Athenea Digital - num. 3 primavera 2003-

La literatura, o la vida.
Encuentro con las teorías literarias del siglo xx


José Morales González

Programa de Doctorat en Psicologia social. Universitat Autònoma de Barcelona.
josemoralesgonzalez@yahoo.com

Este trabajo, pequeña colección de grandes teorías literarias, tiene un final insospechado. Esto es lo mejor de él. Aunque el final no sea feliz (no puede serlo si hay una culpable), sí es muy distinto al que yo hubiera podido imaginar cuando comenzaba. Dicen que esto es bueno.

Y no es que quien soporte leerlo hasta sus últimas páginas quede pasmado por lo que le sale al encuentro, esto ya sería demasiado bueno. Sino que todo el texto es muy otra cosa a lo que se pensaba decir sobre la literatura. Con esto no sugiero que se tuviera en claro algún destino, pues se partió como cuando se comienza a leer una novela: muchas recomendaciones, más expectativas, algunos comentarios ‘eruditos’, pero sobre todo: metido en un velo de misterio por no saber qué vendrá después (y se acaba la novela y uno termina metido en un velo de misterio por no saber qué vendrá después).

El punto es que yo quería hacer una investigación sobre literatura, mis razones tenía. Anda y léete todos los libros del apartado de la biblioteca que diga “Teoría literaria”, me dijeron. Yo apunté el dato y fui con tremenda curiosidad de ver qué es lo que se ha dicho sobre ella y conocer las formas en que ha sido pensada por su ciencia, la teoría literaria. Cuando vi aquella cantidad de libros pensé que se trataba de una broma, así que no los leí todos. Como quiera, comencé, y como suele hacerse en estos casos, comencé por el principio (lo cual, como todos sabemos, es un error).

Y es que lo primero con que me encontré fue con un grupo de críticos literarios (formalistas rusos) que decían que la literatura es pura forma, pues el contenido está sujeto a ella, y que la forma tiene, además, sus propias leyes independientes de la historia social. Cosas por el estilo. Lo que estos jóvenes afirmaban era eso, que la literatura puede ser analizada sin ningún referente externo de ella. El lenguaje de las obras literarias no es transparente, imaginaban, sino que se opaca para impedir que la vista vea algo a través de él. Así por ejemplo, el llamado arte realista no era un copia fiel de la realidad, sino un procedimiento de estilo que se adecuaba a ciertas normas que guiaban ese movimiento artístico. Se negaban pues a que la literatura fuera un producto socioeconómico o cultural, no querían reducir los estudios del arte a factores económicos o psicológicos. Se resistieron a confesarlo hasta que fueron, formalmente, pasados por las armas.

Al leer esto, pensaba entonces de qué trataban las novelas, en las cuales yo había podido penetrar en la psicología profunda de su autor, en las que yo había conocido la cosmovisión de su época y los grandes acontecimientos históricos a través de sus personajes. Porque, de hecho, eso era lo que a mí me motivaba a acercarme a la literatura, y, en ocasiones, a leerla.

A estas declaraciones puristas alguien replicó con una propuesta equilibrada: en la literatura, sí que hay algo: hay voces. Pero estas voces se deforman y se entremezclan deviniendo en lenguaje literario, dejando de ser sistemas lingüísticos cerrados. Es decir, el lenguaje se carnavaliza, los lenguajes se enmascaran. Estos discursos pierden su relación inmediata con la realidad, pero adquieren sentido y realidad plena al interior de la novela, que se puede definir como el arte de disponer en una nueva organización distintas voces. Sólo entonces éstas adquieren otro valor: las lenguas oficiales, las autorizadas, pueden llegar a ser humorísticas o señaladas como falsas. Lo que hace a la novela no es la inclusión de distintas voces, sino la manera en que son presentadas, es decir la forma (Bajtin).

