Complejidad Cultural

Cultural complexity

  • Juan Soto Ramírez
A inicios del 2007, un llamativo suceso se convirtió en el ‘foco de atención’ de la opinión pública: 600 internas de La Villa de las niñas de Chalco, presentaron síntomas como: mareo, náuseas, vómitos y problemas musculares. Una vez descartados los factores orgánicos y con el aval de la ‘ciencia médica’ se procedió a construir una versión oficial respaldada por la ‘ciencia’ y los ‘sistemas de expertos’. En las entrevistas televisivas aparecían ‘académicos’ de distintas instituciones del país opinando al respecto y lo sorprendente es que su ‘punto de vista’ sobre el caso, resultaba ser tan inverosímil como el de las instancias de salud. Incluso, como se verá, las ‘versiones académicas’ terminaron otorgándole, quizá sin quererlo, verosimilitud a la ‘versión oficial’ de la Secretaría de Salud. Lo interesante del caso es que las explicaciones que se produjeron para justificar la existencia de los ‘hechos’ se apegaron con estricto fervor romántico a las suposiciones hipnótico-epidemiológicas desarrolladas por la ‘psicología de masas’ de finales del siglo XIX y principios del XX. Sirva el presente ensayo para hacer una revisión no sólo del curioso caso de la villa de las niñas sino de la forma en que la construcción de versiones, descripciones y explicaciones, circulan de modos particulares y que el entendimiento de la forma en cómo circulan dichas versiones, descripciones y explicaciones, permite entender la complejidad cultural de cualquier entorno social.
    Palabras clave:
  • Histeria colectiva
  • Versiones
  • Descripciones
  • Explicaciones
  • Complejidad cultural
At the beginning of 2007, something attracted the attention of public opinion: 600 boarders of “La Villa de las niñas de Chalco” (a girls boarding school), presented symptoms like: dizziness, nausea, vomits and muscular problems. Once organic factors where ruled out and with the support  of “medical science” an official version of the facts was constructed, backed by “science” and “experts”. “Academics” of different Mexican institutions appeared on TV giving their opinions on the subject, and surprisingly their “points of view” on the case were as implausible as those of health authorities. Even, as I will show, the “academics’ versions” ended giving, maybe without wanting it, verisimilitude to the “official version” of the Ministry of Health.  Interestingly, the explanations that were produced to justify the existence of that “facts” were attached, with romantic fervour, to the hypnotical-epidemiological ones developed within “mass psychology” of late XIXth century and  beginnings of XXth century. This essay could be useful to understand the strange case of “La Villa de las niñas” but also to review the manner in which versions, descriptions and explanations are constructed and circulate in particular ways. Also, to understand the way in which these versions, descriptions and explanations circulate will allow us to understand the cultural complexity of any given situation.
    Keywords:
  • Mass hysteria
  • Versions
  • Descriptions
  • Explanations
  • Cultural complexity


Entre febrero y abril del 2007, en el internado La Villa de las niñas de Chalco, ubicado en Netzahualcóyotl, Estado de México (un municipio cercano al Distrito Federal), un llamativo caso tuvo lugar. Jovencitas de un internado presentaron síntomas comunes. Según el responsable de la Secretaría de Salud del Estado de México de aquel entonces, de las más de 4, 500 alumnas de dicha institución comandada por un grupo de religiosas llamado Hermanas de María, fueron 600 de ellas, quienes tras haber sido examinadas, presentaban algunos malestares comunes: mareo, náuseas, vómitos y problemas musculares, por ejemplo. Muchas de ellas fueron retiradas del internado cargadas por sus familiares o por el mismo personal médico pues no podían caminar. Uno a uno, los intentos fallidos por encontrar la causa del ‘extraño’ suceso se fueron descartando. Se descartó que la jovencitas, por ejemplo, hubiesen ingerido agua contaminada con orina animal. Situación que podría haber provocado leptospirosis entre las internas. Lo curioso es que las jovencitas que ingresaron a los hospitales se recuperaban pronto y eran dadas de alta rápidamente. Sobra decir quizá que las jovencitas eran explotadas maquilando prendas de vestir y no recibían paga alguna. Es casi obvio decir que las jovencitas eran de escasos recursos y que su permanencia en el internado les ‘garantizaba’, de una u otra forma, obtener un bachillerato debido a que sus familias no podían costear su educación. Después de que el caso salió a la luz pública y los medios sacaron provecho de la situación con su acostumbrado manejo sensacionalista, algunas internas que se atrevieron a hablar con los medios ya no fueron admitidas cuando quisieron regresar pues quebrantaron la solidaridad silenciosa que nutre la impunidad y sirve para ocultar diversas prácticas al interior de numerosos grupos sociales. Su ‘educación’ religiosa consistía, según los testimonios de algunas, en aprender a temer a dios, así como a las monjas, y rezar para purificarse1, entre otras actividades. Las formas de ‘reclutamiento’ utilizadas por las religiosas, prácticamente son muy parecidas al modus operandi de las sectas: recurrencia a estrategias de persuasión para inducir a las personas a ingresar2. Se supo también que las internas sólo tenían derecho a una visita familiar al año y un periodo vacacional en el mismo lapso. Sin derecho a realizar llamadas telefónicas y una estricta supervisión en el envío y recepción de la correspondencia. Según otros testimonios3, aparte de la disciplina férrea que se les imponía a las jovencitas a las internas se les administraban medicamentos no controlados que les producían dismenorrea, las clases que tomaban eran impartidas bajo cierta vigilancia de las mismas ‘hermanas’ y se prohibía que se tocaran temas relacionados con la política o determinados tópicos de la historia de México. Se cuidaba mucho que no tuviesen acceso a periódicos ni revistas, por ejemplo. En el internado se daba comida caduca, tanto a los profesores como a las jovencitas. Y así sucesivamente, es fácil imaginar no sólo lo que ocurría o sigue ocurriendo ahí dentro sino lo que ocasionó que se ‘destapara la cloaca’.

