La trampa del antropomorfismo. Hacia una interfaz (más) compleja de lo social

The trap of anthropomorphism. Towards a (more) complex social interface

  • Iñaki Martínez de Albeniz
La enseñanza de la sociología supone, hoy día, una cura de humildad. Por más que acudamos a sofisticados modelos teóricos (la sociedad líquida, la teoría de sistemas, la fluidez social, la teoría del actor-red), que cuestionan las bases fundacionales de la sociología clásica, la práctica docente evidencia que entre los estudiantes sigue imperando una imagen simple o esquemática de lo social. La sorpresa es mayor si asumimos que se trata de una generación que se ha socializado en el uso de herramientas digitales que facilitan, en principio, la elaboración de mapas más acordes con la complejidad que lo social reviste. El antropomorfismo, la idea de que la sociedad es ante todo un agrupamiento más o menos estable de individuos, es el límite infranqueable que sigue imponiéndose a la hora de entender lo social. Para minar esta visión hegemónica es preciso acudir a disciplinas como el arte (digital), las nuevas tecnología y, en general, las innovaciones estéticas, no tanto para destruir esa representación antropomórfica de lo social sino para desfigurándola prefigurar otras más acordes con una complejidad que ya no sólo intuimos y cuyo aliento sentimos muy cerca.
    Palabras clave:
  • Complejidad
  • Poder
  • Post-humanismo
  • Estética
The teaching of sociology is today a humbling experience. Although we use complex theoretical models (the liquid society, system theory, social fluidity or Actor-Network Theory) that question the foundational bases of classical sociology, teaching practice shows that a simple or schematic picture of the social continues to prevail among students. The surprise is even greater when we consider that this is a generation that has been socialized in the use of digital tools, a resource that, in principle, should facilitate a mapping of social reality more appropriate to its complexity. Anthropomorphism, the idea that society is primarily a more or less stable grouping of individuals, is the impassable limit that continues to be imposed when it comes to understanding society. To undermine this hegemonic vision one must to turn to fields such as (digital) art, the new technologies and, in general, aesthetic innovation, not so much to destroy the anthropomorphic representation of the social as to disfigure it, in order to obtain other representations more consistent with a social complexity that we not only intuit, but whose proximity we can feel.
    Keywords:
  • Complexity
  • Power
  • Post-humanism
  • Aesthetics

Pero la cinta de la CNN y su equipo de edición son digitales, así que lo que pasa al hacer fast-forward es que la imagen de hombros para arriba de McCain con el fondo de ocho de las grandes barras de la bandera no se acelera y queda ridícula. Sino que más bien estalla en forma de una miríada de diminutas cajitas y cuadraditos digitales, y todas estas piececitas se revuelven salvajemente por todas partes y se vuelven protuberantes y se retraen y se colapsan y se arremolinan y se reorganizan a sí mismas a un ritmo furioso de fast-forward, y la imagen resultante es como algo sacado de la peor experiencia con drogas de todos los tiempos, las cajas y cuadrados constituyentes de un cubo de Rubik fisonómico volando por todas partes y cambiando de forma y a veces con aspecto de estar a punto de convertirse en una cara humana pero sin acabar nunca de formar una cara, en la pantalla de alta velocidad.

Wallace, David Foster, 2007, p.235.

1 Introducción

El principal desencadenante de este texto ha sido la creciente dificultad que he advertido en mi práctica docente a la hora de transmitir lo que de forma genérica se puede denominar la complejidad de lo social a estudiantes de sociología que, socializados como están en un lenguaje audiovisual cargado de una épica barata, desde la televisión a los videojuegos de última generación, se muestran refractarios a imaginar la sociedad más allá de un esquema antropocéntrico, por ejemplo en un registro estructural, sistémico, reticular, fluido o rizomático, tanto da. Me refiero a que no van más allá de una matriz conceptual plana en la que se encadenan, como si se tratara de las cuentas de un rosario que se recorre imaginariamente una y otra vez, una retahíla de conceptos que marcan los límites de la imaginación sociológica y generan un efecto naturalizador de cierta forma de ver, pensar y mostrar lo social: el cuerpo como límite del actor social, el actor social como límite de la agencia y la (inter)acción (por lo general lingüísticamente mediada, a la Habermas) como límite de lo social.

Mucho me temo que mis estudiantes ven la sociedad como un tapiz de fuerzas activas y reactivas individuales y grupales, como una dinámica de impulsos reconocibles, con rostro, y no como una dinámica de flujos incorpóreos. Diríase que su visión de lo social es un anacronismo newtoniano en el entorno einsteiniano de una sociedad de flujos. En torno al cuerpo, a la conciencia, a sus motivaciones o intenciones; a la acción, sus fines y consecuencias intencionales; a la interacción social, los grupos sociales y las instituciones; a la visión unitaria y compacta de la sociedad, en fin, en torno a este registro antropocéntrico se teje, al modo de una trampa figurativa, una representación pretendidamente plausible y realista de lo social de la que difícilmente pueden escapar.

La sociología se ha esforzado históricamente en complejizar esta concepción en exceso mecánica de lo social mediante el giro epistemológico hacia las consecuencias no deseadas de la acción intencional, auténtica piedra filosofal del modelo sociológico hegemónico en la actualidad, que no es otro que el formado por el póquer de ases de la sociología del riesgo de Ulrich Beck, la vía reflexiva de Anthony Giddens y la modernidad líquida de Zygmunt Bauman. De hecho, explicar en clase el concepto de las consecuencias no deseadas, formular con cara de tahúr el Teorema de Thomas o recrearse en las profecías de Merton constituyen verdaderos puntos de inflexión, momentos de alto riesgo pedagógico no reñidos con alguna que otra epifanía en la bancada del alumnado.

