Embriones, no nacidos y otras especies. una coreografía de los límites de la vida humana

Embryos, Unborns and Other Species. A Choreography of the Limits of Human Life

  • Lorena Ruiz Marcos
  • Carmen Romero Bachiller
En este trabajo nos valemos del armazón teórico del posthumanismo como herramienta para indagar en los procesos de configuración de los límites de la vida humana. Para ello dirigimos nuestra mirada hacia tres dimensiones que, a nuestro juicio, están trazando la línea que designa los inicios de la vida humana: una primera dimensión morfológica, una segunda temporal y una tercera de carácter espacial. La primera de ellas respondería a la pregunta por la forma humana, la segunda haría referencia al cuándo y la tercera dirimiría el dónde de ese comienzo. Para rastrear la forma en que operan estos tres ejes proponemos el análisis de diversos materiales, principalmente textos legales e imágenes. Se trata en definitiva de indagar en todo un cúmulo de actores -humanos y no-humanos-, prácticas, discursos y relaciones que facilitan la emergencia de lo humano como tal y que al desaparecer de la narrativa acerca de los orígenes de la vida humana hacen que lo humano sea leído como algo dado, inmediato y no problemático.
    Palabras clave:
  • Vida humana
  • Posthumanismo
  • Embrión
  • Aborto
In this article we draw upon the theoretical baggage of posthumanism as toolkit to inquire about the processes that configure the limits of human life. To do so we focus in three dimensions that, according to our analysis, are delineating the boundary which settles the initiation of human life as such: the first dimension will consider the morphological aspects, the second the temporal ones and the third the spatial aspects. The first one, morphological, will answer the question about the proper human form, the second will refer to when does that human life start, and the third will consider the where
    Keywords:
  • Human life
  • Posthumanism
  • Embryo
  • Abortion

Lo humano no es algo dado, es un efecto diferenciador del poder.

Butler, Judith, 2008.1.

Nuestro sentido de lo que es o no vida, lo que está viviendo o lo que está vivo, es a menudo lo que está precisamente en juego en la política del presente.

Rose, Nikolas, 2007, p. 48. Traducción propia.

1Introducción

Imagen

Ilustración 1

Imagen difundida en la campaña de la Conferencia Episcopal Española en contra delaborto, lanzada en marzo de 2009 bajo el lema “¡Protege mi vida!”.http://www.conferenciaepiscopal.es/actividades/2009/marzo_16.html

En marzo de 2009 la Conferencia Episcopal Española nos sorprendió lanzando a los medios de comunicación una campaña en contra de la propuesta de reforma de la ley del aborto –la actualmente vigente LO 2/2010, de 3 de marzo de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo–. En vallas publicitarias, en prensa, en folletos ampliamente distribuidos en lugares públicos aparecía de manera icónica la imagen de un bebé gateando sonriente en paralelo a la imagen de un cachorro de lince sobre el que parecían haber sellado las palabras “Lince: protegido”. Estas dos figuras estaban enmarcadas por el eslogan de la campaña, que rezaba: “¿Y yo?... ¡Protege mi vida!”. Como tercer elemento, cerraba la composición en la parte superior una sucesión de cinco imágenes que ilustraban sobre un fondo negro diferentes estadios del desarrollo embrionario y fetal: un embrión en su fase inicial formado por una pelota de células; un embrión en su estadio más avanzado –en torno a la octava semana de embarazo–; dos imágenes sucesivas de un feto encapsulado en la bolsa amniótica con el aspecto de un astronauta flotando en el espacio exterior (Haraway, Donna 1992/1999); y, finalmente, una mujer sin rostro en avanzado estado de gestación que pareciera abrazar su vientre con las manos. La campaña suscitó una enorme controversia debido a la comparación entre la protección a un animal y la supuesta desprotección de la “vida de la persona humana que va a nacer” [sic] que conllevaría la aprobación de la reforma de la ley del aborto –en ese momento, marzo de 2009, presentada como anteproyecto de ley por el gobierno socialista–. En diversos foros –medios de comunicación, redes sociales, blogs– se multiplicaron las posiciones a favor y en contra de esta campaña, promoviéndose diferentes acciones, contracampañas e intensos debates en los que qué constituye una vida humana y cuáles son los derechos a los que sería acreedora dicha vida eran los objetos centrales de disputa.

Así pues, ¿cuándo comienza y cuándo termina la vida humana?; ¿quién tiene la potestad para determinar ese origen y ese final?; ¿qué es, o qué cuenta como una vida humana?; ¿cuál es el estatuto moral que posee una vida humana?; ¿qué constituye una vida digna?; ¿cuándo y en qué condiciones alguien pasa a ser reconocido como propiamente humano? La intensidad política, el debate social y la relevancia mediática de cuestiones como el aborto, la eutanasia, la investigación con células madre embrionarias, la selección genética de embriones, la clonación o las posibilidades de desarrollar bebés medicamento o bebés a la carta, entre otras, muestran cómo los límites de la vida humana, lejos de ser algo estable, seguro y conocido, constituyen un espacio de interrogación y conflicto político y social. Un espacio fuertemente atravesado por convicciones morales e ideológicas, en el que las propias “verdades” científicas no son ajenas a las luchas políticas por dirimir los límites de lo propiamente humano.

En este artículo vamos a tratar de rastrear, en primer lugar, cómo se configura lo humano en algunos de estos discursos desde un abordaje posthumanista, interrogándonos concretamente por los límites de la vida humana en sus orígenes. Cuáles son los mecanismos que habilitan la emergencia de una vida en tanto que vida y en tanto que humana se vuelve entonces una pregunta especialmente relevante, ya que como señala Judith Butler:

el término ‘vida humana’ designa una combinación difícil de manejar, dado que lo ‘humano’ no simplemente cualifica ‘vida’, pero ‘vida’ relaciona lo humano con lo que es no-humano y vivo, estableciendo lo humano en la bruma de esa relacionalidad (2004, p. 12. Traducción propia).

En segundo lugar, analizamos discursos, imágenes, campañas publicitarias y leyes que se han venido desarrollando en los últimos años en el Estado español en torno al estatus de embriones y no nacidos en el seno de las polémicas sobre el aborto o la investigación con células madre embrionarias. Articulamos dicho análisis a través de una triple mirada: morfológica, espacial y temporal, lo que nos permite perseguir al “embrión” en sus diferentes actualizaciones. Finalmente, concluimos preguntándonos por algunas de las implicaciones que las respuestas a la pregunta sobre la humanidad del embrión puedan tener y ofreciendo una recapitulación de las potencialidades y límites del enfoque posthumanista que hemos adoptado a lo largo del trabajo. De este modo pretendemos, en un primer movimiento, dar cuenta de las configuraciones que hacen emerger lo humano en composiciones concretas de elementos heterogéneos, fijando la atención en la relacionalidad material que constituye lo humano. Para ello partiremos fundamentalmente de la movilización del embrión como objeto sociotécnico en diferentes imágenes producto de las tecnologías biomédicas. En un segundo movimiento abordamos los efectos de realidad que provoca la estabilización de una respuesta –sea ésta positiva o negativa, pero siempre precaria– a la pregunta por la humanidad del embrión. Para ello examinamos diferentes documentos legales y la forma en que delimitan diferencialmente qué puede –o no– ser reconocido como vida humana. Este doble movimiento dentro/fuera que, ora se centra en los contornos que identifican las entidades, ora se pregunta por cómo se conforman relacionalmente, se correspondería con lo que John Law y Annemarie Mol identifican con una espacialidad ígnea. Ésta nos permitiría dar cuenta de “una parpadeante relación de ausencia/presencia” (2000, p. 7) que marcaría la oscilación necesaria de una mirada que no puede situarse en dos planos al mismo tiempo, pero que da cuenta de la consistencia material de ambos. De este modo ambos autores apuntarían que:

[1] La continuidad de la forma es un efecto de la discontinuidad; (…) [2] La constancia de la presencia del objeto depende de una ausencia o alteridad simultánea; (…) [3 existe] un vínculo entre un centro singular presente y múltiples Otros ausentes (Law y Mol, 2000, p. 7. Traducción propia).