Varios legisladores aseguraron que se trataba simplemente de una cuestión de “amarillismo” mediático y que los testimonios provenían de jovencitas ‘malagradecidas’ que sólo habían recibido cariño durante su estancia en el internado4. Es muy probable que los legisladores no sepan que “al elegir entre distintos hechos posibles que compiten entre sí, uno puede decidir que sucedió el hecho que tiene una explicación y que el hecho que no tiene explicación [simplemente] no sucedió” (Sacks, 2000: 75). Es decir, que los acontecimientos (efectos), pueden explicarse, comprenderse y analizarse, gracias a la determinación de todo aquello que los originó (sus causas), cuyas explicaciones son no sólo sencillas sino contundentes y no entran en contradicción (todo aquello que dice un malagradecido no es creíble sino producto del enojo, de la rabia o del odio – todas ellas pasiones padeciendo el exilio de la razón – acumulado hacia alguien; los malagradecidos son ‘resentido sociales’ y, por lo tanto, sus testimonios no son susceptibles de ser tomados en cuenta). Existe pues, una relación entre los hechos y las explicaciones. A los hechos sin explicaciones se les denomina simplemente: ‘milagros’ (Ídem. 80). Y es muy probable que los legisladores tampoco sepan que los hechos exigen explicaciones que contribuyan al mantenimiento simbólico del orden social. De ahí que los dominios fenoménicos se conviertan en soberanos campos de batalla en materia de producción de ‘versiones’ de la realidad. “Las personas no producen descripciones porque sí; las producen por lo que pueden hacer en el contexto de una actividad” (Potter, 1998: 17). Esto es, las descripciones que producimos de lo que nos pasa, de lo que pensamos o de lo que experimentamos, no son inocentes. Se producen en ocasiones concretas que sirven a determinados fines5. Sin embargo, debemos aclarar, no todas las versiones sobre la realidad social, tienen el mismo ‘peso’ o generan el mismo ‘eco’ en la sociedad a la que pertenecen.

Como era de esperarse, frente a la suspicacia y el descrédito, frente a ese desorden simbólico que había generado el suceso, se emitió un comunicado oficial. Tan inverosímil como lo son la mayor parte de las comunicaciones oficiales de las instituciones y los órganos del gobierno. Se llegó a la determinación de que los síntomas que presentaban 600 jovencitas aproximadamente no tenían un origen infeccioso ni toxicológico sino que se trataba, sí, de un ‘trastorno psicógeno de la marcha’. Es decir, un trastorno motor de origen ‘mental’ cuya base, se asumió, no era orgánica sino psíquica. La conclusión no vino de la ‘gente de la calle’ sino de un ‘grupo multidisciplinario de expertos’ conformado, lea usted bien, por médicos, psiquiatras, sociólogos, psicólogos y antropólogos que le salvaron el pellejo a más de un legislador o funcionario que hacían malabares con sus explicaciones pseudo científicas al respecto. La ‘mágica’ versión de la Secretaría de Salud exculpaba, obviamente, a ese grupo de monjas caritativas al afirmar que el origen de dichos síntomas estaba determinado por el nivel socioeconómico de las internas, la situación de alejamiento familiar, el elevado número de alumnas en el internado y otros traumáticos eventos previos a su ingreso6. Frente a estas versiones saltan a la vista inquietantes preguntas que los funcionarios de dicha secretaría jamás se encargaron de aclarar. ¿Cuál era la formación y el currículum de dichos ‘miembros’7? ¿Cómo fue que a pesar de no ser un brote epidémico de consideración y tras haber descartado su carácter toxicológico e infeccioso, los síntomas podían circular, digámoslo así, de un cuerpo a otro? Si el nivel socioeconómico era un factor determinante para ‘contraer’ o ‘adquirir’ los síntomas, ¿por qué sólo se habían manifestado en 600 de las 4,500 internas? ¿Será que existen ‘clases’ de pobres? ¿Qué características especiales tenía al resto de las internas que no presentaron estos síntomas? Y como era de esperarse, las preguntas se quedaron sin respuesta pues la versión oficial generó un ‘foco de atención’8 que logró, bien que mal, unificar u homogeneizar la perspectiva de la realidad. De alguna forma la función de las ‘versiones oficiales’ de la interpretación o la traducción de la realidad es, precisamente, tratar de homologar los horizontes de significación de las colectividades. Impedir pues que los significados escapen al horizonte colectivo de una comunidad. Si los significados no se unifican se produce el descrédito y los ‘lazos de solidaridad’9 de una comunidad pueden verse amenazados por la producción de versiones autónomas.