Mucho me temo, no obstante, que nos estamos quedando cortos en el viraje. Cierto es que la tecnología de las consecuencias perversas ha profanado el aura de una sociología ensimismada en un profundo aliento emancipatorio, en cuyo embrujo siguen cayendo sistemáticamente algunos estudiantes sobremotivados. Pero no es menos cierto que esta modelización de lo social, al menos en su versión más amable, la de la llamada “modernización reflexiva”, se queda a medio camino cuando encara la complejidad, pues reaparece en ella, cual espectro, una tranquilizadora (aunque a la postre narcotizante) concepción mecánica, analógica, intencional y fenomenológica de lo social: una vez conocidas, las consecuencias perversas pasan a ser consecuencias deseables o evitables en entornos prácticos de decisión de los que se aprende para… cometer los mismos errores en los sucesivos bucles de consecuencias perversas… y así ad nauseam. De lo que se sigue que el filón de la industria sociológica no ha consistido tanto en hacer visible y comprensible la contingencia (Luhmann, Niklas, 1996) , una condición ontológica de lo social imposible de conjurar y que podría tener efectos a la vez paralizantes y esclarecedores (¿paralizantes por esclarecedores?), sino en rentabilizar muchas veces de forma artera el gap temporal que propicia la ventaja epistemológica del conocimiento de segundo orden (nuestra querida profesión sociológica) respecto del de sentido común, a la manera en que operan los expertos en bolsa con respecto a los inversores incautos.

Ahora bien, volviendo a mi experiencia docente diré que lo que más me choca es que el contexto en que la nueva generación se ha socializado, lo que se ha dado en llamar la audiovisualización del mundo contemporáneo, contribuya paradójicamente a que se naturalice este tapiz de lo social, esta representación pretendidamente naturalista de lo social como conjunto de individuos felizmente unidos, en el mejor de los casos, por una suerte de cemento social. Y digo paradójicamente porque los nuevos medios digitales dan para más que para seguir enrocados en semejantes figuraciones naturalistas de lo social.

Hablo, en el caso de mis estudiantes, de la falta de correspondencia existente entre, por un lado, la complejísima infraestructura técnica, la hipersofisticada tecnología digital que manejan y, por otro, la extraordinaria simplicidad de las imágenes que marcan el límite de su inteligibilidad de lo social. Así, todo parece apuntar a que la dichosa audiovisualización del mundo contemporáneo contribuye a que exista una brecha, cada vez más profunda, entre la complejidad de lo digital, esto es, de los códigos ocultos (las cajas negras) que producen determinadas imágenes, y la simplicidad y pregnancia de lo analógico, que lejos está de agotarse, más bien lo contrario: por paradójico que pueda parecer, la complejidad operacional de los dispositivos va de la mano de la condición figurativa o antropomórfica, en una palabra “naturalista”, de las representaciones. Es como si la percepción retiniana (lo que se ve) y la neuronal (lo que propicia ver) se encontrasen escindidas.

Esta es la imagen [Ilustración 1] que de forma contumaz asoma el primer día de clase, cuando en un ejercicio de clase se requiere de los estudiantes que dibujen lo primero que les viene a la cabeza cuando escuchan la palabra “sociedad”.

Imagen

Ilustración 1

Querido alumno, ¿qué te viene a la cabeza cuando escuchas la palabra sociedad?

Pues bien, el objeto de estas páginas es ensayar una nueva división de lo sensible (Rancière, Jaques, 2002) en lo que respecta a las representaciones de lo social o lo que es lo mismo plantear la conveniencia de generar imágenes (a las que llamaré interfaces) más complejas de lo social, más acordes con la complejidad operacional de los procesos sociales contemporáneos. Así como la modernidad precisó, para alcanzar plausibilidad, de un arsenal de imágenes, suministradas en su gran mayoría por la novela en sus múltiples variantes -desde la novela naturalista de finales del XIX a la novela negra, pasando por la novela psicológica-, así la sociedad de la contingencia también precisa de su propio repertorio de imágenes.

Es preciso, pues, en sociología provocar una suerte de acontecimiento en el sentido en que Alain Badiou define este término. Para Badiou (2007, p. 32), un acontecimiento se da cuando surge una nueva forma de creación artística y pone en evidencia que no hay jerarquía formal establecida que distinguiría formas representativas, formas no representativas, formas inaceptables, etc. En un acontecimiento, nuevas formas pueden abrirse en todo momento. Un acontecimiento propone, pues, un nuevo orden de la representación. Orden de la representación quiere decir dos cosas: en primer lugar, una episteme, es decir, cierto ordenamiento de las relaciones entre lo decible y lo visible, de la que se deriva, en segundo lugar, un ordenamiento de las relaciones entre la acción y el saber, entre la política y la ciencia.

En la episteme moderna, por ejemplo, la esencia de la palabra era hacer ver. La palabra representaba la cosa. Estaba por ella. Mediante la palabra actuábamos y sabíamos. De ello se seguiría que la política era fundamentalmente una episteme que precisaba de una palabra que hiciera visibles las cosas (Foucault, Michel, 1991). Pero no es esta la única episteme posible. Existen otras formas de saber, saberes insoportable, saberes que obligan a apartarse del mundo de lo visible, en dirección a nuevos regímenes escópicos (Jay, Martin, 1988), nuevas figuraciones y nuevas metáforas. No son ni la acción virtuosa, heroica, prudente de Pericles ni el saber seguro de Platón los que protagonizan este giro epistemológico, sino el inconsciente estético (Rancière, 2005), el (no) saber trágico de Edipo, quien se arrancó los ojos para no ver.

Esto es lo que me propongo con lo que provisionalmente, denominaré, de forma harto imprecisa giro estético: arrancarnos los ojos con los que hemos visto hasta ahora lo social, dejar de ver para decir de otro modo, dejar de decir para ver otras cosas. Abandonar una representación enrocada en la palabra y la representación figurativa de lo social que la acompaña, para abrirnos a otros regímenes escópicos es lo que se pretende en estas páginas.

Para indagar en esta posibilidad me acercaré a una de las películas de ciencia ficción más intrigantes y minusvaloradas -acaso por tratarse de una producción de Disney- de las últimas décadas: Tron, de Steven Lisberger. Lo que me interesa de Tron es que en la medida que constituye un hito en la transición del cine analógico al digital, un híbrido analógico-digital (al modo en que el Cyborg lo es de los nuevos agenciamientos posmodernos) que puede servir de referente para ensayar un desplazamiento desde representaciones analógicas (mecánicas) de la sociedad a otras digitales (más propias de una mecánica de flujos). Tanto en lo que respecta al dispositivo empleado (es una película pionera en el género de la animación hecha con ordenadores), como, sobre todo, a la estética que pone en danza, Tron es un depósito inagotable de imágenes para comprender la compleja materialidad de lo social, tal como ha sugerido en estos últimos tiempos, entre otras, la Teoría del Actor Red (Latour, Bruno, 2005a; Domènech, Miquel y Tirado, Francisco J., 2009). Quizás asistamos a la puesta en evidencia de que las ciencias sociales deben atravesar una especie de fase psicodélica, potenciadora de nuevas figuraciones, para trascender la representación estática de sí misma que la sociedad moderna (y su sociología) sigue empeñada en producir.

