Argumentos para una Sociología posthumanista y postsocial

Arguments for a Postsocial and Posthumanistic Sociology

  • Fernando J. García Selgas
En este trabajo articulo y desarrollo una serie de argumentos en favor de una mirada sociológica posthumanista que no siga identificando sociedad con espacio nacional ni definiéndola como la agregación de individuos humanos o como el conjunto de determinaciones que rigen su vida en común. Lo primero es mostrar que, como en el paso de la comunidad tradicional a la sociedad o asociación moderna, ahora transitamos hacia una realidad social como ensamblaje que descentra al ser humano. Lo siguiente es deshacerse del reflejo anti-fetichista de las ciencias sociales para poder admitir la agencia social por parte de los objetos, a lo cual nos ayuda bastante el entender como la lógica tecnocientífica de la mutua constitución de investigadores y objetos de estudio se extiende a la totalidad de la realidad social. Para terminar presento también la cara constructiva y propositiva de este posthumanismo.
    Palabras clave:
  • Sociológica posthumanista
  • Posthumanismo
My aim in this paper is to articulate and develop several arguments for a posthumanist, sociological perspective in which society is not confined within, and identified as, national space or defined as aggregation or structural determination of human beings. My first argument is a plea for a new social transition from the modern idea of association to the idea of a not human-centred assemblage, like we moved from community to society. In order make it easier to assume the social agency of objects I help to get ride of the anti-fetishism bias in social sciences and show, at the same time, how the logic of technoscience, in which researchers and scientific objects are mutually constituted, is pervading the whole social reality. Last, but not least, I undertake a brief presentation of the constructive side of posthumanism in Sociology.
    Keywords:
  • Posthumanist sociology
  • Posthumanism

Are not sociologists barking up the wrong tree when constructing the social with the social or patching it up with the symbolic, whilst objects are omnipresent in all the situations in which they are looking for meaning?

Latour, Bruno, 1996, p. 235

To be sure, the notion of a sociality with objects requires an extension, if not a stretching of the sociological imagination and vocabulary. If the argument about current postsocial transition is right, such extensions will be needed in several respects; to make them is perhaps the major challenge confronting social theory today.

Knorr Cetina, Karin, 1997, p. 2

1 Introducción

Para la mayoría de los enfoques sociológicos la sociedad es una realidad fundamentalmente humana, aunque, por extensión, también se pueda predicar del comportamiento de otros animales (simios, delfines, hormigas, etc.). Su definición ha tendido a concentrarse en dos fórmulas, que suelen ser antagónicas: por un lado, la que la identifica con la agrupación de individuos y con los efectos (queridos o no) de sus obras, interacciones o ambiciones; y, por otro, la que la concibe como un sistema o estructura de posiciones, comportamientos o comunicaciones humanas.

Este antropocentrismo o humanismo ha alimentado a la sociología desde su origen. De ahí que sus primeras denominaciones, como Moralsciences o Geisteswissenschaften, hacen de la moral (los valores) y del espíritu (la cultura) sus referentes nominales. Posteriormente, la práctica de la sociología ha estado ligada al estudio de los comportamientos humanos colectivos que se han ido desplegando en el espacio político de los Estados nacionales modernos. Su compromiso con el estudio de lo que agrupa y da cohesión a los seres humanos ha ido cobrando cuerpo en sus conceptos fundacionales: “sociabilidad”, “comunidad”, “asociación”, “solidaridad mecánica u orgánica”, etc.

El caso es que este humanismo reinante ha hecho que en Sociología los objetos hayan sido considerados como instrumentos o como mercancías, esto es, como entidades sobre las que recaen la intencionalidad y la valoración humana y que sirven como medio o freno para sus acciones. Ello ha limitado a la Sociología desde su origen, condicionando sus posibles modelos teóricos básicos.

Sin embargo, frente a esta concentración de lo social en lo humano, sean individuos, sus instituciones o el sistema relacional que los habilita y condiciona, se han ido desarrollando una serie de procesos históricos, referidos tanto a las condiciones materiales de la existencia social cuanto a los modos de conocerla, que han llevado a algunos autores a proponer la conveniencia de dar mayor presencia, incluso prioridad, a los objetos a la hora de entender qué es lo social, qué lo constituye y qué lo hace posible. Es lo que de una manera genérica Knorr Cetina (1997) ha denominado “objetualización”.

El propósito de este trabajo es presentar algunos de los principales argumentos que defienden esta mirada e intentar hacer alguna aportación a los mismos. En concreto la tesis que quiero defender es que, si el término “sociedad” condensa toda esa visión tradicional, hegemónica y, sobre todo, humanista de lo que es la realidad social, entonces quizá haya llegado el momento de hablar de una sociología posthumanista o post-social.

Espero que no sea una mera cuestión de gusto por lo post-, de estar a la última. La propuesta aquí recogida se sitúa más allá o más acá de la ya insostenible oposición entre dos simplificaciones humanistas: el progresismo ilustrado de la modernidad y el construccionismo posmoderno. Nuestra tesis se sitúa en ese mundo amoderno predicado por Latour y que está poblado de híbridos, monstruos y otras existencias promiscuas. Dicho en las siempre clarividentes palabras de Donna Haraway (1992/1999, p. 131):

[E]sto no será un cuento sobre el progreso racional de la ciencia, en una asociación potencial con la política progresista, que desvele pacientemente una naturaleza subyacente, ni será tampoco una demostración de la construcción social de la ciencia y la naturaleza que localice firmemente cualquier agencia del lado de la humanidad. [... E]l mundo siempre ha estado en el medio de las cosas, en una conversación práctica y no regulada, llena de acción y estructurada por un conjunto asombroso de actantes y de colectivos desiguales conectados entre sí

De hecho, ni los procesos históricos (el descentramiento del Estado-nación y la individuación) ni los argumentos (inscritos en el decurso de la teoría sociológica) que voy a convocar para defender nuestra propuesta van a ser muy novedosos. Además de por los autores a que me remito, ya han sido planteados por algunos de nuestros colegas, a los que también haré referencia, y hay ecos de ellos en trabajos recogidos en este mismo volumen. Incluso entre los clásicos ha habido algún intento de reconocer la relevancia social de los objetos, aunque esos intentos han estado cargados de una ambigüedad que hace perfectamente pertinente trabajos como este. A este respecto quisiera comentar dos casos distintos y representativos. Por un lado, José A. Santiago señala acertadamente (2005, pp. 317-319) que el mismo Emile Durkheim, en su Sociología de la religión, sostiene que la fuerza religiosa del objeto sagrado “no es otra cosa que el sentimiento que la colectividad inspira a sus miembros, pero proyectado fuera de las conciencias [... y], se fija en un objeto que así se convierte en sagrado” (Durkheim, 1912/1982, p. 214), en su teoría simbólico-sagrada de la sociedad y de la nación afirma que “el emblema no es tan solo un instrumento cómodo que hace más diáfano el sentimiento que la sociedad tiene de sí misma: sirve para elaborar tal sentimiento; es el mismo uno de sus elementos constitutivos” (1912/1982, p. 216). En este sentido tiene razón Santiago al afirmar que con Durkheim algunos objetos dejan de ser meras pantallas o receptáculos de la vida social para convertirse en elementos constituyentes. Encontramos así un antecedente clásico importante. Sin embargo, Durkheim no pasa de ahí y su propuesta queda bastante ambigua cuando, porque pocas líneas más adelante (1912/1982, p. 216-217) reduce esa “actividad de los objetos” a cosas duraderas en las que se inscriben esos sentimientos y que así consiguen que “también ellos se hagan duraderos. Esas cosas los recuerdan sin cesar y los mantienen perpetuamente despiertos: es como si la causa inicial que los ha suscitado continuase actuando”. Por ello también se puede interpretar que, para él, los objetos, los emblemas, no dejan de ser meros instrumentos. Por otro lado, Eduardo Bericat me ha recordado que Hanna Arendt hace del telescopio uno de los tres grandes acontecimientos que, junto al descubrimiento de América y a la Reforma, han alumbrado a la modernidad y determinado su carácter (Arendt, 1958/1993, p. 277). En concreto Arendt se refiere al “empleo que Galileo hizo del telescopio”, que le permitió establecer una evidencia empírica donde antes había especulación e inaugurar el punto de vista moderno, que “nos ha dejado un universo de cuyas cualidades sólo conocemos la manera en que afectan a nuestros instrumentos de medida” (1958/1993, p. 289), que nos ha hecho tratar a la Tierra y a su naturaleza “como si dispusiéramos de ella desde el exterior, desde el punto de Arquímedes [...] al riesgo de poner en peligro el proceso de vida natural” (1958/1993, p. 290) y que termina trayendo un “general relativismo” (1958/1993, p. 291). Quizá pueda verse aquí cierta atribución de agencia a la tecnología misma, pero mi me parece que todo ello ha de interpretarse como un lamento humanista ante la matematización de la ciencia y la preeminencia de la tecnología o, quizá mejor, como una ambigua relación con la técnica, que por un lado la reconoce en su valor y, por otro, denuncia el modo en que nos aleja de lo que constitutivamente sería el hábitat natural de la vida humana (ver Arendt, 1958/1993, pp. 295-296).