Pero pensémoslo así. ¿Qué ocurre cuando en la producción de versiones se gestionan intereses en nombre de la ciencia? ¿Qué sucede cuando un dominio fenoménico es descrito con categorías científicas o pseudo científicas? Gracias al prestigio que se le atribuye a la ‘ciencia’ y a lo que dicen los hombres de ciencia (llamados ‘científicos’), se asume que la ciencia tiene una característica básica: es incorregible. No se equivoca “suceda lo que suceda”. No obstante sabemos que “en ocasiones se producen fraudes: un científico puede ocultar unos resultados o comunicarlos únicamente a ciertos colegas; también pueden darse prejuicios contra determinados individuos o grupos” (Potter, 1998: 35). El ‘hombre común’ no espera de un ‘científico’, escuchar alguna afirmación errónea (a menos que le hable de religión o que aquello que diga vaya en contra de lo que ha creído toda su vida). No obstante “la lección –y el problema– para el empirismo es que podemos ver lo que esperamos ver y no lo que simplemente está ahí […] lo que se ve está determinado por el objeto o por su impresión en la retina (Ídem. 38-39). Dicho en otras palabras, “lo que sabemos o lo que creemos afecta al modo en que vemos las cosas” (Berger, 1972/2000: 13). Cuando se gestionan intereses en nombre de la ciencia se puede proceder a la construcción de versiones del tipo ‘está científicamente comprobado que…’ Y acto seguido uno puede decir cualquier cosa que le venga en gana ya que se apela a la autoridad de la ciencia. Y, en efecto, “si un resultado es coherente con un cuerpo de teoría bien establecido, tiene más probabilidades de ser aceptado sin una discusión que si se cree que contradice una teoría establecida” (Potter, 1998: 40). Gestionar intereses en nombre de la ciencia no tiene otra finalidad más que la producción de ‘argumentos de autoridad’ (aunque bien podrían llamarse ‘autoritarios’ por paradójico que suene), caracterizados por su incuestionabilidad10. Sucede que cuando se gestionan intereses en nombre de la ciencia se cometen errores en el momento de producir versiones. Cuando se comenzó a hablar de histeria colectiva, seguramente muy pocos se percataron de varias cuestiones: a) en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales IV (DSM-IV), a la histeria se le denomina, ahora, trastorno de somatización11; b) se acepta la existencia de un tipo muy especial de histeria epidémica, pero no de histeria colectiva; y c) al tratarse de una compilación médica y psiquiátrica de los trastornos mentales, en dicho manual diagnóstico se considera que los trastornos motores están asociados a la administración de fármacos, no a factores psicógenos.

Mientras las explicaciones gubernamentales trataban de sostener con alfileres una realidad por demás inverosímil y los medios de comunicación volvían rentable el caso a través su acostumbrado sensacionalismo, tal como se ha señalado anteriormente, la ‘vigencia’ de las explicaciones propias del siglo XIX triunfaba una vez más en medio de una sociedad a la que le gusta coquetear y dejarse seducir por las explicaciones ambiguas, mágicas, místicas y poco serias. El famoso DSM-IV (1995: 366), ‘reza’ lo siguiente:

El trastorno de conversión no debe diagnosticarse si existe algún síntoma que se pueda explicar por un comportamiento o experiencia culturalmente normales. Por ejemplo, las «visiones» o los «hechizos» que forman parte de rituales religiosos no justifican un diagnóstico de trastorno de conversión a no ser que el síntoma exceda de lo esperado en tal contexto y cause malestar o deterioro. En la «histeria epidémica» un grupo de personas manifiestan síntomas comunes después de la «exposición» a un desencadenante común. Debe realizarse el diagnóstico de trastorno de conversión sólo si el individuo experimenta malestar clínicamente significativo o deterioro.