Por tanto, la presencia concreta, la continuidad –del embrión, de la vida humana– se asientan en una relacionalidad constitutiva, difuminada y finalmente olvidada: convertida en una “ausencia manifiesta” (Law, 2004, p. 84). En este caso, una primera ausencia manifiesta evidente estaría constituida por el cuerpo de la madre, un espacio necesario pero sistemáticamente ausente en los discursos sobre la vida del embrión. Pero además nos encontraríamos con una “ausencia como otredad”, esto es, como “aquellos aspectos que pese a resultar indispensables a la presencia no son o no pueden ser hechos manifiestos” (Law, 2004, p. 84). En este sentido, probablemente podemos identificar diferentes niveles de “ausencia como otredad” o de diferentes “otredades ausentes”. Desde la perspectiva posthumanista que aquí manejamos, un primer marco de “otredad ausente” habitual en las lecturas humanistas quedaría en este trabajo desplazado y reincorporado como “ausencia manifiesta”. Los objetos y elementos no-humanos, las tecnologías biomédicas de visualización –ultrasonidos, ecografías tradicionales, ecografías en tres dimensiones (3D) y cuatro dimensiones (4D)–, la fotografía o el cine, que han de articularse con el embrión para que éste se haga presente y aparezca ante nuestros ojos como entidad singular y reconocible, dejarían de identificarse como meros intermediarios para ser reconocidos como “agentes” que habilitan parcialmente al embrión como objeto sociotécnico2. En este trabajo vamos a centrarnos particularmente en este tipo de elementos, deteniéndonos a identificar la forma en que se articulan dando lugar a lo que reconocemos como “embrión”. Pero identificar este tipo de “otredad ausente” y arrastrarla al plano de la “ausencia manifiesta” no nos permite volver manifiesta toda forma de otredad. Una pretensión semejante nos introduciría en un marco donde la realidad aparecería como singular, autónoma, previa y estática, cuando nuestra mirada apuesta más bien por una ontología política asentada en una relacionalidad material múltiple, mediada, recreada, no preexistente y en perpetua transformación (Law, 2004). Por tanto, nuestro propio análisis, nuestro propio ejercicio de narración resulta situado y parcial (Haraway, 1991/1995), y no permite sino intuir algunos de los espacios de “otredad ausente” que habilitan la emergencia del embrión y la pregunta por los orígenes de la vida humana tal como aquí los desarrollamos. ¿Cuáles serían esos marcos de “otredades ausentes” que no permite enfocar la perspectiva posthumanista que aquí desarrollamos? Para empezar, y en un plano más general, tendríamos que considerar todos aquellos elementos constitutivos de nuestros propios marcos –materiales, organizativos y de sentido, sin solución de discontinuidad– que no podemos hacer presentes pero que configuran qué emerge como “real” en un momento y un tiempo concretos. En un plano más específico, otras formas de “otredad ausente” terriblemente significativas en todos los discursos movilizados en torno a la consideración o no del embrión como vida humana las constituirían, entre otras: los factores sociales que hacen que la carga de la maternidad recaiga fundamentalmente del lado de las mujeres; las condiciones socio-económicas de las mujeres embarazadas que se plantean abortar o no; los esfuerzos educativos en sexualidad, libertad sexual, salud sexual y reproductiva; o las posibilidades de negociar el uso del condón en las prácticas sexuales por parte de las mujeres y que se inscriben en pautas sociales que continúan perpetuando relaciones desiguales y heteropatriarcales entre las distintas posiciones generizadas. Son todos ellos aspectos que no podemos desarrollar aquí, pero que se erigen de diversos modos en elementos constitutivos de la forma en que se hace “presente” el embrión como objeto sociotécnico y se moviliza toda la discusión en torno a su estatus de humanidad.

Así, en este trabajo tratamos de identificar esta oscilación entre formas de ausencia y formas de presencia, sin dejar de considerar los préstamos y desplazamientos entre estos dos espacios que van a transformarlos mutuamente. De hecho, al igual que la emergencia de nuevos ensamblajes por incorporación de elementos nuevos –como puede ser la aparición de ecografías en 3D y 4D– transforman la “presencia” concreta del embrión, la propia forma en que este embrión pase o no a ser reconocido como “vida humana” transforma los ensamblajes posibles en los que se podría articular –pasando, por ejemplo, las células germinales del embrión a convertirse en nuevo material de investigación para la cura del alzhéimer–. Pero dar cuenta de esta oscilación constitutiva, de la simultaneidad del ejercicio de ausencia/presencia, se vuelve problemático por el uso de una forma narrativa que nos obliga a la secuenciación y a la sucesión lineal. Una linealidad que dificulta la aprehensión de esta composición múltiple que es el embrión y cuyo análisis aquí realizamos sin pretensión alguna de restituirle una supuesta totalidad coherente, otorgarle un cierre final o dotarle de completud alguna. Por el contrario, este análisis incide en destacar una composición inestable, heterogénea, contingente y situada, que abunda en trazos diversos no asimilables a unidad alguna, ni fundacional ni final.

2 Una aproximación a la vida humana desde el posthumanismo3

Las preguntas acerca de lo que constituye la humanidad de lo humano, o sobre lo que hace que alguien pase o no a ser reconocido como humano, son recurrentes en el ámbito de las ciencias sociales. La humanidad de los propiamente humanos está vinculada al reconocimiento de un privilegio que se entiende justificado por la diferencia transcendental, primero, entre lo “vivo” y lo “inerte” y, después, entre la “vida humana” y las “vidas no humanas” (Butler, 2004). Habitualmente la “humanidad” aparece como algo aproblemático y dado por supuesto, una especie de esencia autoconstitutiva y autoevidente. Una esencia que proporcionaría a los “humanos” el acceso a la categoría de sujetos, el reconocimiento de características como la consciencia, la volición y la intencionalidad que se entenderían como exclusivas de dicho escenario de humanidad. Esta visión, que identificaríamos fácilmente con el modelo de sujeto cartesiano capaz de alcanzar la conciencia de sí mismo mediante el uso de la razón –el famoso “Cogito, ergo sum”–, vincularía, precisamente, humanidad a ejercicio de la razón, mientras que descartaría la corporeidad vinculada a los instintos y anclada en la animalidad. Pero como hemos visto a lo largo de la historia no todos en todo momento han contado como propiamente humanos: las mujeres, las personas negras y colonizadas, los no propietarios y los iletrados, entre otros, quedaron fuera del contrato liberal que reconocía “Los derechos del hombre y del ciudadano” excluyendo a todos estos colectivos de ambas esferas –humanidad y ciudadanía–. Así pues, la propia promesa de la humanidad vinculada al reconocimiento inmediato de unos privilegios queda cercenada por sus exclusiones manifiestas y rebatida por las luchas que históricamente hemos visto articuladas en torno a la cuestión de lo “humano”.

En este contexto, abordar cómo se configura lo propiamente humano desde el posthumanismo no pretende desprenderse de lo “humano” como un significante vacío o múltiplemente contestado y debatido. Antes bien, pretende dar cuenta de las formas en que se actualizan posiciones reconocidas como propiamente humanas –o identificadas como no-humanas–. En este sentido, y según Fernando Domínguez Rubio, el posthumanismo surgiría como un intento de romper con un “humanismo axiomático” que situaría lo humano en la posición de sujeto conocedor, “como principio de inteligibilidad básico para abordar el estudio de la realidad social” (2008, p. 61), para tratar de promover un cierto “humanismo inmanente” atento a las configuraciones singulares de un ensamblaje concreto reconocido como “humano” (2008, p. 71). Para ello desprendería a lo “humano” de su pretensión de privilegio y de nítida distinción frente a lo no-humano para poner sobre la mesa cómo es a través de múltiples interacciones con no-humanos –no-humanos vivos, no-humanos inertes– que la humanidad se apuntala, consolida y estabiliza. Lo no-humano deja de aparecer como la “otredad ausente” de la “presencia” humana para convertirse en su “ausencia necesaria” –siguiendo la terminología de Law antes citada (2004, p. 84)–. Esto es, para que lo humano pase a ser identificado y reconocido requiere de su ensamblaje y su asociación con elementos no-humanos, que le habilitan como tal en su agencialidad. Pero puesto que el reconocimiento de la humanidad vincula de forma fuerte agencialidad e independencia, la imputación de humanidad presupone el desprendimiento de todos los elementos no-humanos con los que la entidad humana queda asociada, de tal modo que pasarán a ser leídos como “meras” herramientas manipuladas por una humanidad dotada de volición e intencionalidad. Como si una imagen de Gestalt se tratara, si enfocamos en la entidad “humana” y trazamos su contorno, los “no-humanos” que la habilitan y participan en su configuración quedan desenfocados y desprendidos de la figura que cobra “presencia” por su “ausencia”. Pero es una “ausencia” constitutiva que habilita lo humano de formas concretas.