Para apreciar el alcance de una película como Tron, es oportuno recordar lo que Fredric Jameson señalara sobre el cine de animación. Para Jameson, el dibujo animado posee una mayor materialidad que el cine, pues la elaboración de las imágenes animadas obedece, en su incesante metamorfosis, a las leyes ‘textuales’ de la escritura y el dibujo antes que a las ‘realistas’ de la verosimilitud, fuerza de gravedad, etc. “La animación fue la primera gran escuela que enseñó a leer los significantes materiales (en lugar del aprendizaje narrativo de los objetos de la representación: personajes, acciones y similares)” (Jameson, 1996, p. 107).

2 ¿Qué pasa Tron?

Tron (Kushner, Donald y Lisberger, Steven, 1982) es la enrevesada peripecia de un programador atrapado en el interior de un programa que él mismo ha diseñado. Pero puede ser descrita también como una suerte de deriva por la interfaz de un ordenador, por el intersticio que separa (y pone en contacto) las realidades on y off line. La película cuenta cómo un tipo llamado Kevin Flynn (Jeff Bridges), inventor de una serie de videojuegos de éxito, ve que la empresa de ordenadores en la que trabajaba (ENCOM) se los ha apropiado ilegalmente. En el intento de acceder a los archivos que demuestran que él es el verdadero inventor de los juegos y no Dillinger (Robert Warner), el Presidente de la compañía, accede a su sistema informático con la ayuda de dos amigos, Alan (Bruce Boxleitner) y Lora (Cindy Morgan), que trabajan en la empresa. Ya en las oficinas de la empresa, mientras está manipulando uno de los ordenadores, Flynn es digitalizado por un haz de láser y “engullido” literalmente por el ordenador central. Una vez dentro del ordenador, el programador Kevin Flynn, convertido ya en un paradójico avatar digital antropomórfico llamado CLU, es condenado por el Control Central de Programas a vagar hasta morir por la rejilla de juegos. La ironía estriba en que es él mismo quien ha creado esos videojuegos y su supervivencia dependerá de ganar a su propia creación. Los parecidos razonables de la intriga de Tron con el dilema weberiano de “la jaula de hierro” son tan evidentes que no merece profundizar demasiado en ello.

En la rejilla de juegos Flynn/CLU conoce a Tron, un potente programa rastreador desactivado con apariencia de gladiador futurista, y a YORI y RAM, otros dos programas de menor enjundia. Es preciso aclarar que Tron y YORI son los avatares digitales de Alan, a la sazón programador de Tron, y Lora, los amigos que han ayudado a Flynn a acceder al sistema central de ENCOM. Cuando, una vez abandonada la rejilla de juegos, Tron, el héroe de la película, alcanza la torre input/output del Sistema Central de Control, se pone en comunicación con su programador Alan en el mundo off. Como consecuencia de ello, el programa Tron se reactiva, Flynn es reconstruido como ser humano por un haz de láser de efecto inverso al que lo digitalizó y puede finalmente acceder al archivo que demuestra que él es el verdadero inventor de los videojuegos. La historia concluye cuando sabemos que, como era de esperar (pese a la complejidad formal de la película, el happy end es un punto de paso obligado en el diseño moral de las producciones de Disney) Flynn ha sido nombrado nuevo presidente de la compañía ENCOM.

Aparte de esta inopinada reivindicación de los derechos de autor en una película de clara estética hacker o cuando menos nerdy, la lectura más socorrida de Tron es la que la emparenta con la pléyade de películas de ciencia ficción que versan sobre la lucha del ser humano contra la máquina que ha creado y se rebela contra él, de las que 2001, una Odisea del Espacio (Stanley Kubrick, 1968), Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y The Matrix (Andy y Larry Wachowsky, 1999) son los ejemplos más conspicuos. El director de Tron, Steven Lisberger, parece confirmar este extremo cuando en una entrevista que se le hizo recientemente con motivo del remake de Tron sostiene que todos estamos de una manera u otra dentro de un ordenador, sea en forma de carné de identidad, de permiso de conducir o de NIF: “Siempre hay otra persona, una persona electrónica, un avatar digital, que se forma en esa dimensión electrónica”. La pregunta que Lisberger se hace es: ¿Tiene uno control sobre esa información o hay alguien más que la controla? En el caso de Tron, la respuesta pasa por que el espectador deba imaginarse dentro de un videojuego. Tiene que imaginarse luchando por salvar su vida, que es lo que hace el programador Kevin Flynn contra el Sistema Central de Control. Y la única forma de escapar de ese juego es entender cómo funciona desde dentro, entenderlo como lo entiende quien lo ha creado, su programador. La diferencia es que en Tron el “verdadero” juego no es el que parece desde fuera, desde la óptica de quien lo juega. En este caso, la peripecia de Flynn es real porque se desarrolla dentro de la dimensión electrónica/digital. No obstante, cuando hace referencia a esta dimensión desconocida o misteriosa, sorprende la carga emancipatoria o humanista de la que dota a su discurso:

Los creadores de Tron intentamos crear un espacio totalmente diferente. Pensar en ese espacio provoca inquietud. Se desarrolla rápidamente y podría afectar a nuestras vidas. No sé si la gente pensaba que era HAL [el computador de 2001, Una Odisea del Espacio] o algo similar, pero yo sentía que si existía ese otro mundo, habría que reunir lo antes posible el mayor número de artistas. Para mí los artistas eran la solución para entenderlo desde un punto de vista científico. No trataría únicamente de eficacia. Ni de cosas que fueran obvias. Si los artistas trabajaban en el ciberespacio, aportarían elementos metafísicos, con relación a los usuarios, y aportarían cierta humanidad (Lisberger en Kushner, 2002).