Uno de los principales problemas con la histeria epidémica no es precisamente si debe diagnosticarse en caso de experimentar malestares clínicamente significativos o deterioro posterior a la exposición de un desencadenante común, sino que radica en el hecho de desenmarañar el significado de lo epidémico. Es decir, ¿debemos asumir que lo epidémico es asunto de dos personas o de seiscientas? Más aún ¿dónde debemos detenernos? Se asume un significado implícito en el proceso de desciframiento de lo ‘epidémico’ como emocionalmente ‘contagioso’ (no infeccioso), pero no se explica cómo ocurre el contagio de las emociones. Ni los legisladores ni los grupos de expertos pudieron decirnos cómo fue que dichos síntomas habían brincado paulatina y subrepticiamente de un cuerpo a otro con criterios sociodemográficos y afectivos perfectamente identificables y sofisticadamente selectivos. Y aquí hay dos cuestiones que se ponen en juego. La primera tiene que ver con la noción del ‘contagio emocional’ perfectamente cultivada en la Europa del siglo XIX. Y la segunda se encuentra relacionada con la imposibilidad de desarrollar una teoría sociológica o psicosocial de las emociones que supere tanto los reduccionismos fisiológicos así como las simplicidades freudianas.

En 1895, el francés Gustave Le Bon12 publicó un libro titulado La Psycologie des foules (Psicología de las Masas), que se iba a volver célebre. Debemos recordar que Le Bon era médico y que utilizaba metáforas y analogías propias de los dominios médicos de la época. Señalemos también que para explicar la sugestibilidad y credulidad de las masas, se refiere al ‘contagio’ como aquello que permite que la sugestión no sólo ‘viaje’ sino que se ‘instale’ en los cerebros de las personas que forman parte de una multitud. A ratos, la propuesta de Le Bon, haciendo a un lado su tono racista, se asemeja a una psicología social de los comportamientos y las transformaciones individuales al interior de las masas. Y sí, en efecto, hay en su concepción un gran espíritu determinista en el momento de explicar esa especie de ‘retorno automático’ a lo primitivo y lo salvaje en el momento de estar ‘inmerso’ en una masa. Le Bon le atribuía ciertos poderes al ‘contagio’. Afirmaba que “el contagio mental, interviene asimismo para determinar en las masas la manifestación de características especiales y, al mismo tiempo, su orientación. Dicho contagio es un fenómeno fácil de comprobar, pero que sigue hasta ahora sin explicar y que hay que poner en relación con los fenómenos de índole hipnótica” (1895: 31). Incluso llegó a suponer que todo acto y todo sentimiento eran, por sí mismos, contagiosos. En la perspectiva de Le Bon (de hace más de cien años), la sugestibilidad es un efecto del contagio: “una tercera causa, de mucha mayor importancia, determina en los individuos que forman masa características especiales, que a veces son muy opuestas a la del sujeto aislado. Me refiero [decía Le Bon] a la sugestibilidad, cuyo contagio, anteriormente mencionado, no es sino un efecto” (Ídem.). Y todo parece apuntar a que en más de cien años, las explicaciones en torno a los fenómenos colectivos, no han superado las explicaciones decimonónicas emocionales del contagio. Las declaraciones tanto de los ‘hombres de la política’ como las de los ‘hombres de ciencia’ en torno al caso de las internas, eran propias de un tiempo de hace más de cien años. Quienes hacen declaraciones de esta índole en el mundo contemporáneo (y los hay), parecen no haberse dado cuenta de algo muy elemental que podríamos bien llamar el error de Le Bon. En la apuesta intelectual de Le Bon los “efectos homogeneizadores y bestializantes de la turba sobre la superior racionalidad individual” (Collins, 2009: 62), son esenciales para comprender su propuesta. Pero se olvidan que hay otra forma de mirar o de analizar dicho embrollo. Seguramente desconocen la propuesta de Durkheim y asumen: “la robinsonada de que el individuo racional existe antes que la experiencia social y que, por lo tanto, las masas están formadas simplemente por individuos cuyo nivel natural de racionalidad podría, o no, resultar menguado” (Ídem. 63). Es cierto, sostener esto implica olvidar que los grupos ayudan a socializar a los individuos y que incluso ayudan a estructurar su racionalidad. “Durkheim no tacha de animalescas a las reuniones grupales ni considera que rebajen a los individuos a un nivel infrahumano. Al contrario, apunta que esas concurrencias son las ocasiones en que se crean y ponen en acción los ideales morales. La vivencia de tales eventos es lo que hace que haya individuos heroicos, abnegados y del más alto valor moral” (Ídem.). La perspectiva emocional del contagio de Le Bon es una concepción bestializadora de los individuos estando en masa que olvida y nulifica la importancia de la ‘inmersión’ en una masa en el proceso de generación de sentimientos colectivos condensados en símbolos y del establecimiento de lazos de solidaridad, ya sean duraderos o contingentes, así como de la identificación con dichas ‘entidades’ colectivas. La permanencia en masa permite también la construcción de un orden simbólico que separa el ‘nosotros’ del ‘ellos’, que aglutina en los símbolos que instituye, dimensiones ‘sagradas’ (en lo propio) y ‘profanas’ (en lo ajeno), y que produce un orden moral13 y guías de corrección (incluso corporales). La participación en sociedad implica el acercamiento a las “experiencias formativas significativas que moldean a las personas [y que] cuando esas pautas se consolidan, tendemos a llamarlas [dice el autor] personalidades; cuando las abominamos, las llamamos adicciones” (Ídem. 67). Y bien podríamos adelantar una idea: “contra lo que implican la teoría freudiana y otras que como ella destacan las experiencias de la primera infancia, la socialización temprana no dura siempre; las EE [energías emocionales] y los sentidos simbólicos que no se reviven, se marchitan” (Ídem. 68). En efecto y afortunadamente, no somos esa especie de autómatas que vivimos de esos patrones-programa con los que nos topamos en el inicio de nuestras vidas. La perspectiva contagiosa no infecciosa de la sugestibilidad de las masas no es más que una concepción bestializadora de los fenómenos colectivos que ha sobrevivido con el paso del tiempo.