Pese a todo, el lenguaje nos traiciona y pareciera que lo que estamos planteando es que lo humano requiere de lo no-humano para su existencia, pero dejando intactos y claramente marcados –como un a priori– los límites entre humanos y no-humanos. Sin embargo, como hemos señalado antes, qué cuenta como humano y cuáles son los límites de esta demarcación no deja de ser un espacio de lucha social, política y científica: las mujeres, las personas negras y colonizadas, los gays y lesbianas, las personas intersexuales, las personas trans o el movimiento de diversidad funcional han articulado sus demandas en gran medida sobre una reclamación de derechos asentada en el propio estatuto de humanidad, estatuto que, de un modo u otro, vieron contestado o cuestionado. Pero también los conflictos como el que nos ocupa sobre el estatuto del embrión y los orígenes de la vida humana –o sobre la eutanasia y el final de la vida humana–, resultan espacios ampliamente contestados donde la respuesta a qué es una vida humana no logra un reconocimiento unánime. En este sentido, la propuesta del posthumanismo plantea un giro más radical que precisamente sitúa bajo escrutinio la propia configuración de lo humano, el asentamiento de sus límites. De esta forma la humanidad de lo humano pasa a ser resultado, efecto contingente de articulaciones concretas, más que desarrollo de una esencia dada. Más aún, el reconocimiento de una entidad como humana no sólo requiere de una articulación particular de entidades diversas, sino que emerge como resultado de esa relacionalidad material. Por tanto, la imputación de humanidad o la denegación del estatus de humano no sólo depende de un determinado ensamblaje, sino de su invisibilización: ha de ser concebido, en todo caso, como mero canalizador de la agencialidad humana4.

En el caso del embrión nos encontramos con una entidad singular que es identificada como ser humano en potencia, o en desarrollo. Resulta difícil, sin embargo, pensar en un embrión en términos de independencia, volición o intencionalidad en la forma habitual en que estos términos son empleados cuando se vinculan a una entidad reconocida como humana. ¿Cómo y sobre qué términos se identifica al embrión para imputarle o negarle la categoría de vida humana? ¿Qué elementos se movilizan para identificar al embrión como entidad independiente, cuando su viabilidad depende de forma directa del mantenimiento de su vínculo y dependencia con la madre? ¿Cuáles son los ejercicios por los que se invisibilizan esos vínculos? Manteniendo este juego de “ausencia/presencia” vamos a indagar a continuación cómo se produce el embrión y cómo se dirimen los límites de lo que cuenta como vida humana en términos morfológicos, temporales y espaciales sobre el análisis de determinadas imágenes y documentos legales.

3 Configuraciones. Trazando los límites de la vida humana

En el apartado anterior hemos desplazado las entidades no-humanas del espacio de la “otredad ausente” en que se encontraban en los discursos humanistas al espacio de la “ausencia manifiesta”. En este apartado vamos a rastrear precisamente cómo se articula ese desplazamiento, esto es, las formas en que la “presencia” del embrión se apuntala sobre cierta “ausencia manifiesta” en la que se incluyen no-humanos. Para ello acudimos, en primer lugar, a documentos visuales –fundamentalmente las campañas de la Conferencia Episcopal Española en contra del aborto y de la investigación con células madre embrionarias– y, en segundo lugar, a documentos jurídicos que ofrecen respuestas disímiles a la consideración del embrión en tanto que “vida humana” –en concreto la ley 2/2010, de 3 de marzo de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, y la ley de la Generalitat Valenciana 6/2009, de 30 de junio, de Protección a la Maternidad, promulgada en gran medida como respuesta a la propuesta de la anterior–. Pero si este análisis posibilita que demos cuenta de ciertas formas de “ausencia manifiesta” –fundamentalmente no-humana– en la constitución del embrión, al tiempo va a hacer emerger ciertas discontinuidades que nos permiten intuir otras formas de otredad ausente que, si bien constitutivas y garantes del modo en que “embrión” y “vida humana” son configurados, no pueden ser aprehendidas dentro de este análisis, sino meramente apuntadas.

Tal y como vamos a desarrollar a continuación, el recurso a documentos visuales se torna central en las disputas en torno a la vida humana y sus orígenes, ocupando una especial preeminencia las imágenes del embrión. En este sentido, el embrión está adquiriendo cada vez más visibilidad, si bien es cierto que aún son las imágenes del feto y del bebé las que poseen una mayor representatividad a la hora de significar lo que entendemos por vida (Franklin, Sarah y Roberts, Celia, 2001). Probablemente esto se deba, entre otros factores, a que el embrión no apela al imaginario colectivo acerca de lo que constituye una forma humana de la manera tan directa en que lo hacen las imágenes del feto o del bebé. Aún así, es necesario matizar que el periodo embrionario transcurre desde la fecundación hasta aproximadamente la octava semana de embarazo, en que comienza el periodo fetal, y en el transcurso de esas ocho semanas el embrión presenta una morfología cambiante que progresivamente, a medida que se produce su desarrollo, se va asemejando a la reconocible como “humana”5. Por tanto, la capacidad de la imagen del embrión de ser leída como una figura humana dependerá del estadio en que se encuentre el embrión representado.

Por otro lado, se vuelve relevante, asimismo, acudir a textos y documentos legales ya que la jurisprudencia y su articulado, al establecer los requisitos concretos que han de confluir para el reconocimiento de una “vida humana”, rompen con la idea de humanidad como algo autoevidente desvelando la arbitrariedad y los conflictos en torno a dónde se delimita la frontera de lo propiamente humano, además de evidenciar las fuentes que justifican el emplazamiento y desplazamiento de dicha frontera según los casos.

3.1 El embrión a través de las imágenes: un objeto sociotécnico

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Ilustración 2

Campaña de la Conferencia Episcopal Española en contra de la investigación con células madre embrionarias, lanzada en marzo de 2005 con el lema “Todos fuimos embriones”.
http://www.conferenciaepiscopal.es/dossier/iniciativas/embriones/default.htm

Una familia compuesta por dos progenitores –hombre y mujer– y tres hijos –dos niños y una niña, de diferentes edades–, todos ellos mirando al frente mientras sonríen, se sitúa bajo la frase “Todos fuimos embriones”. El más pequeño de los hijos, un bebé varón, está sentado sobre las rodillas del padre, quien, en actitud protectora, abarca con sus brazos al resto de miembros de la familia.

Esta imagen aparece en los materiales –dípticos, carteles, folletos– que integran la campaña de la Conferencia Episcopal Española en contra de la investigación con células madre embrionarias, cuya fecha data de marzo de 2005. Bajo la instantánea de la familia se sitúa una secuencia de siete imágenes en miniatura dispuestas horizontalmente, de izquierda a derecha. En ellas se presenta la vida humana como algo inscrito en un marco de continuidad, marco bajo el cual se produce un desarrollo lineal que, comenzando en un conjunto de células, desemboca en la familia normativa que acabamos de describir –blanca, de clase media-alta, heterosexual, joven y con hijos–. Se invisibilizan así los requerimientos necesarios para efectuar el paso del embrión al feto, del feto al bebé, y del bebé a la familia, ofreciendo una narrativa de éxito que obvia la presencia de factores tales como la incertidumbre, la ambivalencia o la elección personal a lo largo del proceso “evolutivo” presentado –algunos de esos requerimientos, por ejemplo los que ha de cumplir el embrión, son, atendiendo a su nivel más material, continuar su división celular con éxito o implantarse en el útero, igualmente de forma exitosa6–.

