Como cualquier área de la Psicología, la psicología social comunitaria es un conjunto de pluralidades, de trabajos tan diversos como los lugares en que actúa. No obstante, se han construido lineamientos en que diversos autores(as), profesionales y líderes comunitarios(as) están de acuerdo, y que Maritza Montero (1994) sistematiza como principios teóricos de la psicología comunitaria: unión entre teoria y práctica, transformación social como meta, poder y control en los miembros de la comunidad, concientización, socialización, autogestión y participación. Asimismo, hay bastante acuerdo en la importancia de la investigación-acción participativa (IAP), desarrollada por Orlando Fals Borda (y posteriormente por diversos autores alrededor del mundo) a partir de la investigación-acción de Kurt Lewin, y que Montero también sistematiza en fases no lineales que sirven como guía de acción: familiarización, detección de necesidades, sensibilización, priorización, realizaciones y devolución sistemática de la información.
El presente texto es el resultado de una difracción (Haraway, 1995) de estos principios y no un reflejo de los mismos. Tal difracción ocurrió bajo la influencia de la epistemología de los conocimientos situados de Donna Haraway, siguiendo la comprensión metodológica de Peter Spink sobre la psicología social como acción cotidiana y pautada en la convivencia (2003, 2007, 2008) y, principalmente, gracias a la experiencia comunitaria de dar un año y medio de curso de danza árabe para mujeres que son madres y líderes comunitarias.
El curso comenzó en marzo de 2008 en la Asociación “Ciranda da Cultura”, a petición de una joven madre que vive en el barrio. Desde entonces bailamos todos los sábados en la tarde. Éste es un espacio riquísimo que funciona como un laboratorio en que aprendemos sobre los efectos transformadores de la danza en la vida de las personas: las participantes tienen un tiempo para sí, se ayudan mutuamente, pueden observarse mejor y aprender posturas diferentes, cambiando en la danza y también en la vida.
¿Qué cambia la danza en nuestras vidas y en las prácticas psicosociales comunitarias? El presente trabajo es uma respuesta modesta y situada a esta pregunta. Como diria Haraway (1995), no pretendo hablar por este colectivo de mujeres, ni limitarme a observarlo y analizarlo, sino articularme con él y, a partir de nuestro trabajo conjunto, posicionarme para conversar con colegas de la psicología social (comunitaria) y áreas afines para repensar lo que estamos haciendo. Pretendo narrar este proceso de “danza comunitaria” y, a partir de allí, revisitar y difractar las fases de la investigación-acción participativa, en una línea afín a los trabajos de autores latinoamericanos como Marisela Montenegro (2001), Karla Montenegro (2005) y Antar Martínez (2009).
Igualmente, propongo escribir este relato en un lenguaje menos formal que el académico clásico, con el objetivo de que mis alumnas y otras personas de comunidades no académicas puedan entender lo que aquí se dice y discutir al respecto de igual a igual.
Desde 1999, la asociación “Ciranda da Cultura” (rueda o ronda de la cultura) ofrece actividades culturales y de promoción de la salud a los(las) habitantes de un conjunto de barrios en la periferia de Londrina (Brasil). En estos 10 años, diversas personas de la comunidad han coordinado o impartido cursos artísticos y de salud física y mental, conjuntamente con personas de la academia, de otras comunidades, de asociaciones artísticas o del servicio de salud local. En 2008, por ejemplo, se realizaron cursos de artes plásticas para niños(as), dos grupos de breakdance (uno de niños y otro de niñas, ambos organizados por ellos mismos), estiramiento, trabajo con hipertensos, danza árabe, capoeira, grupo de caminatas, encuentros grupales con psicólogas, bailes y fiestas mensuales para adolescentes. Casi todas estas actividades continúan actualmente.
Dos alumnas de danza árabe de “Ciranda” trabajan en la coordinación de este proyecto, en los cursos y en otros proyectos comunitarios desde su fundación, y las demás tienen un vínculo más reciente con estas acciones. Todas son vecinas y realizan actividades voluntarias y-o remuneradas implicando la relación entre madres e hijos y el cuidado de éstos últimos(as): trabajan en preescolares o escuelas del sector, en la Pastoral de los Niños (que acompaña embarazadas y niños(as) de 0 a 6 años) y en alfabetización de adultos, además de estar en Ciranda. En estos tiempos de individualismo exacerbado y subjetividades capitalistas, ellas crean cotidianamente fuertes relaciones de ayuda mutua en el barrio donde viven y trabajan. Las contradicciones también las atraviesan, como a todos los seres humanos. Pero tienen mucho que enseñarnos.
Apoyé el trabajo de “Ciranda” entre 2001 y 2003 como psicóloga social, participando en un proyecto de investigación sobre formas organizativas comunitarias en los 6 barrios de este complejo. Hicimos entrevistas y encuentros colectivos con miembros de las 33 organizaciones comunitarias que había en ese período, preguntamos quiénes querían trabajar más profundamente con nosotros y, a partir de esta “detección de necesidades”, trabajé con ocho madres de un preescolar comunitario en un proyecto para construir alternativas comunitarias a la violencia intrafamiliar, en cuatro ejes: un espacio de diálogo sobre la propia vida y situación familiar (colectivamente o de cada madre conmigo en privado cuando ellas lo pedían); actividades artesanales y de venta de empanadas, que sirvieron como fuente de ingresos y apoyo mutuo; actividades gratis de esparcimiento, sólo para las madres o también para sus hijos(as); y apoyo económico al preescolar vendiendo basura reciclable o utilizándola para hacer artesanía.
