Medición de la conciencia ambiental: Una revisión crítica de la obra de Riley E. Dunlap

The measurement of the environmental concern: A critical review of Riley E. Dunlap’s work

  • Jose Antonio Cerrillo Vidal
Después de un comienzo prometedor en la década de 1970, la sociología ambiental se enfrenta a una serie de problemas, derivados principalmente de su incapacidad de vincular comportamientos ambientalistas con los valores declarados en las encuestas (el gap medioambiental). Este estancamiento se debe a la escasa reflexividad teórica y metodológica de la disciplina. Aplicando el método arqueológico, este artículo analiza la obra de la principal figura de la sociología ambiental, Riley E. Dunlap, representativa de la crisis de la especialidad. El individualismo metodológico, la preferencia por el uso de encuestas a población general, la falta de un marco teórico fuerte y de atención a factores estructurales e históricos, característicos del trabajo de Dunlap y sus seguidores, parecen ser las principales causas del bloqueo de la sociología ambiental, dada su enorme influencia en la disciplina.
    Palabras clave:
  • Sociología ambiental
  • Método arqueológico
  • Nuevo Paradigma Ambiental
  • Reflexividad metodológica
After a promising beginning in the 1970s, environmental sociology faces a series of problems, derived mainly from its inability to link people’s environmental behavior with the values they express in surveys (the environmental gap). This stagnation is due to inadequate theoretical and methodological reflection in the discipline. Applying the archaeological method, this article analyzes the work of the environmental sociologist Riley E. Dunlap, a prominent figure and a representative of the crisis of the discipline. Methodological individualism, the preference for the use of surveys of the general population, the lack of a strong theoretical frame, or of attention to structural and historical factors - all these are faults in the work of Dunlap and his followers. It is these faults that are arguably the main causes of the impasse in which environmental sociology now finds itself.
    Keywords:
  • Environmental sociology
  • Archaeological method
  • New Environmental Paradigm
  • Methodological reflection


La consolidación del ambientalismo en amplias capas de la población, especialmente en las sociedades post-industriales, es uno de los procesos de cambio social más sorprendentes e interesantes de las últimas cuatro décadas. En ese corto espacio de tiempo, nuevas formas de conocimiento, comunicación y comportamiento en defensa de la naturaleza se han incorporado progresivamente a todas las dimensiones de lo social. Podemos decir sin temor a equivocarnos que la protección ambiental ha cristalizado como un elemento plenamente legitimado de la cultura y el modo de vida en el capitalismo post-fordista. "Si hemos de evaluar los movimientos sociales por su productividad histórica, por su repercusión en los valores culturales y las instituciones de la sociedad, el movimiento ecologista del último cuarto de este siglo se ha ganado un lugar destacado en el escenario de la aventura humana", afirma acertadamente Manuel Castells (1998, p. 135).

Atentas a este proceso, las ciencias sociales1 han producido un volumen ingente de literatura encaminada a precisar las características de este fenómeno en sus diferentes dimensiones. Especialmente en países como Alemania o los Estados Unidos de Norteamérica -precisamente aquellos en los que el movimiento ecologista ha tenido mayor impacto-, la llamada sociología ambiental ha experimentado un notable desarrollo desde la década de 1970, asentándose dentro de la disciplina como un campo fecundo en producción, principalmente empírica. En una fecha tan temprana como 1978 algunos de sus autores más destacados planteasen ya la idea del Nuevo Paradigma Ambiental, teóricamente opuesto al “Paradigma Social Dominante” de la Modernidad, no sólo como modelo científico, sino como patrón cultural hegemónico en el conjunto de la sociedad (Catton y Dunlap, 1978, 1980; Dunlap, 1980). Independientemente de que se compartan estas posiciones o no, resulta tremendamente llamativa la celeridad con la que la sociología ambiental ha abierto y consolidado toda una nueva línea de investigación.

No obstante, textos posteriores han llamado la atención sobre el relativo estancamiento de la disciplina, en especial en torno a la percepción social del medio ambiente y el cambio cultural que ha traído consigo la emergencia de valores ecologistas (Lowenthal, 1987; Tábara, 2001). La dispersión y la pobre concreción de los estudios, la falta de imaginación teórica y metodológica, las dificultades para encontrar explicaciones satisfactorias a determinados problemas presentados en la evidencia empírica o la lentitud para integrar los avances de los diferentes campos e investigaciones son algunos de los síntomas del atasco que, a juicio de los autores mencionados, afecta a la sociología de la percepción ambiental. Mi intención en este artículo es proponer algunas alternativas a las tendencias mayoritarias de la sociología ambiental, a partir del examen crítico de la obra de su principal inspirador, el estadounidense Riley E. Dunlap. A tal fin, comenzaré realizando un breve repaso al estado actual del debate dentro del campo de estudio de la percepción social del medio ambiente. A continuación exploraré las principales características de la producción empírica y teórica de Dunlap, empleando el método arqueológico propuesto por Michel Foucault. Después me dispondré a efectuar una crítica de fondo de sus planteamientos, mayoritarios dentro del campo de estudio propuesto, que a mi juicio están en el origen del presente estancamiento de la sociología ambiental.

