Un hombre que duerme. 51 Festival Internacional de Cine de San Sebastián

A man Who sleeps. 51st San Sebastian International Film Festival

  • Ángela Bonadies

1 Un festival

La cita que abre el libro Un hombre que duerme de George Perec es la siguiente:

“No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.”

El fragmento es de Kafka y se refiere a algo muy distinto al cine, sin embargo, para mí evoca una imagen que revela la sensación de sentarnos en una sala de cine y acomodarnos en nuestra silla esperando que se apaguen las luces para recibir a ese mundo “desenmascarado” al que aludía el escritor. No siempre sucede, es cierto, y muchas veces correrá hacia ti una imagen disfrazada o tosca o boba, muy lejos de instalar en tu ojo aquel hueso de aceituna que Buñuel sabía disparar con humor negro y lejos también de la honestidad de aquel personaje de Bergman que confesaba tener la máscara cosida a su rostro. Entonces la imagen a la que alude la cita del libro de Perec pierde contenido en ese contexto y te hace reaccionar: hoy no pudo ser, lo volveré a intentar. Porque de eso se trata un festival. Y vas y te sientas día tras día hasta que un día te proyectan la historia de una niña que ha decidido dejar de hablar y quedarse sola, sentada o acostada, para sólo hablar con el “monstruo” y reconocerse ante él diciendo su nombre, representándose y recibiéndolo a sus pies. Y después te sorprendes al entender que esa historia que logró retorcerte en tu asiento como una rata de cine no es tan simple y te aclaras un poco cuando al salir te encuentras con un viejo admirador del film —que ha sabido pensarlo durante treinta años y recuerda cada fotograma— que te cuenta que Kubrick al ser entrevistado en un periódico de Londres decía que sólo recordaba una película extranjera que lo había marcado, El espíritu de la colmena de Víctor Erice, ganadora de la Concha de Oro en 1973 y película que inspiró la imagen de esta última edición del festival y que pudimos ver en una proyección especial.

2 Dos documentales

En este festival se ha levantado polémica alrededor del documental de Julio Medem titulado La pelota vasca, la piel contra la piedra. Esta polémica por un lado es muy alentadora porque “sube el volumen” de la discusión sobre los alcances del cine y sobre la importancia de la actual producción documental en España; pero por otra parte la polémica se torna frustrante ya que se limita a atacar al director, poner en discusión “su” ideología política y distanciar de manera más evidente los dos bandos. Pero lo peor es que ambos bandos se han formado menos por la película que por los comentarios de otros, otros que en algunos casos ni siquiera la han visto. Es muy simple: el amigo de mi amigo es mi amigo, el amigo de mi enemigo es mi enemigo, el enemigo de mi enemigo es mi amigo, el enemigo de mi amigo es mi enemigo. El trabalenguas ideológico se pone en marcha y casi todos —siempre hay que salvar excepciones— van a ver la película con “la idea” que ya tienen de ella y, por supuesto, salen con la misma idea, intacta.

Muy poca gente se ha detenido a hablar de las virtudes o defectos de la película, de las imágenes alegóricas, del significado esencial del título —y estribillo visual— “la pelota vasca”, deporte muy arraigado en ese espacio geográfico en el que el contrincante está a tu lado, en tu misma cancha, en tu terreno de juego, sólo que de un color distinto, y al que respondes con una dura pelota a través de una pared, la devuelves con violencia a tu propio campo, rebotándola en un plano sordo y mudo que funciona como frontera, que te limita a un juego de referencias cerradas y cruzadas, propias. La película, sin lugar a dudas, es discutible. Indudablemente se puede no estar de acuerdo con el montaje. También, sin discusión, las imágenes se exceden en la utilización de lo rural, de lo vasco vasco —parafraseando una arzalluzada excluyente por partida doble— pero, indudablemente, la intención del director era esa: enfocar lo que para él es “el problema vasco” y las señas de identidad que construyen su contexto. Muchas voces estaban invitadas a participar, los que no lo hicieron están en su derecho y de alguna manera participaron: dejaron su fantasma jugando en la cancha, sometiendo el juego a una dimensión menos contemporánea, más de los tiempos de Felipe González, como bien analizaba una amiga. Muchos de los que hablaron repitieron lo de siempre: la sarta de animaladas “atávicas” para justificar lo injustificable: la injusticia, la discriminación, el asesinato. Otros hablaron con el corazón, desde el dolor y la frustración que genera el conflicto, desde la pérdida —de un familiar, de la libertad, de la tranquilidad, del cuerpo— a cargo de ETA y de su indulgente trinchera política. Medem se expresó, a mi parecer, en la línea del diálogo, pero es indudable que él tiene su postura ante el conflicto y que quizás lo peor que ha hecho es defender lo indefendible: una equidistancia e inocencia que no tiene porqué tener.

