma inalterable que permanecería constante más allá de las tensiones que se producen al poner en relación niveles semióticos sustancialmente diferentes; buscamos una forma de hacer (de Certeau, 1988), un proceder más que una manifestación concreta susceptible de ser aprehendida, un modo en el que se ensamblan la proxemia y el macro-actor, una actitud, un ethos que permea la problematización; una transversalidad, en definitiva, que atraviesa y confiere por su particular "síntesis de lo heterogéneo" una forma emergente sobre la que sustentar la especificidad del despliegue. En nuestra opinión, la forma que adquiere la paradoja de los macro-actores proxémicos es la ironía; ésta, en palabras de Haraway, "se ocupa de las contradicciones que, incluso dialécticamente, no dan lugar a totalidades mayores, y que surgen de la tensión inherente a mantener juntas cosas incompatibles, consideradas necesarias y verdaderas. La ironía trata del humor y la seriedad" (Haraway, 1995: 1); esta ironía que Haraway reclama como estrategia retórica y método político para su imagen del cyborg, designa el tropo que subyace a la problematización emprendida por los macro-actores proxémicos de los movimientos.

No vamos a entrar a continuación en un análisis detallado de los diferentes modos en que ha sido tematizada la ironía, tarea ésta que desbordaría con mucho el marco de este artículo; manteniendo la referencia a los movimientos sociales, tan sólo queremos hacernos eco de una diferenciación apuntada por Brown (1992). Este autor distingue entre una ironía ritualizada que sólo pone en suspenso los valores y creencias de un determinado contexto social para su posterior reforzamiento (todo cambia para que nada cambie), y una ironía dialéctica que afirma que todo valor es susceptible de ser redefinido (traducido) y, en consecuencia, abre las puertas a una exploración de los procesos constitutivos (de la subjetividad) y de la carga simbólica sedimentada en los hábitos y narraciones del presente, con lo que oscila y se despliega entre los espacios pre-dados en los que surge y la intencionalidad sinuosa desde la que se pretende narrar y mostrar la contingencia de dichos espacios: la ironía ritualizada es la ironía del orden, del control, de la geometría (el tropo que alude a la taxonomía, a la cuadrícula, a la erradicación de la ambivalencia) , mientras que la ironía dialéctica es la ironía del nómada interrogante que pretende mostrar el rostro de la geometría.

Esta ironía interrogante que reclamamos para el estudio de los movimientos sociales designa, en consecuencia, un modo específico de practicar la relación, de encararse con los espacios y tiempos que atraviesan el proceso de subjetivación problematizado por los movimientos. La ironía irrumpe en el espacio-tiempo que se da por supuesto y muestra allí, mediante su aparición fugaz, los cimientos sobre los que se levanta la "seguridad semántica" imperante (Hutcheon, 1995); la ironía, afirma Jankelevitch, es la sonrisa de la inteligencia opuesta a la credulidad absoluta, la necesaria distancia que se requiere para cuestionarse lo imperante y mostrar así su estrecha relación con una resistencia concebida como práctica ética de los códigos morales, puesto que la ironía no puede ser sino otra forma de nombrar la actitud liminal del que problematiza sus condiciones de posibilidad y toma conciencia de la necesidad para ir más allá de ella. La ironía es un modo inteligente de practicar la relación, de incidir en los ordenamientos semiótico-materiales vigentes, ejerce un modo de concebir la sucesión y la coexistencia, esto es, vuelve a narrar los pasados del presente con sus ausencias y sus presencias incómodas.

Las prácticas irónicas socavan, rompen, escinden, quiebran la costumbre y la seguridad, pero sólo para volver a unir, a vincular y entrelazar en nuevas configuraciones lo que ha quedado fragmentado: "Si la ironía desintegra y trivializa la totalidad vivida como destino, es para que, a través de una arqueología misteriosa y ajena a cualquier procedimiento mecánico, la mente vuelva a completar lo que está incompleto, vuelva a juntar lo que está desmembrado, e infunda, por último, nueva vida a los membra disjecta" (Jankelevitch, 1982: 86); escindir lo unido y unir lo escindido, este parece ser el febril destino de la ironía dialéctica. Este destino que funde negatividad y positividad en el seno de una misma práctica se aleja del "espíritu de la geometría" en lo que tiene de trazado de trayectorias por las que han de circular homogeneidades (ordenamiento de la sexualidad, de la naturaleza etc.), puesto que la ironía es aquello que indefectiblemente se escapa a los intentos de reconducirlo a los espacios estriados; opera en los trayectorias geométricas pero no se confunde con ellas, es su diferencia, el revés de la norma que muestra su contingencia, la difracción (Haraway, 1999) que rompe con el reflejo que anuncia recurrentemente lo Mismo; la ironía atrapa a su presa fugazmente y la libera mostrando su (otro) sentido: el objetivo último sería que la norma objeto de la ironía se refutase a sí misma; no es mero juego, posee un fondo que la impulsa, una intención lúdica que se adopta con total seriedad.