1 El bloqueo de la sociología ambiental

La excitación que supuso en la década de los setenta la emergencia de las nuevas perspectivas de la sociología ambiental, significativamente la incorporación del medio natural en la teoría social, ha ido disipándose. Aunque las causas de este bloqueo son múltiples, como enumeramos más arriba, aún más relevante resulta el que la sociología ambiental parezca haberse deslizado hacia la renuncia teórica, limitándose a ejercicios descriptivos más propios de la consultoría o el estudio de mercado (Tábara, 2001, pp. 145-147). Como resultado, los estudios sobre ambientalismo han caído en una serie de dinámicas rutinizadas en su práctica científica: se aplican sin cuestionamiento crítico pese a los problemas recurrentes que presentan. Todo ello ha generado, por una parte, un ingente volumen de bibliografía y, por otra, una amplia pluralidad de perspectivas, instrumentos empíricos y niveles de calidad que han dificultado las labores de síntesis y comparación (Ibid.). Con todo, la mayoría de estos trabajos presentan tres características muy claras, fuertemente relacionadas entre sí:

  1. Individualismo metodológico: se parte, explícita o implícitamente, de una perspectiva inductiva, que considera el ambientalismo como una agregación de opiniones individuales. De ahí también que las interpretaciones sobre el comportamiento de los agentes tiendan a emplear los modelos de la elección racional y/u otros de corte psicologista.

  2. Preferencia cuantitativa: en buena lógica, dado que la elección de la técnica empírica está precedida de la concepción que se tiene del objeto (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 1973/1976, pp. 51-81), predomina con fuerza el uso de la encuesta y el arsenal estadístico como metodología de investigación.

  3. Búsqueda de representatividad: las muestras se construyen en referencia a la población general del territorio que se quiere estudiar, por encima de muestras más específicas y atentas al detalle.

Esta perspectiva teórica y metodológica bebe principalmente de los hallazgos del ya mencionado "Nuevo Paradigma Ambiental" (New Environmental Paradigm, NEP a partir de ahora), que debemos principalmente a Riley E. Dunlap (Catton y Dunlap, 1978, 1980; Dunlap, 1980; Dunlap y Van Liere, 1978). El éxito de este modelo radica, en mi opinión, en la capacidad de Dunlap y sus colaboradores para operacionalizar sus presupuestos teóricos en baterías de items que confrontan los valores aplicables a uno u otro de los paradigmas culturales definidos: el NEP y el "Paradigma Social Dominante" (Dominant Social Paradigm, DSP), que vendría a representar las ideas sobre el derecho preferente de la humanidad sobre la naturaleza. El resultado es la famosa Escala NEP, un aparato teórico y empírico capaz de medir con fiabilidad el grado de adhesión de la población a los valores proambientales (Dunlap, 1992; Olsen, Lodwick y Dunlap, 1992). Sus aportaciones, contrastadas sincrónica y diacrónicamente, han mostrado algunas características del ambientalismo como fenómeno social: se concentra en una minoría de población (en torno al 20%) que tiende a identificarse con jóvenes, urbanos, políticamente situados a la izquierda y con alto nivel de estudios; mientras, otro 20% de la población se adhiere al productivismo clásico de la modernidad, y el grueso de la población se mantiene en posiciones intermedias con pequeños matices entre ellas2 (Jones y Dunlap, 1992; Milbraith, 1984, pp. 54-61; Olsen, Lodwick y Dunlap, 1992).

El trabajo de Dunlap y sus continuadores inspiró, directa o indirectamente, gran parte de la investigación empírica en la percepción del medio ambiente. Ejemplos clásicos de esta modalidad dominante de estudios sobre el ambientalismo son, aparte de los citados más arriba, los de Tognacci et. al. (1972), Kanji y Neville (1997), Lee y Norris (2000) o Skrentny (1993). En España, dónde la sociología ambiental ha experimentado un desarrollo notable en los últimos tres lustros, los trabajos de Navarro Yáñez (1998; 2000), Chuliá Rodrigo (1995), García Ferrando (1991), Gómez y Paniagua (1996), Gómez, Noya y Paniagua (1999a) y Moyano y Jiménez (2005), se encuentran entre las aportaciones más destacadas en este sentido. De todas maneras, el volumen de investigaciones que de un modo u otro tratan de medir la conciencia o sensibilidad ambiental es abrumador. En 2002, Jones y Dunlap calculaban que el número total debía rondar el millar (Jones y Dunlap, 2002, pp. 482-483), cifra que probablemente no incluía la mayor parte de estudios no publicados en inglés y que, en cualquier caso, a buen seguro habrá crecido notablemente ocho años después.