Por todo ello, si hay alguna innovación se encuentra sobre todo en la actitud de no querer seguir conviviendo con lo que acertadamente Ulrich Beck ha llamado conceptos e instituciones “zombis”, esto es, con muertos vivientes en el entramado de la teoría sociológica.

2 La Sociología más allá de las sociedades: Sociología post-social

El título de este apartado coincide con el del libro de J. Urry Sociology beyond Societies (2000), porque en él encontramos una de las más completas argumentaciones de cómo el descentramiento y deconstrucción del Estado-nación acaba alterando la naturaleza misma del tema específico de la sociología. Esquemáticamente su argumento puede ser resumido en dos pasos:

1º) La sociología a lo largo de todo su desarrollo ha venido identificando lo social con la sociedad, entendida como una de las “sociedades individuales” o sociedades ubicadas en el espacio político, económico y cultural del Estado-nación y constituidas por estructuras endógenas como la integración funcional o el conflicto social. Es decir se ha identificado lo social con sociedades nacionales.

2º) Sin embargo, en las últimas décadas se ha producido una multiplicación de diversos tipos de movilidad, como los viajes (reales o imaginarios), la transferencia de imágenes e informaciones o los desplazamientos físicos o virtuales, que ha trasformado lo “social como sociedad” en lo “social como movilidad1”. De este modo la sociología se ve obligada a plantear una nueva agenda en la que las redes, la movilidad y la fluidez descentran al concepto de “sociedad humana”.

2.1 El nacionalismo sociológico

El primer paso es el más fácil de seguir. Bastantes de nuestros colegas han insistido en ello de uno u otro modo. Recordemos, por ejemplo, que Alfonso Pérez-Agote no ha dejado de reiterar una vez más que ha sido el Estado el que se ha ocupado de cerrar territorial, política y funcionalmente las lógicas sociales (2005, p. 313), y que ello era efecto en gran medida de la extraordinaria potencia cohesiva del nacionalismo, capaz de generar una progresiva homogeneidad al interior del Estado y una heterogeneidad respecto a su exterioridad. Probablemente ha sido su dilatada experiencia como investigador del nacionalismo vasco lo que le ha permitido detectar que lo que subyace a la noción moderna y sociológica de “sociedad” no es sólo la realidad material y jurídica del Estado sino también la realidad ideológica y emocional del nacionalismo. Que es por lo que Beck ha podido afirmar que la Sociología ha estado presidida por un “nacionalismo metodológico”, mientras otros autores han afirmado que es un “nacionalismo banal” el que moviliza el maridaje entre las nociones de “Estado-nación”, “ciudadanía”, “sociedad nacional” y “sociedad” (John Urry, 2000, p. 6).

No es cuestión de indagar ahora nuestros pecados de juventud. Pero no deja de ser curioso que, si acudimos a las tesis centrales mantenidas en el momento de institucionalización del discurso sociológico (de los años veinte a los setenta), encontramos que éste queda caracterizado por estudiar la sociedad y esta definida de una manera que, sin aludir a su conexión con la nación, sólo puede ser satisfecha en el seno de un Estado-nación altamente autosuficiente. Otro tanto se reitera en el trabajo empírico, en el que cada sociedad se ha tomado como una “entidad social soberana”, a la vez que la mayoría de las relaciones sociales analizadas y de las estructuras sociales postuladas se han considerado desplegadas en el marco territorial de la sociedad nacional. Son estas tendencias y la multiplicidad de definiciones de sociedad lo que ha llevado a los más prestigiosos sociólogos contemporáneos, como Giddens, Mann o Wallerstein, a pedir que se deseche el término “sociedad” (Urry, 2000, pp. 6-8).

Tampoco deja de ser curioso que tal concepción sociológica, de base nacionalista, se corresponda, al decir de Urry (2000, pp. 9-11) con los principales ejes que, desde mediados del siglo XVIII, han constituido las condiciones de vida y experiencia de los ciudadanos y las instituciones del atlántico norte, esto es, se corresponda con:

  • que la ribera norte del Atlántico se ha “constituido en un sistema de sociedades nacionales”, en el que las sociedades, los estados y las naciones han estado profundamente interconectadas en su desarrollo;
  • que la industrialización ha hecho que el progreso humano sea medido en términos de su dominio sobre la naturaleza, apreciada como el reino de la determinación, la hostilidad y las materias primas; y
  • que el reinado del “capitalismo organizado” hasta los años setenta, ha hecho suponer que la mayoría de los problemas y amenazas económicos y sociales surgen y se solucionan dentro de las sociedades nacionales.

En esta correspondencia se muestra que son determinadas condiciones históricas las que han hecho que la sociedad nacional se convirtiera en la referencia material que hace verificable el único sentido compartido del término “sociedad”. Por ello no debe extrañarnos que sean también determinadas transformaciones históricas, que enseguida mencionaré, las que evidencian la limitación de tal sentido compartido y hacen así que hoy no se pueda identificar ya lo social con la sociedad (nacional). Pero, además, en esa misma correspondencia se muestra que el cierre nacionalista del concepto de sociedad va ligado a la contraposición entre lo humano (sociedad-cultura) y lo no-humano (naturaleza), que es por lo que la crítica a la noción moderna de “sociedad” nos conduce a la tesis del posthumanismo.

2.2 De la sociedad al ensamblaje

El segundo paso del argumento de Urry es menos común. Quizá lo único que realmente se ha generalizado de él hasta ahora es una cierta idea de que la noción de “sociedad” no puede ser el pivote sobre el que gire el desarrollo de la Sociología. Una sensación que expresa perfectamente Harrison White (2007, p. 194):

[‘S]ociedad’ en el vago sentido nacional que damos por sentado en nuestra vida cotidiana es una institución que, aunque merece ser estudiada, es inepta como guía para la práctica de la Sociología.

Pero aquí nos interesa ir un poco más allá y para ello necesitamos recordar cómo las trasformaciones históricas agrupables bajo el término polisémico de globalización, además de descerrajar y cuestionar la clausura nacional de la “sociedad”, han abierto la acción social a agentes no-humanos. Pensemos por ejemplo en cómo, en esta larga primavera de 2010, los automatismos algebraicos y financieros de los mercados financieros están poniendo en jaque a las economías de algunos países europeos, como Grecia, Irlanda, Hungría o España, y al mismo sistema del euro. Lo que encontramos son más bien, como dice Urry (2000, p. 13), niveles muy distintos de interdependencia global en un “capitalismo desorganizado” y, en lugar de sociedades (individuales), enormes e inestables poderes transnacionales que se entretejen con una creciente movilidad de personas, objetos, imaginarios y residuos.

A ello hay que añadir, como era de esperar, el desbaratamiento de la oposición sociedad – naturaleza. Algo a lo que, entre nosotros, ha apuntado Ernest García (2005) con su análisis crítico del concepto de “desarrollo sostenible”. La revisión de las dificultades que manifiestan los análisis teóricos y los estudios empíricos empeñados en dar pautas o indicadores claros sobre el desarrollo sostenible, que lo hagan controlable, le llevan a establecer dos consecuencias que son pertinentes aquí:

1ª) que la vida o existencia social hace imposible separar la aportación natural de la cultural, sea material (la producción), simbólica o de servicio (reproducción), pues todas ellas se interfieren y todas son imprescindibles (2005, pp. 292-295); y

2ª) que el autismo sociológico, del que es epítome la tesis durkheimiana de que lo social ha de explicarse sólo por lo social, sólo es justificable porque la sociología se ha desarrollado “en la fase expansiva de la civilización industrial [...,] los factores limitantes [del desarrollo] eran el capital y la fuerza de trabajo [... y se mantenía] la creencia en la constancia de la naturaleza” (2005, pp. 296-297), pero todo ello es insostenible “en la época de la manipulación genética y del cambio climático” (2005, p. 298) y, por tanto, ese autismo resulta injustificable.