La ironía, carente de espacios institucionalizados, se puede reconstruir como una táctica abocada a una utilización inteligente del espacio y del tiempo (de Certeau, 1988); la inteligencia escurridiza de la metis y el momento oportuno inscrito en el kairos, aparecen entonces como elementos determinantes de una ironía nómada e interrogante convertida en huella de una resistencia, condenada a la actividad y al cuestionamiento de los procesos de subjetivación vigentes. La ironía dialéctica que aquí se defiende como ironía del macro-actor proxémico se convierte así en lo que Haraway, adoptando la imagen de Minh-ha, denomina "otro inapropiado/ble": "Ser un "otro inapropiado/ble" significa estar en una relación crítica y deconstructiva, en una (racio)nalidad difractaria más que refractaria, como formas de establecer conexiones potentes que excedan la dominación. Ser inapropiado/ble es no encajar en el taxon, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas, pero tampoco es quedar originalmente atrapado en la diferencia" (Haraway, 1999: 126).

Los hábitos y hábitats en los que se co-produce una subjetividad con resonancias geometrizantes, así como las temporalidades adscritas a ellos, constituyen, en definitiva, el espacio en el que opera la ironía, con lo que la ironía precisa, en cierta manera, de la geometría en tanto que espacio que posibilita su desenvolvimiento crítico. Y, asimismo, los trayectos descodificantes que pudiera desencadenar la ironía no pueden desprenderse ya de los posteriores intentos de recodificación a los que se ven sujetos: las líneas de fuga irónicas no son anteriores a las segmentariedades geométricas, ambas se desarrollan paralelamente y coexisten informándose en diagramas de fuerzas que nunca son enteramente ni irónicos ni geométricos; el devenir social sólo conoce heterogeneidades: "Las fugas y los movimientos moleculares no serían nada si no volvieran a pasar por las grandes organizaciones molares y no modificasen así sus segmentos, sus distribuciones binarias de sexos, de clases, de partidos" (Deleuze y Guattari, 1988: 221).

Pero es precisamente la heterogeneidad que rodea a las relaciones de poder y que se vierte en una interpenetración de lo molar y lo molecular, lo que afecta de un modo decisivo al decurso irónico de los movimientos sociales puesto que si bien éstos se entreveran con otros movimientos posibilitando una línea de fuga común, el propio entreveramiento puede dar lugar a la aparición de "líneas duras locales" que acotan el campo de lo posible y dictaminan los caminos a seguir: la reterritorialización no pasa únicamente por la redefinición de las líneas de fuga en el espacio-tiempo de la macropolítica, también puede operarse una suerte de reterritorialización a pequeña escala que afecta al propio ordenamiento del macro-actor proxémico. Este "centro de poder" (Deleuze y Guattari, 1988) que imbrica lo molar y lo molecular prefigura, en el caso de los movimientos sociales, una conjunción de relaciones que pueden llegar a diluir su componente irónico, ya sea en su vertiente caracterizada por la asunción de los procedimientos que rigen la política institucionalizada, ya sea en la aparición creciente de una estructura formal que reproduce un nuevo ordenamiento interno contrapuesto a las preocupaciones que desencadenaron la problematización del presente.

Así, lo que se dirime en este "centro de poder" heterogéneo es una aspecto crucial en el propio devenir de los movimientos puesto que estamos ante las diferentes formas en las que se institucionaliza el componente instituyente que inaugura la práctica irónica de los espacios, esos momentos en los que el proyecto que ha impulsado la problematización de la experiencia es negado en el simulacro de su realización (Lourau, 1980). Sin embargo, es preciso apuntar, con Lourau, que la institución es un proceso que si bien niega lo instituyente pretendiendo reconducirlo mediante su institucionalización, el propio carácter dialéctico del proceso impide afirmar que la institucionalización sea sinónimo de un completo abandono de aquello que había caracterizado a la ironía, pudiendo ésta ser retomada en momentos ulteriores, o adoptar formas en las que lo irónico se mantiene a pesar de haber abandonado la figura de la contrainstitución. La intrincada relación entre los tres momentos enunciados por Lourau (institución, institucionalización e instituyente), favorece la aparición de formas híbridas que no llegan a reconocerse en tanto que modelos ideales de alguno de los momentos.