Sin embargo, más allá de esta socorrida deriva ilustrada/humanista, lo que me interesa de Tron es lo que con Hayden White se podría denominar el contenido de su forma. Es ahí donde se encuentra el filón de la película, no en la previsible épica del relato. Me refiero, sobre todo, al extraordinario diseño gráfico de la película, obra de Jean Giraoud (Moebius), Sid Mead (que en los créditos de Blade Runner aparecía como “Futurist visual”) y Edgard Mitzner. Según cuenta el productor de la película, Donald Kuschner, una de las dificultades que presentaba Tron era crear una imagen homogénea del mundo real y el mundo electrónico. La dificultad residía, pues, en integrar estos dos mundos. Para ello se usaron simultáneamente distintas texturas visuales que ponían en evidencia la heterogeneidad de esta interfaz mundo real/mundo electrónico, esa suerte de heterotopía que de forma creciente habitamos: la textura digital de la simulación por ordenador, la textura electrónica, hertziana, de los contraluces, y la acción “realista” filmada como en una película convencional [Ilustración 2].

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Ilustración 2

En ella se aprecian las tres texturas de la película: la imagen digital, los haces de luz y la acción real

Uno de los diseñadores gráficos que trabajó en la película, Richard Taylor, lo cuenta así. Obsérvese la distinción que subyace entre lo real y lo digital (lo que no es real):

[U]n momento mágico del proceso es cuando coges imágenes reales y las combinas con imágenes digitales para crear objetos que se pueden convertir en otros distintos. Para describir los objetos digitales yo digo que te recuerdan a algo nunca visto (Taylor en Kushner, 2002).

La contigüidad de imágenes digitales y reales (antropomórficas) pone, no obstante, en evidencia que por más que Tron es una propuesta arriesgada en lo formal no está aún en disposición de salir de lo que más arriba he denominado la trampa figurativa del antropomorfismo, de ahí que los programas Tron, YORI y RAM adquieran forma humana: precisamente porque no habría forma humana de relatar los avatares de un programa informático si no se convirtiese en un personaje (avatar) de apariencia humana de suerte que su agencia pudiera ser codificables en términos de acción, intencionalidad, sentido, etc. ¿Cómo hacer visible la agencia atribuible a un programa informático, que no es más que un haz o flujo energético si no es convirtiéndolo en aquello a lo que naturalmente atribuimos toda agencia, a saber, el ser humano?

Quizá el momento de mayor riesgo de la película es aquel en el que, una vez que es digitalizado por el láser, Flynn emprende el camino hacia el interior -¿es en realidad un interior o hay que hablar de otra dimensión ontológica?- del ordenador. Especial relevancia tienen en este sentido las imágenes diseñadas para mostrar esta transición del mundo “real” al mundo electrónico/digital1. Su relevancia estriba en que muestran el isomorfismo y la potencial conmensurabilidad (la Teoría del Actor Red hablaría de traducibilidad) entre dos mundos que creemos tan “ontológicamente” distintos, el mundo de las cosas y el mundo social. En la parte final de la película, hay un plano fijo a cámara rápida de la ciudad de Los Ángeles [Ilustración 3] que se asemeja enormemente a los grafismos elaborados por los diseñadores gráficos de Tron para ilustrar el camino de ida y vuelta de Flynn entre el mundo real (social) y el mundo electrónico [Ilustración 4].

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Ilustración 3

Plano nocturno de la ciudad de Los Ángeles

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Ilustración 4

Fotograma correspondiente a las sucesivos estratos que atraviesa Flynn cuando, una vez digitalizado por el láser, es engullido por el ordenador

Esta transición posible de lo figurativo a lo abstracto, que se ha dado con cierta calma y naturalidad en el campo de las artes plásticas, encuentra en Tron un parangón, bien que medianamente resuelto, en el encuentro isomorfo entre el mundo reconocible de Los Ángeles, la ciudad posmoderna por antonomasia, (Jameson, 1996) y el más inaccesible de los flujos incorpóreos (sean estos electrónicos, digitales o de cualquier otro tipo). Un encuentro que rompe con los imponderables del antropomorfismo, pues implica que el ser social es una simultaneidad de formas, algunas experimentables a nivel fenomenológico o de conciencia, otras no. Pero el hecho de que no sean experimentadas por el actor social, habida cuenta de que están encriptadas en otros niveles de organización (fisico-químicos, sensoriales, psíquicos, etc.), no significa que carezcan de capacidad de agencia.

3 Iconoclash. la imagen antropomórfica en el trance de su destrucción

El trabajo gráfico de Tron es un depósito de inspiración inagotable para imaginar los “futuros posibles” de las llamadas sociedades líquidas o de flujos ya que en él conviven texturas y figuraciones muy distintas. Regímenes escópicos diametralmente opuestos. Observemos el siguiente fotograma [Ilustración 5], una de las escenas cruciales de la película, en que se muestra la destrucción de Flynn: su digitalización.

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Ilustración 5

Flynn es digitalizado antes de ser engullido por el ordenador

Bruno Latour ha estudiado este tipo de imágenes de destrucción bajo el rubro de iconoclash (Latour, 2002). Es preciso diferenciar entre la iconoclastia y el iconoclash. La iconoclastia se da cuando sabemos lo que ocurre en un acto de destrucción de imágenes, cuando existe la certeza de que tras este gesto subyace un proyecto de destrucción. El iconoclash, en cambio, se da cuando uno no sabe a ciencia cierta, sin un análisis más en profundidad, si una acción tal es constructiva o destructiva. Desde el punto de vista del iconoclash la destrucción de la imagen puede constituir también la construcción de una nueva imagen. Es por ello que, por paradójico que parezca, es cuando el icono va a ser destruido cuando alcanza un mayor grado de visibilidad.

El iconoclash invierte la relación que establecía la iconoclastia entre el icono y la verdad. No se trata de destruir la imagen. Se trata de producir nuevas imágenes destruyendo las anteriores. Imágenes en las que sean visibles los trucos, las mediaciones, de suerte que se evidencie el carácter construido (y como tal verdadero) de las mismas. Cuanto más ponemos en evidencia el carácter construido de las imágenes, más potente es la certeza de la presencia de lo que representan. Cuantas más mediaciones, más intermediarios, más instrumentos, más real es el producto, mayor la objetividad, y más eficaz la construcción de realidad. Latour nos recuerda que la ciencia y el arte, y en menor medida la religión, son situaciones de iconoclash en las que a la destrucción de unas imágenes les sucede la construcción de otras.

