La socialización ha sido una categoría privilegiada para explicar y comprender la producción del individuo social y ha aludido de manera especial al proceso de adquisición de las reglas que habilitan la participación en la vida socio-comunitaria. La preocupación sociológica tradicional ha sido, en general, la reproducción del orden socio-cultural por medio de la conformación de seres aptos para dar continuidad a un determinado sistema.1 Mientras que desde la psicología, se ha buscado en la socialización un concepto para referir al proceso mediante el cual el niño o la niña adquiere las herramientas básicas que le permitan participar en la vida social y establecer relaciones con otros miembros de su cultura o su grupo social.
Sin embargo, una vez asumida la centralidad de esta categoría hay diferencias en cuanto a la predominancia explicativa que es otorgada a diferentes factores en juego en el proceso socializador. Por un lado, se ha dado predominio a la inducción social como mecanismo por medio del cual se impone un conjunto normativo-valorativo relativamente uniforme, que al ser internalizado constituye un individuo social coherente y predecible. Mientras que desde otras posiciones, con mayor o menor énfasis en procesos sociales e intersubjetivos, se ha primado la actividad constructiva del individuo en el proceso de internalización de lo socio-cultural.
Particularmente en Psicología, tal como señalan José Sánchez Medina, Paul Goudena y Virginia Martínez Lozano (2005), en los debates generados en torno al concepto de socialización se revelan las grandes discusiones paradigmáticas que atravesaron el desarrollo de la psicología evolutiva en las últimas décadas. De modo general y sin concebir ambas posturas como homogéneas, ubican, de un lado, perspectivas individualistas que limitan las posibilidades de socialización al nivel de desarrollo (especialmente cognitivo) que el niño o la niña haya alcanzado. Por otro lado, hay posiciones que ponen énfasis en los procesos sociales como generadores de la conciencia y de los procesos psicológicos en general.2
Como señala James Wertsch (1999) esta cuestión discutida en Psicología, está implicada en los debates más generales de las perspectivas en las ciencias humanas que involucran una distinción entre individuo y sociedad. Por un lado, se supone que la forma de comprender los fenómenos sociales empieza por los procesos psicológicos llevados a cabo por el individuo. Por otro lado, como crítica a esta forma de individualismo psicologista, autores como Vigotsky, Dewey o Mead no sólo proponían la necesidad de ir más allá del individuo aislado para entender la acción sino que formularon que se debe comenzar con una descripción de los fenómenos sociales para analizar el funcionamiento psíquico de los individuos.
En opinión de algunos psicólogos, la Psicología ha conceptualizado demasiado al sujeto y poco al medio y en la medida que el estudio se ha concentrado en lo mental como lo interno, resulta que el sujeto como unidad de análisis es, en cuanto interno, segregado y aislado (Del Río, y Álvarez, 1994). Autores como Jerome Bruner y Helen Haste (1990) y Eduardo Martí (1994) coinciden en señalar respecto al campo especifico de la psicología evolutiva que la visión dominante ha tendido a ignorar el contexto o a considerarlo poco problemático en la explicación de los cambios de conducta que aparecen en el individuo a lo largo de su desarrollo.
Asimismo, en el campo de la Psicología Social hay quienes han dirigido fuertes críticas hacia la dicotomía individuo/sociedad por la cual se fundan esos términos, en palabras de Serge Moscovici (1985), como autónomos y constituyendo una realidad propia. Las objeciones más fuertes apuntan a la posición que toma al individuo como unidad de análisis y al psicologismo derivado que pretende explicar fenómenos sociales en base a características puramente psicológicas (Domènech e Ibáñez, 1998). Se trata de un abordaje del individuo como generador soberano de su comportamiento en sociedad, donde “lo social” se ha reducido a la mera interacción entre individuos (Correa de Jesús, Figueroa y López, 1994). Es decir que se ha tendido a ver lo social como agregación de acciones e intenciones individuales sin explicar la génesis de tales acciones o intenciones.
Bien es cierto que la manera disyuntiva de plantearse la resolución de los fenómenos sociales ha ido cediendo considerablemente, con la perdida de cierta hegemonía del marco estructural-funcionalista en sociología y del individualismo en Filosofía. En las ciencias sociales y en la psicología contemporánea han entrado en crisis ciertos presupuestos filosóficos, tales como la escisión individuo y sociedad, interior y exterior o naturaleza y cultura. Actualmente es difícil encontrar una defensa de posiciones tan polarizadas, entre la coacción estructural y el desarrollo como elaboración meramente individual. No obstante no siempre resulta tan claro desde qué dimensiones y niveles de análisis es posible superar tales dicotomías.
En lo que respecta a la socialización, pese a ciertos usos limitativos y reductivos, que traslucen posiciones dicotómicas, considero que es una categoría productiva para situar la comprensión de los procesos de subjetivación. Por ello me interesa argumentar que la intersubjetividad es un nivel fértil para analizar fenómenos y comprender procesos que no se encuentran ni en los fenómenos macro sociales, ni en los individuos aislados de su contexto institucional y grupal. Para el abordaje de la socialización la intersubjetividad es una unidad que permite desarrollar distintos niveles analíticos y analizar cómo operan factores en tensión en la trama de relaciones, en el marco de la acción cotidiana.
En tal sentido, dentro del campo de la Psicología Social, el trabajo de George Mead es basal en cuanto a proponer una ontología de la intersubjetividad. Influido por los principios evolutivos de Darwin, es uno de los primeros autores en esforzarse por formular una teoría de la persona como emergente de una matriz de relaciones intersubjetivas y de proponer a la comunicación simbólica como mecanismo para su emergencia (Armistead, 1974/1983; Collins, 1988; Habermas, 1981/1990; 1992; Joas, 1993; 1987/1995; Sánchez de la Yncera, 1991; Páez, Morales, Valencia y Ursúa, 1992; Barnes, 2002; Muchinick, 2003).
Como señala Claude Dubar (1991), Mead ha sido el primero en describir - de manera coherente y argumentada –el proceso socializador como la construcción del sí mismo (self) en y por la interacción comunicativa con los otros y a través de las relaciones comunitarias y societarias que se instauran entre los socializadores y el socializado. El esquema de constitución de la persona está anclado en el proceso simbólico, en la medida en que los símbolos y signos estructuran disposiciones comportamentales. El niño o la niña puede conferir sentido a sus comportamientos a partir de las interpretaciones que recibe de los otros, cuando éstos reaccionan a sus actos. De esta manera va incorporando al campo de su experiencia las actitudes sociales - en un principio particulares, ligada a los otros significativos - que progresivamente se generalizan hasta incorporar las actitudes organizadas del grupo social, que es lo que introduce organización en la persona.