En 2008 comencé a dar el curso de danza árabe y a articular otras actividades con niños(as) y adolescentes a cargo de alumnas(os) de psicología y personas del barrio, que fueron un curso de capoeira infantil y encuentros periódicos con adolescentes. En 2009, a partir del primer año de curso, surgieron dos proyectos conjuntos, pedidos por ellas: abrir un nuevo curso de danza y construir un espacio de reflexión e intercambio sobre lo que es ser madre, pues serviría para ellas mismas y para las muchas madres del barrio que a veces “no saben qué hacer con sus hijos”. La propuesta ha sido construir esta iniciativa de forma horizontal y comenzó en marzo de 2009 gracias a dos de ellas, a otras cinco madres del barrio y a cuatro alumnos(as) de psicología que se comprometieron a cuidar ese espacio.
Éste es un primer aprendizaje rico y curioso: los trabajos de psicología social comunitaria latinoamericana –o de áreas afines- que conozco trabajan más con participación comunitaria, con la solución de necesidades colectivas (ambientales o sanitarias, de educación, salud, autoconstrucción, transporte, tierra, contención de la violencia etc.) y con la producción grupal para generar empleo e ingresos (a través de trabajos de costura o retazos, venta de comida, confección de artesanía, agricultura, entre otros). La dimensión afectiva, a pesar de estar presente, no siempre es trabajada como eje primordial del trabajo psicosocial comunitario (León y Montenegro, 1998). Lo mismo sucede específicamente con la dimensión familiar. Sin embargo, la noción de redes sociales y apoyo social (Herrero, 2004; Arango, 2003), trabajado desde la vertiente de la salud mental comunitaria, viene cobrando fuerza en diferentes disciplinas y acercándose a las propuestas transformadoras de la psicología social. Carlos Arango (2003) llega a decir que después de más de treinta años de investigaciones sobre apoyo social, los investigadores finalmente reconocen que “la dimensión afectiva es el fundamento de lo social” (p. 86) y que “desde una perspectiva psicosocial no existe distancia entre los vínculos afectivos y la estructura social, lo que nos alerta a desarrollar la capacidad de reconocer de qué manera la estructura social se manifiesta en la forma como nos vinculamos afectivamente, y viceversa” (p. 87).
En el caso de Ciranda, el trabajo cotidiano de transformación social da gran importancia al apoyo afectivo y la dimensión familiar: buena parte de lo que estas líderes comunitarias hacen, en una perspectiva micro, tiene que ver con el fortalecimiento de las relaciones familiares y con el autocuidado, tanto es que los cursos que se dictan en esta asociación son de salud (básicamente a través de trabajo corporal) para cuidar de sí, y de arte, para embellecer la vida.
El objetivo último de mi trabajo en Ciranda es apoyar el fortalecimiento de subjetividades rebeldes, que construyan nuevas formas de vida y que no sean indiferentes al horror (Sousa Santos, 2007). Ello se busca a través del trabajo corporal semanal (en mi caso con danza árabe), de conversaciones cotidianas, de la apertura de espacios pedidos por las participantes para estrechar relaciones familiares y comunitarias, y de acciones colectivas que se deriven de estos espacios. Al trabajo psicosocial comunitario se suman aportes de otras áreas, apoyando así el argumento de Fals Borda (2008), pionero de la investigación-acción participante, quien dijo antes de morir que diversas perspectivas –que componían “una fraternidad de intelectuales críticos”- podían hacer aportes importantes y complementarios para la “liberación de los pueblos que sufren sistemas opresivos de poder”.
En la presente propuesta de trabajo ¿qué es conocer y cómo se conoce? La respuesta nos viene de Donna Haraway, una feminista norteamericana que se localiza dentro de las llamadas epistemologías feministas y habla de los conocimientos situados.
¿Por qué Haraway, si la psicología comunitaria tiene fundamentos epistemológicos que hasta hoy revolucionan la ciencia hegemónica? Haraway es feminista y su mirada trae contribuciones que pueden enriquecer nuestra área. Las feministas defendieron que lo personal es político, que es necesario reivindicar lo corporal y lo afectivo, colocando entre paréntesis un sistema moral y científico que descansa en la racionalidad (Phoca y Wright, 1999). Esto, lo personal-político, lo corporal y lo afectivo, se reivindica en el día a día con las mujeres de Ciranda, mujeres marrones, blancas y mestizas, de clase trabajadora, entre 20 y 50 años, todas con hijos (menos una adolescente que entró hace poco) y ayudando a cuidar a otros hijos, todas involucradas de una u otra forma con el trabajo comunitario afectivo.
Haraway también viene de las llamadas “ciencias duras”: es bióloga, estadounidense, y dice trabajar en la “barriga del monstruo” (Haraway, 1999). A partir de esa experiencia, critica contundentemente la epistemología realista que dice que la realidad está fuera de quien la observa, que “está allí” independientemente del observador y que es posible aproximarse a ella metodológicamente, con procedimientos objetivos y medibles del método científico. Critica la neutralidad sin compromiso y dice que ella no sólo se encuentra en el realismo, sino en el relativismo también.
En ese sentido, los conocimientos situados son una doble crítica al realismo y al relativismo. Dice Haraway (1995) que ambos acaban teniendo efectos semejantes, aunque uno hace lo contrario del otro: el realismo pretende tener un acceso privilegiado a la realidad y hacerlo desde ningún lugar; el relativismo es una forma de no estar en ningún lugar pretendiendo estar en todas partes. “Ambos niegan las apuestas en la localización, en la encarnación y en la perspectiva parcial, ambos impiden ver bien. La moraleja es sencilla: sólo la perspectiva parcial promete una visión objetiva” (p. 329). Hay una multiplicidad de conocimientos e interpretaciones posibles, sólo que para conocer de manera profunda y objetiva es necesario posicionarse, politizarse, optar por una interpretación que se construye en la relación entre quien “conoce” y quien “es conocido”. No todas las interpretaciones valen; no todos los mundos son posibles. Ésta no es una forma privilegiada de tener acceso a la realidad, sino una interpretación políticamente situada, que es colocada en el espacio público de la academia y de la militancia para ser debatida.