Las imágenes no cuentan porque sean representaciones de algo, sino porque remiten a otras imágenes, tan frágiles y modestas como las anteriores, pero diferentes. Por tanto la alternativa no está entre optar por un mundo de imágenes y otro de no-imágenes, como ambicionarían los iconoclastas, sino antes bien en elegir entre el flujo interrumpido de imágenes y una interminable cascada de imágenes. En el iconoclash se invierte la lógica del segundo mandamiento2: de la prohibición del culto a los ídolos pasamos a la prohibición de congelar, de detener el flujo de imágenes.

La paradoja del iconoclash es que se destruye la imagen pretendidamente naturalista (lo figurativo) no para ponerla en solfa, para denunciar que está por la realidad, como harían los iconoclastas, sino para producir nuevas imágenes, más realidad. Harían, pues, falta muchas imágenes, imágenes más complejas, en las que se pusieran en evidencia las mediaciones y los intermediarios que son su condición de posibilidad, para poner en evidencia que el registro antropomórfico, la trampa figurativa del antropomorfismo, no es la única forma disponible de cara a producir imágenes de lo social.

4 La interfaz: haciendo visible la puerta trasera de la representación

No es casual que Tron reciba su nombre de un comando del (ya obsoleto) sistema operativo BASIC.

En varios dialectos de este lenguaje de programación la orden TRON activa el modo de seguimiento de variables (trace) para ir escribiendo en pantalla la línea de código que ha ejecutado cada acción, lo que permite al programador visualizar lo que ocurre en el sistema. (Wikipedia, 2010, párrafo 23)

Es decir, tener un acceso permanente a la puerta de atrás de la programación. Lo interesante de la película es que en ella se invierte la relación entre lo digital y lo antropomórfico. Los personajes de la película son digitalizados, pero no en el sentido de transferidos a un código máquina, sino que son literalmente absorbidos por los circuitos digitales, preservándose su forma humana.

Resulta especialmente estimulante la estética retrofuturista de la película, muy del pelo de la estética deconstruccionista y cacharrera del movimiento hacker. Éste, el de los hackers, es precisamente un ejemplo claro de iconoclash. Es por ello que Tron podría ser considerado un manifiesto hacker avant la lettre. Los hackers tratan de destruir las complejas interfaces gráficas de las que como usuarios del ordenador nos valemos para poner en evidencia las mediaciones que las producen. Para ello generan imágenes mucho más complejas a otra escala y en registros distintos. Ponen en evidencia el carácter naturalizante, objetivante y sustancializador de las interfaces gráficas, mostrando el código fuente de la programación. El hacker da cuenta de las mediaciones digitales, del código que subyace en la interfaz gráfica.

Una interfaz es la zona de comunicación o acción de un sistema sobre otro, el dispositivo o elemento intermedio que permite la asociación o interconexión entre dos sistemas diferentes de hardware o software. Pues bien, los hackers plantean una cuestión en la que resuena, salvando las distancias, aquella otra que planteara Marx cuando definió la ideología como falsa conciencia.

¿Son las interfaces “una brillante innovación tecnológica que convertía a los ordenadores en más accesibles para los humanos y por tanto para las masas, llevándonos a una revolución sin precedentes en la sociedad humana, o una insultante memez audiovisual diseñada por hackers zumbados de San Francisco, que despojaba a los ordenadores de su potencia y flexibilidad y convertía el serio y noble arte de la computación en un videojuego? (Stephenson, Neil, 2003, p. 38).

En la prehistoria de la era digital, en tiempos en que existía la interfaz de línea de comandos, los usuarios tenían que convertir sus pensamientos en símbolos alfanuméricos e introducirlos a mano en el ordenador. Era este un proceso insufriblemente tedioso. Entonces, los diseñadores de interfaces introdujeron una nueva capa semiótica entre los usuarios y las máquinas. Quienes comenzaron a usar estas interfaces renunciaron al poder de enviar bits directamente al chip que lleva a cabo la aritmética, y delegaron su responsabilidad en un sistema operativo heterónomo. El sistema operativo terminó siendo una especie de instrumento para ahorrarse trabajo intelectual, ya que traducía las intenciones de los humanos a bits. La interfaz operaba como un traductor, pues ayudaba al usuario a comprender conceptos abstractos o poco familiares comparándolos con algo conocido, como si de una metáfora se tratara. La idea de ventana (windows) es quizás la interfaz más recurrente y normalizadora. En el fondo, el sistema operativo era una suerte de poética de lo digital, pues acarreaba consigo la asunción de que las metáforas (interfaces) eran un buen modo de tratar con el mundo.

Pues bien, la política hacker es el intento de cortocircuitar este abismo epistémico (epistemológico y político) entre el usuario y el programador. Linux, sistema operativo del gusto de los hackers, es un claro ejemplo de lo dicho. Lo que Microsoft y Apple ocultan tras la interfaz gráfica de sus ventanas lo contrarresta Linux desperdigando una vasta complejidad (Stephenson, 2003, p. 106). Así, hay en Linux una puerta trasera que da acceso al backstage, un resquicio, visible en cualquier interfaz gráfica, por el que se cuela la interfaz de línea de comandos. El resultado es que en Linux, incluso cuando se está en pleno modo gráfico, se puede seguir interactuando con el ordenador a través de una interfaz de línea de comandos.

Si observamos una imagen de una representación de Bunraku [Ilustración 6], el teatro de títeres japonés, estaremos en disposición de explicar la relación entre la interfaz gráfica y los programas de la iconoclastia y el iconoclash. En su calidad de productores de interfaces, Apple-Microsoft tratarían de ocultar la mano que opera con las marionetas (el código fuente). Un iconoclasta, por su parte, destruiría las marionetas, dejando la sonrojante mímica de los portadores de marionetas sobre el escenario. El iconoclashta -Bertolt Brecht, con su efecto de distanciamiento3, sería un perfecto representante- por su parte haría visibles las dos caras de la representación, los títeres y quienes los manipulan, para alcanzar un mayor grado, no de realismo (concepto que aludiría a la verosimilitud de lo representado), sino de realidad (y verdad). No es ya necesario elegir entre el títere y quien lo manipula. Ambas instancias trabajan conjuntamente en la producción de realidad, esto es, en un mismo plano de visibilidad e inteligibilidad.

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Ilustración 6

Bunraku, teatro de títeres japonés

5 El arte digital: hacia una interfaz no antropomórfica

Un antecedente especialmente significativo en el tema que me ocupa, a saber, la posibilidad de producir interfaces complejas de lo social no necesariamente ancladas en el registro antropomórfico, son las vanguardias pictóricas del siglo XX, concretamente las que marcan el paso de un paradigma de arte representacional a la posibilidad de un arte digital. El interés de esta transformación estriba en que el arte digital rompe con la figuración y centra su atención en el código.