A este mismo tipo de desarrollos “híbridos” y relativamente recientes se refiere también Urry a la hora de justificar este segundo paso de su argumento. Pero además a ellos añade otros como la miniaturización de las tecnologías electrónicas, a las que nos encontramos literalmente enchufados en los más diversos ámbitos; la creciente capacidad de simulación de lo cultural y de lo natural; la compresión espacio-temporal en los flujos de información; el aumento en cantidad e intensidad de desperdicios y virus itinerantes; etc. Con todo ello quiere mostrar que tanto los detractores como los animadores de la globalización se ven obligados a admitir que:

son estos objetos inhumanos lo que reconstituye las relaciones sociales. [...y que] Las capacidades humanas derivan cada vez más de las complejas interconexiones entre humanos y objetos materiales, incluyendo signos, máquinas, tecnologías, textos, medio-ambientes físicos, animales, plantas y producción de residuos (Urry, 2000, p. 14).

En consecuencia, la concepción de la agencia social, como capacidad de realizar una acción con sentido, de transformar el entorno o de seguir una regulación, no puede circunscribirse a las capacidades exclusivas de los seres humanos. Seguimos ejerciendo la acción, pero ni lo hacemos en las circunstancias que elegimos (Marx), ni somos los únicos que interviene en esa acción. De lo cual extrae el propio Urry (2000, p. 14) tres implicaciones relevantes:

  • “Los mundos humanos y físicos son elaborados interconectadamente y no pueden analizarse por separado uno de otro, como sociedad y como naturaleza, o como humanos y objetos”.
  • “El concepto de agencia ha de ser encarnado [...] mediante el análisis de los sentidos [...,] en términos de las relaciones entre las personas [... y de estas] con la ‘naturaleza’, la tecnología, los objetos, los textos, las imágenes, etc.”.
  • “Si no hay ámbito autónomo de la agencia humana, entonces no se debe pensar en la realidad social como un nivel específico que es resultado únicamente de la acción de los poderes específicamente humanos”.

En estas condiciones, no sólo se hacen añicos los límites de la nación a la hora de pensar la realidad social, también queda desbordada la polémica sobre si son los individuos los que hacen la sociedad o es ésta la que los define, a la que volveremos inmediatamente, ya que no es sostenible esa idea de lo social como algo puramente humano. Pero entonces, ¿qué es lo que teje o liga la trama social?

La respuesta no puede ser simple. Ha de tener en cuenta muchos y distintos ingredientes humanos, no-humanos, espacio-temporales, híbridos, etc., de los que probablemente no podamos dar cuenta como tales sino es en referencia a su aportación a esa realidad compleja, fluida, reticular y abierta que es la realidad social, y a su configuración en ella. En este sentido si es recuperable el papel del Estado-nación como un ingrediente constitutivo de lo social, pero no como fondo o marco determinante. En palabras de Urry (2000, p. 17), el Estado pasa de ser “un regulador endógeno de la gente à la Foucault a un Estado exógeno que facilita, regula y responde a las consecuencias de diversas movilidades”.

Lo importante ahora es haber mostrado que la desnacionalización de lo social, esto es, la vigente imposibilidad de seguir sosteniendo el concepto de sociedad sobre la base material y política que aporta el Estado-nación, con su territorialidad y su normativa jurídica, restituye la pregunta por los procesos y mecanismos que configuran lo social, esto es, reabre el interrogante nuclear de la Sociología.

3 De la interacción a la interobjetividad: anti anti-fetichismo

Este es el momento, por tanto, de recuperar una argumentación que, siendo favorable a nuestra tesis, se instala en el seno mismo de la pregunta sociológica. Aquí nuestro guía va a ser Latour, con su cuestionamiento del concepto de sociedad humana a partir de que la Primatología ha mostrado en las últimas décadas la complejidad existente en las sociedades de los otros primates y que en ellas la capacidad de acción tampoco es previa a las interacciones. En palabras de Latour (1996, p. 229):

Encontramos en el estado de naturaleza un grado de complejidad social que corresponde, más o menos, con las formas de sociabilidad descritas por el interaccionalismo. [... A]parentemente es un paraíso etnometodológico. [En el que] La construcción social literalmente depende sólo del trabajo de los actores mismos para mantener las cosas unidas y depende crucialmente de sus propias categorías. Cada acción está mediada por la acción de los compañeros, pero para realizar esta mediación es necesario que cada actor componga por sí mismo la totalidad en la que están situados 2.

¿Dónde está entonces la diferencia, que evidentemente existe, entre estas sociedades y las humanas? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que, según Latour (1996, pp. 230 y 234), mientras en los monos la interacción se da en continuidad con la totalidad social, pues no requiere más que la co-presencia de los cuerpos y la mutua atención, colaboración y mediación, de modo que es un encadenamiento de tales interacciones lo que (re)constituye la sociabilidad y recompone la totalidad social (el orden jerárquico, los rituales de presentación, las decisiones colectivas, etc.), en los seres humanos la interacción necesita aislarse espacio-temporalmente de las múltiples conexiones, condiciones y determinantes sociales que la hacen posible y están implicados en ella: es una interacción parcialmente dislocada o aislada (por una especie de membrana o marco) de una totalidad a la que, sin embargo, está conectada (por una red o membrana de relaciones heterogéneas).

De este modo la pregunta por la diferencia o especificidad de la sociedad humana se concentra en la tensa o contradictoria situación de aislamiento y conexión en que, en su seno, se encuentran las interacciones concretas y en la naturaleza de esa membrana o marco. Ambas cuestiones nos remiten, a su vez, a un problema clásico y central de la teoría sociológica: a la relación entre acción y estructura o sociedad. Un problema al que los interaccionalistas y los etnometodólogos han dado la espalda, encerrándose dentro del marco que aísla la interacción; y que los distintos estructuralismos han querido resolver con el supuesto de una estructura social que en realidad sólo se deriva de sus cálculos, gráficos y dicotomías y que obvia el asilamiento o enmarcado específico de las interacciones observables. Se ha producido así un salto insalvable entre estructura (o sociedad) y acción, que ninguna de las teorías sociológicas contemporáneas consigue salvar, pues todas han terminado cayendo en uno u otro lado de la dicotomía.

Ahora bien, plantea Latour (1996, pp. 232-233), por qué no volvemos la mirada a los otros simios y al hecho de que en ellos (en nuestros antecesores, en lo “dado primitivamente”) no se da ese salto, en ellos cada interacción recompone a la totalidad. Vemos así que, cuando la vida social, la sociedad, se reduce al puro mundo social de las relaciones entre personas y sus institucionalizaciones, las interacciones son co-extensivas con la totalidad social. Por lo tanto, si la Sociología no está equivocada y existe ese salto en la sociedad humana (independientemente de que pueda ser salvado práctica o teóricamente), no se puede mantener tal reducción y hay que aceptar que ese salto debe estar producido por algo más que lo estrictamente social. Algo que es precisamente lo que disloca, aísla y localiza una interacción, como los medios que la hacen posible; algo que produce los estiramientos, conexiones y agrupamientos que hacen de las estructuras algo general, como los mecanismos de cálculo, las herramientas o las compilaciones (Latour, 1996, pp.233-234). Y ese algo no puede ser otra cosa que los artefactos (lo no-social de la sociedad), que localizan las interacciones y globalizan las estructuras. En consecuencia, habría que fijarse en ellos para ver qué es lo que separa nuestra socialidad de la de otros simios y la hace mucho más complicada. Pero ¿qué son esos artefactos?

La respuesta tradicional, desde Aristóteles, ha sido identificar esos artefactos con los símbolos, como aquello que puede estabilizar las instituciones que rebasan la co-presencia. Pero para que los símbolos humanos puedan hacer lo que la contigüidad de los cuerpos no han podido, necesitan apoyarse en algo más que en la memoria y el raciocinio de los individuos: necesitan prácticas compartidas, instrumentalización y algún tipo de materialización. Por qué no apelar entonces, pregunta Latour (1996, p. 235), a los innumerables objetos que están ausentes de la vida de los monos y omnipresentes en la nuestra, tales como mesas, formularios, recibos, archivos, papeles, tinta, etc., que “literalmente” enmarcan y hacen posible las interacciones que se producen.