Las dos primeras imágenes de la secuencia –presentes también en la campaña con la que abríamos este artículo– representan al embrión en sus estadios iniciales, cuando está formado por un grupo de células. En este trabajo entendemos que el embrión es un objeto sociotécnico, lo cual implica que no se trata de una mera construcción biológica y médica, sino que es un objeto cuya condición de posibilidad es la existencia de un complejo entramado de actores, prácticas y significados que también producen su materialidad y que lo sitúan en el centro de las polémicas que vamos a analizar a lo largo de las líneas que siguen.

Pero si atendemos ahora a la dimensión biológica y médica del embrión, éste aparece entonces como un organismo pluricelular resultado de la fecundación, proceso en el que óvulo y espermatozoide se fusionan dando lugar a una nueva célula con la carga cromosómica completa característica de un “humano”. La célula así formada, el cigoto, entra en un proceso de división –mitosis–, dando lugar a sucesivas células llamadas blastómeros. La particularidad del cigoto es que es una célula madre totipotente, lo cual significa que puede dar lugar a un organismo completo, mientras que la progresiva división celular hace que los blastómeros pierdan esa capacidad y se conviertan en pluripotentes, células madre embrionarias con capacidad para formar todos los tipos celulares de un organismo adulto. Por lo tanto, estas primeras imágenes podrían estar representando esa capacidad de producir la vida que tienen las células, el desarrollo potencial que dará lugar, en caso de tener éxito, a un organismo humano vivo. Las células que aparecen en estas dos imágenes poseerían entonces algo así como el misterio de la vida en su interior, serían el exponente que da testimonio del futuro desarrollo embrionario que, gracias a la continua actividad de división de las células, llegaría a producir la vida. Ahora bien, al situar al inicio de la secuencia la imagen de un embrión compuesto por dos células –recordemos, sin embargo, que en el proceso de fecundación óvulo y espermatozoide se fusionan para dar lugar a una única célula– se está no sólo realizando una reivindicación de la existencia de vida humana desde el instante de la concepción, sino que se está asimismo apelando intuitivamente al modelo de paternidad dual heterosexual representado en la imagen de la familia empleada en la campaña. Simbólicamente, las dos células se identificarían así con los dos progenitores. Aunque de todos modos, bajo la forma de una, dos o más células, estos embriones son capaces de actuar como los garantes de la vida, “de cuya continuación se hace responsable a un ‘nosotros’ global” (Duden, Barbara, 1991/1993, citado en Franklin, Sarah; Lury, Celia y Stacey, Jackie, 2000, p. 36). Las dos primeras imágenes de la secuencia nos confrontan así con la responsabilidad hacia la vida humana que puede desarrollarse a partir de esas células o que puede desbaratarse si la división celular no progresa. Pero, ¿quién es ese “nosotros”?: ¿la sociedad en su conjunto?, ¿los médicos?, ¿los científicos?, ¿los religiosos?, ¿las familias? En otras palabras, ¿a quién están interpelando estas células?

Para sentirnos interpelados por alguien primero debemos reconocer a ese alguien, y en el caso de las imágenes de las células “la razón por la cual sabemos que estamos viendo unas células reside en todas las convenciones por las cuales las ‘reconocemos’, de tal manera que aunque necesitemos que nos digan que son las células de un embrión en desarrollo, no necesitamos que nos digan que son células. […] sabemos que así es cómo son los interiores del cuerpo” (Strathern, Marilyn, 2002, p. 103. Traducción propia). Las narrativas sobre nuestros orígenes biológicos sitúan la célula como la unidad básica de la vida dentro del cuerpo materno, siendo por tanto el significante de la vida en su nivel más corporal (Franklin, Lury y Stacey, 2000). Estas narrativas, junto a la popularización de las imágenes de las células, que circulan en los medios de comunicación, en libros de texto o en revistas de divulgación científica, contribuyen a que reconozcamos las células como tales y a que nuestra mirada hacia esas dos primeras imágenes esté por tanto cargada de una forma de teoría previa que nos hace proyectar sobre dichas imágenes toda una serie de discursos sobre el valor de la vida humana, la potencia, complejidad y misterio de los procesos a través de los cuales la naturaleza crea vida o el futuro de la especie humana.

La tercera imagen de la secuencia que estamos analizando corresponde a un embrión o a un feto, no es posible determinarlo con certeza, ya que podría tratarse de un embrión en sus últimos estadios, es decir, en torno a la octava semana de embarazo. Se trate de un embrión o de un feto, la imagen muestra una figura reconocible como humana, debido a la posición en que se encuentra y a la posibilidad de ver su rostro y órganos tales como un ojo, una mano o los pies. Se efectúa así el salto del grupo de células a una figura asimilable a lo humano obviando los estadios intermedios en que el embrión no presenta esa morfología reconocible como humana de una forma tan clara y directa y dejando fuera de la narrativa por tanto la ambivalencia y el carácter construido de los referentes de lo humano, en términos en este caso morfológicos: la cara, un ojo, las manos o los pies, órganos que además han de estar diferenciados y situados en un continuo de piel que actúe como el contenedor de un único individuo. No sólo estos órganos, sino incluso también el gesto del rostro del embrión parece indicarnos su humanidad, máxime si lo comparamos con el “gesto” de las células de las dos primeras imágenes.

La posibilidad tecnológica, a la que ya nos hemos referido con anterioridad, de crear imágenes del feto en tres y cuatro dimensiones –siendo estas últimas imágenes en tiempo real– refuerza la importancia de esa gestualidad del feto en tanto que posibilita la generación de un vínculo emocional entre los padres y el futuro bebé, vínculo atravesado por genealogías y continuidades, por ejemplo en términos de reconocimiento de un cierto parecido físico entre ambos7. Por otra parte, este tipo de ecografías, al permitir ver cómo el feto se mueve o sonríe, nos remite a la adscripción de una determinada “actitud” y agencia al feto, presentándole así como un ente autónomo respecto a la madre –a pesar, paradójicamente, de la dependencia que tiene de ella– y constituyendo una especie de indicadores de lo humano que irían incluso más allá de lo morfológico, como por ejemplo la capacidad de reír –de hecho, la capacidad de reír, así como la de llorar, son objeto de debate en tanto que marcadores diferenciales entre el hombre y el resto de los animales, que se considera que no ríen ni lloran o, mejor dicho, que si lo hacen no es en relación con la expresión de una emoción–.

Los conceptos de cuerpo, persona e individualidad son cruciales para entender los términos en los que se desarrollan estas controversias. Mientras que en las imágenes del embrión formado por un conjunto de células no vemos un cuerpo, puede que en la imagen del embrión de ocho semanas sí lo hagamos, o al menos estamos ante indicios mucho más claros, mucho más reconocibles ante nuestros ojos, de lo que será un cuerpo. Marilyn Strathern (1992) señala que antropológicamente una persona no es algo que se pueda “ver”, sino que es un sujeto actuando en el contexto de una serie de relaciones y, sin embargo, en términos culturales vemos una persona cuando aparece como un individuo, y vemos un individuo cuando vemos un cuerpo. Aunque el embrión en sus estadios iniciales no posea rasgos inequívocos que nos indiquen que el cuerpo que potencialmente se va a desarrollar a partir de él será un cuerpo humano, puesto que mirando las imágenes podríamos pensar igualmente que es el embrión de un animal, el hecho de que esas imágenes se presenten formando parte de una progresión que culmina en una mujer embarazada hace que “veamos” en esas primeras imágenes el futuro cuerpo –humano– de un bebé.

La posibilidad de reconocer en la imagen del embrión algo que podamos denominar como “cuerpo” es en consecuencia central en los procesos a través de los cuales otorgamos un estatuto humano al embrión; y uno de los referentes que empleamos como guía que nos indica la humanidad de ese cuerpo es, sin duda, el rostro –no sólo su morfología, sino incluso su mera existencia8–. Judith Butler analiza la forma en que Emmanuel Levinas emplea el rostro como noción “para explicar el modo como somos interpelados moralmente, el modo como el otro nos demanda moralmente –una apelación moral que no pedimos ni somos libres de rechazar–” (2004/2006, p. 166). Y continúa apuntando que esa obligación de atender la demanda que nos formula el rostro del otro:

significa despertarse a lo que es precario de otra vida o, más bien, a la precariedad de la vida misma. [...] Debe ser una comprensión de la precariedad del Otro. Esto es lo que vuelve al rostro parte de la esfera de la ética (2004/2006, p. 169).