Los conocimientos de danza, comunidad y vidas de las participantes que están siendo producidos son construidos entre nosotras, situados en este momento y lugar, y se oponen a la visión del Ojo Divino, de pretender ver todo desde ningún lugar. En este abordaje, el conocimiento producido es necesariamente situado, sin una pretensión universalista, pero pudiendo ser útil en diferentes situaciones que se conectan parcialmente. Por ejemplo, además de trabajar de forma activista con danzas árabes en Ciranda, me fue posible hacerlo en un centro social okupado en Barcelona (León Cedeño, 2006), acercando a hombres y mujeres entre sí y en torno a una causa común: la lucha por la preservación de ese espacio artístico y la denuncia de la especulación inmobiliaria; o también como una forma de acercar activistas palestinas e israelitas; o para colocar lado a lado diversas personas en un servicio público de salud brasileño, yendo más allá de su jerarquía cotidiana (médicas, agentes comunitarias, pacientes, personas de la comunidad).
La epistemología de los conocimientos situados propone trabajar en conexiones parciales, esto es, se construye en relación, pero ésta no es total: es una danza entre las semejanzas y la distancia productiva entre las participantes –y todas “conocemos” y “somos conocidas” al mostrar nuestra danza y conversar. Se produce así una objetividad encarnada. Objetivamente, podemos ver si una alumna aprendió o no a hacer un paso de danza, pero ésa no es una objetividad sin cuerpo, neutra, aséptica: nos responsabilizamos por sus consecuencias y por ver, más allá del paso de danza como algo mecánico, lo que está involucrado en el cuerpo y en la historia de quien aún no ha logrado aprenderlo, y en lo que su cuerpo puede estar queriendo decir con esta “dificultad”.
Derivándose de la epistemología, el método seguido en este trabajo se encuentra dentro del marco metodológico del campo-tema (Spink, 2003), que implica: la preocupación central por la relación y colaboración entre quien investiga y quien es investigada; el uso de diversos métodos simultáneamente, sin preocuparse por su mutua validación; la investigación teniendo un punto de partida pero no una planificación anticipada de la estrategia, construyendo junto con las personas “investigadas” en un caminar que no se sabe muy bien adónde va y cómo llegará; y Siguiendo a Peter Spink formas no ortodoxas de narrar las investigaciones, que sean adecuadas al tipo de trabajo realizado.
El procedimiento adoptado es el de dar clases de danza árabe siguiendo el método Rhamza Alli (la pionera de las danzas árabes en Londrina, en cuya compañía bailo desde 1998), que trabaja con estiramiento, disociación de tronco, de caderas y de cuello, vibraciones, ondulaciones, brazos y manos, pasos de danza, coreografías, expresión y manejo de implementos de danza. Las clases son entrelazadas con conversaciones sobre asuntos traídos por las participantes o sobre los efectos de la danza. Esa discusión sobre los efectos tiene que ver con mi propio proceso de leer la danza a la luz de la psicología social y viceversa.
Un autor muy útil para hacer este tránsito es Stanley Keleman (1995), pues gracias a él pude descubrir que en nuestras clases pasamos la mitad del tiempo de pie en una postura “grounded” (enraizada en el suelo, algo fundamental para que nos centremos); que okupamos espacios de femineidad y contacto emocional con nosotras mismas son practicados por las mujeres desde hace milenios (ésta es la danza más antigua que se conoce en el mundo: tiene de 5 a 7 mil años de antigüedad); que a partir de la postura enraizada practicamos con detalle los cambios de postura para después volver a nuestro eje (se ve muy claramente quién no está centrada, y en esas horas conviene recordar a Keleman cuando dice que las tempestades pueden desenraizarnos y hacernos crecer); que el cuerpo sabe lo que quiere y lo expresa en los gestos, por lo que si abrimos espacios en los que el cuerpo pueda expresarse y podamos escucharlo, podremos ir cambiando en la danza y en la vida. Nuestra postura cambia al bailar y al vivir; éste es un proceso cotidiano que en algunos aspectos puede ser corto y en otros es largo y difícil. Si vamos relacionando lo que nuestro cuerpo nos dice con nuestra vida, el proceso es mucho más rico. Le agradezco este aprendizaje al Grupo Contato (São Paulo, Brasil), coordinado por Tatiana Bichara, que es un ejemplo de la enorme potencia de trabajar con danza y salud mental en moldes horizontales.
La danza árabe trabaja diversos estilos y emociones y todas son importantes, dándole la razón a Keleman cuando dice que, si pulsamos y variamos nuestra autoexpresión, ello no significa que seamos inestables, no confiables, o que no sepamos quiénes somos (p. 33). Cuando nos abrimos a ejecutar movimientos y entrar en posturas hasta entonces desconocidas, practicamos una discontinuidad que es emancipatoria:
No hay continuidad que no incorpore algún tipo de discontinuidad. Vivir esa discontinuidad pulsatoria destruye estereotipos, exige que dejemos ir lo viejo y criemos nuevos espacios, nuevas formas, nuevas conexiones. Negar esta discontinuidad es una tentativa de establecer seguridad, posesiones permanentes, una estructura social rígida (p. 33).
Resumiendo, entonces, este trabajo se basa en la propuesta epistemológica de los conocimientos situados (conocemos a partir de la conexión parcial con otras posiciones, como dijo Haraway en 1995), pero el conocimiento no se da en cualquier conexión y sí en aquélla que nos afecta en aquel momento y lugar a partir de la posición que ocupamos. Por lo tanto, este conocimiento situado, enraizado, afectado y cotidiano genera un compromiso que se traduce en acciones concretas y necesita entrega para poder existir, pero no una entrega total y sí parcial, que implique espacios de autocuidado como lo es este curso de danza, que ayude a poner límites, a asumir limitaciones y a pedir ayuda: “donde yo no llego, llegan los demás”. Esa entrega es una conexión parcial, politizada, construida.