Sin embargo, esta metodología ha encontrado un auténtico quebradero de cabeza en el denominado gap ambiental, la inconsistencia entre los valores proambientalistas declarados y las conductas (Gómez, Noya y Paniagua, 1999b). Los datos cuantitativos muestran sistemáticamente que la población que se afirma partidaria de la defensa del medio ambiente no siempre se muestra tan decididamente favorable a la aplicación de medidas proambientales, e incluso en ocasiones su modo de vida resulta mucho menos "verde" que el de otros segmentos de la sociedad teóricamente más conservadores. Es el caso de los jubilados, con una tendencia al ambientalismo mucho menos acusada que la de los jóvenes, pero con un modo de vida mucho menos costoso energéticamente (Brand, 1997). Esta discordancia entre conciencia y comportamiento ambientales ha puesto de manifiesto la carencia de esquemas analíticos que relacionen el ambientalismo con la estructura y los cambios sociales de las últimas décadas (Buttel, 1987).

Desde que se pusiera de manifiesto, han sido innumerables los intentos por resolver este problema dentro de los marcos teóricos y epistemológicos de referencia en la sociología ambiental enumerados más arriba, sin que ninguno haya conseguido imponerse satisfactoriamente. La mayor parte de estas tentativas optan por profundizar en modelos psicologistas o de elección racional: descomponiendo la conciencia ambiental en dimensiones diferentes (especialmente, a través del esquema de la triple componente de la actitud), identificando los posibles costes, o falta de estímulos, que bloquean la toma de decisiones favorables al medio ambiente, elaborando complejos modelos matemáticos, etc. A pesar de que este proceder ha proporcionado una gran cantidad de elementos valiosos para explicar el ambientalismo, ninguno ha funcionado lo suficientemente bien como para explicar el gap medioambiental fiablemente.

Mi hipótesis es la siguiente: gran parte de los problemas de la sociología ambiental se derivan de los presupuestos teóricos, epistemológicos y metodológicos hegemónicos de la disciplina. Las técnicas de investigación científica son productos sociales, y como tales responden a unas condiciones geográficas, históricas y culturales muy particulares. Por tanto, pueden perder vigencia cuando dichas condiciones cambian. Interrogar al pasado, estudiar la génesis de las herramientas de investigación, es un ejercicio de reflexividad metodológica que puede ayudarnos a entender su productividad presente y su posible necesidad de cambio e incluso su abandono a favor de otras más apropiadas para el momento actual. Teniendo en cuenta este objetivo, considero que la estrategia de investigación que puede resultar más efectiva para cumplirlo es el enfoque arqueológico que debemos a Michel Foucault (1969/1997a, 1966/1997b). La arqueología es una perspectiva descriptiva que persigue comprender la emergencia histórica de saberes, es decir, el modo en el que ciertos objetos pasan a ser problematizados (definidos como objeto susceptible de ser estudiado), las prácticas discursivas que lo posibilitan y la relación que éstas guardan con las prácticas materiales. Para Foucault todo conocimiento es histórico y, por tanto, relativamente arbitrario, en tanto que relaciona elementos heterogéneos en un campo estable de prácticas discursivas (epistemes). La tarea de la arqueología sería entonces localizar la irrupción de las epistemes en la historia del saber a través del análisis de textos, estudiando el modo en que el objeto fue definido en primer lugar (atendiendo también a lo excluido en tal definición) y sus condiciones de posibilidad.

Dado que aplicar el método arqueológico a la vasta amplitud de estudios producidos, o siquiera a los existentes en los primeros años de la sociología ambiental, excede con mucho las posibilidades de este texto, me centraré en la obra de quien, como ya se ha visto, es el autor más influyente en la disciplina: Riley E. Dunlap.