¿Qué nos está demandando entonces el “rostro” del embrión, en un sentido ético? ¿Que lo reconozcamos como una vida humana, como una persona, como un individuo? ¿Que le otorguemos los derechos que corresponden a aquellos que poseen dicho estatus? ¿Que protejamos el proceso de desarrollo que le llevará a convertirse en un nacido, impidiendo la interrupción de dicho proceso?

El embrión que aparece en la tercera imagen de la secuencia es especialmente sensible y frágil y está expuesto a las infecciones que pudieran alcanzarle a través de la placenta. Esta fragilidad del embrión, que en este momento de su desarrollo mide entre 13 y 17 milímetros de longitud –según el sistema de etapas de Carnegie, descrito en la nota 6–, puede ser vista como un símbolo de la fragilidad de la especie humana y como una forma de mostrar el riesgo al que está expuesta, como una manera de resaltar su vulnerabilidad y por tanto esa necesidad de protección que legitimaría el papel del científico, del religioso o del médico, en definitiva de todo aquel que mira el rostro del embrión y habla por él, otorgándose la prerrogativa de ser su portavoz. Como imagen de una vida concreta amenazada, el embrión estaría representando no obstante y al mismo tiempo la amenaza sobre la vida genérica, sobre la vida humana. Sin embargo, en la campaña de la Conferencia Episcopal en la que el lema es “¡Protege mi vida!”, la imagen empleada es la de un bebé ya nacido, situado al lado de un lince, y no la de un embrión; la vulnerabilidad del animal, que no podría “defender” sus derechos por sí mismo, se equipara así a la de “la persona humana que va a nacer”, pero quien pronuncia la frase “protege mi vida” es el bebé, esto es, se hace hablar al bebé, al ya nacido, y no al embrión –no se hace hablar a las células–. Así, se le otorga el derecho y la capacidad de hablar a alguien con un rostro cuya humanidad no sea cuestionable, un rostro que nos pueda demandar el reconocimiento con mayores garantías de éxito que aquellas con que lo harían las células o un embrión cuyo rostro –o cuerpo– no fueran “claramente” humanos.

Como hemos visto en el caso del rostro, parece que algunos órganos poseen mayor relevancia que otros a la hora de configurar nuestra percepción sobre aquello que constituye un cuerpo humano. Pero, ¿cómo adquieren esa relevancia? Cuando determinamos que los pies, el rostro o las manos son indicios de algo humano, ¿lo hacemos por contraposición a los animales? ¿A las máquinas? ¿A lo que consideramos monstruoso? ¿O simplemente a lo que llamamos “anormal”? Es decir, ¿cómo levantamos las barreras que dejan a un lado a lo humano y al otro lado a lo no-humano? La pregunta sería entonces no sólo qué nos hace humanos, sino también cómo nos hace humanos y, podríamos añadir, ante los ojos de quién.

Hasta ahora hemos resaltado cómo actúa la morfología en tanto que elemento que discrimina lo humano de lo no-humano, y es que la forma es un requisito, incluso sancionado desde esferas normativas9, para considerar dónde empieza lo humano y cómo ha de empezar. Por otra parte, ese requisito nos estaría indicando que lo humano, sea lo que sea, no es algo inmediato ni “natural”, sino que ha de responder a una serie de demandas biológicas, médicas, culturales, materiales y jurídicas para llegar a serlo: ¿podríamos entonces parafrasear a Simone de Beauvoir y decir que no se nace humano, que llega uno a serlo?

Las imágenes que aparecen en el cuarto y quinto lugar de la secuencia corresponden al periodo fetal y en ellas el feto es presentado como un ente escindido del cuerpo de la madre. Así, otra variable que está ejerciendo su influencia sobre esta definición de la forma humana es la individualidad, entendida en una doble vertiente. Por una parte, la posibilidad de obtener imágenes del feto puede ser interpretada como una separación entre éste y la mujer embarazada, lo que convertiría al feto en un segundo paciente, en un objeto clínico susceptible de ser observado y tratado (Price, Frances, 1990, citado en Strathern, 1992). Strathern, a su vez, interpreta está práctica como “una tendencia occidental a hacer explícito lo implícito. Es [una práctica] que inevitablemente supone un cambio de perspectiva” (1992, p. 51. Traducción propia). Así, la autonomía del embrión respecto al cuerpo de la madre hace que sea el embrión y no la madre el que se erige en símbolo de la vida, en poseedor de la capacidad para generar esa vida, haciéndolo además de una forma que parece independiente respecto a la presencia o ausencia de la madre. ¿En qué se ha convertido entonces la madre al quedar fuera de estas imágenes? En entorno. El cuerpo de la madre aparece como “una tecnología ‘habilitante’ o, según la formulación de Oakley, un sistema de apoyo” (Strathern, 1992, p. 49. Traducción propia). La madre es únicamente un mero recurso. La emancipación del embrión se realiza por tanto a costa del desplazamiento de la madre fuera de la imagen y de la narrativa en la que está inmersa.

Por otra parte, la individualidad también apunta al cumplimiento de las normas culturales que sancionan la condición de individuo, recogidas de forma sintética en la ecuación “una mente-un cuerpo”. El caso de los gemelos siameses es especialmente ilustrativo de este extremo, y pone de manifiesto “el gran número de formas en que la ciencia y la medicina son empleadas para mediar en las relaciones entre anatomía e identidad” (Dreger, Alice Domurat, 1998, p. 4), puesto que la tendencia mayoritaria entre la profesión médica es separar a los gemelos para cumplir así con los preceptos de lo que significa ser un individuo. Estos preceptos también están imponiendo una determinada forma de mirar al embrión, que se refuerzan con la posibilidad, como hemos señalado anteriormente, de visualizar al embrión como un ente separado del cuerpo de la madre y delimitar así sus contornos como una, y sólo una, figura, que además ha de ser humana.

La penúltima imagen de la secuencia es la fotografía de un bebé recién nacido que se encuentra durmiendo y del que únicamente podemos ver el rostro y parte de un brazo. Esta imagen es la que da sentido a las cinco instantáneas que la preceden, las del embrión y el feto en diferentes momentos de su desarrollo, siendo presentada como elemento que clausura la narrativa de linealidad que subyace a la secuencia “células-embrión-feto-bebé”. Sin esta imagen, dicha narrativa pierde su coherencia, puesto que el bebé es la culminación del proyecto que contenían las células en su interior y, de esta forma, mostrar al bebé equivale a afirmar que dicho proyecto ha sido exitoso. Quizá este sea uno de los motivos por los cuales visualmente nunca se empleen las imágenes de las células o del embrión aisladas, sino dentro de una línea de continuidad con las del feto y del bebé. La imagen del bebé también dota de una gran fuerza de interpelación a la secuencia que representa la vida humana, ya que ahora quien reclama nuestra mirada, el rostro que tenemos que confrontar, es el de alguien ante el cual experimentamos una lejanía menor que la provocada por el conjunto de células. Alguien cercano, alguien que nos afecta y por quien sentimos afecto, alguien a quien reconocemos como un igual y como plenamente humano –más aún, siguiendo la lectura de Butler sobre Levinas, podríamos decir que estaríamos ante un rostro que apelaría a nuestra solidaridad al reconocerlo –como propiamente humano– y que al tiempo mostraría al máximo su vulnerabilidad –es un bebé–. Aunque podríamos pensar que, de alguna manera, seguimos siendo, en cualquier momento de nuestro desarrollo, un conjunto de células, pero la forma “exterior” que adoptan esas células supone el elemento diferencial entre las imágenes del embrión, del feto o del bebé –a modo de ejemplo, en las 38 semanas de gestación se pasa de una única célula a trillones, con más de 200 tipos especializados, que toman la forma de un bebé en el momento del nacimiento–.

Pero quizá la clausura aún no sea definitiva, puesto que el bebé recién nacido es inscrito, mediante una última imagen, en el seno de una familia –la misma familia que aparece en la imagen central–. Si todos fuimos embriones, todos somos hoy nacidos, todos somos hoy humanos y, a través del mismo mecanismo de linealidad que nos hace pasar de embrión a –humano– nacido, pasamos de ser bebés a ser miembros no ya de una familia, sino del modelo de familia presentado en la imagen: heterosexual, blanca, acomodada, con varios hijos, etc. La perpetuación de determinados valores y la continuidad –genética, ideológica, física– entre padres e hijos se naturaliza dentro de esta narrativa que ahora lleva la linealidad desde las células hasta la familia: “células-embrión-feto-bebé-familia”.