Necesitamos dejar de pensar sobre interpretar, analizar y sistematizar, imaginando que podemos ofrecer una interpretación mejor de la realidad; en cambio, concentrémonos en narrar lo que las personas nos están diciendo y en buscar diferentes maneras de hablar sobre las cuestiones actuales que pueden ser más útiles que las que tenemos (Spink, 2007, p. 566).
Siguiendo a Spink (2007), más que interpretar, analizar y sistematizar me concentraré en narrar dos momentos especiales de conversación con mis alumnas, puesto que ellos me llevaron a revisar críticamente nuestra acción como investigadores(as) sociales y a pensar en el trabajo corporal a través de la danza como un rico elemento de investigación y trabajo conjunto.
En este curso de danza, además de conversar cotidianamente sobre cómo está la propia vida, la comunidad y los proyectos, en dos ocasiones hablé con mis alumnas sobre las anotaciones que sirvieron como base de este artículo. En psicología comunitaria eso suele llamarse “devolución sistemática de la información”, pero ese nombre suena seco y distante al compararlo con la riqueza de esas conversaciones y lo mucho que me hicieron pensar en relaciones de poder que podemos estar ejerciendo y que, de tan cotidianas, resultan invisibles.
Durante la primera conversación, ellas destacaron cuatro elementos que le daban sentido al curso al punto de “haber comenzado como unas clasecitas de danza y haberse vuelto la actividad más importante de los sábados”. Éstos fueron: “complicidad”, “respeto”, “poder reclamar” y “esto no es terapia, pero se parece, sólo que es alegre”.
Por complicidad entendieron la apertura de un espacio de cuidado de sí y de las otras, que las ayuda a recuperarse del enorme trabajo afectivo que implica el hogar, el empleo y el trabajo comunitario. Decían: “tengo un espacio mío, donde puedo estar conmigo, un espacio sagrado para mí”. Otros textos (sistematizados por Abrão y Pedrão, 2005) registran que la danza del vientre puede producir beneficios físicos y psicológicos semejantes a los que ellas relatan; sin embargo, la concepción de este espacio como acción colectiva de ayuda mutua es más exacerbada aquí que en clases “comerciales” de danza. Por ejemplo, las alumnas se reunían otros días para ensayar coreografías y practicar movimientos; se prestaban mutuamente ropa, maquillaje y accesorios de danza (al contrario de la lógica mercantilista de que cada una tiene sus cosas); nos arreglamos juntas antes de bailar (una pequeña contraposición al individualismo y la competitividad); cuando una compañera tuvo a su bebé, las otras pasaron a tener clases quincenalmente para “esperarla”. Desarrollaron (entre sí y conmigo) una mayor cercanía e integración. Okuparon el espacio pidiendo otras cosas: historia de la danza del vientre, teoría, educación de los hijos-as, dificultades con los niños-as, discusiones sobre efectos del tráfico de drogas en niños-as y adolescentes o la concretización del proyecto de discusión-reflexión e intercambio de experiencias sobre los hijos.
Respeto se refería a respetar el ritmo de cada una (“sé que tengo dificultades, pero soy aceptada por todas y eso me hace sentir bien y me ayuda a aprender”), a abrir un espacio en el que todas nos sintiésemos aceptadas en nuestra singularidad (“cada una es de una manera y aquí desarrolla su propio estilo”), a poder practicar algo que de otro modo no podrían ejercer (“esta danza es cara y si no fuese así no podríamos aprender nunca”) y a que la presencia de nuestros hijos-as (yo también tengo el mío) forme parte de la actividad y no sea un estorbo: “muchas veces las madres no podemos ir a actividades porque no tenemos con quién dejar a nuestros hijos y no podemos llevarlos. Aquí ellos están con nosotras. Eso me gusta, porque donde mi hijo no es bienvenido yo tampoco lo soy y no quiero estar allí”. “En la universidad y en los espacios académicos no se puede llevar a los niños, ellos incomodan aunque estén quietos y sin molestar a nadie”. Si estamos construyendo iniciativas académicas o laborales en las cuales actuamos como si los niños(as) no existiesen o fuesen un estorbo, y con ello escindimos la vida personal (privada) de la laboral (pública), necesitamos repensar qué sociedad estamos construyendo a partir de nuestras prácticas cotidianas.
Quejarse indicaba que hemos construido el curso como un espacio de desahogo de miedos, preocupaciones, dudas y reclamaciones sobre actitudes machistas de los maridos; dificultades en la relación padres-hijos, que es una dimensión que continúa más al cuidado de las mujeres y ellas se quejan por eso; conflictos en la comunidad –cuando los hay- por violencia, uso abusivo de drogas o tráfico. Aquí es pertinente recordar a Arango (2003) cuando dice que no hay distancia entre la estructura social y la vida afectiva y recomienda que estudiemos de qué formas una se manifiesta en la otra. Estos conflictos cotidianos están situados en un lugar específico, pero también se trasladan a otros lugares. El machismo, las dificultades en la relación padres-hijos, la violencia, el uso abusivo de drogas y el narcotráfico no se restringen a las zonas pobres de Brasil o de Latinoamérica: atraviesan diversas clases sociales en sociedades de los llamados Primer y Tercer Mundo.