2 La sociología ambiental de Riley E. Dunlap

Riley E. Dunlap, junto a sus estrechos colaboradores William R. Catton Jr. y Kent D. Van Liere ha sido el impulsor más destacado de la sociología ambiental y su figura más prominente. Al principio de su carrera no pareció destacar especialmente de la masa de sociólogos interesados en el novedoso fenómeno que el ambientalismo suponía a comienzos de la década de 1970, a pesar de mantener algunas polémicas relevantes en las páginas de Rural Sociology (Dunlap y Dillman, 1976; Dunlap, Dillman y Van Liere, 1978) y de una intensa actividad empírica en el terreno de la medición de la conciencia ambiental en la población general (Dunlap y Dillman, op. cit.; Dunlap y Van Liere, 1977a), especialmente de sus bases políticas (Dunlap, 1975; Dunlap y Allen, 1976).

No obstante, en el cambio de decenio Dunlap (junto a Catton y Van Liere) dará un giro a su labor académica por el cual se aupará a la posición dominante en el campo de la sociología ambiental. Su ofensiva presentó al menos tres frentes diferentes, pero íntimamente relacionados entre sí:

1) Una recapitulación de las aportaciones de la sociología ambiental en la década precedente, a fin de encontrar tanto los puntos de consenso como los problemas teóricos y metodológicos habituales entre los muchos estudios existentes, así como propuestas para su refinamiento y mejora. Este ejercicio le sirve para llegar a varias conclusiones. En primer lugar, pese a la profusión de investigaciones no se había avanzado excesivamente en la explicación teórica del ambientalismo como fenómeno social, tanto respecto a sus bases sociales como a sus características cognitivas y psicosociales como constructo cultural (Dunlap y Catton, 1979a, pp. 249, 255; Dunlap y Van Liere, 1980, pp. 651-653; 1981, pp. 181-182). Segundo, descubre graves problemas de fiabilidad y validez en los items empleados en muchos de los estudios revisados (Dunlap y Van Liere, 1981), en especial entre aquellos que tratan de los problemas ambientales concretos (environmental issues) y las concepciones teóricas empleadas para construir los items (theoretical conceptualizations). Por último, critica la dispersión y falta de integración de los instrumentos teóricos y metodológicos, con los consiguientes solapamiento de tareas y dificultad para la integración teórica, la profundización, el debate y la comparación (Dunlap y Catton, 1979a, pp. 249, 255; Dunlap y Van Liere, 1981, pp. 651-653). Hasta tal punto que se preguntaba si realmente estaban estudiando lo mismo (Dunlap y Van Liere, 1981, p. 652). De todos modos es obligatorio recordar que esta revisión se limita casi exclusivamente a los estudios producidos en los EE.UU.

2) Uno de los principales objetivos que persiguen Dunlap y sus compañeros al efectuar la mencionada revisión es precisar las características del ambientalismo como fenómeno social y cultural. Esta búsqueda, que ocupará prácticamente a Dunlap a partir de entonces, comienza por establecer un término concreto que delimite claramente el objeto de estudio, y por consiguiente la mejor manera de medirlo. Así es como se consolidó el concepto "conciencia ambiental" (environmental concern) que he venido empleando en el texto, escogido entre todos los que se habían venido manejando en la década de 1970 (environmental issues, environmental sensibility, environmental problems, concern for environmental quality, etc.), algunos de los cuales había utilizado previamente el propio Dunlap. No obstante, el término no cuajó por responder con mayor precisión a las necesidades de investigación, pese a todos los esfuerzos de Dunlap, pues todavía en 2002 lamentaba que la mayoría de los estudios no expliquen claramente a qué se refieren cuando hablan de conciencia ambiental (Jones y Dunlap, 2002, pp. 485-486). Por su parte, Jones y Dunlap (Ibid., p. 485) entienden por conciencia ambiental "el grado de preocupación por los problemas ambientales y de apoyar iniciativas para solucionarlos y/o indicar una voluntad de contribuir personalmente a su solución" (cursivas mías).

En cualquier caso, a comienzos de los 80 a Dunlap y sus colaboradores se les presentaba un gran reto teórico y metodológico. Como se adelantaba anteriormente, los estudios producidos en la década de los 70 presentaban algunos problemas de difícil solución. Uno de los más importantes era la baja correlación de las variables sociodemográficas con la conciencia ambiental, de manera que sólo la edad, el nivel educativo y la orientación política se mostraban como predictores más o menos claros de la misma (Dunlap y Van Liere, 1980). Esto llevará a Dunlap y Van Liere (Ibid., pp. 193-194) a sugerir que quizá la conciencia ambiental se encontraba muy difundida entre la población general, lo que puede estuviera indicando la necesidad de muestras a poblaciones más específicas y la sustitución de las variables sociodemográficas como variables independientes por otras de tipo cognitivo (preferencias, estilos de vida, ideologías). Recomendación que los autores, todo sea dicho, no parecen haber aplicado en exceso a sí mismos.