O mis lecturas eran cada vez más agudas o los formalistas habían dejado mella en mi afilada interpretación. Como sea, los comentarios que iba leyendo acerca de la literatura comenzaban a producir un enrarecimiento del ambiente.

Con los estructuralistas advertí aliviado que los intentos de analizar la literatura bajo las propiedades generales del lenguaje desistieron. Los estructuralistas se fueron haciendo menos, y aceptaron que no se trataba tanto de “conocer la literatura a través del lenguaje, sino explorar la esencia del lenguaje a través de todo cuanto nos enseña la literatura”. Así, las categorías lingüísticas no pueden ser aplicables para ilustrar las rasgos generales de la literatura, pues ella tiene sus propios procedimientos. “La literatura existe en tanto que es esfuerzo para decir lo que no dice ni puede decir el lenguaje ordinario, si ella significara lo mismo que el lenguaje ordinario, la literatura no tendría razón de ser” (Todorov). La literatura hace réplicas al lenguaje y se resiste a ser vista a la luz estructuras fijas.

La literatura tiene un concepto propio de lenguaje, pero también de literatura porque ella misma es un ensayo sobre lo que la literatura es (Foucault). La cualidad distintiva de las artes, es su lectura palimpsestuosa, que consiste en hacer obras a partir de otras. La actividad artística es una relación textual, como un palimpsesto, manuscrito antiguo en el que se alcanzan a ver las huellas de una escritura anterior; el texto no oculta del todo al pasado, sino que lo deja ver explícitamente. “Si se aman de verdad los textos, se debe desear, de cuando en cuando, amar (al menos) dos a la vez”, esta perversidad mueve al arte y es lo que lo hace infinito: usar una obra de manera imprevista, indebida, no sólo leer sino rescribir la literatura (Genett). “Porque lo que está en juego en el trabajo literario es hacer del lector no ya un consumidor, sino un productor del texto”. El verdadero valor de un texto es que pueda ser reescrito (Barthes).

El texto se llegó a considerar entonces como infinitamente diferente, pues el texto no posee un significado último (autor, referente, origen), sino que es una construcción presente en la escritura abierta por la lectura. Por esto, de lo escribible de la literatura no se puede decir nada, pues no se encuentra en ninguna parte, es siempre tiempo presente, “somos nosotros en el momento de escribir”, de leer. Vista de esta forma, no sólo nace el lector, sino que aparece el texto, que su sola enunciación invita a hacer desaparecer todo posible origen; el texto resulta en acto que se agota al ser proferido, sin exigir buscar más allá de él. Sólo así son posibles las lecturas de placer, los textos de goce, en los que se trastoca los límites culturales, los fundamentos históricos (Barthes).

Mientras yo leía estas teorías entendidas en el asunto literario recordaba lo que hace algunos años me había hecho llegar a la literatura, pues me chocaban un poco las ideas que iba encontrando. El hartazgo que me produjo el academicismo de la psicología en la licenciatura tuvo como consecuencia lógica el que yo comenzara a leer algunos cuentos y novelas. Sorprendido me di cuenta que lo que estaba expresado en esos textos era la-misma-vida-misma, esa que la psicología anhela atrapar, medir y, finalmente, alterar con pastillas o consejos prácticos. Me vi fascinado por estos textos, a los que acudía entre clase y clase o en lugar de ellas. Advertí que el trabajo de los psicólogos sociales lo hacían mejor los literatos al retratar la realidad de tal modo que ahí estaba yo enfrascado. La literatura, sin quererlo (como todo lo que hace), me estaba sirviendo a mi para hacer una mordaz crítica a la psicología social cientifizoide. En aquel entonces yo entendía que la literatura no pretendía dar cuenta de la realidad de manera objetiva, y sin embargo la reproducía; la literatura no tenía por objetivo que la gente entendiera los problemas que aquejan a la sociedad para que entonces fueran mejores ciudadanos, y sin embargo... en fin, aquellas fueron reflexiones disciplinares partiendo de las cualidades narrativas de la literatura.