Al decir que este espacio parece terapia, pero es alegre se referían a que “ya han venido psicólogas a trabajar aquí y yo me sentía atacada y me defendía, y aquí no venimos a hacer terapia, pero haciendo los movimientos vemos si estamos abiertas o cerradas, si alguien no está bien, qué es lo que nos cuesta más”; “en la terapia salía llorando porque me sentía inferior, tenía más dificultades que los demás, y aquí lo encaro de una manera más liviana, aprendí a verme en el espejo, ya estoy preparada para bailar en público, aunque me asuste”. También en ese punto, otra posibilidad que el curso ha fortalecido es la de percibir las propias inseguridades y trabajarlas con un lenguaje sencillo. Por ejemplo, digo que ellas son “unas reinas” y que “las reinas no miran al piso” y “nunca se apuran”. Una de ellas me dijo que le había gustado esta metáfora y la llevaba a otras áreas de su vida: “si soy una reina, mi casa es mi palacio”, dijo, dando a entender que desde la seguridad y liviandad de ser una reina podía mirar profundamente sus dificultades y miedos, trabajando hasta diluirlos y, paralelamente, perfeccionar sus movimientos. Otras frases que sirven como ejemplo son: “ya sabemos que eres una guerrera, pero aquí puedes desarmarte y dejar la armadura afuera”, o “tú como que estás cargando el mundo sobre tus hombros!”. Las chicas se ríen, se observan y van soltándose, y yo también. Esto puede parecer trivial, pero no lo es: ellas, como líderes comunitarias comprometidas, viven mucha presión y frustración que a veces es expresada corporalmente y que este curso les ayuda a observar, elaborar y compartir.
En ese sentido, trabajo con una visión crítica de formas de poder, dominación y control que atraviesan nuestra cotidianidad. Por ejemplo, critico las versiones comerciales que presentan la danza del vientre como mera seducción de los hombres, reproduciendo así la lógica del hombre que desea y la mujer-objeto, cuyo “destino” es ser observada por la mirada masculina, y que aprende desde temprano a que no le guste su propio cuerpo, de manera que pueda ser una buena consumidora de la industria de la belleza: dietas, moda, gimnasios, cirugías plásticas, maquillaje, cremas, vitaminas. Así, considero que este curso trabaja con un proceso de aceptación del propio cuerpo –algo que parece tan simple, pero que puede ser tan profundamente subversivo y difícil, particularmente en Brasil, donde se practica exacerbadamente el culto al cuerpo escultural. En este punto es importante recordar que las feministas no sólo reivindican lo corporal, sino que critican las maneras de entender el cuerpo femenino en uma sociedad patriarcal, basada en la racionalidad científica (Pujol, Montenegro y Balasch, 2003).
En la segunda reunión para discutir una primera versión de este texto, emergió un tema duro y fundamental de ser discutido: el prejuicio, específicamente el prejuicio proveniente de la academia y de algunos profesionales formados en instituciones universitarias. Decían ellas que la academia “habla otro idioma, y si quieres llegar allí, tienes que arreglártelas para aprender a hablar ese idioma que es muy difícil, y nuestro idioma parece que no vale nada allí; parece que ellos no quieren aprender de nosotros”. Se desahogaron contando que estaban hartas de tantos prejuicios: “como si no bastase escuchar que vivimos en un hueco, que aquí todos son bandidos, que todo el mundo es malandro, que pobrecitos nosotros, hay varias profesoras del preescolar y de la escuela del barrio que piensan lo mismo; van a trabajar con ropa carísima, seleccionan a los niños mejor vestidos o a los más blancos y discriminan sutilmente a los otros que tal vez necesiten más atención”. “En la escuela casi todos los profesores llegan en carro y, como tienen miedo de que se los roben, los estacionan en el patio de la escuela. Por eso no hay recreo y los niños pasan todo el día sentados. Y cuando llegan las clases de educación física y el profesor sale a caminar con los niños(as) por el barrio, le dicen que es absurdo, que es un mal profesor y que arriesga las vidas de los niños”. “Lo más triste es que esta gente pasa en los concursos públicos con un discurso de igualdad, de diversidad, de respeto a las diferencias. Y probablemente tengan buena intención al venir. Pero así hacen más daño que bien”. “No se me olvida cuando venían los estudiantes universitarios y se quedaban impresionados porque nunca habían visto una favela, y entendemos que no es culpa de ellos no haber nacido aquí ni haber venido; lo que no nos cabe en la cabeza es que no quieran saber que esto existe”.
Al hacer esta crítica, mis alumnas-líderes comunitarias denunciaban, sin conocer esas palabras, el Ojo Divino y la ciencia descorporeizada criticadas por Haraway (1995). Denunciaban el sentirse intervenidas “con problemas”, separadas epistemológicamente de los investigadores “expertos” que tienen el conocimiento para “asesorarlas” para que mejoren sus condiciones de vida –en palabras de Montenegro, 2001, y Montenegro, 2005, para referirse a la intervención social desde perspectivas participativas. Esta separación epistemológica puede ser sutil o implícita: una de mis alumnas de danza, con gran experiencia en esta área, afirmó que “el discurso que tienen (ciertas maestras) es muy bonito, pero cuando llega la hora de actuar aparecen un montón de prejuicios”.
Tal como discuten estas autoras, aquí las alumnas denuncian que los “intervenidos” son definidos como estando “en falta”: todas las personas del barrio serían vistas como bandidas, malandras, vulnerables, con familias desestructuradas, “pobrecitas”. Los profesores y profesionales llegarían a “salvarlos” proporcionándoles educación y oportunidades que a ellos “les sobran” y que por eso podrían dar en abundancia. Simultáneamente, estarían corporeizando una jerarquía en que ellos son superiores (al guardar los carros en el patio de la escuela o vestir ropa carísima para dar clases) y reproduciendo miedos (de “los bandidos y malandros”) y prejuicios (contra niños-as más pobres, más negros o que estén más sucios) que contribuyen con que estas personas sigan colocadas como estando “en falta” y con que las acciones educativas o de intervención social continúen justificándose. Karla Montenegro argumenta que los “intervenidos” que están “en falta” reciben aquello de lo cual carecen (en este caso, educación, disciplina o higiene), mientras que los llamados interventores “permanecen estáticos e inalterables: sus fuentes de conocimiento y poder parecen inagotables” (Montenegro, 2005, p. 63).
