Para Javier Izquierdo,
el más inquieto y creativo
de nuestros ángeles custodios.
Más allá de su origen renacentista y de su inspiración en la Grecia clásica, el humanismo occidental ha supuesto una de las principales señas de identidad de la edad moderna, caracterizándola por hacer del sujeto humano, del hombre (sic), el centro del mundo y del logos (palabra y razón) el foco principal de su ser y de su hacer. Con su ímpetu, especialmente con su apuesta por el conocimiento como motor del desarrollo personal y colectivo, surgieron y crecieron todas las ciencias modernas. Sin embargo, una serie de paulatinas transformaciones históricas han ido mostrando los límites de ese humanismo tanto dentro como en el entorno de las ciencias. Ejemplos de lo primero son la imposibilidad de una fundamentación lógica de las matemáticas, el condicionamiento lingüístico del pensamiento o la disolución del sueño de la ciencia unificada, que han mostrada la intrínseca indeterminación del quehacer científico y de los desarrollos de la razón. Ejemplos de lo segundo, como la revuelta feminista o los movimientos postcoloniales, han venido a revelar el particularismo de género, etnia y clase que subyace al universalismo abstracto de ese humanismo moderno.
Las ciencias sociales o humanas han sido las ciencias más afectadas por estas limitaciones. Para ellas el humanismo, o quizá mejor el exceso de humanismo, ha terminado resultando una de las principales trabas para su despliegue como ciencias rigurosas y potentes. Por un lado, las ha mantenido como siervas de la política. Es cierto que estas ciencias surgieron enredadas en cuestiones morales o como mecanismos para el control estatal y que ello sigue perviviendo en sus condiciones epistemológicas; es posible que muchos de nuestros actuales estudiantes sigan acercándose a este tipo de ciencias movidos por su interés en cuestiones sociales, políticas o personales; parece incluso que es inevitable el que en la práctica de estas ciencias aparezcan antes o después implicaciones políticas o apuntes sobre opciones preferibles. Pero ello podría ser perfectamente conjugable con el objetivo de hacer de estas ciencias saberes rigurosos y potentes, capaces de llevar nuestras miradas, nuestra imaginación y nuestras capacidades tan lejos como lo han hecho las ciencias naturales, aunque sea a costa de revisar la posición que ocupan en la distribución y equilibrios de las múltiples relaciones de poder y de descentrar en ellas el lugar de los individuos. Por otro lado, el humanismo ha impedido que estas ciencias apreciaran la heterogénea composición de los seres humanos maduros, la multiplicidad de las condiciones que los hacen posibles, las diferencias de texturas y tendencias que pueden componerlos, etc. Se lo impidió incluso a lo que fue el primer intento de evitar los desastres del humanismo, esto es, al intento estructuralista de remitirse al imperio de la ley (estructural o del padre), con el que la revuelta actual contra el humanismo no pueda equipararse. Mou poco sentido tiene a estas alturas el querer reeditar las diatribas de Lévy-Strauss contra el voluntarismo de Sartre, los formalismos de una lingüística ciega al asiento de la pragmática o las sobredeterminaciones que Althusser encontraba por doquier. No es el cierre formal o categorial lo que nos asegura como ciencias, ni la sobredeterminación de las leyes lo que caracteriza a nuestras ciencias más paradigmáticas. Lo que las ciencias sociales necesitan es desarrollar un específico aparato teórico-metodológico capaz de hacernos entender la complejidad de un mundo irreductible a un punto de vista único y de permitirnos así percibir múltiples y, a veces, contradictorias fuerzas críticas o de resistencia en ese mundo.
Si hubiera que buscarle un antecedente a esta revuelta contra el humanismo quizá habría que remitirse, más por su espíritu de renovación y por la revuelta que originó que por el contenido, a Humano, demasiado humano, obra con la que Nietzsche comenzaba en 1878 su distanciamiento de lo que podríamos denominar la ideología filosófica occidental, moderna, esto es, se distanciaba del reinado de la razón y del moralismo y la fe que lo presiden y empezaba a centrarse en la vida, entendida como fuerza vital-natural, como voluntad de dominio, como cerebro-evolucionado, etc. Con Nietzsche, y con ciertas lecturas del evolucionismo a las que él mismo no era extraño en ese momento, se empieza a hacer pensable el ser humano fuera del referente cristiano de un espíritu (cultura, valor, etc.) encarnado y dentro del despliegue de la vida misma. El problema es que los desarrollos más consistentes de esta mirada que podríamos llamar para-humanista, como el recientemente realizado en nuestro país por los hermanos Castro Nogueira (2008), siguen amarrados al ideal de la unificación científica y a la búsqueda de esencias (psico-evolutivas en este caso) que fundamenten nuestro modo de relación con el mundo. Su loable intento de recuperar la materialidad biológica de nuestro ser resulta devorado por la universalización de la naturaleza humana, para la que no dudan en recurrir a naturalizar la socialización, y por la asumida voluntad de seguir considerando al ser humano como centro, eje o fin del acontecer. La cuestión ahora es mantener ese impulso de situar al ser humano en la corriente de la vida pero hacerlo sin las limitaciones que introduce ese centralismo de lo humano, digno descendiente del a-imagen-y-semejanza-del-creador: lo que necesitamos es pensarlo como parte y efecto del inestable flujo vital, conjunto abierto de complejos procesos materiales, energéticos y semióticos. Es cierto que esta propuesta nos impide seguir considerándonos el ombligo del mundo, pero quizá ello no sólo sea condición para el repunte de estas ciencias sino también para nuestra pervivencia.