Y en este sentido la psicología social parece haberse endeudado a un muy alto precio con la medicina pues a más de cien años, las concepciones del sentido común (esa especie de pensamiento colectivo, público y a la mano de todos los ‘miembros’ de una comunidad), insisten en colocar a las emociones como algo que contagia, pero no infecta. Se puede pensar en la alegría o en la tristeza y la forma en cómo se amplifican o mitigan a través del ‘contagio’. Y se puede pensar en sus signos rituales14 como la risa y el llanto (que bien podrían ser entendidos como síntomas de algo desde una perspectiva médica y psiquiátrica: el llanto como síntoma de la depresión o la risa como signo de haber consumido cannabis, entre otros). Gracias a los enfoques y las explicaciones que sobre las masas, las colectividades y los públicos se desarrollaron a fines del siglo XIX15 y principios del XX, más de cien años después se ha convertido en una idea de sentido común que las emociones se contagien. Es una idea ‘incuestionada’, algo que ‘se asume que simplemente es así porque simplemente es así’. La idea del contagio emocional es un tanto incómoda, pero parece ser útil a muchos para brindar explicaciones sobre determinados fenómenos colectivos. Y es incómoda, entre otras cosas, por su debida dosis de mecanicismo en el entendido de que debiera ser uno el causante de todo el contagio emocional en una masa o un grupo. Y puesto el problema así parece demasiado inverosímil. Es como si en una masa se pudiera detectar al individuo cero, responsable de las emociones de todos los demás. Veamos: “Graumann (1988) resume el origen de la psicología de masas basándose en dos modelos diferentes. El primero deriva de la sugestión hipnótica, que de práctica terapéutica es adaptada como modelo de influencia social por psicólogos de las masas. El segundo se deriva de los descubrimientos epidemiológicos sobre el contagio bacteriológico de Louis Pasteur (1822-95) y de Robert Koch (1843-1912), y que aplicados a la explicación del comportamiento colectivo devienen en contagio mental” (Álvaro Estramiana, 1995: 12). Esta perspectiva del contagio emocional que ha sobrevivido al paso del tiempo, podemos verlo claramente ahora, tiene un origen, lo vamos a decir así: hipnótico-epidemiológico. Propio de finales del siglo XIX, pero que, como ya se ha dicho, parece ser el único argumento de autoridad con el que se cuenta en el presente para explicar diversos fenómenos colectivos. Y algunos podrían decir que no habría que tomarse tan en serio lo del contagio emocional porque se trata simplemente de la forma en que se utiliza una metáfora. Otros podrían decir que se está dando demasiada importancia al lenguaje y que se están tomando con demasiada literalidad las metáforas asociadas a los ‘saberes técnicos y científicos’, pero no es así. En el terreno de la psicología social experimental, obviamente y por sobradas razones, no se habla de contagio emocional. Sin embargo, se habla de un término mágicamente similar. Este es el de influencia social. Pero el concepto aporta poco para entender procesos colectivos al estar centrado en determinados ‘fenómenos’ como la persuasión, la conformidad, la aceptación y la obediencia sociales16. Entender los procesos colectivos desde la perspectiva hipnótico-epidemiológica no sólo implica entender la realidad como se entendía a finales del siglo XIX y principios del XX, sino implica suponer la existencia de un paciente cero. Tal como ocurre en las tan de moda investigaciones epidemiológicas contemporáneas. Y de ahí se desprenderían, al menos, tres situaciones típicas.

La primera, a la que bien podríamos llamar situación típica A del contagio emocional, implicaría un modelo lineal del contagio que se daría de manera ordenada y de forma secuencial por turnos sucesivos:

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Ilustración 1

Situación típica A delcontagio emocional

La segunda, a la que bien podríamos llamar situación típica B del contagio emocional, implicaría un modelo jerárquico e incluso estratificado del mismo.

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Ilustración 2

Situación típica B delcontagio emocional

La tercera, a la que bien podríamos llamar situación típica C del contagio emocional implicaría un modelo expansivo y simultáneo del mismo.