Dándome cuenta que andaba yo un poco melancólico, volví a mis lecturas en teoría literaria.

Lo que me estaban diciendo estos autores de teoría literaria era otra cosa. Cuál vida representada ni qué psicología expresada. A lo largo de la teoría literaria se pude seguir una línea que sugiere que la literatura es por carecer de referencia. De hecho, cualquier relato que esté desprovisto de realidades plenamente determinables peligra en devenir literario; el texto se rodea de preguntas que no se pueden contestar ciertamente por la falta de contexto (Derrida). En la literatura “no se trata de hallar si no de perderse” (Juan Gustavo Cobo Borda); la palabra poética no remite al mundo (no es mapa), en ella el mundo calla. Los seres se callan porque tienden a convertirse en palabras, porque la palabra quiere ser. “La palabra poética ya no es palabra de una persona: en ella nadie habla y lo que habla no es nadie, pero parece que la palabra sola se habla”. Así, la literatura llega cuando la tercera persona se impone a la primera; el autor está presente sólo en su ausencia, pues escribir no es la habilidad de expresarse a través de las palabras, sino de entregarse a lo desconocido (el autor pierde autoridad porque las palabras no es algo que pueda dominarse), escribir es llegar al punto donde nada se revela, al espacio de fascinación (por eso, como apuntó Leopoldo, es que los poetas tienen algo de dioses: no dicen nada y de esa nada sacan una docena de libros). En la creación literaria el recorrido no es del objeto a la obra, sino que la obra es punto de partida y ésta nunca conoce los objetos definidos. Lo único que se hace presente es el lenguaje y lo hace de manera total, ya que las palabras tienen el poder de hacer desaparecer las cosas y de aparecerlas en su ausencia por la palabra. La literatura no es verdad, es experiencia, es afirmación negativa, prueba de lo imposible (Blanchot).

En otras palabras, la literatura es la disolución de las formas constituidas de los objetos; ella cuestiona las convenciones sin pretender dictar un nuevo orden, pues la ruptura que produce en los límites es efímera. Se transgrede lo prohibido reconociéndolo como tal, por eso resulta escandalosa, y al ser inorgánica lo puede decir todo, es irresponsable. Pero esta afirmación absoluta se agota al instante de su pronunciamiento, es afirmación que se da en el límite ya que no deshace ningún fundamento, no triunfa sobre los límites que borra, no tiene que ver con lo ético: es afirmación que no afirma nada (Bataille).

Estos autores ya me habían sacando de lugar; lo que para mi antes era una convicción, ahora se volvía algo insostenible. Es que, ahora lo advertía, lo que hace valedero a la literatura no es tanto dar cuenta con gran verosimilitud de una realidad comprensible a quien la lee por gozar de convencionalidad o amplia aceptación, para eso están los libros de historia oficial, los diagnósticos psicológicos, el sermón del líder religioso o las publicaciones científicas. La literatura cobra vigor por ser tremendamente replicona a las convenciones, por ser prueba empírica de la posibilidad de lo imposible; empírica por que su evidencia es ella misma. Así como el científico se extasía en el laboratorio repitiendo el experimento una y otra vez, así también, quien lee, no se cansa de volver a aquel relato en repetidas ocasiones sin dejar de experimentar ese goce que él solo sabe tan cierto que deja de lado toda sospecha aún a pesar de que exprese una barbaridad. Pero mientras los experimentos científicos tarde o temprano llegan a falsearse, hay cierta literatura que parece no perder vigencia, su secreto es haber logrado no afirmar nada, es un secreto que confiesa no tener secreto alguno y sin embargo, “pide perdón” (Derrida). Por esto los formalistas obviaban el contenido tanto de la poesía (futurista) (que puede parecer no tan descabezado) como de la prosa de Tolstoi o Gogol (que ya semeja absurdo). Y quizá por lo mismo se prefieran ver en el arte relaciones textuales e irrespetuosas antes que imitaciones de la vida; lo que mueve a alguien a escribir una novela no es que su vida haya sido digna de ser contada (sin duda habría un número muy reducido de novelas), sino que ya leyó algunas otras. “La escuela adecuada para aprender arte no es la vida sino el arte”, escribió Oscar Wilde.