Para Peter Weibel, la crisis de la representación comienza cuando la pintura pierde, bajo la presión de la fotografía, su interés en presentar la realidad y toma como su objeto los medios de representar esa realidad. O bien el objeto desaparece de la pintura, posibilitando que el color se emancipe de la forma (Maletvich), o bien el objeto representado es sustituido por el objeto real (Duchamp). Si el arte representacional es un tipo de pensamiento analógico que asumía que lo que vemos en la obra se corresponde con lo que vemos en el mundo real, en el arte digital la imagen es una manifestación secundaria, una suerte de interfaz. Es el código abstracto que hace posible toda figuración el que se convierte en vehículo de creatividad.

La digitalización es el estadio final de un paulatino proceso de subversión de la representación tradicional, proceso que se pone en marcha con el impresionismo. Lo que defienden críticos de arte como Donald Kuspit es que la obsesión moderna del pintor impresionista Édouard Manet por ver las cosas como un tapiz de gestos no es sino el antecedente remoto de la obsesión posmoderna de ver las cosas como una malla de píxeles. En este cambio de percepción ha tenido mucho que ver la ciencia y las nuevas intuiciones formales sobre la realidad que sobrevienen, por ejemplo, con el descubrimiento de que el átomo no es un objeto sólido ni unidimensional, o la teoría del campo electromagnético de Maxwell, que dio lugar a que los objetos como tales desapareciesen para dar paso a vibraciones sensoriales electrónicas. Para Kuspit es Seurat el primer pintor que trasciende el perspectivismo antromórfico.

[En Seurat] la perspectiva aún vertebra la escena y la dota de solidez, pero ya comienza a combarse y a aplanarse —a derrumbarse— bajo el enorme peso de los impulsos sensitivos. La pintura de Seurat es una catástrofe en ciernes, un Apocalipsis virtual. Se trata, de hecho, de las primeras imágenes que presentan explícitamente como una realidad virtual y que, en consecuencia, “sostienen” que la realidad es siempre virtual —nunca realmente real— o, si se quiere, que lo virtual es lo realmente real (Kuspit, 2005, p. 21).

El puntillismo de Seurat es el antecedente remoto de uno de los dispositivos fundamentales del arte digital: la pixelización. Con el píxel sobreviene, no obstante, una revolución no sólo estética, sino también epistemológica y, como se verá en la conclusión de este trabajo, política. Con la digitalización asistimos a los que Martin Jay denomina un cambio de régimen escópico. El proyecto de las vanguardias artísticas del siglo veinte es un proyecto que visto restrictivamente se podría entender como iconoclasta, como puramente deconstructivo: hacer trizas las totalidades. Las totalidades tonales, mediante el dodecafonismo, aprovechando todo el espectro armónico. Hacer pedazos, las totalidades formales y el perspectivismo en la pintura. Hasta la gastronomía, no por casualidad llamada “molecular”, se ha dedicado recientemente a deconstruir literalmente los alimentos.

Pero el gesto vanguardista se puede entender también como un proyecto constructivo: como iconoclash. Ello obliga a encontrar un nuevo aire de familia entre todas estas propuestas que vaya más allá de la coartada deconstructiva que los amalgama. Este nuevo aire de familia es, creemos, la reducción de la escala y la querencia por lo infinitesimal4. En una palabra, las nuevas figuraciones de lo real, que son también formas de lo social, y que tan elegantemente han sido sintetizadas por Peter Sloterdijk (2004), en su “metafórica esferológica”, como el paso de las burbujas a los globos y de éstos a las espumas, han sufrido una reducción a la escala infinitesimal del píxel, del átomo o del bit. Se ha pasado, en el orden de la estética, de las totalidades-globo de la modernidad a las espumas posmodernas. En el orden de la política, de la política de las totalidades a la nanopolítica. Y en el orden de la sociología, de una sociología de la acción y la estructura, del inestablemente seguro equilibrio micro-macro, a la menos complaciente Teoría del Actor-Red.

6 (Algunos) dispositivos de visualización de la complejidad de lo social

Pero ¿cómo hacer visible esta compleja trama de relaciones infinitesimales? ¿Basta con el gesto iconoclasta de destruir la imagen de la totalidad social (una totalidad que incluso el sentido común pone en jaque) hasta hacerla irreconocible? ¿Qué otros códigos sociológicos se esconden en esta imagen deteriorada? ¿Qué otras figuraciones surgen de sus ruinas? ¿No sería acaso necesario construir nuevas imágenes superadoras de las abandonadas? ¿Es preciso regresar a la línea de comandos para enrocarse allí o no es acaso éste un paso previo a la producción de nuevas interfaces, de una nueva capa semiótica?

La solución no está, pues, en destruir las totalidades sociales, como harían iconoclastas y blasfemos, otorgándole de paso un máximo de visibilidad en el trance mismo de su destrucción, sino en impedir que el flujo de imágenes se detenga, generando, con la ayuda de otras mediaciones y dispositivos, nuevas interfaces de lo social, imágenes más eficaces, y desnaturalizadoras de lo que se entiende por social.

Quiero insistir en que estas imágenes tienen un afán pedagógico, es decir, tratan de hacer plausibles en la enseñanza de sociología ámbitos de la realidad, definiciones de la situación, como dirían los fenomenólogos, que hasta ahora no se tenían por sociales.

Para empezar con esta labor de zapa pondré varios ejemplos de dispositivos que en tanto que generan imágenes desconcertantes se sitúan en regímenes escópicos que van más allá de la trampa figurativa del antropocentrismo, que juegan incluso con ella. Dicho con tras palabras: son imágenes que se emplazan en las ruinas del cuerpo social y político tal como los conocíamos hasta ahora. El primer ejemplo son los googlegramas, fotografías que han sido rehechas mediante un programa freeware de fotomosaico conectado on line al buscador Google. El resultado final, un foto-montaje en forma de mosaico, se compone de imágenes disponibles en Internet, localizadas aplicando como criterio de búsqueda algunas palabras relacionadas con el tema de la fotografía, en este caso una síntesis simbólicamente efectiva del cuerpo político, el rostro digital de Abraham Lincoln [Ilustración 7].