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Ilustración 3

Situación típica C delcontagio emocional

Los tres modelos hipotéticos, obviamente, implicarían algunos aspectos comunes: a) centralidad de A (paciente cero); b) concatenación (sucesiva y ordenada; o simultánea y ordenada); y c) predisposición natural al contagio emocional. En buena medida, la perspectiva emocional del contagio implica asumir que existe un nivel de resistencia cero a las fluctuaciones emocionales de A (paciente cero). Además de que en ninguno de estos tres modelos hipotéticos se podría explicar ¿cómo es que A reacciona emocionalmente y tiene la capacidad de contagiar a la congregación con la que se encuentra en copresencia física? O ¿cómo es que la comunidad aglutinada en copresencia física no tiene o no muestra resistencia (baja selectividad), al contagio emocional? Y puestas así las cosas parece ser que ninguno de los modelos hipotéticos anteriores podría explicarnos el por qué 600 jovencitas manifestaron síntomas similares en un lapso muy específico y en un espacio determinado.

Según ‘reza’ el manual diagnóstico que hemos referido páginas atrás: “en la «histeria epidémica» un grupo de personas manifiestan síntomas comunes después de la «exposición» a un desencadenante común”. Lo curioso fue que en ese llamativo caso, sólo existían los ‘efectos’, pero no las ‘causas’. Se llegó a decir que se trataba de un caso de histeria colectiva (ahora ya podemos entender por qué parece inverosímil hablar de ello en pleno siglo XXI), pero si el manual de diagnóstico está en lo correcto, entonces no se habló de ningún ‘desencadenante’. Es decir, lo curioso del asunto es que estábamos ante un ‘hecho sin explicación’:

uno puede elegir entre distintos hechos según la presencia o la ausencia de una explicación. Se usa de una manera absolutamente rutinaria […] Al menos en esta sociedad, los hechos y las explicaciones tienen una relación de ida y vuelta. Es decir, no es que si algo ha ocurrido, eso plantea el problema de ‘construir explicación’, sino que la noción que mantienen las personas sobre los hechos posibles es que son posibles los hechos para los que hay una explicación […] Eso es importante en esta sociedad, dado que ya no se puede recurrir a los milagros. Y, en parte, los milagros son de ese tipo. Son acontecimientos para los que no hay explicación, pero para los que se daría una explicación sistemáticamente, es decir, una explicación que no es de este mundo (Sacks, 2000: 80).

Esto nos lleva a poner en claro que las explicaciones del contagio emocional son eminentemente milagrosas, pero que, obvio está, producen los debidos ‘desvíos de atención’17 y la ‘gestión de intereses’18 en la opinión pública y resultan ser muy eficientes tanto en los dominios políticos y de los medios de información, bajo ciertas condiciones. Y se dice esto por algo que no deja de llamar la atención. Según el manual de diagnóstico referido, los trastornos motores son, generalmente, inducidos por medicamentos19. La lista de trastornos motores compilado en dicho manual de diagnóstico son, lea con atención por favor: pakinsonismo20; síndrome neuroléptico maligno21; disintonía aguda22; acatisia aguda23; disciniesia24; temblor postural25; y trastorno motor inducido por medicamentos no especificado26. Es decir, los trastornos motores no son inducidos por contagio emocional. Y si se trató de un caso de histeria epidémica (lo cual es muy poco probable), no nos dieron a conocer el desencadenante. Hasta donde sabemos, las jovencitas de la villa de las niñas ni siquiera habían recibido un mensaje trasmitido por la ouija.

En noviembre del 2006, en Huatabampo, Sonora27, al norte de México, 19 jóvenes a los que la tabla mágica les había augurado la muerte, presentaron síntomas similares: risa incontrolada, mareos, vómitos, alucinaciones y desmayos. Pero no se murieron. Este caso (por su contigüidad temporal), se tomaba una y otra vez como un ‘antecedente’ y una ‘referencia’ para tratar de explicar el suceso de la villa de las niñas. Pero había diferencias sustantivas entre uno y otro caso. Se parecían, pero el acomodo temporal de los sucesos (es decir, la relación entre las causas y los efectos), así como las situaciones contextuales, eran absolutamente divergentes. Los supuestos ‘especialistas’ tampoco lograron percatarse que existen un conjunto de profecías que se autocumplen. “Una profecía que se autocumple es una suposición o predicción que, por la sola razón de haberse hecho, convierte en realidad el suceso supuesto, esperado o profetizado y de esta manera confirma su propia exactitud” (Watzlawick, 1981: 82). Aunque es preciso hacer un señalamiento y tiene que ver con el hecho de que no siempre que hacemos una predicción o formulamos una suposición, esta se cumple. “La experiencia cotidiana nos enseña que sólo muy pocas profecías se autocumplen” (Ídem. 85). Es decir, las profecías que se autocumplen, sólo lo hacen bajo ciertas ‘condiciones ideales’ y sólo si la ‘realidad’ (y las personas, obviamente), colabora para que tengan éxito. En el caso de los jóvenes que dijeron haber jugado a la ouija había ya ciertas condicionantes necesarias para que todo ocurriera ‘tal y como lo había predicho la tabla’28: “desde hace mucho tiempo se conocen diagnósticos ‘mágicos’ en el cabal sentido de la palabra. En un trabajo ya clásico, Voodoo Death, el fisiólogo norteamericano Walter Cannon describe una cantidad de casos de muertes misteriosas repentinas y difíciles de explicar científicamente; se trata de muertes por maldiciones, hechizos o por la trasgresión de un tabú que entraña la muerte” (Ídem. 90). Es decir, en el caso de la comunidad de la ouija hubo una exposición a un desencadenante (‘el mensaje de la tabla’). En el caso de la villa de las niñas no. Y salvo que se vuelva a las explicaciones de los modelos hipotéticos del contagio emocional (A, B y C), no podrían más que haber sido ellas mismas sus propios motivos desencadenantes. Restándole el hecho de que a las primeras jovencitas que presentaron los síntomas se les aisló (lo cual podría haber reducido los efectos de la hipnosis-epidemiológica, pero no fue así).