El marco que aisla la interacción humana y, a la vez, la conecta con la totalidad social no es una determinación estructural o material sino más bien una localización espacio-temporal, simbólica y material que acarrea trazas y estiramientos susceptibles de transportarnos a otros espacio-tiempo simbólicos y materiales, esto es, capaz de estiramientos estructurantes; capaz de producir lo que Giddens ha llamado estructuración.

Aquí resulta esclarecedor el ejemplo de la interacción que solemos tener en el mostrador de una oficina de correos, tal como lo presenta Latour (1996, p. 238): si por un momento apartamos la vista de la interacción misma con el funcionario, que se da a través de la ventanilla y mediante un formulario, nos vemos trasportados de modo suave pero firme no tanto a unas normas e instituciones sociales cuanto a la arquitectura misma de la oficina de correos, donde se configura el modelo del funcionario y el flujo de los usuarios. Mi propio comportamiento estaba en cierta medida anticipado, posibilitado, condicionado e inscrito arquitectónica, ergonómica, administrativa y estadísticamente en la agencia de la oficina. Yo mismo estaba inscrito bajo la categoría de usuario, que mi cuerpo ha actualizado en la interacción con el funcionario y que, a la vez, me enlaza con la ordenación material e institucional de la oficina de correos. El marco que sostiene, limita, encarrila y habilita mi interacción se configura, entre otras cosas, por el trabajo de los albañiles y carpinteros, quizá emigrantes, el mármol de la repisa, la fibra de vidrio de la rejilla, el papel del formulario, etc.

Tan pronto como se añadan los objetos, se verá que debemos estar acostumbrados a circular en el tiempo, en el espacio y a través de niveles de materialización –sin cruzarnos nunca con paisajes familiares, ni interacciones cara a cara, ni alguna estructura social que, como se dice, nos haga actuar (Latour, 1996, p. 238).

Al añadir los objetos como actores, que lo son por sus asociaciones con otros actores o actantes, humanos o no, se hace manifiesto tanto el carácter mediado de la agencia de los individuos, colectividades o instituciones (no la tienen por si mismos sino por las asociaciones que logran establecer) cuanto que al seguir las condiciones y mediaciones que hacen posible una interacción humana concreta nos vemos remitidos a otros espacio-tiempos y a otros actores, de modo que el salto entre ella y la totalidad social, así como la tensa relación de separación y conexión entre ambos, queda cubierto por innumerable artefactos involucrados. Son estos artefactos semiótico-materiales, no unas supuestas estructuras determinantes, los que facilitan el estiramiento espacio-temporal de las interacciones. La valla de madera, por ejemplo, estira o prolonga la custodia de las ovejas por parte del pastor; no es una mera extensión de sus brazos o de las manos del carpintero, sino un actante que, aunque ha llegado a serlo por la asociación con los otros, algunos humanos (como quién la colocó o quien la cierra por la noche), tiene distinta durabilidad, plasticidad, movilidad, etc. que los seres humanos o que las denominadas, con Durkheim, cosas o hechos sociales.

Son esos artefactos los que resumen, hacen accesible y durable las distintas labores sociales, incluidas las de otros seres humanos que nos han precedido y nos habilitan como agentes sociales. La más nimia interacción acaecida en Madrid y mucho más el conjunto de ellas, que alguien podría considerar como aquello a lo que en última instancia se reduce la sociedad madrileña (si tal cosa existe), no es factible sin una compleja red de materializaciones y procesos, como el sistema de control de semáforos, las redes de distribución de aguas, las instalaciones eléctricas, etc. Lo que encontramos no es alguna superestructura sino una multiplicidad de actantes de diversa naturaleza (humana y no humana) como ordenadores, cables, poceros, etc., que son los que, entre otras cosas, permiten hablar de “efectos de estructuración” y habilitan tanto nuestras (inter)acciones cuanto a nosotros mismos como actores sociales.

Por todo ello, en lugar de vernos como simios rodeados de objetos y de considerar a éstos como meros medios (instrumentos o mercancías), hay que entender que ambos, tanto los objetos como los humanos, somos ingredientes constituyentes de la realidad social: somos sus actantes en virtud de nuestra capacidad de mediación (entendida como introducción de diferencias semióticas o materiales) que no proviene de la nada sino que se deriva de las asociaciones que nos habilitan y que nuestras acciones sobrepasan o exceden.

Para terminar, una vez que se ha defendido que no hay diferencias ontológicas de nivel en lo social (entre la interacción y la estructura), sino diferencias de complejidad en las asociaciones de actantes humanos y no-humanos, Latour extrae (1996, p. 240) tres recomendaciones generales para lo que podríamos llamar una sociología (posthumanista) dispuesta a tratar con el cuerpo social como cuerpo y no como alma (falsamente) purificada:

  1. “tratar las cosas como hechos sociales”;
  2. “reemplazar las dos ilusiones simétricas de la interacción y la sociedad por un intercambio de propiedades entre actantes humanos y no humanos”; y
  3. “perseguir empíricamente los trabajos de localización y globalización”.

Mientras la tercera recomendación es de índole metodológico general y hoy puede ser aceptada por una mayoría, la segunda nos sitúa de pleno en una sociología postsocial y lo hace, además, a costa de impedir que se pueda seguir leyendo la primera como un “pensar sociológicamente los objetos” que remite fácilmente al anti-fetichismo, ese viejo ideal mítico y constitutivo de gran parte de la Sociología. A lo que nos conduce es a entender que los objetos, al menos algunos de ellos, son parte de lo que explica, no de lo explicado, sociológicamente.

3.1 Anti-antifetichismo

El mismo Latour ha reconocido (1996, p. 236) que una de las principales resistencias que suscita su propuesta nace del hecho de que la Sociología y la Antropología se han constituido como una tarea anti-fetichista, en el sentido de que uno de sus objetivos centrales ha sido buscar las fuerzas y realidades sociales que alimentarían a los objetos materiales (entendidos como simples cosas) y les insuflarían vida o capacidades de agencia social. No es la única resistencia a este tipo de propuesta3. Pero es la más arraigada y se ha estado alimentando del reparto de tareas entre las ciencias sociales y las ciencias naturales, que ha llevado a éstas a revelar lo que las cosas son en sí mismas, mientras aquellas se dedicaban a luchar contra los ídolos (del fetichismo de la mercancía en Marx al fetichismo de los códigos en Bourdieu), intentando revelar las relaciones sociales que subyacen a ellos. Lo cual ha sido, además, perfectamente coherente con el humanismo que ha amamantado a la Sociología, pues nada más que los seres humanos o sus instituciones tendrían capacidad de acción social.

Para ayudarnos a ver que los objetos si añaden algo específico a la realidad social (más allá de su objetificación) y podamos abandonar así este “reflejo anti-fetichista” Latour se lanza a reconsiderar el papel social de los objetos y la consiguiente redefinición de la acción social, que, como hemos visto, queda transmutada en actancia social. Pero me temo que no es suficiente, que la pulsión anti-fetichista es demasiado fuerte.

Por ello, siguiendo las indicaciones de Fernando Domínguez (2008), voy a acudir muy brevemente a una de las mejores reflexiones que se han dado a este respecto, la del antropólogo británico Alfred Gell. Su argumentación tiene la virtud y la dificultad añadidas de estar ligada a una interesante revisión de la antropología del arte, esto es, estar ligada a lo que podría ser la más humanista de las perspectivas científicas (la antropológica) cuando se dirige sobre la actividad más humanista (arte). Todo lo cual no le va a impedir defender que la antropología del arte es el estudio de las relaciones sociales próximas a los “objetos que median la agencia social” y que procede sobre la base de que “los objetos de arte son equivalentes a personas o, más precisamente, a agentes sociales” (Gell, 1998, p. 7). Por ello la argumentación de esta propuesta tiene una fuerza adicional, que, para nosotros, se incrementa por el hecho de que, huyendo del etnocentrismo que supone generalizar nuestra relación occidental y casi religiosa con el arte, se centra en un tipo de fenómeno artístico más general, perfectamente visible en las prácticas de brujería o de adoración de ídolos, pero perfectamente extrapolable también a nuestro mundo, y que le lleva a ver en el objeto de arte una mediación activa en la vida social y en lo artístico una acción material y simbólica que introduce un cambio, una acción en la que los objetos de arte son agentes. Ello ayuda, en general, a ver la contigüidad entre objetos de arte y artefactos (1998, p. 16) y, a nosotros en particular, a perder el reflejo anti-fetichista al apreciar cómo los fetiches (ancestrales o contemporáneos) pueden tener agencia.