Con esta denuncia ni ellas ni yo pretendemos restarle importancia a la educación pública, ni decir que todas las experiencias de intervención construyen a la gente del barrio de forma peyorativa. Las políticas públicas de educación, salud y seguridad social son derechos que debemos reivindicar y profundizar. Sin embargo, es impactante ver cómo tanta gente va a educar o a “hacer intervención social” creyendo que lo está haciendo muy bien y sus acciones pueden generar tantos efectos perversos. Como dice Montenegro (2001), un peligro de trabajar con intervención social es suponer que ésta es buena por definición. Al escuchar a mis alumnas, estuve más segura de que lo que quería hacer profesionalmente –y escribir en este artículo- era ponerle un amplificador a estos comentarios y que muchas personas que trabajan con proyectos sociales los pudieran escuchar. Más que escudriñarles la vida a las alumnas analizando lo que dicen y hacen, quería dirigirme a quien trabaja en psicología comunitaria y áreas afines para ver hacia adentro y repensar lo que hacemos.
Aunque trabajamos de manera más democrática, en la investigación-acción la ciencia continúa siendo especial (...) Reason y Bradbury decían que una intención primaria de la investigación-acción es producir conocimiento práctico que sea útil para las personas en la conducta diaria de sus vidas, pero las personas no necesitan apoyo para producir conocimiento práctico: forma parte del proceso de vivir” (Spink, 2007, p. 571)
Después de escuchar estos duros argumentos que hemos ayudado a construir formando profesionales o “interviniendo” directamente, propongo reflexionar sobre los principios teóricos y prácticos de la psicología comunitaria a partir de aportes de la “cotidianidad activista” y de la “cotidianidad académica”. Desde la “cotidianidad activista”, reivindico lo que estas alumnas me enseñan, así como las lecciones aprendidas con personas de otros colectivos rebeldes (algunas de ellas relatadas en León Cedeño, 2006, 2007). Desde la “cotidianidad académica”, reivindico la epistemología de Haraway y el trabajo teórico-metodológico de Spink, que defiende la importancia de estudiar lo cotidiano, de revisarlo y de alterarlo, porque es allí donde transcurre nuestra vida (Spink, 2008). En la dimensión cotidiana es donde puede aparecer lo que es casi invisible; es donde podemos ver si día a día estamos ejerciendo prejuicios como los mencionados por las alumnas, construyendo a la gente de las comunidades populares como “personas en falta” y a nosotros(as) como profesionales “en sobra” (Montenegro, 2005); es donde podemos revisar todos los días nuestras pequeñas acciones.
Gracias a las denuncias de las alumnas y a textos anteriormente citados (como los de Montenegro, 2001; Montenegro, 2005 o Balasch, León y Montenegro, 2003), puedo criticar la construcción de dos grupos de personas, que serían diferentes entre sí y homogéneos internamente: los “agentes externos” (investigadores-interventores, con conocimiento científico) y los “agentes internos” (investigados-intervenidos, con conocimiento popular). Aunque en perspectivas participativas como la psicología comunitaria y la educación popular se afirme que los agentes internos son también investigadores y co-constructores del conocimiento, la creación de estos dos “bloques” genera efectos de personas “en sobra” y personas “en falta”, y muestra lo que Spink (2007) denomina escisión epistemológica entre investigador e investigado. La investigación parte de dos entes: “tú” y “yo”, no de “nosotros”.
Spink defiende la importancia de partir de “nosotros”. No un “nosotros” que elimine nuestras diferencias, que esconda conflictos ni que nos idealice: como dice Martínez (2009), los entrevistados no son iguales a nosotros ni tienen por qué serlo, y la gente de la comunidad no es homogénea. Este “nosotros” se refiere a una dimensión colectiva, de seres humanos que somos diversos, pero que tenemos en común un horizonte de transformación y podemos trabajar juntos buscando acercarnos a él. Dice Spink: “¿por qué insistir en que somos diferentes a los otros?¿Somos capaces de reconocer que estamos aquí , con los hombres y mujeres cocineros, fontaneros, bomberos, herbolarios, líderes comunitarios y otros, simplemente como una parte más de un colectivo esforzándose para construir utopías?” (2007, p. 572).
Para Spink (2007, 2008), entonces, el conocimiento generado por la psicología social es un conocimiento más y no un conocimiento especial, ni mucho menos superior, “en sobra”. Construye saberes junto a otros, conversando, pasando tiempo juntos, conviviendo, debatiendo, actuando. Esta posición es afín a la de Haraway, cuando dice que conocer se da gracias al contacto o conexión parcial con otras posiciones, trabajando juntas en lo que nos afecta de este encuentro y construyendo así un conocimiento localizado, una objetividad encarnada, posicionada.
Estas premisas pueden servir para redescribir la IAP en su cotidianidad, porque es justamente en ella donde emergen las contradicciones del “discurso bonito”, tal como denunciaron mis alumnas. La transformación social también es autotransformación que se da en las relaciones. Por lo tanto, la transformación social propuesta por la psicología comunitaria -y demás áreas que trabajan con investigación-acción participativa- también implica revisar y reinventar nuestro quehacer una y otra vez, a partir de los encuentros que nos indican contradicciones, verticalidades, Ojo Divino. Como dice Keleman (1995), cuando experimentamos otras posturas y movimientos vivimos una discontinuidad que es emancipatoria. Las microtranformaciones que propongo, entonces, se refieren a revisar las fases de la Investigación –Acción Participativa (familiarización o constitución del equipo, detección de necesidades, sensibilización, priorización, realizaciones, devolución sistemática de la información), pensando en su cotidianidad y enraizándolas en el cuerpo para hacerlas cada vez más libertarias.