En cualquier caso, los textos recogidos aquí apuestan, de modos diferentes y desde distintas cuestiones, por esa propuesta, esto es, por una mirada posthumanista que descentra a los individuos en la consideración de lo social y de su naturaleza histórica, que asume la complejidad, inestabilidad y multiplicidad del mundo que los hace posibles y que los sitúa como parte y efecto del flujo vital. De atletas a ovejas, de embriones a dispositivos digitales de visualización, de cultos cargo a objetivaciones tecno-científicas, todos y cada uno de estos trabajos muestran la multitud de diferentes seres que son ingredientes fundamentales de los complejos ensamblajes que actualmente constituyen “lo humano” como tal.
El primer texto, aunque se centra en el caso de la Sociología, hace consideraciones que, por tener un planteamiento básicamente teórico, son fácilmente extrapolables al resto de estas ciencias. En concreto, Fernando García Selgas recoge y desarrolla encadenadamente toda una serie de argumentos a favor de la mirada posthumanista que, se esté o no de acuerdo con ellos, nos ayudan a aclarar algunos de los rasgos característicos de dicha perspectiva, como su conexión con el rechazo al nacionalismo metodológico, esto es, con el rechazo a asumir la definición y el cierre del campo social por parte de los Estados nacionales, o su anti “anti-fetichismo, esto es, su crítica a que las denuncias de fetichismo sigan sirviendo fundamentalmente de cortada en todas las ciencias modernas para hacer de los seres humanos los únicos actores relevantes. La conclusión a que nos lleva apunta a la conveniencia de incluir los objetos técnicos o naturales como partes relevantes de la agencia social, a la necesidad de hablar (siguiendo a Gell) de “personas distribuidas” y a tener que aceptar la heterogeneidad de los constituyentes de lo social y de lo humano.
Para quienes no son de especial interés las diatribas teóricas quizá sea mejor comenzar acudiendo a aquellos trabajos que aplican directamente la mirada posthumanista sobre algún caso concreto y muestran ahí sus rasgos y potencialidades. Esto es lo que realizan los tres siguientes trabajos. En el primero de ellos se revisan las discusiones religioso-morales, técnicas y jurídicas sobre la humanidad de los embriones humanos que se han dado recientemente en nuestro país: sobre de qué, cuándo y dónde podemos hablar de un ser humano respecto al embrión. Lorena Ruíz y Carmen Romero se atreven a confrontar esas preguntas tan profundamente humanistas y tan conectadas con duras disputas ético-políticas desde los postulados posthumanistas. El arrojo y habilidad con que lo hacen las ayuda a sacar a la luz algunas de las entidades que, a pesar de ser muchas veces silenciadas o extrañadas, no sólo contribuyen a lo que puede calificarse de vida humana sino que la hacen posible, como ocurre en el caso del embrión con la madre o con los aparatos de ultrasonidos. Muestran así el carácter necesariamente abierto y disputado de las cuestiones que se habían planteado y, con ello, la imposibilidad de una definición esencial o preestablecida de la vida humana.
También Raúl Sánchez se plantea en el segundo texto un tema característico del humanismo moderno. En este caso es el del juego limpio en el deporte. Pero lo atiende desde la actual situación del deporte, en la que los complementos tecnológicos y farmacológicos generan serios problemas sobre qué es deporte y juego limpio y qué no lo es. En concreto, el autor viene a indagar en los procesos de constitución de las identidades, subjetividades y capacidades de una serie de deportistas cuyos logros han sido puestos en cuestión, como le sucedió a la atleta surafricana Semenya por las dudas sobre su “feminidad”. Al trabajar desde una perspectiva posthumanista, inspirada por Donna Haraway, sitúa la actividad deportiva en un ámbito que es simultáneamente humano y no-humano y, con ello, logra mostrar los juegos de poder y especialmente de tecno-bio-poder que hoy alimentan al deporte y que evidencian el carácter político del deporte contemporáneo, así como la insuficiencia e incluso los peligros de seguir apegados al humanismo que inspiró inicialmente al espíritu olímpico y al deporte moderno en general.