Para Gell (1998, pp. 13-15) una situación o práctica artística es aquella en la que un objeto material (incluyendo sonidos, actuaciones, etc.) funciona como indicio o vestigio de una acción social, a la que nos remite y conecta de un modo no lógico (ni deducción ni inducción) sino naturalizado (abducción), como una sonrisa nos remite a una actitud amistosa. Ese objeto media en nuestra situación y, así, la transforma, como un actante. Por ello defiende que el objeto de arte es un agente social.

Es cierto que Gell suaviza esta tesis al afirma taxativamente que la agencia de los objetos artísticos es parte y efecto de interacciones y contextos sociales específicos: “los objetos artísticos no son agentes autosuficientes, sino sólo agentes ‘secundarios’ en conjunción con ciertos asociados (humanos) específicos” (1998, p. 17). Pero ello no los convierte en instrumentos, sino que les otorga una agencia específica. ¿En qué sentido, entonces, tienen agencia?

Para este autor la noción de agencia no tiene que renunciar a la más extendida de sus versiones en las ciencias sociales, que remite a la intervención de algo o de alguien (el agente) que tiene consecuencias (pretendidas o no) o altera la cadena causal en la que estaba inserto, de modo que ese “agente es la fuente u origen de eventos causales, independientemente del estado del mundo físico” (1998, p. 16). Pero tampoco debe renunciar a las nociones populares de agencia, esto es, a las ocasiones en las que en la práctica común atribuir agencia a alguien o a algo suele conllevar la presunción de que ese agente ha sido el inicio de una secuencia causal (1998, p. 17). A lo cual él añade la constatación de que toda acción, incluida la más específicamente individual es social y ha de ser conceptualizada en términos sociales, y de que el agente está, en tanto que tal, “inmerso en una textura de relaciones sociales” (1998, p. 17).

La conjunción de estos requerimientos nos da el sentido en que Gell atribuye agencia a determinados objetos, a saber, cuando, insertos en relaciones sociales, son fuente de una secuencia causal. Ésto deja abiertas formas muy diferentes de adquisición de agencia (social) para los objetos y especialmente para los ídolos y fetiches. Recordemos un par de ejemplos que sugiere el mismo Gell.

El primero lo encuentra en las relaciones de una niña con su muñeca, a la que ama y necesita. Ella (la muñeca) le cuida y atiende, de modo que la niña se desprendería antes del desagradable de su hermano que de ese trozo de trapo (¿sólo un trozo de trapo?). Y si este ejemplo nos parece irrelevante cambiemos a la niña por un adulto educado y a la muñeca por el David de Miguel Ángel: ambos “son ciertamente seres sociales, ‘miembros de la familia’, en todos los aspectos durante un tiempo” (1998, p. 18). Hay otros muchos casos parecidos como el de la agencia que desplegaron las esculturas y monumentos soviéticos en países como Lituania o Hungría, esto es, las variadas modificaciones y reacciones producidas tanto su instalación (durante la guerra fría) cuanto su desmontaje (tras la caída del “telón de acero”), que siempre fueron resultado de la interpelación que esas esculturas producían en la gente, como bien muestra la narración fílmica The Head elaborada por el escultor lituano D. Narkevicius en el verano de 2007 para el IV Skulptur Projekte de Münster (Alemania); o como podemos apreciar en lo que, en nuestro país, viene pasando con las estatuas, placas y otros restos objetuales del franquismo.

El segundo ejemplo nos remite a algo que no tiene de ninguna manera aspecto humano, ni como escultura ni como ídolo antropomórfico. Es el caso de la relación que hoy tenemos muchos conductores con nuestros coches, a los que no sólo consideramos como si fueran parte de nuestro cuerpo, nuestras prótesis, de modo que un daño o malfuncionamiento en el coche se traduce en una herida o dolencia personal, un ataque personal. También le atribuimos su propia agencia, e incluso en algunos casos personalidad con nombre propio: “sólo se avería de formas leves y cuando ‘sabe’ que ello no será demasiado inconveniente” (1998, p. 18) y si sufriera una avería nocturna en una carretera perdida sería como una afrenta, algo que le reprocharíamos. Probablemente muchos nieguen estos sentimientos y actitudes en público, pero no creo que sean tantos los que lo hagan en privado. Al menos yo no seré uno de ellos.

Llegados a este punto la tentación es evitar la idolatría o el fetichismo que esto pueda suponer queriendo explicar estos casos sobre la base de hechos sociales que una vez señalados podrían desmontar la agencia de esos objetos. Podríamos hablar aquí, por ejemplo, de que las actitudes y sentimientos de esos conductores son coherentes y satisfactorias en una vida cargada de artilugios mecánicos, o que esa creencia animista viene avalada por la cultura del coche (Gell, 1998, p. 19). Pero con todo ello no habríamos hecho más que señalar parte de la textura social en la que ese objeto cobra agencia, no que no la cobre. Especialmente desde el momento en que cada vez estamos más abocados a admitir que toda agencia, incluida la de las personas, es relacional y depende de la situación.

Quizá todo esto se vea más claro si terminamos haciendo una serie de puntualizaciones sobre la base de algunas ideas que Gell plantea con el propósito de mitigar lo paradójico que puede resultar su propuesta anti-antifetichista:

(i) No podemos decir de nadie ni de nada que sea agente hasta que “haya alterado el medio causal del modo que sólo puede ser atribuido a los agentes” (1998, p. 20). O lo que es igual, no es posible una acción humana que no se ejerza en el mundo material. Por lo tanto, las cosas son parte imprescindible de cualquier acción o agencia. Y, por ello mismo, la agencia parece más bien “una característica global del mundo de gentes y cosas en que vivimos, más que un atributo de la mente humana, en exclusiva” (1998, p. 20).

(ii) Haber distinguido, como ya hemos hecho, entre agentes primarios (seres intencionales) y secundarios (artefactos) no quiere decir que estos últimos lo sean de una manera metafórica, ya que cumplen todos los requisitos que hemos marcado para la agencia. Pensar, por ejemplo, que las minas plantadas por toda Camboya por los soldados de Pol Pot son “meros instrumentos o herramientas de destrucción” y toda la agencia y la responsabilidad cae del lado de dichos soldados es olvidar que un soldado no es sólo un ser humano, sino un ser humano con pistola, granadas, entrenamiento especial, etc. El tipo de agencia desplegada por esos soldados se hizo posible “a causa de los artefactos que tenían a su disposición, los cuales, por así decirlo, los convertían de meros hombres en demonios con poderes extraordinarios”. Incluso ellos mismos como agentes eran algo más que su propio cuerpo, también eran esas minas y quienes las habían fabricado y facilitado, así como las letanías de odio y miedo que inspiraban sus acciones (1998, p. 21), lo que llevará a Gell a hablar de “persona distribuida” y de “mente extendida”.

(iii) El caso de las minas nos ayuda también a entender que la aceptación de la agencia que poseen los artefactos y fetiches va de la mano del reconocimiento de que la agencia de los seres humanos no es innata, sino derivada de las conexiones que los constituyen como agentes (el soldado) y que el origen y despliegue de cualquier agencia tiene lugar en un medio configurado en gran parte por artefactos. Dicho con sus palabras: “la objetificación en forma de artefacto es el modo como se manifiesta y realiza la agencia social por sí misma” (1998, p. 21). Idea que nos devuelve a una de las tesis centrales de Latour (1991/1998), como es la idea de considerar a la tecnología como agencia social estabilizada o duradera, como materialización de las capacidades o poderes para desencadenar su uso. El cuestionamiento moral y político de la existencia, venta o distribución de determinados artefactos es una manifestación clara de que, en la práctica al menos, se les atribuye agencia social.