Eso sí, quien se considere ciudadano y no “pueblo”, persona y no “engranaje colectivo” no se sentirá identificado. El montaje de la película funciona como redil y no todos nos sentimos cómodos con ese tratamiento ganadero, pero hay que aceptar que es ese sentimiento el que se respira en el conflicto y es sobre eso sobre lo que habla el documental. En el problema vasco el más excluido y el que menos eco tiene es el individuo. El joven hachebero que aún hoy vota al ilegalizado partido cree reconocer en sus consignas separatistas una casa, un txoko, como dicen. Su vida, normal o mediocre, crece con la perspectiva de un país, de una tierra que lo represente. El individuo desaparece y aparecen el paisaje, la música, la flora y la fauna. ¡Cómo si todos no tuviéramos en nuestro origen geográfico un paraje idílico, una lengua y unas tradiciones! Encuentro en el libro de Perec un párrafo que inesperadamente relata esta preocupación:

“Nunca te has interrogado seriamente sobre la anterioridad del huevo o de la gallina. Las inquietudes metafísicas no han marcado notablemente los rasgos de tu noble rostro. Pero nada queda de esa trayectoria como de flecha, de ese movimiento hacia delante en el cual se te ha invitado, desde siempre, a reconocer tu vida, es decir, su sentido, su verdad, su tensión: un pasado rico en experiencias fecundas, en lecciones bien aprendidas, en radiantes recuerdos de infancia, en espléndidos gozos campestres, en estimulantes vientos marinos, un presente denso, compacto, comprimido como un muelle, un futuro generoso, reverdeciente, airoso.(...) Y si hace falta un decorado para tu vida, no es la majestuosa explanada (generalmente una espectacular ilusión de perspectiva) donde se agitan y emprenden el vuelo los rollizos hijos de la humanidad victoriosa, sino, por más que te esfuerces, por más que todavía abrigues alguna ilusión, este estrecho camaranchón que te sirve de cuarto...”

Porque finalmente lo más difícil es arrear con uno.

Hablar del segundo documental me resulta mucho más difícil. Para ayudarme abro el periódico a ver si arroja alguna luz. Encuentro una noticia desfasada que me inspira: hace 65 años Orson Wells aterrorizó a los Estados Unidos con una lectura muy “realista” de La guerra de los mundos de Welles. Sigo leyendo y pienso. Hoy día el hiperrealismo mediático nos salva de esas sorpresas, como la de Wells & Welles, y nos condena a la guerra del mundo y a una paranoia, de alguna manera, más local, más familiar, más intestinal que galáctica. En esta especie de guerra de “andar por casa” es donde se sitúa Capturing the Friedmans de Andrew Jarecki. En la guerra donde la privacidad es violada por los pro-hombres de la moral y luego comerciada por los héroes de la comunicación.

Los Friedmans, padre e hijo menor —de tres varones— protagonizaron en los años 80, en Estados Unidos, un caso de pederastia en el que ambos fueron a prisión —el padre murió en la cárcel y el hijo salió años después— acusados de abusar de jóvenes estudiantes a los que les impartían clases privadas de informática. Andrew Jarecki, con la pericia de un auténtico maestro del retrato, hace pasar por delante de la cámara un inventario de personajes implicados: la esposa-madre de los acusados, la policía, representantes de organizaciones de control, compañeros de colegio de los Friedman, algunos de los supuestos ultrajados y sus padres. Cada uno de ellos, con sus intervenciones, representan más algún síntoma social que un personaje concreto. Ellos bien podrían ser: la vergüenza, el miedo, la dejadez, la inmadurez, la dignidad, el odio, el amor, la duda, la moral y otra vez, resumiendo: la paranoia, que recuerda una hilera de piedras de dominó a punto de derribarse una tras otra, la onda expansiva de una explosión, la ola humana en el estadio. Porque el cuerpo social, una vez develado un miedo, necesita un culpable.