En este trabajo intentaré mostrar la fertilidad teórica de las proposiciones contenidas en la teoría de George Mead, mediante la evaluación crítica de algunos escritos del autor, al tiempo que consideraré diferentes interpretaciones de teóricos contemporáneos como Jeffrey Alexander (1988; 1987/1995), Randall Collins (1988), Jürgen Habermas (1981/1990; 1992), Hans Joas (1993; 1987/1995) e Ignacio Sánchez de la Yncera (1991). Sobre esta base mi propósito es resignificar la socialización como categoría psicosocial, a partir de la acción intersubjetiva, instancia que pone en tensión la determinación que ejercen las coacciones del orden social y la contingencia y la capacidad organizadora del individuo, quien en la medida que se ajusta a ciertas estructuras sociales las convierte en parte de sí mismo.
Hay dos ejes que intento articular a lo largo del análisis en torno a las categorías de Mead: I. el proceso simbólico en el cual ancla la constitución de la persona, a través de los intercambios comunicativos en la acción intersubjetiva. II. la pluralidad de perspectivas que operan como referencia de las acciones y la diversificación de expectativas de comportamiento, lo que, en mi interpretación, abre a una conceptualización de la socialización como un proceso conflictivo de diferenciación social.
Dentro de la diversidad de pensadores pragmatistas, una línea común a ellos es el cuestionamiento a la dicotomía pensamiento-acción y el intento por superar la idea de acción como realización de fines determinados de antemano, sostenida por la Teoría de la Acción Racional. En cambio sostendrán que la definición de fines no es un acto de conciencia que tiene lugar por fuera del contexto de la actuación, ya que ubican el conjunto de funciones intelectuales de los individuos en términos continuos con su condición de organismos vivos sometidos a las demandas prácticas de un medio (Faerna, 1996). Dentro de este marco, la contribución distintiva de Mead es la investigación de los problemas de la acción intersubjetiva, aquella que implica que un actor es una fuente de estímulo para los otros y por ello tiene que prestar atención a sus formas de actuar pues éstas provocan reacciones en los demás y se convierten en condiciones para la continuación de sus propios actos (Joas, 1987/1995).
La teoría medeana se va constituyendo en el debate con las posiciones vigentes en el momento de su producción teórica (fines del siglo XIX y principios del XX), especialmente con el conductismo y el utilitarismo. Entre los cuestionamientos centrales que hace Mead se cuenta la objeción hacia las posiciones que adoptan como punto de partida explicativo al individuo como unidad en sí mismo, disociándolo de las demandas que enfrenta en su contexto de acción. Asimismo se opuso a la visión del ser humano como un mero “reactor” a estímulos suscitados por el entorno. Junto con John Dewey hacen una crítica a la idea de acción característica del behaviorismo tradicional, que la concibe a partir de tres fases: la estimulación externa, el procesamiento interno del estímulo y la reacción externa. En tal sentido la objeción principal se sustenta en que ésta perspectiva ha considerado a la acción, principalmente, como una conducta determinada por el ambiente. En contraposición, el punto fuerte de sus propuestas se asienta sobre la idea de la acción autorregulada (Joas, 1987/1995). Esto implica reconocer que la sensibilidad y actividad del organismo están tan genuinamente determinadas por el entorno material como por la autoconducción del organismo que puede indicarse a sí mismo, por medio de símbolos, las consecuencias de ciertos tipos de reacciones a determinados estímulos (Morris, 1957).
Aunque inscribe su Psicología Social dentro del marco del conductismo, establece una línea de ruptura con Watson por considerar que éste soslayó el estudio de las experiencias internas, aquellas que sólo son accesibles al individuo mismo:
...creo que Watson ha pasado por alto este aspecto de la conducta. Dentro del acto mismo existe un campo que no es externo, sino que pertenece al acto, y hay características de esa conducta orgánica interna que se revelan en nuestras actitudes, especialmente las relacionadas con el habla. (Mead, 1934/1957, p. 54).
Estas observaciones generales tienen relación con nuestro ángulo de enfoque. Éste es conductista, pero, a diferencia del conductismo watsoniano, reconoce las partes del acto que no aparecen a la observación externa, y pone el acento sobre el acto del individuo humano en su situación social natural. (Mead, 1934/1957, p. 55).
Sitúa así el estudio de la experiencia subjetiva en el marco de la experiencia social, pero no mantiene un dualismo paralelista ya que sostiene que la vivencia subjetiva y la conducta observable son parte del mismo proceso, el de la acción simbólicamente orientada.
Esta perspectiva tendrá importancia crucial en el trabajo posterior de Herbert Blumer, quien acuñó el término interaccionismo simbólico. La idea de acción significativamente orientada subyace a lo que el autor denomina como las tres premisas de este enfoque: a) “…el ser humano orienta sus actos hacia las cosas en función de lo que éstas significan para él.” b) “…el significado de éstas cosas se deriva de, o surge como consecuencia de la interacción social que cada cual mantiene con el prójimo.” c) “…los significados se manipulan y modifican mediante un proceso interpretativo desarrollado por la persona al enfrentarse con las cosas que va hallando a su paso.” (Blumer, 1969/1982, p. 6).
La otra cuestión que aparece como relevante entre los presupuestos de Mead es la formulación de una tesis anti-individualista. El autor se opone a la posición dominante en su época consistente en explicar lo social en términos de las conductas de los individuos que lo constituyen (Mead, 1909; 1934/1957), que tantas objeciones ha recibido en las versiones críticas de la Psicología Social contemporánea. En cambio propone analizar dentro del todo social constituido por una compleja actividad grupal, la conducta de cada uno de los individuos que lo componen:
...intentamos explicar la conducta del individuo en términos de la conducta organizada del grupo social, en lugar de explicar la conducta organizada del grupo social en términos de la conducta de los distintos individuos que pertenecen a él. Para la psicología social, el todo (la sociedad) es anterior a la parte (individuo), no la parte al todo. (Mead, 1934/1957, p. 54).