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Ilustración 7

Googlegrama de Lincoln (Robert Silvers)

Hay dos formas de ver/leer un googlegrama. Una es la que atiende a la totalidad y otra la que repara en el detalle. Una es panorámica (panóptica), la otra es minuciosa (oligóptica). El googlegrama es un truco visual que se compadece a la perfección con la entente cordiale entre los niveles micro/macro, estructura/acción que ha presidido y dado aliento a la evolución de la teoría sociológica a lo largo del pasado siglo (y sigue gozando de una salud razonablemente buena en lo que va de éste), pues hace compatibles, hasta el punto de que se interpelan mutuamente, las ópticas estructural/sistémica y fenomenológica.

La sociología ha tendido tradicionalmente al primer tipo de visualización habida cuenta de que ha creído que en orden a ver la regularidad de las cosas es preciso sustraerse a los detalles, a lo irregular, y otear el paisaje como si fuera una panorámica. El googlegrama es un dispositivo visual que quiere captar la complejidad de lo social de una forma amable y a la postre fallida: si atendemos al plano general (estructural o sistémico), obtenemos una imagen perfectamente nítida de la totalidad social, perfectamente coherente con la metafórica organicista de la sociología clásica. Ello no significa empero que lo social se haga irreconocible en el plano fenomenológico. Si como ocurre en el googlegrama ampliamos el foco a cada uno de los fragmentos que conforman el rostro de la totalidad, no obtenemos imágenes que operan sobre la base de la diferencia entre ellas, una diferencia que sería formalmente reconocible únicamente en el nivel de la estructura (como ocurre en la estructura lingüística con los fonemas, que por sí mismos carecen de significado), sino que bien al contrario seguimos viendo en estos fragmentos imágenes perfectamente reconocibles ( y habitables) como mundos de vida.

El googlegrama es, pues, el dispositivo visual que pone en evidencia que es el registro antropomórfico el que unifica hasta hacerlas trabajar juntas las vertientes estructural y fenomenológica de la sociedad, más allá de las posibles incompatibilidades o conflictos entre ambas. La estabilidad del cuerpo social dependerá en gran parte de que la concepción misma de lo corporal sea una certeza formal que comparten los niveles macro y micro, atenuando así la distancia (epistemológica y política) entre lo estructural y lo fenoménico. Pero, ¿qué sucede cuando la figura no es inmediatamente reconocible como cuerpo? ¿Significa esto que la agencia es ya inconcebible? ¿Es el antropomorfismo el límite de una topología de lo social?

El segundo ejemplo de dispositivo de visualización de lo social, la aphrografía, resulta muy productivo de cara a transitar estas nuevas posibilidades formales. Las aphrografías son imágenes de espumas en las que se pierde el contorno de lo reconocible como cuerpo o como agencia desde una concepción mecánica (newtoniana) de la acción social. Las aprhografías [Ilustración 8] se sitúan más cerca de una mecánica de fluidos que de una dinámica de cuerpos. Véase, por ejemplo, la siguiente imagen recogida por Sloterdijk en Esferas III:

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Ilustración 8

Aphrografía del continente americano

Para Sloterdijk, los mapas políticos distan mucho de ser las mejores panorámicas de la sociedad. La perspectiva más plausible la ofrecen las aphrografías desde gran altura.

[Estas] imágenes transmitirían ya a primera vista la información de que el todo ya no puede ser otra cosa que una síntesis lábil y momentánea de una aglomeración bullente. Nos proporcionarían figuras externas de las aglomeraciones de burbujas humanas, comparables a las tomas nocturnas de satélites de las naciones industriales, que, en noches sin nubes, nos muestran como puntos irregulares de luz en zonas de aglomeración electrificada la coexistencia de seres humanos e instalaciones técnicas (Sloterdijk, 2004, p. 232).

Los flujos, como las espumas, son híbridos e incorpóreos. En ellos, lo humano y lo no-humano están imbricados y no pueden ser analizados por separado con arreglo a binarismos tan caros a la sociología como sociedad/naturaleza, sujeto/objeto, micro/macro, individuo/sociedad, estructura/acción, etc. De ahí que las concepciones antropocéntricas de la agencia centradas en la capacidad humana de atribuir sentidos a las cosas o seguir una regulación social no se compadezcan con la complejidad de esta topología social. “La agencia no es una cuestión de humanos actuando con independencia de objetos en términos de su capacidad de atribuir significados o seguir reglas.” (Urry, John, 2000, p. 194). Si todas las entidades sociales implican redes de conexión entre humanos y no-humanos, no existen sociedades humanas como tales. No existe tal cosa llamada sociedad. Es necesario cambiar de óptica y pasar de lo social como sociedad a lo social como movilidad, como disposición. De ahí que por ejemplo para Gabriel Tarde todas las cosas sean sociedades y cualquier fenómeno sea un hecho social. No hay nada especialmente nuevo en el reino de los humanos.

En el extremo opuesto del espectro de visibilidad de las formas complejas post-antropomórficas de lo social tendríamos como ejemplo complementario al de la visión macro de las aprhografías, las microscopías [Ilustración 9]. Las microscopías son imágenes obtenidas mediante un microscopio electrónico.

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Ilustración 9

Microscopía del director de cine Isaki Lacuesta

Esta concretamente pertenece a una exposición que bajo el título “Microcosmics” comisarió Joan Fontcuberta (a la sazón uno de los más conocidos autores de Googlegramas) en 2003. La imagen es resultado de la observación que llevó a cabo el cineasta Isaki Lacuesta a través de un potente microscopio electrónico de viejos fotogramas en estado de descomposición en los que se puede ver a un boxeador luchando contra su propia sombra. Huelga insistir en las concomitancias entre lo que a lo largo de estas páginas he analizado bajo el rubro de registro antropomórfico de la sociología y la imagen descompuesta de un boxeador (a buen seguro sonado) luchando contra su propia sombra. Lo que interesa es observar, más allá de la destrucción de la figura antropomórfica, las nuevas formas que brotan de esta ruina, “las constelación de soles negros, eclipses, galaxias insondables, [el] blow up en grado extremo” (Lacuesta, 2007, p. 17) que emerge de las sombras del celuloide descompuesto. Es la imagen de la textura de los líquenes y los musgos, de rizomas, flujos, cuerpos sin órganos, licuefacciones, etc. En fin, la forma que se compadece con el compendio de metáforas que se esfuerzan con dudosa eficacia por cincelar con palabras la nueva interfaz de lo social contemporáneo. Las microscopías retratan superficies, cuerpos, que dejan de ser distinguibles cuando se las fotografía a 100.000 aumentos. Asemejan a aquellas formas infinitesimales a las que Gabriel Tarde se aproximó con perspicacia en su análisis, figuras que han inspirado a la Teoría del Actor Red (ANT) a la hora de redefinir el cuerpo social como una energía o flujo traducible en colectivo o ensamblajes diversos. La ANT aboga por una aproximación nanopolítica a la realidad; invita al analista a mostrarse miope hacia las totalidades, a no dejarse cegar por su visibilidad. Sólo así es observable el detalle, lo irregular de las panorámicas o superficies pretendidamente totalizadoras.