El objeto inmediato de referencia en la tercera aplicación de nuestra perspectiva es el mundo de los perros pastores. No es una elección extraña pues, como ya han mostrado Bruno Latour (1996) o Haraway (2003), autores básicos de la Teoría del Actor-Red que aquí se aplica, es un mundo semiótico-material que desdibuja la distinción entre objetos, animales y humanos sin hacer desaparecer a ninguno de ellos. El trabajo de Diego Carbajo nos hace atender a las múltiples mediaciones, del cencerro al cuerpo del pastor, que hacen posible esa práctica social que es el trabajo del perro pastor en un concurso internacional y que contribuyen a su indeterminación. Pero lo realmente original de este texto no es eso, ni que muestre que el perro pastor ejemplifica perfectamente una agencia social no-humana, ni que incorpore una narrativa parcialmente autobiográfica, sino el que, siguiendo los pasos de una intervención artística, convierte dicho concurso en un auténtico laboratorio social en el que se anulan, cambian o generan distintas variables sociales y se observan las consecuencias de ello. De este modo logra hacer visible tanto la inestable actividad social que acarrean las mediaciones no-humanas cuanto las cajas negras que se generan en esa misma visión, recordándonos así la imposibilidad de la visión total o divina, al menos para nosotros.
Las dos últimas contribuciones nos trasladan a un nivel de acercamiento algo más teórico que se centra en revisar críticamente cómo el antropocentrismo nos ha llevado a presentar y representar tanto lo social (como conjunto de individuos) cuanto nuestra relación con lo trascendente (ridiculizando los cultos cargo). Son dos trabajos de largo alcance, comprometidos con remover nuestro imaginario de lo humano. En el primer caso, Iñaki Martínez de Albéniz consigue con bastante habilidad hacer visible la complejidad, contingencia y fluidez de la realidad social mediante una ampliación de nuestro repertorio de imágenes de lo social. Para ayudarnos a salir de esas “trampas figurativas del antropocentrismo” que han supuesto el mecanicismo estructuralista y el cierre decisionista de la reflexividad recurre a distintas estrategias de composición visual y estética como la trama formal que alimenta una película de ciencia-ficción (Tron), la práctica de los hackers o una serie de dispositivos de visualización (googlegrama, aphrografía, microscopía y pixelización) que el permiten abrir la imagen del cuerpo politico-social a las cosas, a la tecnocracia y a otras cajas negras que constantemente lo recomponen.
El último texto puede resultar un tanto excesivo pues el barroquismo, con sus juegos de espejos, auto-referencias y apariencias, es la forma misma con la que Javier Izquierdo indaga en esa última vuelta de tuerca de la (falsa) oposición entre antropomorfismo y admisión de la agencia social no-humana que son los distintos cultos a las naves de carga. El autor repasa distintos cultos cargo, desde los que celebran algunos nativos de Nueva Guinea hasta la adoración de los ovnis, pasando por los mormones, Kubrick o Berlanga. Muestra que, más allá de la sonrisa que nos arrancan y de su continuidad con la doctrina del progreso, funcionan como nudo gordiano en el que las principales tecnologías modernas (aviación, cines) se entrelazan con dinámicas económicas y desiderativas, haciendo así evidentes los complejos ingredientes que animan nuestro imaginario, apuntalan la lógica misma de nuestro mundo tardocapitalista y evidencian la heterogeneidad de lo que habilita y constituye la vida humana.
Para terminar conviene decir que la forma en que finalmente aparece este texto se debe al hecho de que, en el curso de las habituales negociaciones sobre cómo ajustar los textos a las exigencias de una revista científica que se ve sometida a toda la neurastenia de la validación y la certificación, se nos fue Javier. Se nos fue uno de los científicos sociales más creativos de nuestro país, capaz de enorme rigor metodológico, especialmente con las técnicas cualitativas, y de una gran riqueza conceptual en sus propuestas teóricas. Nos dejó con los últimos correos sin contestar y con un irrefrenable deseo de seguir en esa comunicación virtual y cotidiana a la que nos ha acostumbrado el correo electrónico. Pero la generosidad y sabiduría del editor nos ha permitido saltar sobre aquella neurastenia y publicar un texto tan exuberante, que su autor, que sabía de su situación terminal y no nos dijo nada, plagó de aeropuertos simulados, cultos cargados de materialidad, ángeles del futuro y otras mediaciones que nos ayudan a transitar de una estrecha visión humanista de los individuos a una mirada más abierta que nos hermana con tiempos, espacios y entidades diversas. Es desde esa mirada desde la que confiamos en contar ya con un nuevo ángel custodio. Hasta siempre Javier.
Castro Nogueira, Luis; Castro Nogueira, Miguel Ángel y Castro Nogueira, Laureano (2008). ¿Quién teme a la naturaleza humana?. Madrid: Tecnos.
Haraway, Donna (2003). The Companion Species Manifesto. Chicago: Prickly Paradigm Press.
Latour, Bruno (1996). On Interobjectivity. Mind, Culture, and Activity, 3 (4), 228-245.