Si bien esta posición no va a ser dominante en los inicios de la disciplina, ya que ha prevalecido la tendencia a ver lo social como agregación de acciones e intenciones individuales, al menos sienta las bases para elaborar una ontología más compleja de lo social. A través de la acción intersubjetiva otorga centralidad a la impronta social en la constitución de la persona, sin descuidar los aspectos subjetivos percibidos en la experiencia.
En conexión con este nivel intersubjetivo aparece la categoría de socialización. Claude Dubar (1991) sostiene que Mead ha sido el primero en describir de manera coherente y argumentada el proceso socializador como construcción del self en y por la interacción comunicativa con los otros y a través de las relaciones comunitarias y societarias que se instauran entre los socializadores y el socializado.3
El cometido de integrar en una misma explicación, por medio de la socialización, el surgimiento de las normas con la constitución de la persona es una de las líneas re-interpretadas y profundizadas por Jurgen Habermas (1981/1990; 1992), quien enfatiza para ello el desarrollo de las interacciones comunicativas. Este filósofo intenta desentrañar el progresivo pasaje de un modo de comportamiento ligado a los repertorios instintivos, pasando por una regulación pre-lingüística (empleo de gestos), hacia la constitución de regulaciones dependientes de la comunicación lingüística. En este proceso ubica la clave para entender la constitución del comportamiento regido por normas y la formación de la identidad por medio de la adquisición de las cualificaciones necesarias para participar en interacciones normativas. Señala que la internalización de las normas conlleva una re-estructuración simbólica de las disposiciones comportamentales.4
Sin embargo, mi propia evaluación me hace juzgar que no se ha explorado cabalmente cómo la perspectiva de Mead sobre la socialización pone fructíferamente en tensión factores concernientes a la integración y cohesión – cómo se ajusta el individuo a ciertas estructuras sociales y las convierte en parte de sí mismo - con el tratamiento de la diferenciación social. Mead propuso que el sentido de sí mismo/a se va moldeando a partir de las perspectivas particulares de otros miembros de grupos sociales cercanos así como desde la perspectiva generalizada de la comunidad social a la cual se pertenece. Esto es, el individuo se experimenta a sí mismo a partir de las perspectivas de los otros concretos como de un “otro generalizado”. Con lo cual está considerando la diversidad de expectativas de comportamiento pero que operan a partir de cierta idea de un todo social.
En consecuencia con lo dicho, creo que son útiles las categorías normativas en Mead: juego y juego organizado, otro generalizado, role taking y las dos fases de la persona - “yo” y “mí” - en conexión con el concepto de acción. Desde allí encuentro la apertura para comprender la socialización a partir de las experiencias que vivencía el individuo entre una variedad de tendencias o “impulsos” en conflicto. Mead entiende el desarrollo en este sentido, como producto de las situaciones problemáticas que el/la niño/a enfrenta y que lo/la obligan a considerar la aparición de intereses distintos y constituir nuevos modos de acción (Barnes, 2002).
En lo que sigue estableceré algunas relaciones entre la acción intersubjetiva y las categorías normativas que explican la socialización. Estas conexiones permitirán elaborar una perspectiva que contempla tanto la determinación que ejerce las coacciones del orden social como la contingencia y la capacidad organizadora de los individuos. Al mismo tiempo justificaré que estas categorías constituyen un esquema productivo para articular dimensiones de diferenciación social en la constitución de la persona ya que contemplan la pluralidad de referencias y perspectivas de acción.
En términos del proceso socializador, Mead se basa en un modelo que apela a las formas relacionales características del play (juego) y el game (juego organizado) para explicar el desarrollo de la orientación de las acciones. En el primero, la acción está dirigida por expectativas particularistas de comportamiento que sólo tienen validez para una determinada situación de interacción. Mientras que en el segundo momento la acción se orienta por expectativas de comportamiento generalizadas que cobran validez normativa:
La diferencia fundamental que existe entre el deporte y el juego está en que, en el primero, el niño tiene que tener la actitud de todos los demás que están involucrados en el juego mismo. Las actitudes de los demás jugadores que cada participante debe asumir, se organizan en una especie de unidad y es precisamente la organización la que controla la reacción del individuo. (...) Tenemos entonces un ‘otro’ que es una organización de las actitudes de los que están involucrados en el mismo proceso. (Mead, 1934/1957, p. 184).
Simultáneamente, este modelo es usado por el autor para explicar el desarrollo social de la persona. Mead dirá que el niño pequeño, a diferencia del adulto, no está organizado aún, es fluctuante y cambiante. Por ello el modo relacional característico de la infancia temprana es el juego en el cual hay una sucesión de un papel tras otro y lo que se hace en un momento no determina lo que se hará en el siguiente. Puede advertirse una idea similar en Piaget (1934/1984) quien ha caracterizado una etapa de la vida infantil en la cual domina la ausencia de continuidad y dirección en la sucesión de las conductas, es decir que la acción infantil no ha sido transformada por las reglas y las normas, las que permanecen “externas” al/la pequeño/a.
Como subraya Alexander (1987/1995), en la etapa del play su captación de otros individuos aún no se ha generalizado. En cambio, en el game las diferentes actitudes que asume un/a chico/a están organizadas y esa organización ejerce un control definido sobre su acción:
En la primera de dichas etapas, la persona individual está constituida simplemente por una organización de las actitudes particulares de otros individuos hacia el individuo y de las actitudes de los unos hacia los otros, en los actos sociales específicos en que aquel participa con ellos. Pero en la segunda etapa del completo desarrollo de la persona del individuo, esta persona está constituida, no sólo por una organización de las actitudes de esos individuos particulares, sino también por una organización de las actitudes sociales del otro generalizado, o grupo social como un todo, al cual pertenece. Estas actitudes sociales o de grupo son incorporadas al campo de la experiencia directa del individuo e incluidas como elementos en la estructura o constitución de su persona, del mismo modo que las actitudes de otros individuos particulares; y el individuo llega a ellas, o logra adoptarlas, gracias a que organiza y luego generaliza las actitudes de otros individuos particulares en términos de sus significaciones e inferencias sociales organizadas. De tal modo la persona llega a su pleno desarrollo organizando esas actitudes individuales de otros en las actitudes organizadas sociales o de grupo y, de esa manera, se convierte en un reflejo individual del esquema sistemático general de la conducta social o de grupo en la que ella y los otros están involucrados. (Mead, 1934/1957, p. 188).