Más grave aún, teniendo en cuenta la preferencia cuantitativa de los autores, era la falta de consistencia entre las dimensiones propuestas para medir la conciencia ambiental. O dicho de otro modo, los diferentes problemas ambientales que los investigadores lanzaban para que los entrevistados opinasen en los cuestionarios no siempre correlacionaban entre sí como reflejo de una conciencia ambiental global. Así pues, Dunlap y Van Liere (1981, pp. 369-371) proponían una mayor prudencia a la hora de elaborar los items, seleccionar con rigor los problemas ambientales, atender a los diferentes grados de especificidad de los mismos (ya que se manifiestan a nivel local, nacional e incluso global) y a su carácter dinámico y cambiante. El debate sobre la multidimensionalidad de la conciencia ambiental3 conducirá a Dunlap a extrapolar al conjunto de la población lo que junto a Catton habría definido como el Nuevo Paradigma Ambiental (NEP), originalmente concebido para explicar el cambio de perspectiva dentro del campo de las ciencias sociales, y de ahí a la necesidad de desarrollar herramientas empíricas capaces de medir su prevalencia.

Dunlap no dejará de insistir en la necesidad de maduración de la sociología ambiental, señalando la falta de reflexión teórica y de tradición empírica como principales fuentes de problemas en la disciplina. Y si bien esta última parecía superable según se fuese acumulando experiencia empírica, la ausencia de una teoría fuerte que explicase sistemáticamente los factores que favorecían la conciencia ambiental preocupaba más seriamente a Dunlap. Y puesto que en ningún momento renuncia, aunque apenas lo explicite, al individualismo metodológico, no resulta extraña su preferencia por buscar este respaldo teórico en la teoría de las actitudes, concepto que articula elementos afectivos, cognitivos y conductuales, lo cuál encaja a la perfección con su definición de conciencia ambiental. Ya en 1981 Dunlap y Van Liere reclamaban un mayor imbricación de los estudios de conciencia ambiental con la teoría de las actitudes (Dunlap y Van Liere, 1981, p. 654). Y en etapas posteriores (Jones y Dunlap, 2002, pp. 494-496; 2003, pp. 265-266) ha elogiado las escalas desarrolladas por Maloney et. al. (1975) y Weigel y Weigel (1978), ambas fuertemente asentadas en la teoría de las actitudes, como las herramientas metodológicas que, junto a su propia escala NEP, mejores resultados habrían proporcionado en la medición de la conciencia ambiental. Al mismo tiempo, Dunlap se muestra autocrítico con la escala NEP por no haber profundizado en la misma medida en la teoría de las actitudes (Dunlap et. al., 2000, p. 427).

Empero, la teoría de las actitudes aplicadas al medio ambiente se enfrenta, a su vez, a dos problemas de envergadura, los cuales, sorprendentemente, ya habían sido planteados cuando Dunlap reclamaba su incorporación a la sociología ambiental. El primero, destacado por Heberlein (1981, pp. 242-243), refiere a la dificultad del medio ambiente como objeto de actitudes. Teniendo en cuenta el carácter ambiguo y polifacético del concepto, resulta extraordinariamente delicado interpretar el significado de "medio ambiente", cómo se concreta y más aún cómo medirlo (lo que, por lo demás, nos devuelve a la cuestión de la dimensionalidad de la conciencia ambiental). En segundo lugar, desde mediados de la década de los 70 (Schuman y Johnson, 1976) se sabía que las actitudes ambientales no se corresponden con los comportamientos declarados, escollo que, como ya sabemos, atenaza a la sociología ambiental aún hoy día. Dunlap dedicará grandes esfuerzos a elucidar la primera de estas dos cuestiones. Respecto a la segunda será mucho menos prolífico, llegando incluso a renunciar expresamente a medir los comportamientos (Dunlap y Van Liere, 1981, nota 1) o a reconocer el fracaso de las escalas de medición de conciencia ambiental como predictores de comportamientos (Dunlap et. al., 2000, p. 428).

3) Por último, pero no menos importante, la definición del objeto de estudio específico de la sociología ambiental, razón principal por la que Dunlap ha pasado a la historia de las ciencias sociales. A pesar de la mencionada fragmentación de los estudios sobre la relación entre sociedad y medio ambiente, Dunlap y sus colaboradores observaron que el común denominador de todos ellos era tratar de avanzar en la comprensión de las complejas relaciones entre sociedad y medio ambiente físico en sentido fuerte, es decir, considerando el medio físico como una dimensión de estudio propia en lugar de una variable dependiente de la organización social (Dunlap y Catton, 1979a, pp. 244-245, 250-254; 1983). Esto distinguía claramente la sociología ambiental de una sociología simplemente "preocupada" o "sensible" a los problemas ambientales y de una sociología de la percepción ambiental que sólo atienda a variables humanas4. Todo lo cuál suponía una ruptura en toda regla con el paradigma dominante en la sociología al menos desde Durkheim, aquél que reza que los hechos sociales sólo pueden explicarse socialmente (Dunlap y Catton, 1979a, p. 255).