7 Conclusiones: la pixelización del cuerpo político

La tesis que he tratado de defender aquí es que los límites de la decibilidad y la visibilidad del cuerpo social y político han venido dados en la sociología moderna por la trampa figurativa del antropomorfismo y por dos principios asociados a ella. En cuanto a su visibilidad, el límite del cuerpo político era la polis (la ciudad vertical). Hablo de la polis como síntesis del régimen escópico perspectivista que se remonta a la democracia ateniense y que se manifiesta como esfera de visibilidad plena o un ámbito en que el sujeto aparece a la publicidad (Habermas, Jürgen, 1981) en un segundo y verdadero nacimiento (Arendt, Hannah, 1995).

En cuanto a los límites de su decibilidad, el cuerpo político moderno bebía del principio austiniano de performatividad: el principio de felicidad o eficacia de los actos de habla. En la episteme moderna la esencia de la palabra es hacer(se) ver. La palabra representa la cosa: está por ella. Así, el cuerpo político está formado por aquellos que en el ejercicio de su potencia política sellan un pacto. Leviatán es pues un acto de habla performativo. Hace lo que dice.

La imagen a través de la cual el Leviatán de Hobbes se dio a conocer [Ilustración 10] es una metáfora óptica que muestra la composición del cuerpo político a través de la tranquilizadora compatibilidad de los niveles micro- y macropolítico. El cuerpo de Leviatán es una suerte de googlegrama que en el nivel micro incluye los cuerpos y rostros de quienes son en el nivel macro su misma condición de posibilidad: unitas múltiplex.

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Ilustración 10

El cuerpo (de lo) político. Portada de Leviatán de Hobbes

Ahora bien, una de las limitaciones fundamentales de esta imagen del cuerpo político estriba en que éste es solamente aprehensible desde concepciones intencionales, bien contractualistas, bien emancipatorias, de la política. O, lo que es lo mismo, desde un registro antropomórfico de la política. La dificultad estriba, pues, en que resultaría imposible imaginar la agencia política más allá de esta trampa figurativa, habida cuenta de que el registro antropocéntrico insta a ver la política como derivada del contrato o la emancipación… salvo que se altere el cuerpo mismo de la representación. Pues bien, me gustaría rescatar para terminar la operación de la que, como señalé más arriba, el arte digital nos provee para someter al cuerpo político a una operación de iconoclash: la pixelización.

Un primer paso para imaginar la política como otra sería pixelizar el cuerpo político, pero no para destruirlo o hacerlo irreconocible, que es el uso más común de este recurso (desfigurar el rostro), sino para atisbar en la imagen resultante nuevas representaciones o interfaces. Es decir, la pixelización interesa más por lo que recompone que por lo que descompone. Más por lo que prefigura que por lo que desfigura.

Con la pixelización del cuerpo político [Ilustración 11] se evita, en primer lugar, que el cuerpo político muestre ese tranquilizador isomorfismo entre las partes y el todo que lo convierte en tautología o en términos de dispositivos de visualización en tranquilizador googlegrama. Porque el cuerpo de Leviatán no deja de ser un googlegrama: las partes explican el todo y el todo, las partes. Pero pixelizando el cuerpo político obtenemos, en segundo lugar, una imagen más prometedora, aunque más imprecisa en sus contornos. A fuer de ser precisos, habría que decir más prometedora por imprecisa en sus contornos.

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Ilustración 11

Pixelización del cuerpo político: aplicación de varios filtros de Photoshop al cuerpo de la política

Pero la pixelización es a la imagen lo que la codificación a los sistemas (Luhmann, 1996). Pixelizar el cuerpo político significa, pues, explicitar el código mismo de la política: el concepto de lo político. Del código de la política antropocéntrica, del que cuelgan como verdades asociadas el contrato y la emancipación, pasamos al código binario que se pregunta reflexivamente qué es o deja de ser parte del cuerpo político.

Hasta hace poco, el objetivo primordial de las artes plásticas era la producción de imágenes materiales, y el código inmaterial que guiaba el proceso creativo desempeñaba un papel secundario y a menudo inconsciente. Ahora, en cambio, la creación del código (o en términos más generales, del concepto) se ha convertido en la actividad esencial (Kuspit, 2005, p. 12).

Antes señalé que Edipo era impensable en la polis, pues al arrancarse los ojos dejaba de ver la palabra. No obstante, la visión defectuosa de Edipo resulta ser clave para una nueva imaginación de lo político. En efecto, Edipo reaparece como productivo inconsciente estético. Edipo, como los artistas digitales, como los nano-científicos o los filósofos de espumas, ha aprendido a ver más allá del registro antropomórfico. Trasciende así la política apolínea y encara la administración de las cosas, pero no en el sentido estigmatizador que le otorgara a este rubro Hannah Arendt, sino en el sentido pleno de la tecnocracia latouriana, como res pública. Literalmente como la cosa social haciéndose pública (Latour, Bruno y Weibel, Peter, 2005) de una forma desconcertante y novedosa, superadora de la política de la palabra. De la política apolínea de la polis pasamos a la política dionisíaca de los laboratorios, esto es, a los nuevos laboratorios de la política. Del espacio de máxima visibilidad y transparencia del agora, a las cajas negras donde se gesta la nanopolítica. De la notoriedad pública/representativa (Habermas, 1981) del juego totalizador de la política instituida, miope, cegada por su visibilidad, a las nuevas formas de la política: las manchas, los flujos y los campos de fuerzas. A la consistencia de espuma de lo grande y lo pequeño. En fin, a una política más artefactual que antropocentrada.

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