A través del bestial montaje que hace Jarecki de las entrevistas obtenemos la imagen externa de la acusación, el contexto en el que las piezas empezaron a caer desde el momento en el que Friedman padre es descubierto como consumidor de pornografía infantil, gracias a un entramado oficial que violaba su privacidad. La imagen interna la completa con fragmentos de videos caseros que filmaba, incansablemente, el mayor de los hermanos, antes y durante la acusación. El padre aparece afable, con sentido del humor, excéntrico y adorable. Después, durante el juicio, se torna mudo, ausente. La madre no opone resistencia a la ola paranoica, no apoya a los acusados. El segundo hijo no participa en el documental. Con todos estos elementos el director crea un verdadero espacio tridimensional: altura familiar, anchura social y profundidad individual. La primera dimensión se viene abajo, la segunda se expande, la tercera se contrae hasta desaparecer y se reconstruye en el mayor de los hermanos: narrador, fiel al padre, fiel al hermano, detractor de la madre, coautor de la película y payaso de profesión. Esta película es —extrapolando una frase de André Bazin en ¿Qué es el cine?— “un documental sobre los rostros.” Y añadiría: sobre los rostros sociales, el último de los cuales es la risa sardónica del payaso.

3 Tres personajes

Como extrañamente suele suceder en este festival, la película que obtuvo la Concha de Oro —Schussangst de Dito Tsintsadze— nos dejó aburridos y confusos: nunca sabremos cuál es el criterio aplicado para premiar, algo así como una extraña fórmula de tener opciones y no elegir ninguna. Por el contrario y como efecto “compensatorio” suelen ser buenos indicadores otros premios —al menos en mi opinión— como el Especial del Jurado, que este año recayó en The station agent de Tom McCarthy, y el premio Fipresci otorgado a la coreana Memories of murder de Bong Joon-Ho, película que también obtuvo la Concha de Plata al mejor director. Triple aplauso para dos excelentes películas. Ambas, de tono distinto y en espacios brutalmente diferentes, tienen en común la fuerza con la que presentan a cada personaje como paisaje, como complicada geografía con capas tectónicas que nos permiten entender que un proceder tiene una conciencia profunda y una consecuencia que se transforma en la película.

Aunque con un registro totalmente diferente, los personajes de estas dos películas son como el Monsieur Hulot de Tati, que “no está nunca a la hora en ninguna parte” —como escribía Bazin. Son como aquella mujer que describe Eli Tolaretxipi en Los lazos del número: “quiere pagar, su dinero no sirve;/ llega a la frontera, no es ella la mujer del pasaporte;/ olvida los guantes en un vagón, vuelve por ellos,/no regresa.” Con esa real coherencia de no estar a tiempo, de haber perdido una pista o un tren, el detective Park Doo-man de Memories of murder falsifica pruebas para señalar homicidas falsos. Actos irresponsables que, a pesar de los golpes que a los acusados les propinan él y su compañero, no lo convierten en el malo, sino en un Park Doo-man doloroso y triste de carne y hueso, salvaje y desesperado, con relieve, al igual que Olivia Harris en The station agent, buscando incansablemente algo ya perdido. Estos personajes salen del tiempo como ese otro, Hulot, rescatado esta temporada de vacaciones y que en palabras de Bazin es “la encarnación metafísica de un desorden que se prolonga mucho tiempo después de su paso”, como Olivia y Park, con más liviandad pero igual textura.

4 Referencias

Bazin, André (2001) ¿Qué es el cine? Ediciones Rialp. Madrid.

Perec, George (1990) El hombre que duerme. Anagrama. Barcelona.

Tolaretxipi, Eli (2003) Los lazos del número. Bassarai Ediciones. Vitoria.