Y es curioso constatar además cómo en la secuencia de imágenes que hemos analizado la mujer sólo aparece en esta última instantánea, y lo hace en tanto que miembro de una familia, quedando por tanto su identidad determinada por el ejercicio efectivo de su capacidad biológica para reproducirse. Quizá análogamente a lo que sucede con la individualidad, traducida a través del par “un cuerpo-una mente”, la feminidad está siendo aquí interpretada recurriendo a la equivalencia entre los términos mujer y madre. Y contrariamente a lo que ocurre con las imágenes de la mujer embarazada, de las que normalmente el rostro de la mujer es excluido –véase por ejemplo la campaña ¡Protege mi vida!, al inicio de este artículo–, en el caso de la mujer que ya es madre el rostro sí aparece, y lo hace además en toda su plenitud –es un rostro saludable, feliz–. ¿Qué sucede entonces con el rostro de la mujer embarazada para que no queramos confrontarlo? ¿Qué demandas éticas nos realiza, retomando la formulación levinasiana del rostro, para que la tendencia sea la de negarle un lugar en la narrativa sobre los orígenes y el desarrollo de la vida humana?

3.2 Definiendo contornos: el embrión en los textos legales

Esta posición controvertida de la mujer embarazada se refleja con mayor claridad en las polémicas que rodean a la legislación sobre el aborto. La ley que acaba de entrar en vigor en el Estado español, con fecha de 5 de julio, la LO 2/2010, de 3 de marzo de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, sustituye a la ley de 1985 por la cual se modificó el artículo 417 bis del Código Penal y que en consecuencia despenalizó tres supuestos de interrupción voluntaria del embarazo: violación –hasta la doceava semana de gestación–, riesgo de malformaciones en el feto –hasta la vigésimo segunda semana– y riesgo para la salud física y mental de la mujer –sin límite temporal–. La actual ley, cuya propuesta y aprobación ha sido objeto de enfrentamientos entre sectores conservadores y progresistas, está siendo actualmente revisada en el Tribunal Constitucional a causa del recurso de inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular10. Este recurso se basa, principalmente, en el argumento de que permitir abortar en las primeras catorce semanas de embarazo “sin que sea necesario para ello que concurra ninguna causa objetiva o situación característica de conflicto objetiva que permita justificar, al menos formalmente, el sacrificio de la vida humana del nasciturus11” es contrario al derecho a la vida recogido por la Constitución Española de 1978 en su artículo 15, que afirma que “todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral”; los populares consideran que la ley contradice asimismo la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 en la que se caracteriza la vida en formación como un bien jurídico protegible (TC 53/1985, aprobada el 11 de abril de 1985).

Según el texto del recurso presentado por el Partido Popular, el aborto libre dentro de las primeras catorce semanas de gestación supone que “el Estado renuncia a proteger la vida del nasciturus, y abandona su suerte a lo que decida su madre”, permitiendo “acabar con un embarazo y, por lo tanto, con la vida humana que se halla en el seno materno, por la mera voluntad de la madre” (Recurso de inconstitucionalidad nº 4523-2010, sobre la LO 2/2010). La posible discrepancia entre los intereses de la mujer embarazada y los del feto hace que ambos sean presentados como elementos antagónicos, en una continua pugna, e incluso que la madre se convierta en opositora a la vida del feto. Y precisamente por su implicación “excesiva” en este conflicto, a la mujer embarazada se le retira la posibilidad de pronunciarse sobre su resolución, ya que su visión no sería “objetiva”. Así, algunos actores, tanto humanos como no-humanos, se erigen en portavoces del feto, siendo uno de sus máximos representantes el científico. Para actuar como portavoz, éste silencia lo representado y lo separa de su entorno inmediato, presentándose a sí mismo como el único actor que habla desde la distancia necesaria para no contaminar lo representado, distancia que no existe entre el feto y la madre, cuya cercanía implicaría un sesgo, como acabamos de señalar. En palabras de Donna Haraway:

La efectividad de esa representación se basa en operaciones de distanciamiento. Lo representado debe retirarse de los nexos discursivos y no discursivos que lo rodean y lo constituyen y resituarse en el dominio autoritario del representante […] El poder de la vida y de la muerte debe delegarse a favor del ventrílocuo más epistemológicamente desinteresado […] ¿Quién, dentro del mito de la modernidad, está menos sesgado por intereses en contienda, o menos contaminado por la cercanía excesiva, que el experto, especialmente el científico? (Haraway, 1992/1999, p. 138).12

Las ecografías serían el exponente más claro en lo que a los elementos no-humanos de representación y portavocía se refiere: actúan como mecanismos en los que se asienta la individualidad y humanidad del feto al mostrarlo como algo separado de su madre y, en consecuencia, como un individuo, dotado además de ciertas características que apuntalan su condición humana –movimiento, gestualidad, sensibilidad o expresión de emociones, entre otras–. Y los religiosos y los políticos, en tanto que otros de los actores que toman la palabra por el feto en los debates sobre el aborto, hacen uso precisamente de las ecografías como estrategia discursiva para articular su postura en la polémica. Así, miembros del gobierno de la Comunidad Valenciana han anunciado recientemente que incluirán vídeos, fotografías y ecografías de fetos como parte del material informativo que, según lo establecido en la ley, se ha de proporcionar a las mujeres que deseen abortar amparándose en el supuesto de la existencia de graves anomalías en el feto. Esta medida ha suscitado nuevamente la polémica, puesto que el texto legal indica que la información que deben recibir las mujeres ha de versar sobre “los derechos, prestaciones y ayudas públicas existentes de apoyo a la autonomía de las personas con alguna discapacidad” (LO 2/2010, Preámbulo), y quienes se muestran contrarios al uso de material visual alegan que éste no cumple dicha función, sino que responde al interés de persuadir a las mujeres para que no aborten13.

Sin embargo, en la nueva ley del aborto se produce una articulación de los intereses del feto y de la madre que rompe con la imagen de antagonismo entre ambos. Este objetivo se cita explícitamente en el texto al afirmar que “la vida prenatal es un bien jurídico merecedor de protección que el legislador debe hacer eficaz, sin ignorar que la forma en que tal garantía se configure e instrumente estará siempre intermediada por la garantía de los derechos fundamentales de la mujer embarazada” (LO 2/2010, Preámbulo). Así, en caso de conflicto se realiza una ponderación entre los derechos de ambos, feto y mujer, atendiendo a cada caso concreto y con especial énfasis en “los cambios cualitativos de la vida en formación que tienen lugar durante el embarazo” (LO 2/2010, Preámbulo). Por tanto, la temporalidad juega nuevamente un papel fundamental al influir sobre la consideración de la protección que merece el feto, puesto que en función del estadio en que se encuentre, sus derechos pueden prevalecer o no respecto a los de la madre. Como ejemplo paradigmático, si una vez superadas las veintidós semanas de gestación –el límite máximo permitido para abortar– existe riesgo para la vida o la salud de la madre, se practicará un parto inducido, ya que la protección de la vida del feto, al encontrarse éste en un momento en que podría desarrollarse independientemente de la madre, se considera como un interés prioritario.

Hablar de conflicto entre los intereses y derechos de la mujer embarazada y los del feto abre un campo de interrogación sobre el valor de cada una de estas dos vidas. Y preguntarse por su valor implica a su vez considerar la protección que cada una de ellas merece –en tanto que algo valioso–. Protegemos aquello que es vulnerable, pero esta operación es imposible sin una forma previa de reconocimiento de esa vulnerabilidad –la reconocemos por ejemplo al enunciar que “el feto es vulnerable”–, y así tanto el reconocimiento como la vulnerabilidad se convierten en requisitos indispensables para crear un espacio en el que pueda emerger lo humano (Butler, 2004/2006).