Quizá los ‘expertos’, también pasaron por alto el curioso caso de las cabras miotónicas29 porque de otro modo podría ser que, sin haber realizado los respectivos exámenes, podrían haberles diagnosticado a las jovencitas de la villa de las niñas: miotonía congénita. Diagnóstico que podríamos descartar rápidamente pues según estimaciones una de cada cien mil personas tiene dicho padecimiento y al ser de transmisión genética la probabilidad de que 600 jovencitas con dicho padecimiento hubiesen quedado en el mismo internado es extremadamente remota. ¿No sería más bien que las jovencitas, después de un maltrato prolongado, hubieran podido desarrollar un tipo de parálisis provocado por el miedo a las hermanas? ¿No será que las internas podrían haber bebido agua contaminada y haber desarrollado algún tipo de leptospirosis? ¿No será que los síntomas que mostraban eran consecuencia de la ingesta de medicamentos no autorizados que se les administraban en el internado? ¿No son estas preguntas más ‘coherentes’ que nos acercan a una realidad más verosímil que la de la histeria colectiva? ¿No es cierto que una forma de desechar suspicacias frente a las versiones oficiales de los gobiernos consiste en convocar ‘peritos especializados’ y ‘contsruir versiones’ avaladas por la ‘ciencia’ para evitar todo tipo de cuestionamientos30? ¿No es más curioso aún (usted lo va a notar), que la directora, una monja de origen coreano, mostrase, en conferencia de prensa (lea con atención), un dictamen médico emitido por la correspondiente jurisdicción sanitaria que descartaba factores de origen orgánico como las causas de los síntomas de las jovencitas? ¿Será que las órdenes religiosas se sirven de los ‘dictámenes científicos’ a discreción? Es decir, ¿si la ciencia no contraviene la gestión de intereses de las agrupaciones religiosas entonces pueden aceptar sus afirmaciones? ¿Será que la ciencia y la religión pueden hacer las paces si hay intereses económicos o políticos de por medio? ¿La fe buscando confirmación en la ciencia? ¿No es este caso y muchos otros un claro ejemplo de cómo en pleno siglo XXI sigue triunfando la magia frente a la razón? Según lo que trata de defenderse y argumentarse en este breve ensayo, así es. Aunque suponemos que vivimos en una época dominada por la ciencia, lo que permite a algunos religiosos buscar cobijo en su manto de sabiduría, la ‘realidad’ nos demuestra que no es así. La ‘realidad’ se empeña en restregarnos en la cara que la ‘mentalidad mágica’ ha sobrevivido en nuestra época y parece triunfar por todas partes. “La magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no se preocupa de establecer, probando una y otra vez, si existe una relación repetible entre causa y efecto. De ahí la fascinación que ejerce, desde las sociedades primitivas hasta nuestro luminoso Renacimiento y más allá, hasta la pléyade de sectas ocultistas omnipresentes en internet” (Eco, 2007: 125). En efecto, la ‘mentalidad mágica’ es aquella capaz de reconocer sólo un proceso (de entre varios posibles), que implica el salto (mágico y automático), de la causa al efecto inmediato (provocado muchas veces por la contigüidad temporal y/o espacial; y a veces por simple casualidad). Y dicha ‘mentalidad mágica’ no es un privilegio del ‘hombre de la calle’ sino también de los gobernantes y, paradójicamente, de muchos ‘científicos’. “El presunto prestigio del que goza hoy el científico se basa en razones falsas, y está en todo caso contaminado por la influencia conjunta de las dos formas de magia, la tradicional y la tecnológica, que aún hoy siguen fascinando la mente de la mayoría” (Ídem. 130). No sería demasiado preciso hablar de un retorno a las explicaciones decimonónicas. Lo más correcto sería decir que muchas explicaciones o ‘visiones’ de la realidad, nunca se fueron. Que en realidad han sobrevivido a los embates del ‘pensamiento científico’. Esto nos permitiría afirmar que todo ‘pensamiento colectivo’ tiene un ingrediente fósil. Es decir, esa especie de pensamiento fosilizado que en vez de ser considerado como una ‘reliquia’ es considerado como una parte sustantiva en el proceso de construcción de afirmaciones y descripciones de los hechos sociales. En efecto, el pensamiento decimonónico no murió con el siglo XIX. Sino que sobrevivió y se sigue conservando, de diferentes formas, de manera sorprendente. Ni qué decir de los siglos anteriores. Bastaría poner atención a la multiplicidad de fenómenos contemporáneos y la forma en cómo se explican para poder encontrar vestigios de diversas ‘capas del pensamiento’ de distintas épocas. Pero esto no quiere decir, de ninguna manera y como podrían estarlo suponiendo algunos, que el pensamiento contemporáneo no tenga nada de original o que sea una especie de reciclaje de los pensamientos del pasado31. De ser así tanto Newton como Einstein no habrían tenido que compartir sus tronos jamás. Al pensamiento fósil se recurre bien por convicción, bien por conveniencia o bien por ingenuidad. Cualquiera de los tres casos es desastroso tanto para el ‘hombre de la calle’ como para el ‘hombre de la política’ o el ‘hombre de ciencia’.