En este pensador pragmatista la adopción de la actitud del otro o role taking es el mecanismo que explica la incorporación de las actitudes sociales a la experiencia. Mediante la participación en los intercambios sociales el individuo se convierte en un “objeto para sí mismo” porque se descubre anticipando las actitudes de los otros que están implicados en su acción y ajustando su respuesta acorde a ello. Es decir que uno anticipa lo que el otro haría en respuesta a uno mismo y ajusta su propia acción; a su vez el otro hace lo propio. Esto ubica de lleno al role taking, como mecanismo socializador, en el campo de la interacción social. Puede notarse que las ideas de convertirse en un objeto para sí, anticipación y ajuste están ligadas con la concepción de acción autorregulada según la cual el actor tiene que prestar atención a su actuación pues ésta genera reacciones en el otro y se convierten en condiciones para la continuación de sus propios actos.
Hay que destacar que cuando se habla de actitud en el planteo de Mead se está aludiendo a un conjunto de reacciones que llevan implícita la significación de las cosas o situaciones hacia las cuales reaccionamos. La reacción de un individuo al gesto de otro conlleva la significación que hace de ese gesto (concepto éste que refiere a los movimientos y expresiones que realizan las personas, incluido el lenguaje). Aunque no debe pensarse, tal como apunta Alexander (1987/1995), que el significado es generado o descansa en la manipulación del individuo. Más bien se apunta a integrar la contingencia de la acción individual con el orden simbólico social.
Habermas (1981/1990) describe la operatoria del role taking desde la perspectiva de un niño (A) que se está socializando. Dados dos organismos en interacción, A emite un gesto que cobra significado para B, quien reacciona a ese gesto y esa reacción es una expresión de cómo interpreta el gesto de A. Cuando A realiza un gesto porque anticipa la reacción de B (y con ello la interpretación que éste hace del gesto), puede decirse que ha adoptado la actitud del otro. En la medida en que la reacción comportamental de un individuo (B) al gesto del otro (A) expresa su interpretación de ese gesto, el segundo organismo (B) aparece como un intérprete del comportamiento del primero (A).
Como pensaba Mead, el niño o la niña puede conferir sentido a sus comportamientos a partir de las interpretaciones que recibe de los otros, cuando éstos reaccionan a sus actos: “De modo que el niño puede pensar acerca de su conducta como buena o mala solamente cuando él reacciona a sus propios actos en las palabras que recuerda de sus padres” (Mead, 1913, p. 377). Más tarde, este proceso se desarrolla en el escenario interior del pensamiento donde opera como un “coro de voces”. Pero el mecanismo permanece social. Así es como el núcleo duro de la socialidad, en términos de Miquel Domènech, Lupicinio Iñiguez y Javier Tirado (2003), radica en que accedemos al sentido de nuestros actos desde el punto de vista que ofrece el “otro”.
Esta idea del coro de voces o de un diálogo internalizado será central para articular los procesos de diferenciación con la socialización, porque las expectativas de comportamiento sobre cada uno/a en una situación están relacionadas con las inscripciones múltiples dadas por las agrupaciones concretas de participación y las clases abstractas de referencia. De modo que en diferentes situaciones sociales puede haber expectativas sobre alguien para que se comporte como niño o como adulto, como alumno o como docente, como varón o como mujer, como miembro de un determinado grupo social, etcétera.
Ahora bien, la explicación de Mead acerca del surgimiento normativo en relación al role taking se asienta en relaciones simétricas, del niño con sus compañeros de juego o de dos participantes con iguales competencias en el proceso comunicativo. Es Habermas (1981/1990) quien introduce la consideración de la asimetría en este proceso.
El filósofo alemán analiza la emergencia de las normas desde la perspectiva de un niño A, quien no dispone de las competencias para actuar normativamente de que dispone la persona B con quien A interactúa. El mecanismo de la adopción de la actitud del otro no opera sólo sobre las expectativas de comportamiento sino también sobre las sanciones de las que B avisa cuando emite imperativos frente a A. Éste, en sus experiencias, aprende a captar la conexión entre el cumplimiento de un imperativo y la satisfacción del interés correspondiente (evitar la sanción y simultáneamente satisfacer un interés de B).
El cumplimiento de imperativos no sólo es una cuestión que se liga con sanciones positivas o negativas sino que se da en el marco de los cuidados que A recibe de B, por lo tanto, en el contexto de satisfacción de sus propias necesidades. Esta interacción socializadora se caracteriza por una diferente competencia y gradiente de autoridad. B domina un lenguaje proposicionalmente diferenciado y desempeña un rol social (madre, padre, abuela, educador) provisto de autoridad. El niño A sólo puede participar en interacciones simbólicamente mediadas y ha aprendido a expresar deseos y necesidades y a entender imperativos. En un principio, las expectativas de comportamiento contenidas en los imperativos aparecen ante A como algo externo, tras lo cual está la autoridad de las personas de referencia.
De modo que A y B parten de una desigual distribución de medios de sanción y B no sólo vincula el anuncio de imperativos a posibles sanciones sino a la expectativa generalizada de que A, en atención a los cuidados que recibe de B, se muestre obediente. A anticipa esta amenaza y al obedecer el imperativo de B, hace suya esta actitud de B hacia él. Esta es la base de la internalización de actitudes y por lo tanto de la interiorización de expectativas particularistas de comportamiento.
Esta etapa de internalización de las actitudes de los otros particulares supone un proceso progresivo de ampliación según el cual el infante empieza anticipando las reacciones conductuales del otro concreto hasta llegar a anticipar, no ya los comportamientos, sino las expectativas comportamentales del alter. Pero recién se puede hablar del ingreso a una etapa de acción dirigida por normas cuando las expectativas de comportamiento se abstraen de las personas concretas de referencia y se generalizan. Esto es lo que expresa la categoría medeana de otro generalizado:
Tenemos entonces un “otro” que es una organización de las actitudes de los que están involucrados en el mismo proceso. La comunidad o grupo social organizado que proporciona al individuo su unidad de persona pueden ser llamados “el otro generalizado”. La actitud del otro generalizado es la actitud de toda la comunidad... (…) es en esa forma que la comunidad ejerce su control sobre el comportamiento de sus miembros individuales; porque de esa manera el proceso o comunidad social entra, como factor determinante, en el pensamiento del individuo. (Mead, 1934/1957, pp. 184-185).