(iv) La agencia no parece tanto una característica de entidades particulares, seres con intencionalidad y corporalidad, por ejemplo, cuanto un hecho relacional y dependiente de la situación. Lo es en el sentido de que la capacidad de agencia se deriva de conexiones, pero también porque la agencia conlleva la conversión de algo o de alguien en receptor de esa agencia, en paciente. Cuando mi coche cobra agencia al dejarme tirado en medio de la noche yo soy (me siento) paciente de su acción: es agente en tanto yo sea paciente, esto es, sea afectado causalmente por su acción o dejación. De forma paralela, para que un conductor novel sea agente respecto al coche este tiene que ser afectado causalmente por su acción y no viceversa, que es lo que pasa al principio. Ahora bien, como este último caso ejemplifica, “los pacientes en las interacciones agente / paciente no son enteramente pasivos, pueden resistir. El concepto de agencia implica vencer la resistencia, la dificultad, la inercia, etc. (...) El concepto de ‘paciente’ no es, por lo tanto, simple, ya que ser ‘paciente’ puede ser una forma (derivada) de agencia” (1991/1998, p. 23). Lo cual abre todavía más las puertas de la agencia social a los objetos y se las cierra al aristotelismo que todavía alienta buena parte de la Sociología.

4 Sobre la individuación y sus reversos: la “objetualización”

Esta defensa de la agencia social que despliegan los artefactos y especialmente la afirmación del carácter relacional y situado de toda agencia social parece contradecir también un proceso histórico no sólo vigente sino especialmente vivo y significativo para todos. Me refiero a la individuación o proceso de paulatino aumento de la autonomía de los individuos respecto a sus condicionantes sociales o materiales. Sin embargo, atender a ese proceso histórico y, más específicamente, a los reversos que lo animan nos va a conducir, inesperadamente, a reafirmarnos en nuestra defensa de una Sociología posthumanista y postsocial.

Me voy a fijar en concreto en uno de sus principales reversos-posibilitantes, a saber, en el entramado científico-tecnológico, inseparable del capitalismo de consumo masivo. Con ese fin voy a recordar la tesis de Karin Knorr Cetina según la cual es precisamente la configuración tecno-científica de “entornos centrados-en-objetos” lo que estimula el abandono de las ligazones sociales más humanas y tradicionales (bases sustentadoras de la vida social) y la consiguiente autonomización (aparente) de los individuos, pues es esa tesis la que, en consecuencia, la lleva a hablar (1997) de “objetualización”, “socialidad con objetos” y “desarrollos postsociales” .

Como nos recuerda Knorr Cetina (1997, pp. 2-3), el proceso de individuación, entendido de forma general como un proceso en el que los seres humanos van ganando autonomía individual a costa de perder los lazos que le unen a la comunidad, surge con la modernidad misma, con el paso de la comunidad fraternal a la sociedad o asociación de intereses. Así se refleja en la teoría social desde sus comienzos (por ejemplo, el “individualismo” que Tocqueville aprecia en los EE. UU.) hasta los lamentos humanistas de los años setenta (por ejemplo, la “mente indigente” de Berger o la “cultura del narcisismo” de Lasch).

Ahora bien, durante la modernidad clásica aquella individuación inicial se vio acompañada de la expansión de una estructuración social que iba ligada al fortalecimiento del Estado-nación y se manifestaba fundamentalmente en las siguientes áreas: en la expansión de las políticas sociales y del estado de bienestar, con las que se pretendía dar respuesta a las consecuencias sociales de la industrialización capitalista; en el cambio de mentalidad en el pensamiento social que, con la identificación de fuerzas sociales impersonales o estructurales como tarea específica de la Sociología moderna, vino a reemplazar a las ideas liberales más propias de las revoluciones ilustradas; y en el desarrollo de las formas corporativas, evidente tanto en el crecimiento de la burocracia y de los aparatos estatales cuanto en el desarrollo de las grandes corporaciones industriales. “En resumen, dice Knorr Cetina (1997, p. 5), si la industrialización ha impulsado la individualización, también ha engendrado formas sociales de seguridad, incardinación e interpretación, mediadas por el Estado, los movimientos de trabajadores y otras fuentes”. Se impulsan la individuación y sus reversos, pero lo que parece una contradicción es en realidad una interdependencia.

Más curioso aún es que, con el desarrollo de la sociedad postindustrial y de la cultura de los conocimientos expertos, se ha producido una radicalización del proceso de individuación mediante el desmantelamiento de aquellas estructuraciones o expansiones de lo social, que lo habían alimentado antes, así: el “recalentamiento” e intento de desmantelamiento de la protección estatal; el retorno de las explicaciones genéticas de las acciones humanas; y la disolución de las grandes corporaciones estatales o privadas en redes de pequeños centros independientes y en mediaciones computerizadas. Ahora son estos procesos de desestructuración social o “des-socialización”, ligados al despegue de las sociedades globales que todo ello conlleva, lo que, en lugar de generar mayor densidad social, ha habilitado aún más la individuación y la disolución de lo social (moderno). De ahí que Knorr Cetina hable de desarrollos o transiciones “postsociales”.

Todo esto es bien sabido. Al fin y al cabo, la individuación constituye, junto al informacionalismo y la globalización, el mantra actual de la Sociología. Lo importante aquí es que Knorr Cetina nos ayuda a ver que esa radicalización del individualismo y esos desarrollos postsociales que la alimentan no tienen su núcleo en un vaciamiento de las relaciones sociales (por estiramiento o globalización), sino en una modificación de la textura social, de las interacciones y mecanismos concretos que alimentan la vida social, que pasan ahora a estar regidos por una nueva cultura: por los principios y ordenaciones de la cultura tecno-científica a la que hasta ahora no se había considerado como social. Por ello, al nombrar ese proceso de mutación de las formas básicas de lo social, habla de “criollización de lo social”, entendida (con José Carvahlo, 2007) como hibridación y fusión de ingredientes distintos que transforman lo social y lo alejan de su sentido original o moderno, y, consecuentemente, de “relaciones postsociales”, concluyendo, en definitiva, que lo que acompaña al descentramiento de las estructuras colectivas en favor de las estructuras de subjetividad en la vida social contemporánea no son relaciones a-sociales o no-sociales, sino postsociales, en el sentido de que inauguran otra socialidad: una socialidad de objetos.

4.1 Una socialidad de objetos

Veamos esta argumentación algo más despacio. Su premisa inicial es una tesis muy generalizada (de Bell a Habermas, Beck y Bauman) y, por ello, relativamente fácil de aceptar, a saber, que lo que ha originado la individuación ha sido el desarrollo industrial y lo que ha funcionado como motor de su radicalización ha sido el bombardeo de la vida cotidiana por parte del desarrollo exponencial de la tecnociencia, con los sistemas expertos informando la capacidad de elección, la seguridad y el cuidado de los individuos y con la producción tecnológica permitiendo la multiplicación del consumo y el estiramiento espacio-temporal de las relaciones personales (parejas que viven a cientos de kilómetros, por ejemplo).

Su siguiente premisa arranca de otra tesis común: en la sociedad postindustrial el conocimiento experto se ha convertido en regulador de nuestra vida. El problema aquí es que se ha tendido a ver ese cocimiento experto como un sistema autónomo opuesto (Habermas) o aliado (Giddens) a la vida social, como algo que se rige por una lógica (tecnocientífica) distinta de la lógica social. Sin embargo, tal separación no ha existido nunca, pues la tecno-ciencia es un fenómeno básicamente social, como muestran los Estudios sociales de la ciencia y la tecnología. A ello se une, por otro lado, la omnipresencia de la cultura experta en nuestra vida, que no sólo nos inunda de artilugios sino que convierte nuestros corrales, fábricas, guardería, ayuntamientos, etc. en espacios regidos por la cultura de conocimiento experto. “Una sociedad del conocimiento no es simplemente una sociedad de más expertos, de infraestructuras tecnológicas e información y de interpretaciones especializadas más que participativas. Implica que las culturas del conocimiento han diseminado y tejido sus hilos por toda la sociedad” (Knor Cetina, 1997, p. 8).