Si el imaginario de la geometría es el de un hacedor de homogeneidades, un ingeniero de caminos estriados, la ironía le recuerda desde los lindes del camino la futilidad de su deseo; en ese mismo límite, donde la frontera se transmuta en espejo (Serres), la geometría puede ver su rostro más vulnerable y, con ello, su necesidad de complejizarse para dar cuenta de la diferencia: la metamorfosis se convierte así en el ropaje de la geometría, puesto que lo contrario posibilitaría que la ironía fuese el dueño de su sombra y de su claridad (Foucault, 1993). Así, la ironía sólo puede habitar fugazmente en el límite que quiere impugnar, puesto que el desvelamiento del límite va acompañado de una redefinición del mismo: el límite únicamente se deja pensar en su metamorfosis. La ironía no puede abandonar su condición nómada, su hacer propio de Sísifo; pero ello no se percibe necesariamente desde la frustración puesto que es ese hacer lo que también importa, ese mantenerse en la resistencia, en la información de lo que puede ser, en el anhelo por alcanzar un futuro que indefectiblemente se escapa. El futuro presente que no puede empezar se entrelaza así con el presente proxémico en el que se difumina la idea de futuro.

El macro-actor proxémico “materializa” su paradoja constitutiva en el despliegue irónico de unas prácticas sociales que acaso pudieran constituir la penúltima encarnación del mito de Sísifo, encaramados en una actividad constante que nunca tiene el resultado deseado. Un hacer haciendo, un resistir resistiendo, sabedores de su fugaz destino, de que a pesar del esfuerzo, la roca no será izada. Pero es precisamente el esfuerzo mismo lo que confiere sentido a una empresa siempre inconclusa, lo que posibilita el infinito regreso en busca de la roca; un regreso en el que emerge una radical toma de conciencia de la evanescencia del deseo. La vivencia del futuro pospuesto se cimienta así en un presente insatisfecho que únicamente puede reconocer el deseo consumado en la negación de aquello que impulsa al propio deseo. Por ello, la articulación de un futuro presente adquiere sentido en sí mismo, en la co-producción de las posibilidades que inaugura, en la problematización religante de un presente que transmuta la necesidad en un proceso contingente "que debe ser arreglado entre los hombres" (Camus, 1996: 328). En esta apropiación irónica del devenir, “el esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso” (ibídem: 329); sólo así podemos entender el momento en el que el macro-actor vuelve sobre los espacios proxémicos que nunca había abandonado.

5 Conclusión

Si bien el desarrollo de cada uno de los ejes analíticos mencionados en estas páginas exigiría un estudio pormenorizado, el objetivo de este artículo no ha sido otro que el de trazar los cimientos centrales de un escenario teórico que afirma la necesidad de reconceptualizar el ámbito de los movimientos sociales. Un escenario teórico que incide en la heterogeneidad de lo social, en la multiplicidad de actantes humanos y no humanos implicados en cada controversia desatada por los movimientos, en el elenco de espacios y tiempos que (re)produce toda práctica social. Una heterogeneidad irrenunciable puesto que es ésta, en el específico modo en el que ese encuentra imbricada, en el singular cronotopos que emerge progresivamente como consecuencia de unas formas de hacer y pensar colectivas, lo que sienta las bases de una diferencia a cuyo través emerge la especificidad propia de cada macro-actor proxémico. En este sentido, es obvio que las reflexiones vertidas en las páginas precedentes no componen tanto un artículo sobre movimientos sociales, cuanto sobre los, a nuestro juicio, necesarios fundamentos teóricos para repensar los movimientos sociales; un artículo, en consecuencia, sobre las condiciones de posibilidad de una práctica conceptualizadora que tiene en los movimientos sociales el referente empírico con el que dialogar.

La redefinición que se desprende de la presentación de esta práctica conceptualizadora establece así un escenario que, sobre la base de una intencionalidad corporeizada y dialógica problematizadora de la cotidianidad en la que se producen subjetividades contingentes, ahonda tanto en la socialidad específica de esa problematización como en el modo en que dicha problematización va componiendo progresivamente un trayecto sociológico que conexiona, mediante traducciones ambivalentes, actantes de diferente naturaleza. La propuesta teórica aquí esbozada construye, consecuentemente, un escenario teórico cuyos cimientos entreverados aluden a la subjetivación política, a la problematización irónica, a la socialidad proxémica y a las redes híbridas transidas de traducciones.

Un escenario que tiene que ser, necesariamente, confrontado con la realidad que nombra y construye con el fin de poner de manifiesto su potencialidad teórica y metodológica. En esta confrontación, siguiendo las premisas aquí propuestas, el movimiento social se transmuta en un macro-actor proxémico articulador de un trayecto sociológico abigarrado, lábil, de fronteras inciertas, que se ve impulsado por una paradoja constitutiva, la cual adquirirá formas cambiantes visualizables en sus cronotopos emergentes. El cronotopos, convertido en espacio-tiempo multidimensional desde el que aprehender la forma de la diferencia, nombra así el modo contingente en el que la subjetivación es mostrada en su dimensión histórica, política, contingente, y, por tanto, convertida en ámbito de experimentación irónica que en su problematización dará lugar a redes rizomáticas que se expanden componiendo una topología compleja. El macro-actor proxémico se vierte así sobre lo social, en la búsqueda de una “movilización del mundo”, impulsado, simultáneamente, por un deseo de traducción y por una pulsión proxémica.

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