Por supuesto, la sensibilidad ecológica habría sido una palanca fundamental en el nacimiento de la sociología ambiental. Tanto es así que Dunlap y Catton la sitúan en el origen de la disciplina, como producto de la concienciación que supuso para los científicos sociales la realización de investigaciones que les pusieron en contacto con los crecientes problemas ambientales (Ibid., pp. 246-248, 255-265). Sin embargo, esta sensibilidad proambiental habría madurado progresivamente hasta conformar un modo diferente de concebir las relaciones entre sociedad y medio ambiente. De ahí la célebre afirmación de la existencia de un Nuevo Paradigma Ambiental emergente, el NEP, defendida en varios artículos de la época (Catton y Dunlap, 1978, 1980; Dunlap, 1980; Dunlap y Van Liere, 1978). Con todo, Dunlap reconocía emplear el término paradigma en un sentido laxo, en la medida que los trabajos existentes eran lo suficientemente diferentes entre sí como para considerar el desarrollo de una teoría sistemática sobre las mutuas interrelaciones entre sociedad y medio ambiente. Lo que unía a los autores que señalaba como representativos del NEP, que a su vez los diferenciaba del resto de científicos sociales (incluso de aquellos que trataban problemas ambientales), era que "ven las sociedades de un modo diferente a como lo hacen los defensores del paradigma del excepcionalismo humano" (Dunlap, 1980, p. 8, cursivas presentes en el original)5.

Tres objetivos diferentes, pero relacionados entre sí, que coincidieron en el tiempo. Más sorprendente resulta que Dunlap coincida en identificar la existencia de una perspectiva ambientalista bien delimitada, e incluso de características análogas, dentro y fuera del campo de las ciencias sociales. Es más, ambas tendrían el mismo origen: la preocupación surgida ante las progresivas amenazas y el deterioro del medio ambiente, reforzadas por el éxito de movilización del movimiento ecologista y la publicación de literatura de denuncia (Dunlap y Catton, 1979a, p. 250). Es un argumento que adolece de cierta yuxtaposición, de modo que las consecuencias se convierten en causas (el contacto con problemas ambientales produce conciencia ambiental tanto en la sociedad como en las ciencias sociales, que a su vez contribuirían a amplificar la conciencia ambiental general con sus denuncias), pero que es relativamente coherente con la visión de Dunlap sobre las influencias recíprocas entre medio ambiente, sociedad, cultura y personalidad. No en vano, Catton y Dunlap pensaban que si la situación medioambiental empeoraba y esto hacía crecer la conciencia ecológica, entonces las tesis de la sociología ambiental quedarían demostradas (Ibid., p. 249), hipótesis a la que la historia ha dado el mentís. Tampoco la información sobre problemas ambientales ha demostrado tener la capacidad movilizadora que le atribuía Dunlap, mas su confianza en este factor no ha decaído un ápice, pues creía en él tanto en 1979 (Ibid., p. 266) como en 2000 (Dunlap et. al., p. 439).

No acaban aquí las coincidencias entre la evolución paralela de la conciencia ambiental tanto en las ciencias sociales como en el conjunto de la población. He afirmado que a finales de los 70 Dunlap y sus compañeros emprendieron la triple tarea que habría de cambiar el campo de la sociología ambiental. Pero, ¿qué motivó este cambio? Por supuesto, la necesidad académica de reorganizar la anárquica situación de una disciplina joven y proporcionarle unos marcos teóricos bien definidos puede explicar buena parte de las motivaciones de Dunlap. Ahora bien, si nos remontamos unos años atrás encontramos pistas que indican una segunda causa posible. Uno de los principales hallazgos empíricos que Dunlap constató en la primera mitad de los años 70 fue el descenso de la conciencia ambiental en los EE.UU. respecto a la efervescencia que habían supuesto los 60 (Dunlap y Dillman, 1976; Dunlap, Dillman y Van Liere, 1978; Dunlap y Van Liere, 1977a). Por tanto, la conciencia ambiental de la población norteamericana caía, a la par que la sociología ambiental (que desde la perspectiva de Dunlap debería contribuir al progreso de la conciencia ecologista) se estancaba. Aunque no podamos afirmarlo con total seguridad, es posible que la doble decepción que ambos procesos podrían haber supuesto para Dunlap fueran el principal estímulo que empujó al sociólogo norteamericano a liderar el giro copernicano de la sociología ambiental. Lo cierto es que en aquel momento Dunlap se mostraba pesimista en cuanto a la capacidad de una ética ambientalista como solución a los problemas del medio, defendiendo la superior efectividad de las políticas públicas (Dunlap y Van Liere, 1977b). Pesimismo que contrasta vivamente con la esperanza de cambio que, como hemos visto, exhibía unos pocos años más tarde. Dejaré la discusión en este punto a falta de mayor evidencia que sostenga esta tesis.