La instauración del otro generalizado, en la medida que representa una organización definida de la comunidad (la serie de actitudes organizadas de los otros), incluye un factor de determinación en la persona. Es la fase que Mead ha llamado el “mi”:
Las actitudes de los otros, que uno adopta en cuanto afectan su propia conducta, constituyen el “mi”... (...) Supongamos que se trata de una situación social que tiene que resolver. Se ve a sí mismo desde el punto de vista de uno u otro individuo del grupo. Estos individuos, relacionados todos juntos, le confieren cierta persona. (Mead, 1934/1957, p. 203).
El “mi” es una instancia que designa el sistema de control de los comportamientos construido por el/la niño/a, al adoptar frente a sí mismo las expectativas del otro generalizado. El individuo puede regular su participación en el acto social porque dispone para sí de los papeles de los otros involucrados en la actividad común. Tal incorporación de las actitudes del grupo social introduce organización en la persona. Mead propone que:
…en la medida en que el individuo despierta en sí las actitudes de los otros, surge un grupo de reacciones organizadas. Y el que logre tener conciencia de sí se debe a la capacidad del individuo para adoptar las actitudes de esos otros en la medida en que éstos pueden ser organizados. La adopción de todas esas series de actitudes organizadas le proporcionan su “mi”; esa es la persona de la cual tiene conciencia. (Mead, 1934/1957, p. 203).
Esta parte de la teoría de Mead - influenciada por las ideas de Williams James sobre el self y de Cooley sobre el “yo reflejo” o “imagen en espejo” - tiene que ver con su intención de explicar la transformación de la individualidad biológica en persona con conciencia de sí en términos de las conductas organizadas del grupo y a lo largo de las sucesivas experiencias sociales. Tal conversión es inseparable de la emergencia normativa, ya que no sólo las actitudes de los otros particulares sino la organización de actitudes sociales del otro generalizado (las normas), al ser incorporadas al campo de experiencia del individuo quedan incluidas como parte de la constitución de su persona.
En términos habermasianos se podría decir que el ingreso a una etapa de acción dirigida por normas implica que el simbolismo ha penetrado las motivaciones y el repertorio comportamental, ha creado orientaciones subjetivas y sistemas suprasubjetivos de orientación. Esto es, la adopción de expectativas de comportamientos normadas (que corresponde al game o juego organizado) constituye esquemas de comportamiento re-estructurados simbólicamente por el lenguaje (Habermas, 1981/1990). 5
Hay acá una idea de totalidad – el otro generalizado – que opera como contexto de significación de las acciones individuales. Desde esta instancia de referencia el hacer del niño o la niña va siendo significado. Es interesante esta idea porque permite destacar una cuestión relevante respecto a la socialización: el/la niño/la va entrando progresivamente en procesos en los cuales su comportamiento pasa a ser significado en función de cierto todo. Aunque las reacciones frente a la cualificación que recibe de su totalidad contextual pueden ser infinitas.
Sintetizando el planteo, se puede decir que la instancia del “mi” propuesta por Mead:
Pero el planteo no se agota acá ya que Mead diferencia el “yo” del “mi” de un actor y con ello introduce la contingencia en la acción.
El “yo” es en Mead una fase del self que refiere a un principio de la acción, como reacción a las actitudes de los otros que permite la novedad en la situación. La respuesta o la posición que cada quien tomará no es algo que pueda determinarse de antemano, hay un margen de incertidumbre en la acción y eso es lo que constituye el “yo”:
El individuo reacciona constantemente a dicha comunidad organizada, expresándose a sí mismo (...) el hecho de que tengan que actuar de cierta manera común, no les priva de originalidad. El lenguaje común existe, pero se hace un distinto empleo del mismo en cada nuevo contacto entre personas; el elemento de novedad de la reconstrucción se da gracias a la reacción de los individuos hacia el grupo al cual pertenece. (Mead, 1934/1957, pp. 222-223).
Mead sostiene que el “yo” y el “mi” son esenciales para la plena expresión de la persona y el predominio de uno u otro depende de la situación, ya que los concibe en relación a la acción en curso. Es necesario adoptar la actitud de los otros de un grupo a fin de pertenecer a la comunidad pero la reacción constante a las actitudes sociales cambia en ese proceso a la comunidad misma a la cual se pertenece, aunque tales cambios sean pequeños y triviales.
Alexander señala que las restricciones normativas sobre la acción están en continuo proceso de adaptación y cambio. Si bien los cambios que introduce la contingencia de la acción están lejos usualmente de exceder el impacto de la normativa colectiva, son, no obstante, innovaciones singulares. Sostiene este sociólogo:
En la medida que Mead separó “actitud” de “respuesta” – sin, en otras palabras, reducir una a la otra – hizo una contribución fundamental a la integración de la fenomenología individualista y colectivista, y haciendo esto elaboró significativamente cómo la contingencia se incorpora en todo momento en el orden colectivo. (Alexander, 1988, p. 249).
De este modo, el orden colectivo o las “reacciones sociales organizadas” introducen condiciones restrictivas y coercitivas. Pero la contingencia hace pensar que cada quien re-elabora activamente las perspectivas normativas socio-comunitarias, en el seno de los grupos inmediatos de participación. Esto es, la relación entre el “mi” y el “yo” propone una tensión entre una instancia de la persona que se identifica con un grupo social y una instancia que representa la posibilidad de apropiación de un rol activo y particular que reconstruye la comunidad: “La persona es esencialmente un proceso social que se lleva a cabo, con esas dos fases distinguibles. Si no tuviese dichas dos fases, no podría existir la responsabilidad consciente, y no habría nada nuevo en la experiencia.” (Mead, 1934/1957, p. 205).
La instancia del yo debe ser ubicada en el contexto más amplio de la preocupación de Mead por el tema de la emergencia, del acontecer no sujeto a predicción visto como acontecimientos cuya aparición comporta readaptaciones y reorganización en el contexto en el cual aparecen. En términos de Sánchez de la Yncera (1991), esto significa que todo acontecimiento aporta consigo una perspectiva nueva, que implica una historia y un futuro de posibilidades abiertas desde su novedad. Mientras que Habermas (1992) señala que la instancia del “yo”, que se constituye sobre el “mi”, apunta a representar la elevación del sí mismo por encima del individuo institucionalizado. Por más regido por normas que esté el comportamiento a nadie se le puede quitar la iniciativa, lo que significa, sencillamente, poder iniciar algo nuevo.