Claro que quien ejecuta el texto cree ingenuamente y con razón que tiene la última palabra y puede entonces tomar la literatura como otra cosa, como autobiografía de su autor o como documento histórico; otra suerte sería si se hubiese leído a Freud como lo lee Harlod Bloom, quien afirma que sus textos no son mas que productos de sus lecturas de Shakespeare, de ahí su frase “no se admiten lecturas freudianas de Shakespeare, pero sí lecturas shakespearianas de Freud”, y entonces lo lee como un literato: “el verdadero éxito de Freud, argumenta, es haber sido un gran escritor”, si él nace como escritor sobrevivirá seguramente a la muerte del psicoanálisis.

La lectura es quien lleva las riendas, pero el animal literario hace réplicas al jinete que en más de algún momento siente perder el control. La literatura ofrece relatos en donde la referencialidad se pone en entredicho de manera manifiesta. Quizá se necesita leer a Jonathan Potter para advertir que los textos científicos y periodísticos son una fábrica de hechos, pero no hace falta este apunte cuando se lee, por ejemplo:

Él había perdido la cabeza. Ella le entregó el corazón. Y paseaban como tantos otros. Él, incómodo con aquella víscera sangrante en las manos. Ella, ansiosa, pretendiendo adivinar su futuro en la inútil esfera degollada (“Locura de amor”, Isabel Cienfuengos).

Si alguien piensa que este texto persigue efectos de verdad es probable que esté en otro nivel de conciencia.

Cuando el lenguaje llegó a ser evaluado por su referencialidad (s. xvii), la literatura nació como tal. En ella se contiene el espíritu del lenguaje soberano, el que logra remontar su función representativa, en el que se deja en suspenso la supuesta correlación de la palabra y la cosa; y es que en la literatura no hay distinción entre lo que se lee y lo que se ve, entre lo que se relata y lo que se vive (Foucault). Quien lee o escribe se encuentra encantado por el lenguaje, pues no se llega al conocimiento de entidades. Ni siquiera al conocimiento pleno del lenguaje, pues si algo se logra en la poesía es su desinstrumentalización; a pesar de que el poeta realice un constante trabajo con las posibilidades del lenguaje lo único que consigue es volverlo extraño y misterioso ser vivo. “Todo está dispuesto para un nacimiento no para una repetición”, confiesa José Lezama Lima.

La referencialidad ocupa de alguna u otra forma a las distintas teorías literarias. Organizarlas bajo esta temática, se logra dar cuenta en este trabajo de sus distintas apreciaciones de la literatura. Así se privilegie la forma, se vean los distintos lenguajes de una sociedad devenidos en lenguajes literaturizados, se reconozca a la literatura como la reformulación de los códigos del lenguaje, se fabule que la literatura es llegar al lugar donde nada se afirma, donde los objetos pierdan su definición y los personajes su compostura, lo que se está planteando es la referencialidad rota en el discurso literario, su no correspondencia, su falta de acuerdo con la vida. Ya sea como una no correspondencia entre palabra y objeto o como un quiebre de sentido con los relatos al uso, la literatura se presenta a sí misma de forma ostentosa como un discurso no fijado. Por eso, desde hace años, se echa de menos la capacidad de concentración de los alumnos en las escuelas, quienes después se dedicaron a los estudios culturales de la literatura, donde el texto suele canjearse por el contexto (Bloom). La literatura invita a olvidar las denominaciones ordinarias de la palabra en pos de una extrañeza. De distintas formas entendida, la referencialidad se soslaya por preferencia al sentido literario.