2.1 La Medición del NEP

Dado que Dunlap y sus colaboradores creían que el NEP existía dentro y fuera del campo de las ciencias sociales, no podían sino tratar de comprobar sus hipótesis empíricamente. Para ello Dunlap y Van Liere (1978) desarrollaron una escala de 12 items tipo Likert, 9 de los cuales se relacionaban con el NEP, mientras que los 3 restantes lo hacían con el paradigma del excepcionalismo humano (DSP). A su vez, los 9 items favorables al NEP eran reflejo de 3 dimensiones que según Dunlap y Van Liere constituían el corazón del cambio cultural que el ambientalismo suponía respecto a las creencias establecidas en las sociedades modernas sobre las relaciones entre la naturaleza y la humanidad: 1) la capacidad del ser humano para cambiar el equilibrio natural; 2) la existencia de límites al crecimiento de las sociedades humanas y 3) el derecho de la humanidad a usar la naturaleza en su provecho. Dunlap y Van Liere probaron por primera vez su herramienta en una encuesta realizada en el Estado de Washington en el año 1976. El estudio mostró la capacidad de la escala de discriminar claramente a los partidarios del NEP del público general, y a ambos de los defensores del DSP. La respuesta positiva al NEP, por ejemplo, correlacionaba negativamente con el apoyo al DSP y viceversa (Dunlap y Van Liere, 1984).

Dunlap y Van Liere parecían haber encontrado una escala robusta, fiable e internamente consistente, lo que condujo a numerosos investigadores de todo el mundo a emplearla en sus investigaciones, bien en su totalidad, bien versiones reducidas de la misma (para una revisión bibliográfica ver Dunlap et. al., 2000, pp. 428-430). Asimismo, otros estudios optaron por modificar la herramienta añadiéndole nuevos items, lo que no ha sido demasiado bien visto por sus creadores (Ibid., p. 427). El éxito de la escala NEP, sin embargo, no impidió que Dunlap y sus colaboradores presentaran una segunda versión mejorada de la misma, probada en un estudio del año 1990, pero presentada en un artículo del año 2000 (Ibid.). Rebautizada como Escala del Nuevo Paradigma Ecológico (en lugar del environmental original), ampliaba en 3 el número de items y a 5 las dimensiones constituyentes del NEP: a las tres presentes en la primera versión se añadían otras dos: rechazo del excepcionalismo humano y creencia en la posibilidad de crisis ecológicas. Igualmente, se perseguía un mayor equilibrio entre los items relacionados con el NEP y el DSP que el existente en la versión de 1976, de manera que se asignaron 8 items para el primero y 7 para el segundo. Al final, sólo se mantenían 6 items de la escala original.

Una de las motivaciones principales que Dunlap perseguía en la revisión de la escala era mejorar su validez dimensional, es decir, la relación entre las tres dimensiones constituyentes de la NEP. Efectivamente, aunque los estudios que se propusieron comprobar la consistencia de las dimensiones constituyentes de la escala NEP a través de análisis factoriales han sido escasos, todos habían arrojado niveles alarmantemente bajos de vinculación entre ellas (Ibid., pp. 430-431). Dunlap defiende que éste no es un criterio necesario para probar la validez de la escala, aunque sin duda es un argumento poco serio considerando que la herramienta trata de demostrar la existencia de un constructo cultural coherente, algo poco probable si las dimensiones que tratan de operacionalizarlo incurren en contradicción. Nos encontramos de nuevo ante la batalla de la dimensionalidad, que Dunlap lleva librando desde hace décadas6. La escala NEP revisada le dará la oportunidad de recoger este guante, aunque los resultados obtenidos no fueron enteramente satisfactorios en este sentido (Ibid., pp. 434-438).