Este aspecto de la teoría de Mead se encuentra en el pensamiento de interaccionistas como Anselm Strauss (1977), quien recupera del pragmatismo, para el enfoque de la interacción simbólica, la importancia de la visión abierta y en parte imprevisible de los acontecimientos. Si bien la interacción está guiada por reglas sus resultados no pueden ser determinados de antemano. Strauss diferencia entre la definición social e institucional del rol y su interpretación. Esta distinción está aludiendo a la dificultad de pensar en definiciones completas y exhaustivas de roles, ya que los participantes de una situación interpretan definiciones difusas de los mismos y allí se juega la importancia del campo de la intersubjetividad.
También en la microsociología de Erving Goffman se revela la influencia de esta perspectiva, especialmente cuando el sociólogo canadiense sostiene que la internalización de un rol comporta la posibilidad de su distanciamiento. De hecho, una de las facetas más interesantes de su trabajo investigativo es el análisis de una gama amplia de comportamientos en distintos establecimientos sociales que indican la negación de los individuos a aceptar las definiciones de sí que llevan implícitas las prescripciones de roles. Aún en el marco de instituciones totales fuertemente restrictivas, como la cárcel o el hospital psiquiátrico, no deja de rastrear aquellos recursos que revelan un margen de autonomía en los individuos (Goffman, 1961/2004).
Finalmente me interesa destacar la conexión entre el “yo”, como instancia de la persona que reacciona ante el “mi”, con la idea según la cual el individuo socializado está siempre actuando de maneras constitutivas. Es decir que no todo comportamiento normativamente orientado se explica como producto de la internalización que ocurre en un punto definido del tiempo y desde allí opera sus efectos. Bien es cierto que el impacto socializante radica en que las reglas, al ser incorporadas al campo de la experiencia, generan un sistema de expectativas de comportamiento. Pero ningún conjunto dado de reglas puede remitirse de antemano a cada posible clase de acontecimientos. En la etnometodología de Harold Garfinkel (1967/2006) encontramos está preocupación. Para este autor, hay un trasfondo común que usamos como esquema de interpretación pero los actores están continuamente interpretando las situaciones en las que se aplica tal o cual regla y este es un componente de toda conducta socialmente organizada. Más que conformarse con la idea de que los actores siguen reglas a Garfinkel le interesa investigar cómo los actores identifican una ocasión en la que se aplica tal o cual regla.
Sin embargo, puede pensarse también que en la circulación de la teoría de Mead, el “mi” y el “yo” han perdido el dinamismo que supone entenderlos como fases de la persona cuyo predominio adviene en relación a la acción en curso. Esta interpretación surge al considerar, siguiendo a Randall Collins (1988), que la teoría medeana ha dado lugar a dos enfoques: la Escuela de Iowa que subraya el aspecto determinado de la conducta y la Escuela de Chicago que ha acentuado la cualidad emergente, situacional y negociadora de la sociedad como producto de la libertad humana.
Por momentos - aunque no con mucha frecuencia – aparece en Mind, Self and Society, un sentido del “mi” como un resultado, como instancia que refleja ciertos valores comunes de la sociedad, es esencialmente un miembro del grupo social, “sus valores son los valores que pertenecen a la sociedad” (Mead, 1934/1957, p. 237). Esto trasluce cierta homogeneidad valorativa. Entonces, si el “mi” es una vía de estructuración de la persona, quedaría desdibujado el lugar de las diferenciaciones sociales que son formantes del individuo en función de su adscripción a múltiples categorías de pertenencia (sexuales, de clase, generacionales, étnicas, religiosas u otras).
Sin embargo, en la obra de Mead aparece otra línea de sentido para entender el “mi” y esta refiere a un proceso. Lo piensa como la posibilidad de verse a sí mismo “desde el punto de vista de uno u otro individuo del grupo” (1934/1957, p. 203). El sujeto emergente del proceso socializador toma lo que las personas de referencia esperan de él e integra las expectativas diversas y aún contradictorias por medio de la abstracción, proceso necesario además para la universalización de actitudes. En conexión con esta mirada del “mi”, el “yo” opera como un centro para la dirección de la conducta del individuo, que se maneja con expectativas normativas diversificadas y en tensión (Habermas, 1992).
Randall Collins (1988) propone que el sí mismo es una configuración que supone una relación entre el yo, el mi y el otro generalizado, la cual es analizada en relación al planteo de Mead del pensamiento como conversación interiorizada, que envuelve el rápido intercambio de puntos de vista. Hay una cita de Mead que sintetiza esta idea: “Cuando, sin embargo, aparece un problema esencial, hay cierta desintegración en esta organización y aparecen diferentes tendencias en el pensamiento reflexivo como diferentes voces en conflicto unas con otras." (Mead, 1913, p. 378).
El otro generalizado opera como una audiencia para los “mi” alternativos y juzga los resultados de una serie de acciones adelantadas imaginariamente para así seguir un curso alternativo entre ellas. Este proceso básico nos orienta en una acción social. A su vez, el yo pone a prueba mentalmente diferentes versiones del mi para ver cómo se coordinan con los intentos de las personas con quienes estamos interactuando. Pero esta puesta a prueba de posibles actitudes es hecha bajo los ojos del otro generalizado que actúa como observador y juez. Así, el pensamiento es una interacción entre estas partes del self. Aunque Mead sostiene que la reacción a un gesto se da casi siempre de inmediato y de forma no consciente, considera que dentro del contexto del acto –de modo consciente o inconsciente – se realizan ensayos, se exploran las consecuencias de tal o cual respuesta y sólo se responde después de algunas de estas pruebas mentales anticipatorias.
Cabe puntualizar entonces que el “mi” es una instancia que representa la posibilidad de adopción de expectativas de comportamiento diversas. Recordemos que en la formación del self el individuo llega a pensarse a sí mismo y a conferir sentido a sus actos a partir de las perspectivas particulares de otros miembros del mismo grupo social así como desde la perspectiva generalizada de una comunidad social. Las mismas aparecen en un curso de acción, ante las situaciones problemáticas que el individuo enfrenta y lo obligan a considerar pluralidad de puntos de vistas. Esto permite comprender la socialización a partir de experiencias inscriptas en una pluralidad de perspectivas.