Y es que la denotación posible en la literatura es el mundo desplegado por la obra, el cual se erige sobre la interrupción de una significación primera. Así como la metáfora alcaza su sentido metafórico sobre las ruinas de su referencia literal, así en la obra literaria el discurso despliega su denotación como de segundo rango, a favor de la suspensión de la denotación de primer rango del discurso (Ricoeur). Por esto resulta estúpido preguntar por el significado de una pintura, pero también es el caso de las novelas: Tolstoi tenía que leer penosamente toda una novela suya cuando le preguntaban qué quiso decir con ella.

Apenas se pregunta por el origen de la obra o por su acepción moral bajo algún ánimo crítico, se desvirtualiza lo que llaman la experiencia estética, que sucede por ejemplo cuando, en un juego de mesa, se siente que se está perdiendo de forma irremediable absolutamente todo aun cuando no se haya apostado absolutamente nada; o cuando se mira la película se olvida de la incomodidad de la butaca y cuando se lee la novela no se advierte que ya se perdió el tren. Estos encuentros son accidentales, pero tienen una explicación: cuando se dice: “estaba metido en la lectura” no es una triste metáfora sino una condición tan real como la frente de Moby Dick que se dirige furiosa al casco del Pequod, tan real como los muertos que habitan Comala, que regresaron por su cobija porque en el infierno les dio frío. Esta “no-distinción” entre el escenario y la vida es la que se apodera del lector arrobado por el texto olvidando así su condición cotidiana llevándolo por las posibilidades sugeridas por la obra. Embaucados por el engaño del arte, sería más sincero decir que no hay posible comparación entre el relato literario y la vida por la cualidad experimental de la lectura, pero además porque hay una transformación al interior de la obra que se resiste a comparaciones con la realidad. El arte es una construcción que existe sólo al ser representado, esto impide que sea pensado instrumentalmente, pues sólo cobra sentido en su reproducción: sólo mientras uno vive en el relato el relato es (Gadamer).

Vista así, la literatura, no ofrece muchos rendimientos para cualquier ciencia social que guste ver corroborados sus conceptos en los relatos literarios o la reproducción de grandes discursos en su interior. Si la literatura es vista como tal, de forma literal, el pesado armazón teórico de la psicología social no puede hacer otra cosa que esperar quedo a ver cómo la lectura se encuentra con situaciones que piden no ser nombradas tanto como experimentadas.

La psicología social no suele leer esa advertencia del principio “Cualquier parecido con la vida real es mera coincidencia”. El texto literario, el arte en general, parece cansado de que no se le tome como tal, a decir de las numerosas versiones que se hacen a esta advertencia. Magritte hizo de este aviso un cuadro “Esto no es una pipa, por el amor de Dios”. Pero la advertencia más violenta, y a la vez más humorística, es la de Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry Finn, que es firmada por el jefe de intendencia por orden del autor, que dice: “Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán procesadas; las que intenten encontrarle una moraleja serán desterradas; las que intenten descubrirle una trama serán fusiladas”

Ahora bien, el modo de ser de la literatura que aquí se esboza permite 1) pensar en la posibilidad de una forma de discurso que no persigue moldear un orden social toda vez que se presenta a sí mismo como una mentira manifiesta, pero que además convence de ser irrefutable: su sentido irreverente a lo constituido hace que resulte en acontecimiento, donde más que se narre algo, se vive algo. La literatura 2) sugiere una “lectura literaria” que recuerde que son posibles los relatos que logran escapar de las posibilidades gramáticas del lenguaje abriendo imposibilidades, que preste atención a los relatos no sujetos a las convenciones o exigencias para el buen entendimiento, porque en ellos el orden social no se reproduce sino que se señala como una simple convención, la cual es subestimada frente a lo extra-ordinario e incomprensible. La literatura, en fin, 3) nos invita a acércanos a las narraciones más como lectores que como investigadores, más con mirada contemplativa que analista, pues el suceso literario es un discurso del que si se sospecha, deja de ser. De por sí culpable es, mentira cínica.