Para avanzar en este sentido, Peter Spink argumenta que puede ser mucho más útil trabajar fortaleciendo las iniciativas que ya hay en vez de dedicarnos a crear grupos nuevos, que en teoría podrían ser muy buenos, pero que nadie del lugar pidió (y crear grupos nuevos es algo que los(las) psicólogos sociales y otros profesionales del área social tenemos por costumbre). Para trabajar de manera más útil -y enraizada, diría Keleman-, Spink propone pasar un buen tiempo conociendo lo que hay: el lugar, sus organizaciones, sus iniciativas formales o informales, sus formas de funcionamiento, sus maneras de hablar, las personas que viven o trabajan allí, sus historias y acciones, sus deseos y necesidades. Esto último puede ayudar a redescribir la “constitución del equipo” que va a trabajar, porque que a veces sí es pertinente que sea negociado e instituido, pero a veces ya está constituido (o se formaliza para “incluir” al agente externo o “contentarlo”) y otras veces es una iniciativa mucho más informal y difusa que la “constitución del equipo” propuesta en la psicología comunitaria.
Si traducimos a Spink en clave psicosocial comunitaria, la familiarización, que según Montero (1994) sería la primera fase de la investigación-acción participante, puede ser más lenta y profunda, siguiendo algo así como lo que propone el movimiento “slow food” versus el “fast food”: disponer de tiempo para conocernos más, acercarnos más y así trabajar mejor y construir relaciones afectivas, porque si nuestras maneras de relacionarnos construyen la estructura social y viceversa (Arango, 2003), para cambiar nuestras sociedades debemos cambiar también las formas de relacionarnos, y para eso nos tenemos que conocer más. Inclusive cuando tenemos poco tiempo para realizar el proyecto, debido a limitaciones institucionales o de otra índole, se puede trabajar menos tiempo siguiendo los mismos principios. Igualmente, aunque una iniciativa tenga años, en tiempos de crisis es necesaria una familiarización más intensa, para estrechar los lazos entre las personas e implicarse más con el proyecto (eso me lo enseñaron las integrantes del Centro Social Okupado Les nauS y lo relato en León Cedeño, 2006).
La familiarización es la fase mayor y más profunda, diría infinita, y familiarizarnos a través de la danza o de otras manifestaciones artísticas trae una gran riqueza al trabajo, porque nos permite enraizarnos, desenraizarnos (cuando lo necesitemos) contando con una red de apoyo y conocernos desde el movimiento, aceptando nuestras limitaciones y las de los demás y creando colectivamente a partir de nuestras facilidades y dificultades. Pero no sólo de arte vivimos: los psicólogos sociales fundamentalmente actuamos conversando (Spink, 2008). No pretendo que todos los psicólogos comunitarios tengan que bailar, ni mucho menos, pero sí me interesa destacar la dimensión corporal que ha comenzado a ser rescatada en la psicología social apenas a partir de mediados de los años 90 (Pujol, Montenegro y Balasch, 2003). Me interesa que, cuando sea el caso, se pueda considerar la danza como una posibilidad de trabajo y no como una actividad menor, banal o meramente recreativa. Es vital defender la danza y la conversación como dos momentos del mismo proceso y concretar la “traducción” de lo que la danza nos trae para que vayamos aclarando lo que nuestros movimientos y gestos nos expresan y lo que la danza nos puede proporcionar.
La detección de necesidades, como bien dice Martínez (2009), puede redefinirse si la entendemos como una red de conversaciones para entender los deseos de la gente con quien trabajamos y de nosotros mismos, basándose en las potencialidades de la gente en vez de en sus carencias. La sensibilización, al hacerse un concepto más cotidiano, implica que nos afectemos ante pequeñas cosas, pequeñísimas cosas, y eso puede cambiar nuestras visiones y acciones: hacer la tarea con las niñas bajo un árbol, almorzar con alguien del lugar que nos invitó a su casa, conversar mientras salimos del barrio en autobús, barrer, limpiar, fregar o cocinar conjuntamente, bailar juntas, respirar juntas, intercambiar confidencias, convivir más. Es la sensibilización de todos los involucrados(as) y se da de formas distintas para cada quien, formas que necesitamos expresar y escuchar, y hacemos eso conversando a medida que actuamos juntas cotidianamente.
En ese sentido, la priorización y las realizaciones pueden ocurrir de formas determinantes en momentos clave del proceso, pero también pueden darse día tras día, cuando priorizamos parar de bailar y conversar sobre la frustración por la gente que no viene, o sobre las dificultades con los hijos o la pareja, o sobre las alegrías de la fiesta comunitaria organizada la semana anterior, o sobre la vecina que está presa y dejó a su bebé sin leche materna. Y la acción es todo, como ya dijo Nietzsche. No necesariamente vamos a verla sólo en un momento, “el momento de las realizaciones”, sino a través de todo el proceso. La IAP clásica seguía la propuesta de realizar planificando, ejecutando y evaluando (Martínez, 2009), receta occidental que parece haber sido cooptada por el Banco Mundial, pero si la acción ocurre en todo el proceso comunitario, no siempre ocurre con estos tres momentos, o en esta orden. Igualmente, la devolución sistemática de la información puede ir ocurriendo a lo largo de nuestros encuentros, de manera más informal, aunque haya también momentos más formales en los que escuchemos los conocimientos de las personas del lugar y les entreguemos un informe, relato, vídeo o mural que narre lo que hicimos conjuntamente.