Siguiendo con esta línea, puede decirse entonces que el todo social al que Mead le concede prioridad lógica en la constitución de la persona (“el todo es anterior a la parte”) no es una unidad homogénea. El otro generalizado representa la generalización de actitudes del grupo social o sociedad organizada, de modo que se constituyen en un cierto todo. Pero el todo tiene partes. En el planteo de Mead esto aparece en la idea según la cual en las sociedades complejas se ponen en relación sub-grupos concretos (funcionalmente definidos) y clases abstractas. Cada individuo pertenece a algunas de estas agrupaciones y clases con lo cual entra en una serie definida de relaciones con los otros incluidos o no en ellas. De este cruce de múltiples instancias de referencia y pertenencia se deriva un cruce también de demandas y expectativas.
Aunque en Mead no están claramente articuladas la multiplicidad de perspectivas y expectativas de acción con condiciones socio-culturales que, en sociedades desiguales, introducen principios de diferenciación (y jerarquización) entre los grupos. Algo de esto está esbozado en Peter Berger y Thomas Luckmann (1994), cuando retoman algunas categorías de Mead para formular su planteo en torno a la socialización. Sostienen los autores que la absorción del mundo que realiza el/la pequeño/a en su relación con sus “otros cercanos” está filtrada por las actitudes de éstos y este filtro depende tanto de su posición en la estructura social como de sus particularidades biográficas. Los autores sostienen:
...el niño de clase baja no solo absorbe el mundo social en una perspectiva de clase baja, sino que lo absorbe con la coloración idiosincrática que le han dado sus padres (o cualquier otro individuo encargado de su socialización primaria). (Berger y Luckmann, 1994, p. 167).
La razón para reconsiderar las categorías de Mead es que ofrecen un modelo psicosocial que permite integrar distintas dimensiones de la socialización como proceso de subjetivación. En primer lugar quiero destacar como relevante la idea del “foro” social que sirve como escenario de constitución del self, el cual se define por la capacidad de ser objeto de sí mismo, de auto-percibirse y conducirse en la acción social a partir de la interpretación de los actos de los demás y de los suyos propios. Esta interacción consigo mismo, como aclara Blumer (1969/1982), no es una interacción entre dos o más partes de un sistema psicológico sino que es de índole social, es una forma de comunicación consigo mismo formulándose indicaciones desde distintas perspectivas y respondiendo a las mismas.
Desde este modelo propone que la atribución de sentido a nuestros actos se realiza siempre en diálogo con – o contra – las perspectivas de los otros. Este formato de conversación que en un comienzo constituye una estructura externa, se subjetiviza, permaneciendo como proceso interno en la orientación de nuestras acciones. De este modo, en palabras del filósofo comunitarista Charles Taylor:
...la génesis de la mente humana no es monológica – no es algo que la persona logra por sí misma – sino dialógica. Además, no se trata sólo de un hecho acerca de la génesis, que más tarde podamos olvidar. (…) Definimos nuestra identidad siempre en diálogo con – a veces en lucha contra – lo que nuestros otros significativos quieren ver en nosotros (1997, p. 299).
En segundo lugar, me interesa remarcar que el intercambio de puntos de vista incluye la perspectiva del otro concreto y del otro generalizado. Puede pensarse que para Mead la persona es una individualidad fragmentada como resultado de su pertenencia a diferentes grupos y su inscripción en múltiples categorías sociales. Sin embargo, esta diversidad de perspectivas incorporadas opera a partir de cierta unidad, sin lo cual sería difícil pensar las posibilidades de vida socio-comunitaria. Recordemos que el otro generalizado es una instancia que contiene la organización de las actitudes sociales, lo que incluye tanto las de los grupos cercanos de referencia como las de una comunidad social más amplia. Es desde esta concepción que aparece como instancia de juicio y observación de las situaciones particulares por lo cual se constituye en una referencia para evaluar entre alternativas de acción.
En otros términos, el otro generalizado -como representación del todo social- expresa la posibilidad de tener una comunidad ampliada de referencia lo que alude a cierta trascendencia de una situación particular e introduce un elemento de universalidad. Pero no en el sentido de una jerarquía de valores eterna, fuera de las situaciones, tal como señala Claudio Viale (2005), sino que es pensado con relación a la necesidad de constituir una comunidad moral capaz de resolver los problemas que le aparecen. De este modo, en nuestros juicios, decisiones o alternativas de acción disponemos tanto de la perspectiva de un grupo particular como de una comunidad o grupo social organizado como un todo, que opera como marco más amplio de referencia desde el cual juzgar las consecuencias posibles de nuestras acciones no sólo para los otros cercanos, con quienes tenemos lazos vinculares sino también para los otros anónimos que pertenecen a una comunidad social ampliada.
En tercer lugar, la definición del “yo” como principio organizador de la acción evita reducir al individuo a un reflejo de las definiciones y expectativas de los demás, aunque sí su acción se constituye a partir de las expectativas anticipadas sobre las actitudes de estos otros. Esto, a mi juicio, es una alternativa a las posiciones deterministas. Pero a su vez no nos hace caer en la idea de un actor que puede posicionarse socialmente según su singularidad subjetiva ni manipular sin restricciones los símbolos. Porque el planteo considera que el sistema simbólico supraindividual, incorporado a la experiencia, es el que provee las múltiples perspectivas que entran en dialogo en la situación concreta.
De modo que la intersubjetividad sería pensada como un nivel mediacional entre los significados sociales y la propia experiencia. En este espacio intersticial son claves las interpretaciones de los “otros” que ofrecen un horizonte de sentido en el cual pueden anclar las motivaciones para el propio comportamiento. En el proceso continuo de expresión de la propia subjetividad y de acceso a las significaciones del otro, por medio de los gestos que simbolizan la experiencia, se aprende a efectuar ajustes recíprocos de las acciones en función de la interpretación de gestos. Sin embargo, la intersubjetividad también es un espacio de emergencia de acontecimientos que no se ajustan a lo esperable o que aún alineándose con lo esperado producen algún desplazamiento.
Tras haber remarcado algunos aspectos prolíficos de la teoría de Mead para resignificar la socialización como categoría psicosocial, cabe ahora estimar algunas limitaciones en su esquema teórico. De un modo algo simplificado, voy a tratar las críticas al pensamiento del autor reuniéndolas en dos líneas. Por un lado, se encuentran aquellas objeciones que señalan que Mead se ha limitado a los fenómenos de inmediatez interpersonal y ha soslayado cuestiones relativas a la estructura social; en estrecha conexión con esta objeción aparece otra que señala el ideal armónico de la sociedad que trasluce en el pensador pragmatista. Por otro lado, hay aspectos problemáticos en términos de una teorización que incluye la subjetividad, más específicamente se trata de cierta minimización de la dimensión afectiva en la acción intersubjetiva.