Aquellos que se oponen al aborto enarbolan como argumento a favor del valor supremo de la vida del feto precisamente esa vulnerabilidad y, en consecuencia, la necesidad de protegerlo –recordemos que el lema de una de las campañas que hemos analizado en este artículo es “¡Protege mi vida!” y que este sentido de vulnerabilidad y fragilidad también se refuerza mediante el recurso a expresiones tales como “ser humano inocente” para referirse al feto dentro del marco de dichas campañas–. Pero en la nueva legislación del aborto se contrarresta esta visión al establecer que los derechos e intereses, tanto del feto como de la mujer, carecen de un valor absoluto, lo que nos remite nuevamente a la idea de la vida como algo que nunca es mera vida, que nunca es evidente, sino que siempre está atravesado por disputas políticas, éticas o científicas, una vida que es un objeto constante de definición, que se mueve precariamente en el umbral de entrada a categorías dicotómicas como lo sano y lo patológico, lo natural y lo artificial o lo humano y lo no-humano.

Por otra parte, quizá este lugar central que ocupa el feto a la hora de pensar sobre la protección y la vulnerabilidad nos impida ver que la vida es dependiente y está necesitada del vínculo con otros no sólo en sus inicios, sino que también la madre forma parte de una red de prácticas, objetos, discursos y materiales diversos que facilitan su emergencia en cuanto tal y estabilizan su identidad como “mujer embarazada”. Y la ley otorga a esta posición, la de mujer embarazada, una garantía de autonomía al reconocer que “la tutela del bien jurídico en el momento inicial de la gestación se articula a través de la voluntad de la mujer, y no contra ella” (LO 2/2010, Preámbulo). Se produce así una ruptura con la idea de portavocía, y el problema no se enmarca por tanto en términos de representación –¿quién habla por el feto?, ¿quién habla por la mujer? – sino de articulación (Haraway, 1992/1999). En este nuevo escenario podemos preguntarnos cómo se produce ese diálogo entre madre y feto, qué imaginarios, argumentos o significados son movilizados entre ambos, y dado que excede los límites de este trabajo, nos limitamos a apuntar, como propuesta de futuro análisis, los siguientes: las implicaciones afectivas y emocionales de la decisión de abortar, el lugar que ocupa el cuerpo en esta decisión, la responsabilidad hacia una vida futura o la maternidad como un momento decisivo dentro de la biografía personal.

Otro de los elementos que poseen una especial relevancia en la regulación de los supuestos que permiten la interrupción del embarazo son los límites temporales, siendo el concepto de viabilidad fetal aquel sobre el que pivota el establecimiento de dichos límites. La viabilidad fetal se considera alcanzada en torno a la vigésimo segunda semana de gestación, un hecho refrendado, según la propia ley, por el “consenso general avalado por la comunidad científica” y los “estudios de las unidades de neonatología” (LO 2/2010, Preámbulo), y constituye el momento en que el feto ya es “susceptible de vida independiente de la madre” (TC 53/1985, aprobada el 11 de abril de 1985). Se entiende por tanto que la autonomía del feto –expresada en su independencia respecto a la madre– constituye el hito que sanciona el éxito del proceso, incierto hasta entonces, del desarrollo primero embrionario y posteriormente fetal. A partir de este momento la interrupción del embarazo es permitida sólo en dos supuestos: “cuando se detecten anomalías fetales incompatibles con la vida” o “cuando se detecte en el feto una enfermedad extremadamente grave e incurable en el momento del diagnóstico” (LO 2/2010, Título II, Capítulo I, Artículo 15). Por tanto, la incompatibilidad con la vida también está siendo configurada en términos temporales, puesto que se trata de una incompatibilidad con la vida presente –las anomalías que presenta el feto– o bien con la vida futura –la enfermedad con la que tendría que vivir el feto una vez que hubiese nacido–. Dónde situar el umbral de aquello que consideramos como “extremadamente grave” o no deseable y de aquello con lo que aceptamos que es posible vivir se torna así objeto de debate, especialmente en relación a conceptos como la discapacidad, la calidad de vida o la dignidad de una vida humana. Nikolas Rose habla de la biopolítica actual como un terreno atravesado por “elecciones, juicios, valores y esperanzas sobre la propia vida” (2007, p. 51. Traducción propia), y en este sentido la interrupción del embarazo puede ser vista como una de tantas situaciones en las que el ciudadano actual tiene que tomar decisiones sobre su propia vida biológica, considerando además implícitamente en esas decisiones “el valor diferencial de las diversas formas de vida posibles” (Rose, 2007, p. 50. Traducción propia).

Pero los límites temporales dentro de los cuales es permitido el aborto son cuestionados, a pesar de la presentación de sus credenciales científicas en la ley, por parte de sectores como los denominados “grupos provida”, los cuales hacen acopio de argumentos que, aparte de la referencia a la morfología o a la viabilidad fetal, invocan la capacidad del feto de sentir dolor antes de las veintidós semanas, justificando de esta manera la necesidad de reducir dicho límite temporal, puesto que el feto sufriría en caso de producirse un aborto. Nuevamente, al igual que sucedía con el embrión, se recurre a determinadas características que estarían configurando al feto como humano, en este caso la capacidad de sufrir. La idea del sujeto autónomo e individual, que traza una silueta de lo humano con fuertes reminiscencias del sujeto postulado por el liberalismo, aquel desligado de todo vínculo, se ve en este caso ampliada curiosamente con la noción de un sujeto encarnado, en el que las sensaciones que pasan por el cuerpo también estarían determinando su humanidad.

Debido a los límites temporales que se hacen relevantes para determinar cuándo es posible y cuándo no es posible interrumpir el embarazo, situados en las catorce y las veintidós semanas de gestación –en función de cada supuesto–, en las polémicas en torno al aborto es el feto y no ya el embrión el objeto que está situado en el centro de los textos legales, los discursos, las prácticas, las noticias periodísticas, etc.14 Para habitar en esta multiplicidad de espacios, el feto es trasladado de uno a otro mediante elementos como las imágenes, que lo desplazan por ejemplo del laboratorio a las salas donde se reúnen los legisladores. Así, la espacialidad también incide en la forma en que la vida humana es mirada, configurada y actuada en sus orígenes. Acudiendo nuevamente al sociólogo británico Nikolas Rose, es posible afirmar que “una gran cantidad de entidades ocupan una zona de transición en la que aquello que precisamente se dirime es si constituyen una vida o no” (2007, p. 48. Traducción propia). Entre ellas podríamos citar a embriones y a fetos, cuya presencia en estos espacios de frontera entre la vida y la no-vida supone que su consideración como vida humana es un objeto de polémica sometido a la mirada de múltiples actores: los científicos, los políticos, las parejas que se someten a tratamientos reproductivos, las mujeres embarazadas, los médicos, el propio embrión y el feto, las células, etc.

Si analizamos ahora otro texto legal, la ley de la Generalitat Valenciana 6/2009, de 30 de junio, de Protección a la Maternidad, promulgada por el gobierno de Francisco Camps, vemos cómo el embrión recupera su posición central. Sin embargo, a lo largo del texto no se emplea en ningún momento la palabra “embrión”, sino que la expresión elegida es “vida en formación”; la consecución del propósito de la ley, la protección y atención social a la maternidad, se persigue, entre otras medidas, mediante la protección del “derecho a la vida en formación”. Pero al hablar de derechos, ¿puede una célula –el cigoto resultante de la fecundación– tener derechos?, ¿puede la “vida en formación” tenerlos? El uso de la expresión “vida en formación” resulta fundamental, puesto que apela con mayor fuerza a la humanidad del embrión que la propia palabra “embrión”, logrando además remitir a la interrelación entre vida y derechos al movilizar la asociación entre ambos términos mediante la fórmula “derecho a la vida”. Así, la argumentación que subyace a esta fórmula sería que donde hay vida, habría derechos –derecho a la propia vida, a su protección–, independientemente de que esa vida esté expresada en la forma de una única célula.