El tercer y último paso de su argumento consiste en ver que el conocimiento tecno-científico, al hacerse constitutivo de las relaciones sociales, inserta en ellas unas formas que abocan a la centralidad de los objetos. Si hay un rasgo de las culturas y prácticas tecno-científicas que han señalado tanto los estudios tradicionales sobre la ciencia como los nuevos o post-kuhneanos este es, dice Knorr Cetina (1997, p. 9), que tales culturas “giran en torno a mundos de objetos a los que se orientan científicos y expertos”. Y por lo tanto, en la medida en que hoy esté rigiendo la cultura tecno-científica, “tales mundos de objetos han de ser incluidos en una concepción ampliada de socialidad y de relaciones sociales” (1997, p. 9). Tales mundos de objetos pasan a ser no sólo sociales, que ya lo eran, sino centrales y rectores de lo social y, por ello, obligan a extender nuestra concepción de lo social, desbordando la cerrazón humanista y a hablar de una socialidad de objetos.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que, según Knorr Cetina (1997, pp. 9-14), esos objetos de conocimiento que perfilan “una socialidad centrada-en-objetos” son objetos que se salen de las dos categorías sociales básicas de objetos: no son ni instrumentos ni mercancías. A diferencia de los primeros, los objetos de conocimiento son constantemente evasivos o problemáticos, no dejan de desplegarse nunca, no están a mano, dispuestos a ser utilizados, a la vez, que son posibles pasos en la carrera de alguien o de algo. A diferencia de las mercancías, los objetos de cocimiento no son algo que sumar a nuestro haber o a nuestra identidad, ni algo que aliena a sus productores materiales, sino más bien algo de lo que el investigador carece, algo que, siendo objeto del interés de éste, no podrá terminar de ser adquirido y, por ello, genera una perpetua estructura de deseo, a la que queda ligado el investigador. De este modo la carencia de identidad o de cierre existencial de los objetos de conocimiento, así como su carácter cambiante y en continuo despliegue, son paliadas y, parcialmente, estabilizadas meced al trabajo de los investigadores, mientras la inevitable provisionalidad del trabajo de estos se mantiene por la cadena continua de deseos que el juego de presencias y ausencias de aquellos provee. Podemos decir que los unos “envuelven” la existencia social de los otros y viceversa (García Selgas, 2006). De aquí que la pieza clave de una socialidad centrada-en-objetos sea la “mutualidad” o constitución mutua, continua e inestable de los objetos por los sujetos y viceversa, que hace que todos ellos sean agentes en esa socialidad postsocial o posthumanista y que lo sean merced a su relación.

La cuestión, como decíamos al comienzo de este apartado, es que este tipo de objetos no sólo pueblan hoy nuestros despachos y laboratorios sino que se han dispersado por todos los ámbitos de nuestra vida, de la cocina a la empresa, llegando incluso a alterar la forma de ser de instrumentos y mercancías, de modo que “constituyen un lado escondido e ignorado de la experiencia contemporánea de individuación. Puede que, añade Knorr Cetina (1997, p. 23), parte del carácter épico de los cambios actualmente en curso tenga que ver con lo que he denominado ‘objetualización’, esto es, una orientación creciente hacia los objetos como fuentes del yo, de la intimidad relacional, de la subjetividad compartida y de la integración social”. De aquí que se apueste por que los lazos sociales, la socialidad, serán cuestión de relacionalidad con los objetos, como entidades en continuo despliegue (Knorr Cetina 1997, pp. 15 y 24-25), y no tanto cuestión de normas o valores compartidos o de posiciones en una estructura de relaciones humanas.

Parece, en conclusión, que la sensación actual de tener una enorme autonomía individual respecto a los lazos sociales y a los demás individuos, sin ser una mera ilusión, es una realidad hecha posible por la continua constitución mutua de personas y objetualidades y, por ello, es un fenómeno que no nos remite tanto a una “sociabilidad”, como predisposición innata (?) de los seres humanos a vivir con otros congéneres, cuanto a una “socialidad”, como cualidad que adquiere un conjunto heterogéneo de ingredientes humanos y no-humanos en su relacionalidad mutuamente constitutiva. De esta curiosa manera el fenómeno de la individuación nos remite hoy a una realidad social en la que los humanos comparten su cetro con ciertos objetos.

4.2 Tecnología y subjetividad

A una conclusión semejante se puede acceder de maneras menos contundentes, pero también menos complejas. Por ejemplo, podemos recordar que las subjetividades contemporáneas se van constituyendo en relación con la tecno-ciencia. Con ello no me refiero sólo al modo en que las tecnologías sociales, como la disciplina o los hábitos, configuran nuestro aparato conceptual, dibujan nuestras disposiciones y perfilan nuestras posiciones, sino también a cómo interviene en esos procesos las tecnologías materiales del tipo de la digitalización y la transmisión electrónica de la información. Si lo tenemos en cuenta podemos decir que las nuevas tecnologías, como antaño hicieron las viejas (herramienta, alfabeto y escritura), no son una mera mediación entre sujetos o entre éstos y los objetos, si no que las subjetividades, las capacidades de agencia, la propia mente (vista como mente extendida que desborda los límites del cerebro y se expande al cuerpo, a los papeles, a las pantallas, etc.) y las objetualidades aparecen constituidas y definidas por ellas. Aquí es donde, por ejemplo, cobra pleno sentido una de las tesis con las que Manuel Castells concluye su trilogía sobre la era de la información de que los medios de comunicación constituyen ya el medioambiente invisible que define y configura nuestras vidas, esto es, nuestras expectativas y deseos, nuestra imagen del mundo, nuestro mundo (Castells, 1998/2001, p. 420); configuran un nuevo medioambiente vital, que canibaliza al medioambiente industrial, esto es, que se lo traga y lo regurgita transformadamente, como el medioambiente mecánico ha hecho con el natural (Marshal McLuhan, 1995, p. 276).

Parece claro entonces que, en la medida en que la tecnología sea constitutiva de nuestro aparato perceptual y desiderativo, de nuestras subjetividades, de nuestras opciones y posibilidades, de las posiciones sujeto, de los actores sociales, de nuestro medioambiente vital, etc., y en la medida en que la producción tecnológica es una co-construcción de muchos y distintos agentes humanos y no humanos (Haraway, 1992/1999, p. 123) y es parte y efecto de la cultura tecno-científica orientada- por-objetos (Knorr Cetina, 1997, p. 22-23), en esa misma medida se pone en cuestión el ideal humanista que, desde el Renacimiento, ha querido otorgar la posición central y exclusiva de la existencia social a los seres humanos o a sus instituciones, a la vez que proclamaba la autonomía del ser humano (individual o colectivo).

5 A modo de resumen y conclusión: hacia el posthumanismo

El desarrollo de la Sociología ha estado condicionado desde sus comienzos por la idea de que hay una identificación originaria e intrínseca entre sociedad y relaciones humanas. Sin embargo, a lo largo de este trabajo hemos visto que si atendemos a procesos históricos evidentes como la descentralización del Estado-nación o la individuación y consideramos el desarrollo interno de la propia teoría social surgen argumentos para defender que ha llegado el momento de poner en duda aquella idea y plantearse la posibilidad de una Sociología posthumanista.

La identificación de sociedad con “sociedad nacional” y el “nacionalismo metodológico” que han presidido la Sociología se han visto desbordados por la multiplicidad de movilidades (materiales, imaginarias, financieras, personales, etc.) y por la imposibilidad de seguir contraponiendo conceptual y materialmente lo social a lo natural. De ahí que la Sociología haya ido adquiriendo una nueva agenda, como dice Urry, en la que las redes, la movilidad y la fluidez desplazan al concepto de “sociedad humana”, muestran que la agencia social no puede concebirse ya como exclusivamente humana o como dependiendo sólo de las capacidades humanas y reabren, así, la pregunta por el lazo social, la pregunta por la naturaleza de los procesos, mecanismos y entidades que configuran lo social.

Para intentar responder a esa pregunta hemos acudido, de mano de Latour, a la comparación entre las sociedades humanas y las de otros simios. Así hemos encontrado que, mientras éstas quedan conformadas (según la Primatología reciente) por el complejo encadenamiento de interacciones cara-a-cara, aquellas se han querido caracterizar (por la Sociología hegemónica) por la distancia entre las interacciones cara-a-cara y las estructuras generales. Pero lo importante es que de esa (aparente) distancia sólo pueden terminar dando razón los artefactos y objetos que permiten localizar o enmarcar las interacciones y estiran o globalizan las estructuras. Sería así la agencia social de los objetos la que, mediante su asociación con otros agentes humanos y no-humanos, muestra el carácter mediacional de toda interacción humana, facilita el estiramiento estructural y ayuda a dar respuesta a la pregunta por el lazo social.