Respecto a la primera cuestión, hay quienes objetan que la visión de la sociedad que subyace en la obra de Mead es limitada en cuanto a la consideración del conflicto. Randall Collins (1988) abonaría esta posición ya que sostiene que para Mead el proceso social es básicamente armonioso y en ello se visualiza la influencia de su predecesor, Cooley, quien desde un punto de vista ingenuo sostenía que como el individuo es parte de la sociedad no puede hacer nada en contra de ella. La vida social se desarrolla llanamente porque la gente conoce los roles complementarios y los internaliza, como si tomar el rol del otro fuera un asunto fácil y rutinario.
Cabe al respecto hacer dos consideraciones. Por un lado, es cierto que Mead estaba preocupado por la cohesión social y aquello que es común a la experiencia de todos, aunque creo haber mostrado que los procesos de diversificación y diferenciación han ocupado un lugar relevante en su teoría. Las perspectivas múltiples que operan como referencia de nuestras acciones y las variadas coordenadas identificatorias constituidas en el cruce de las agrupaciones concretas de participación y las clases abstractas de referencia (el “foro social” como escenario de constitución de la persona), admiten un lugar significativo para el conflicto en el proceso socializador. Por otro lado, podemos ligar la visión social armónica que Collins le atribuye a Mead con su posición “optimista” acerca de las posibilidades de la sociedad democrática. Sin duda apostaba a las potencialidades del universo de raciocinio y la comunicación para constituir nuevas posibilidades de acción moral y no consideró lo suficiente las posibles restricciones a este proceso de construcción de referencia ampliada (más allá de los grupos particulares). Subyace la idea de una humanidad idealizada detrás de una referencia concreta.6
Lo dicho se relaciona directamente con la objeción que proviene de Joas (1987/1995), quien considera que una limitación importante en la teoría del autor pragmatista es que soslaya cuestiones relativas al poder y la dominación y piensa el conjunto de relaciones macrosociales simplemente como un horizonte de socialidad del universo vital. A esta visión crítica se suma Habermas (1981/1990), cuando sostiene que Mead construye la imagen de una sociedad entendida predominantemente como un mundo de vida comunicativamente estructurado. Soslaya cuestiones como la economía, la reproducción material, la lucha por el poder político y otro tipo de coacciones que se imponen al proceso de interacción comunicativa.
De modo que un límite considerable en el pensamiento de Mead ha sido su tendencia a tratar los procesos y mecanismos socializadores en términos generales, con abstracción de cierto conjunto de restricciones que pueden pensarse como parte constitutiva de los mismos. Al respecto, es oportuno señalar que Mead junto con Vigotski – contemporáneos pero anclados en diferentes contextos de producción - vincularon los procesos cognitivos con la producción social de significados y resaltaron la importancia de la intersubjetividad en tal vinculación, cuestión crucial para una perspectiva psicosocial. Aunque puede decirse que el psicólogo ruso se asentó en una visión más compleja de lo social, fuertemente influenciado por el materialismo dialéctico enfatizó la importancia de la historia y el contexto cultural en el cual tiene lugar las interacciones. Éstas se producen en el marco de una actividad escolar, laboral, familiar, la cual genera condiciones que favorecen cierto tipo de intercambios entre las personas y limitan otros. Es decir que el contexto de actividad promueve ciertos tipos de comportamiento en detrimento de otros y provee de motivos que inciden de modo significativo en la relación interpersonal.
La segunda línea crítica señalada es el lugar que la dimensión afectiva ocupa en la teoría de Mead. Este es un tema algo complejo y requiere advertir matices. En el esquema de la acción intersubjetiva mediada por el mecanismo de comunicación, se accede al sentido de los actos y de sí mismo desde el punto de vista que ofrece el “otro”. Las significaciones por medio de las cuales una persona se va formando un sentido acerca de su situación en un grupo, una comunidad, una sociedad pueden hacerla sentir reconocida, valorada, rechazada, ignorada, menospreciada, inexistente, etcétera. En este planteo general de la constitución subjetiva no parecen estar disociadas la dimensión cognitiva y la dimensión afectiva.
Ahora bien, a la hora de conceptualizar un mecanismo clave como el role taking - que explica la incorporación de las actitudes sociales a la experiencia - las ideas de anticipación y ajuste que caracterizan la acción simbólicamente orientada, enfatizarían el control expectacional que el sistema cognitivo ejerce a medida que la acción se despliega. En este punto sí podríamos notar que la dimensión afectiva está minimizada. Fundamentalmente, para una teoría psicosocial de la socialización, no se encuentra en Mead una preocupación clara por conceptualizar cómo la interacción cognitiva con un sujeto o un objeto es parte indisociable de la trama vincular que sostiene ese encuentro. De este modo, puede pensarse que en la producción de significaciones o en el acto interpretativo quedaría invisibilizada una parte de su experiencia constitutiva.
Llegamos al final y podemos preguntarnos qué nos queda entonces tras esta valoración. Pese a las limitaciones señaladas, encuentro que la concepción teórica de Mead es una base productiva para resignificar la socialización como categoría psicosocial; la misma se sustenta en presupuestos sintónicos con ciertos planteos contemporáneos de las Ciencias Sociales en torno a la subjetividad. Así, la cuestión de la agencialidad y las posibilidades transformadoras inscriptas en el hacer del actor social encuentran expresión en la categoría medeana del “yo” como principio de la acción, como reacción a las actitudes de los otros que permite la novedad en la situación. Estamos constituidos en una trama de relaciones sociales pero no determinados. Igualmente, el cruce de múltiples coordenadas identificatorias que nos constituyen como sujetos y se juegan en la acción social, está vinculada con la idea del autor pragmatista según la cual cada individuo pertenece a grupos concretos y a clases abstractas y ambas instancias posibilitan la entrada en relaciones sociales definidas con una serie de otros que pertenecen o no a esos grupos y clases. Claro que Mead no tematizó el poder y la dominación y resulta difícil situarse en un marco crítico soslayando estas cuestiones.
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