En el articulado de esta ley el embrión es equiparado a un ya nacido “desde el momento de la fecundación”, siendo la redacción concreta la siguiente: “se computará que la unidad familiar de la que forme parte la mujer embarazada está integrada por uno o más miembros adicionales desde el momento de la fecundación, dependiendo del número de hijos que espere” (ley 6/2009, de la Generalitat Valenciana, Capítulo III, Sección 2ª, Artículo 21). En este caso no son la morfología ni la espacialidad sino la dimensión temporal la que está delimitando los orígenes de la vida humana, ya que la fecundación marca el hito temporal a partir del cual el embrión pasa a ser sinónimo de persona y ciudadano, motivo por el cual se le otorgan en la ley determinados derechos, en concreto en la prestación de ayudas sociales –por ejemplo en el acceso a la educación o la vivienda–. El texto no indica qué sucedería si el embrión no llegara a nacer, es decir, si por algún motivo el embarazo se viese interrumpido; tampoco aclara si es posible considerar como ya nacidos a todos los embriones que puedan llegar a implantarse en el útero en un tratamiento de reproducción asistida –actualmente la ley permite transferir un máximo de tres embriones en cada ciclo reproductivo15–. Lo que sí establece la ley es que para solicitar las ayudas la mujer debe acreditar su embarazo mediante un certificado médico, lo cual contradice el punto de la misma ley en el que se considera al embrión como un nacido desde el momento de la fecundación, y por tanto acreedor de las ayudas desde dicho momento, sin necesidad de esperar a que el embarazo sea efectivo. Y es que para que el embarazo sea efectivo se requiere que el embrión se haya anclado con éxito en el útero y, en el caso de una reproducción asistida, que haya sido previamente transferido al útero materno, procesos que ocurren con posterioridad a la fecundación. Lo que puede estar sucediendo entonces es que el legislador presume que la reproducción es “natural”, es decir, no asistida, y que por tanto la fecundación se produce dentro del cuerpo de la mujer, proyectando además una continuidad entre la fecundación y el anclaje del embrión en el útero, es decir, una linealidad entre fecundación y embarazo efectivo.

A la dimensión temporal contemplada en la primera consideración del embrión como ya nacido –“desde el momento de la fecundación” – se le añade así una dimensión espacial –dentro del cuerpo de la mujer– que, sin embargo, es incompatible, en el caso de la reproducción asistida, con el requisito temporal, ya que en esta forma de reproducción la fecundación se produce fuera del cuerpo de la mujer. De esta incompatibilidad entre los límites temporales y espaciales podrían surgir situaciones como que una mujer sometida a un tratamiento de reproducción asistida solicitara las ayudas a las que da derecho la ley basándose en la fecundación de óvulos que en ese momento son embriones congelados, o incluso que solicitara la ayuda durante el lapso de tiempo en el que los embriones generados mediante la fecundación artificial permanecen en el laboratorio a la espera de ser transferidos a su útero, dado que la fecundación ya se ha producido y, recordemos, la ley establece que se considera al embrión como un nacido desde ese momento, el de la fecundación.

Algunas autoras como Marilyn Strathern (1992) señalan que la naturaleza está siendo asistida por la tecnología de tal manera que ya no puede situarse como el referente ontológico en el que se mira la cultura. Esta tesis es especialmente relevante en el caso de la reproducción asistida, puesto que dicha operación de asistencia condicionaría los inicios de la vida humana y nos encontraríamos ante una naturaleza que “necesita” ser implementada por sistemas tecnológicos para poder cumplir con el papel que como tal naturaleza tradicionalmente se ha considerado que podía realizar de forma autónoma, además de ser el papel que le correspondía en exclusiva. Por tanto, si la naturaleza ya no preexiste a la cultura, si ya no es el elemento que proporcionaba un referente fijo e inmutable a la cultura, y si en consecuencia ya no podemos recurrir a la naturaleza para establecer los límites de lo humano, de la vida, de la reproducción o del cuerpo, ¿cómo y desde dónde interpretar las transformaciones y las nuevas relaciones entre todos estos elementos?

4 A modo de cierre: a vueltas con la humanidad del embrión

En el marco de la actual bioeconomía, prácticas como la donación de óvulos y esperma o la congelación de embriones desafían cualquier pretensión de claridad y certeza al desbaratar la línea divisoria que tan nítidamente había trazado la filosofía moral entre lo humano y lo no-humano, una distinción basada en la posibilidad de poseer, intercambiar y cosificar sólo aquello que es considerado como no-humano (Rose, 2007). Así pues, para responder hoy a la pregunta por la humanidad del embrión habríamos de tener en cuenta también otros criterios, debido a la redefinición constante de lo humano por parte de la tecnociencia.

En base a unos u otros criterios, de la consideración o no del embrión como una vida humana se derivan conflictos éticos y morales que encuentran su eco en muy diversos espacios, como la opinión pública, el campo científico, el ámbito legislativo o la arena política. Podríamos decir que las respuestas a la humanidad del embrión suscitan nuevas preguntas, contenidas a su vez en un gran interrogante: ¿cómo se gobierna la vida humana? Estaríamos hablando por tanto del biopoder teorizado por Foucault (1997/2003) como el poder de hacer vivir y dejar morir, en un escenario en el que el embrión es actuado como un objeto sometido a una fuerte regulación que estaría delimitando precisamente las formas posibles de gobernar la vida.

Y en este escenario, ¿cuál es el horizonte de posiblidad abierto por una respuesta positiva a la pregunta por la humanidad del embrión? Es decir, si el embrión es una vida humana, ¿qué se puede hacer con él?

¿En qué espacios puede habitar? ¿Qué discursos son legítimos sobre él? Pero no se trata, como hemos intentado mostrar a lo largo de las páginas precedentes, simplemente de decir si el embrión es vida humana o no, sino de especificar cómo, desde cuándo y dónde es una vida humana16.

Con este trabajo hemos pretendido rastrear, desde un planteamiento posthumanista, cómo es actuada la figura del embrión en algunas de las polémicas en torno a qué cuenta como una vida humana. De este modo, hemos tratado de dar cuenta de las formas en que “embrión” y “vida humana” son configurados en el ensamblaje de múltiples elementos –biológicos, médicos, jurídicos, sociales, culturales, religiosos– con la esperanza de promover una mirada que quebrase la forma en que tradicionalmente se han establecido los debates sobre la vida humana. Con este ejercicio hemos abierto nuevas preguntas y visibilizado los diferentes escenarios –morfológico, temporal, espacial– en que se tratan de estabilizar ciertas respuestas. En particular hemos intentado mostrar cómo la emergencia, presencia y mantenimiento de ciertas entidades –embrión, vida humana– depende de la invisibilización y ausencia de ciertas otras –tecnologías de visualización, la madre– y de un entramado de relaciones sociales, materiales, vitales, etc. que configuran un marco no mentado en el que inscribimos nuestras condiciones de posibilidad e imposibilidad.

En este sentido, tal como hemos argumentado, la perspectiva posthumanista nos ha permitido un desplazamiento que arrastre del plano de la “otredad ausente” al de la “ausencia manifiesta” a los elementos no-humanos requeridos para la emergencia del embrión como objeto sociotécnico y movilizados en la consideración de su estatus dentro o fuera de lo propiamente humano. Pero este ejercicio de visibilización nos ha llevado también a intuir y considerar otras “zonas de sombra”, otros “puntos ciegos”, o siguiendo con la terminología que venimos usando, otras “otredades ausentes” que siguen permaneciendo fuera de este análisis. Así podemos identificar algunos de los límites de la propia mirada posthumanista, dado que si bien pone de manifiesto determinados elementos como necesarios para la presencia del embrión, continúa dejando fuera otras ausencias igualmente necesarias pero no enfocadas desde esta perspectiva, e invita a nuevas miradas que permitan la emergencia de otras relaciones oscurecidas en este trabajo. Esta multiplicación de miradas nos brindará nuevos elementos de indagación y nuevas formas de relacionalidad material en las que “embrión” y “vida humana” tomarán forma, pero no para prometer una mirada total, una cierta recomposición de la “verdad” del embrión, sino más bien para hacer emerger su multiplicidad ofreciendo nuevos espacios de anclaje, no completamente continuos o traducibles los unos en los otros, pero no por ello menos relevantes o reales.

5 Referencias

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Birulés, Fina (2008, junio-septiembre) Entrevista con Judith Butler: ‘El género es extramoral’. Barcelona Metrópolis. Revista de información y pensamiento urbanos, Extraído el 7 de junio de 2010, de http://www.barcelonametropolis.cat/es/page.asp?id=21&ui=7

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