Ahora bien, tratar a las cosas como hechos sociales nos enfrenta al ideal antifetichista que ha alimentado a la Sociología. Pues no es lo mismo considerarlas como efectos o receptáculos de la acción social-humana que como agentes sociales, que es lo que aquí se propone. Esto es, salvar la separación entre interacción y sociedad / estructura requiere estar dispuestos captar que los objetos, al menos determinados objetos como el automóvil o el ídolo religioso, tienen una capacidad de agencia social que desborda la que sus “fabricantes” han inscrito en ellos. De ahí que afirmemos que no habría socialidad humana sin la acción social de los objetos.

Por otro lado parece que esta tesis contraviene el segundo proceso histórico que queríamos considerar: la individuación o exacerbación de la autonomía de los individuos respecto a sus condicionantes sociales o materiales. Sin embargo, cuando reconsideramos las condiciones que hacen hoy posible esa experiencia de individuación nos encontramos, como hemos visto con Knorr Cetina, con que esas condiciones ya no vienen dadas por el fortalecimiento de las estructuras sociales de protección, de pensamiento y de organización, sino más bien por la transición (postsocial) de éstas a una textura social diferente, una textura tejida con los hilos de la cultura tecno-científica, que sitúa a los actores humanos, a los individuos y a su individuación, en una relación de co-producción con objetos inacabados y “seductores”, como los objetos tecno-científicos. Esta transformación es especialmente visible en algunas de las implicaciones que tiene la vigente configuración tecnológica de las subjetividades y de las posiciones sujeto.

De estos tres argumentos se deriva la conveniencia de que la Sociología se incline hacia un cierto posthumanismo. Pero ¿a qué nos referimos con eso del posthumanismo? No creo que haya una respuesta única y cerrada. Yo no la tengo. Me limitaré, en consecuencia, a mencionar las dos caras del posthumanismo, sin ir mucho más allá.

(i) La cara negativa de una Sociología posthumanista se concreta en desechar las dos ecuaciones que equiparan respectivamente la sociedad con la sociedad nacional y lo social con las relaciones complejas entre seres humanos.

A la mínima oportunidad se vuelve a apelar al humanismo y al cierre ontológico de lo social sobre lo humano como ejes del sueño ilustrado que son. Así ocurre, por ejemplo, ante la aparición de un nuevo “niño salvaje”4, que no sólo se toma como un caso que “nos demuestra la naturaleza social de la condición humana”, como recuerda el antropólogo M. Delgado y todos seguimos ratificando, sino que se utiliza para hacer de lo social la definición de lo humano y viceversa, a la vez que ambos quedan sustraídos de la naturaleza y opuestos a ella, como apunta, en ese mismo artículo, el filósofo F. Savater al afirmar:

Una reflexión básica que inspiran casos como el de esta chica camboyana (...) es que humanidad es una cosa que nos dan los demás, no es un mecanismo automático. En el útero social se produce nuestro segundo nacimiento, el que nos otorga verdadera carta de naturaleza humana. Los niños perdidos o arrojados fuera de la sociedad no pueden hacerse humanos, pierden la posibilidad de construirse un mundo, todo lo más un nicho ecológico.

Esta es la tesis humanista, la tesis del endiosamiento de los seres humanos “civilizados”, que el posthumanismo niega: la humanidad es un fenómeno social pero no son sólo los otros seres humanos (“los demás”) los que me dan mi humanidad, ni son sólo los seres humanos los que constituyen la sociedad. Para ambos procesos se requieren artefactos y otros seres no-humanos, algunos orgánicos (¿naturales?), por cierto. Tampoco se logra esa humanidad sustrayéndonos de la naturaleza, de ese “fuera de la sociedad”, pues nada hay externo a ésta para nosotros, todo se nos da en ella enredado, como ya decía Marx respecto de la praxis. Nuestra corporalidad es prueba rotunda, gozosa y dolorosa de ese complejo maridaje de cultura, sociedad y naturaleza que nos da la vida y nos constituye.

El posthumanismo huye del humanismo clásico que atribuye sin más a los individuos (socializados correctamente, por supuesto) la categoría de sujetos de su voluntad y de sus conocimientos, en tanto que actores con intencionalidad. Huyele de él porque, como dice Domínguez (2008), ese humanismo se basa en la “falacia de la abstracción o fetichización del individuo”, que obvia las múltiples relaciones y las mediaciones que hacen que alguien (algunos o algo) adquiera la posición sujeto. El posthumanismo no rechaza la pregunta sobre qué es el ser humano, sino que desplaza el modo de abordarla: es un desplazamiento hermenéutico en el que la individualidad y la sociabilidad son descentradas a la jora de seguir abordando esa pregunta que se sabe “inacabable”.

(ii) Posteriormente, sin embargo, también ha aparecido una cara positiva o constructiva del posthumanismo, que se manifiesta en el intento de redefinir lo social no como el enredo en lo (político-)nacional ni como ordenación de las relaciones humanas, sino como una socialidad que es parte y efecto de la mutua co-constitución de seres humanos, instituciones y artefactos.

La dureza de los hechos sociales se encuentra, como supo ver Durkheim, en que son algo que rebasa a los individuos, pero ese algo no son estructuras perceptibles sólo por las constricciones que ejercen en los individuos, sino también materialidades objetuales y su co-producción con los seres humanos. Por ello el posthumanismo, frente al aislamiento que implican los modelos teóricos substancialistas y frente a la diferenciación que predican los modelos estructuralistas o sistémicos, se alía con los modelos fluidos para defender que lo social carece de univocidad constitutiva y que se ve promiscuamente ligado a ámbitos como el tecnológico, el político o el corporal.

Ello supone, evidentemente, tener que reconsiderar nuestras nociones de cada uno de esos ámbitos, como hemos apuntado con el caso de la tecnociencia o como hace Chantal Mouffe con la política (que más que el gobierno del Estado sería el antagonismo y el arte de lo posible y Mary Douglas o Judith Butler con la corporalidad (que no es mero resultado del cruce de lo biológico con lo social sino que se constituye en base y referente del sentido social). Pero esto no quiere decir que lo social se convierta, así de enriquecido, en salsa de todos los platos, en centro del universo, pues los heterogéneos ingredientes materiales de cuya mutua constitución emerge lo social están simultáneamente dentro y fuera de ello, y se manifiestan y delimitan también conforme a lógicas semiautónomas (la lógica maquínica de la eficiencia tecnológica, la lógica de la hegemonía política, la lógica orgánica de la vida-y-la-muerte, etc.).

Así, lo que remarcamos con este posthumanismo es la naturaleza abierta, inacabada y heterogénea de lo social, incluyendo muy específicamente la acción o agencia social, de modo que sus límites son borrosos y sus ingredientes variados e inestables. Pero evidentemente ello tiene implicaciones concretas, como la afirmación de que la realidad social, lejos de ser una realidad exclusivamente humana, se constituye también en y por entidades no-humanas e incluso inorgánicas, o la propuesta de que, en lugar de hablar de la acción social, como algo exclusivamente humano, hablemos de la agencia social, como una realidad situacional y flexible que enlaza un conjunto diverso de posibilidades y de capacidades y que puede ser realizada por distintos tipos de entidades humanas y no-humanas.

Es más, a la hora de terminar el perfil inicial de esta cara constructiva del posthumanismo, podemos recoger tres de las nuevas reglas del método sociológico con las que, frente a las de Durkheim y a las de Giddens, Urry (2000, pp. 18-19) intenta ayudarnos a ver las emergentes entidades sociales híbridas:

  • “considerar las cosas como hechos sociales y ver la agencia como aflorando de las intersecciones mutuas de objetos y personas (...);
  • comprender que el carácter cambiante de la ciudadanía como derechos y deberes cada vez es más deudor de entidades cuyas topologías cruzan las de la sociedad;
  • iluminar la creciente mediación de la vida social según las imágenes circulan más rápido y más lejos hasta el punto de dar forma y reformar varias comunidades imaginadas”.

Por todo ello, como ya he dicho, parece más prometedor hablar de una socialidad heterogénea y posthumana que seguir dando vueltas en torno a la sociabilidad de las personas.

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