¿Qué es lo más sorprendente del caso de la villa de las niñas? No precisamente los síntomas que hayan presentado o las causas del mismo o incluso la ‘cura’ que se haya brindado para remediarlos sino el uso de la fulgurante retórica decimonónica por parte de las instituciones de salud y los funcionarios públicos para construir una explicación y un conjunto de descripciones contundentes frente a un hecho sin explicación (para evitar confusiones, cabe aclarar que se dice esto de manera irónica). Frente a los hechos incuestionablemente verosímiles, tenían que construirse versiones de la realidad igualmente verosímiles. Pero las evidencias demuestran que frente a los hechos verosímiles se construyeron múltiples versiones de realidad totalmente inverosímiles. Es decir, casi mágicas. Y no se diga del apoyo que tuvieron de parte de los envalentonados académicos que salieron a cuadro en entrevistas televisivas brindando, a su vez, explicaciones acordes a la facticidad del pensamiento fósil del siglo XIX. La realidad recibía un revés mientras la eficacia simbólica de la epistemología del siglo XIX triunfaba flagrantemente. Se ha señalado hace ya bastante tiempo y no con mucha precisión que: “Todavía no hemos superado la interpretación de tipo metafísico en las ciencias sociales. Hallamos todavía hechos explicados en términos del ‘separatismo de los nativos’, ‘tendencias de la mente humana’, ‘el principio de la equivalencia de los hermanos’, ‘la democracia esencial de las tribus de las llanuras norteamericanas’, etc.” (White, 1949/1982: 369). Afirmación que podría parecer un tanto exagerada, pero más que nada es ‘desatinada’ en tanto que: a) no podemos afirmar que exista una ‘distribución homogénea’ del conocimiento en todas las sociedades; y b) de vez en cuando, el pensamiento científico, más que contaminarse con el pensamiento mágico termina combinándose con este. “En la neohabla desempeña un gran papel el elemento de la magicidad. Las palabras no tanto se refieren a la realidad, no tanto la describen, como la crean. Lo que se enunció autoritativamente, deviene real” (Glowinski, 1991/2006: 290). Cuando un conocimiento se convierte en eslogan, pierde todo su significado y toda su fuerza32. Para poder comprender entonces las ‘versiones oficiales sobre la interpretación de la realidad’ hay que esmerarse un poco en tratar de entender no simplemente el contenido de sus afirmaciones sino también el ‘abanico de situaciones en el circulan estos símbolos’ (Collins, 2009: 136). Muchas veces las explicaciones, cuando se convierten en emblemas, no resultan ser más que en meros símbolos vacíos, es decir, símbolos sin significado. Pero esto no elimina el alto poder de seducción que puedan tener aquellas, las explicaciones emblemáticas. Empaquetadas generalmente en fórmulas de sabiduría vernacular. Desenmarañar la forma en cómo se construyen y se ponen en circulación las explicaciones, las versiones y las descripciones en el ámbito de las ciencias sociales nos puede acercar, bien que mal, a la complejidad cultural de cualquier entorno social. A la historia y a la propia fundación de los pensamientos y explicaciones contemporáneas. Un cuerpo de conocimientos sin ‘memoria’ parece estar condenado al fracaso. Y como bien lo diría Eco (2007: 129):

“¿Cómo podemos esperar que la escuela proporcione una correcta información científica cuando aún hoy, en muchos manuales y libros que podríamos considerar hasta respetables, se lee que antes de Cristóbal Colón la gente creía que la Tierra era plana, cosa que es históricamente falsa, puesto que ya los griegos antiguos sabían que era redonda, y lo sabían incluso los doctos de Salamanca que se oponían al viaje de Colón, sencillamente porque habían hecho cálculos más exactos que los suyos sobre la dimensión real del planeta?

1 Referencias

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