A partir de mi convivencia con las alumnas de danza y con otros colectivos defiendo la utilidad de posicionarse en una ética que sigue a Haraway (1995) y en una postura metodológica influenciada por Spink y coherente con Haraway, porque pensar epistemológicamente de forma situada y a partir del encuentro nos lleva metodológicamente a construcciones mas libertarias y, digamos, "desordenadas", porque parten del trabajo conjunto, de la convivencia. A veces ocurren en el acontecimiento y no en la planificación, ejecución y evaluación que propone la más clásica IAP. Hay procesos que no se sabe qué van a ser ni cómo van a salir, o actividades que se planifican y salen de forma totalmente diferente a lo previsto, o acciones que van variando y otras que sí siguen una planificación previa. El trabajo psicosocial comunitario no es apenas un conjunto de reuniones y la “constitución del equipo” que implica una concepción mas cerrada de grupo: puede ser también gente que entra y sale, son varias agrupaciones en una, es comer juntos o bailar juntos o trabajar juntos. Y al trabajar de esta forma más suelta y menos clásicamente “científica” pagamos un precio: como dice Spink (2007), podemos ser juzgados por la comunidad académica “como extraños, como activistas fingiéndose científicos o como personas de buen corazón, pero metodológicamente dementes” (p. 570). Históricamente, quien trabaja con IAP ha sido tildado con estos adjetivos por los científicos positivistas. La IAP menos planificada, entonces, probablemente recibirá aún más críticas, pero en determinadas prácticas tiene mucho sentido. No en todas: siguiendo a Haraway, ésta no es una propuesta universalista, sino una perspectiva parcial que nos posibilite ver bien en ciertos procesos.
¿Cómo podemos usar la IAP incorporándole propuestas metodológicas más “sueltas” cuando sea necesario? Dentro del marco metodológico del campo-tema (Spink, 2003), y con base en la formación teórico-metodológica de la IAP, propuse un método de trabajo llamado provisoriamente “trueque constructivo” (León Cedeño, 2006, 2007), que se refiere a apoyar la autoorganización de colectivos trabajando conjuntamente con ellos y ayudándolos en lo que nos sea posible y a ellos les interese. El trueque constructivo se construye en tres principios: ayudar sin estorbar, trabajar por intercambio y ayudar a fortalecer la red afectiva de los colectivos hasta donde éstos juzguen pertinente. Tales principios se han mostrado útiles en este curso de danza y en el trabajo conjunto con diversos colectivos de diferentes lugares geográficos (León Cedeño, 2006).
Epistemológicamente, el trueque constructivo es harawayano: responde a que conocemos en el encuentro entre posiciones, trabajando conjuntamente. Ahora bien, en la práctica esto puede implicar formas tan variadas que tal vez sea inútil e incoherente querer esbozar una receta. Y tal vez no no haga falta, porque la propuesta no lineal de fases de la IAP es muy útil (nos sirven como guía de acción a muchos profesionales) y puede ser “cotidianizada”: con la idea de una familiarizacion más larga, esa propuesta se resitúa parcial o enteramente, dependiendo de cada caso. Pero el trueque constructivo y sus tres principios pueden permear todo el proceso, más allá de si se siguen o no las fases de la IAP y más allá de las actividades realizadas y de las particularidades de cada experiencia, porque es una forma de trabajo flexible que responde a una epistemología comprometida, traducida en acciones concretas y situadas.
En el caso del curso de danza, uso estos tres principios día a día. Procuro ayudar sin estorbar fortaleciendo las formas de trabajo de Ciranda, trabajando actividades que a todas nos sirvan e interesen y escuchando lo más posible para que ellas vayan poniendo y reformulando las reglas de funcionamiento del curso de danza y de las reuniones de madres. Trabajo por intercambio ofreciendo actividades que les interesen y teniendo el privilegio de poder discutir mis aprendizajes con ellas y escribir este artículo que es escrito firmado por mí, pero que fue vivido colectivamente. Y ayudo a fortalecer la red afectiva entre ellas conversando, bailando, llevando a mi hijo y a mi esposo a jugar con los hijos de ellas, participando en otras actividades que ellas organizan con gran compromiso y abriendo con ellas estos espacios de posibilidades en que nos conocemos más profundamente y sentamos bases firmes para un trabajo enraizado.
Por último, quiero repetir que ésta ha sido una forma increíble de familiarización. A partir de lo que las alumnas de danza me contaron pude ver cuán arrogantes y excluyentes podemos ser en lo cotidiano sin darnos cuenta de ello. Como académicos podemos excluir a los hijos(as) de aquéllas(os) con quienes trabajamos y después reclamar porque no vienen a las reuniones para cuidar su casa y sus hijos, en vez de hacer actividades conjuntas o que los incluyan de alguna manera. Como académicos podemos tener un discurso lindo de la igualdad, la diversidad, el trabajo con las diferencias, podemos creérnoslo y seguir ejerciendo nuestros prejuicios, nuestra separación Sujeto-Objeto, nuestro Ojo Divino, ejerciendo una Psicología Social de la Distancia y simultáneamente defendiendo posturas que optan por la entrega para construir nuevas formas de vida. Quiero una Psicología Social desde la entrega, desde las conexiones parciales, desde la acción conjunta; una psicología libertaria que busque la transformación social que es también personal, que se enraiza en el cuerpo y en lo cotidiano, en las formas como conversamos, escuchamos y sustentamos físicamente las consecuencias de nuestras palabras. Y los principios psicosociales comunitarios nos ayudan, más aún revisitados una y otra vez; pero los tres principios metodológicos del trueque constructivo atraviesan toda esta discusión; los sigo y pueden parecen obvios pero aquí son fundamentales: ayudar sin estorbar, trabajar por intercambio y ayudar a fortalecer la red afectiva de los colectivos hasta donde ellos juzguen pertinente. Si escuchamos a la gente con quien trabajamos, ellos nos indicarán cómo podemos trabajar de forma ética y útil para crear cada vez más espacios de vida intensa y resistencia.
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