En cuanto a la efectividad de la escala NEP revisada como predictora de comportamientos, Dunlap continua siendo prudente. Aunque menciona algunos estudios en los que habría mostrado una buena validez predictiva (Ibid., pp. 428-429), Dunlap mantiene su vieja renuncia a relacionar apoyo al NEP con la predicción de comportamientos ecológicos, arguyendo que "pese a que las creencias pueden influenciar las conductas, las barreras y oportunidades que influyen en los comportamientos proambientales en situaciones específicas nos previenen sobre esperar una relación fuerte NEP-comportamientos" (Ibid., p. 428). ¿La estrategia del avestruz?

2.2 Evolución de la obra de Dunlap

Posteriormente, Dunlap y sus colaboradores han continuado profundizando en los aspectos teóricos y metodológicos de su propuesta. Puesto que ya me he referido someramente a las principales aportaciones metodológicas, me centraré en las teóricas. La primera de ellas preocupaba a Dunlap desde comienzos de la década de los 80 (Dunlap y Van Liere, 1981, pp. 369-371): el cambio en la percepción de los problemas ambientales, desde aquellos más locales y dependientes de la experiencia directa (pérdida de paisaje, contaminación de entornos...) a otros más globales y mediados por su representación en los medios de comunicación (cambio climático, amenazas a la biodiversidad...), cuestión en la que Dunlap insiste en numerosas ocasiones (Dunlap et. al., op. cit., pp. 425-426; Jones y Dunlap, 2002, pp. 485-486; 2003, p. 367). No resulta extraño que atraiga tan poderosamente la atención de Dunlap, puesto que afecta transversalmente a varios aspectos centrales de su marco teórico. Claro está, a la consabida elección de los problemas con los que se operacionaliza la medición de la conciencia ambiental. Y lo que es más importante, a la hipótesis que atribuye a la degradación de la situación medioambiental el peso decisivo en la producción de conciencia ecológica, la cuál resulta cuanto menos cuestionada si la percepción de los problemas ambientales depende de su tratamiento mediático. Dunlap, sin embargo, no parece percibir la existencia del problema. Tanto es así que en 2007 todavía insiste en la influencia de las fuentes de información como una de las posibles causas de la incoherencia entre las diferentes dimensiones constituyentes de la conciencia ambiental (Dunlap y Xiao, 2007, pp. 489-490).

En cuanto a la concepción de la conciencia ambiental, Dunlap ha distinguido dos componentes: el ambiental (los problemas ambientales concretos sobre los que se pide opinión en los cuestionarios) y el de implicación (los conocimientos, la disposición a adoptar comportamientos proambientales, el apoyo a leyes y planes...). Estamos ante otra vieja preocupación de Dunlap, quién, como hemos visto, ha insistido desde los primeros ochenta en la necesidad de que exista coherencia entre ambos componentes (Dunlap y Van Liere, 1981). Por lo demás, Dunlap ha pretendido profundizar en la definición de los dos componentes: a través de la Facet Theory de Guttman para subrayar la naturaleza compleja del componente ambiental; y de las dos posibles aproximaciones con las que puede abordarse la componente de implicación: su tan apreciada teoría de las actitudes y los enfoques más tendentes a la expresión política del mismo, tales como la valoración de diferentes agentes sociales desde un punto de vista ambiental o la disposición al pago de impuestos ecológicos (Jones y Dunlap, 2002, pp. 485-492; 2003, pp. 365-366).

En suma, Dunlap se ha esforzado en las últimas décadas por refinar su marco teórico y sus herramientas metodológicas, por reforzar sus flaquezas y solventar algunos de sus más importantes problemas. Pero, como hemos visto, no ha tenido demasiado éxito. No ha conseguido solucionar satisfactoriamente la falta de coherencia entre las dimensiones de la conciencia ambiental, ni hallar un mayor grado de imbricación entre creencias o actitudes y comportamientos ambientales. Tampoco ha sido capaz de explicar convincentemente la evolución de la conciencia ambiental hacia problemas menos dependientes de la experiencia directa, ni su estancamiento en un porcentaje minoritario de la población. No ha podido demostrar la pretendida influencia de los problemas ambientales y la información sobre la conciencia ambiental, ni ha elaborado ese deseado marco teórico que incluyese la influencia del medio físico en la explicación de los hechos sociales.

2.3 Debilidad teórica y falta de reflexividad: crítica de la obra de Dunlap

Como habrá podido observarse, Dunlap, como la mayor parte de los sociólogos ambientales, se encuentra preso en un laberinto del que no puede escapar por más que lo intenta. Todos los caminos le devuelven a una encrucijada, en ocasiones nueva, a menudo ya conocida. Y es que el problema real no está en los detalles, en la superficie de su planteamiento. Está en los presupuestos de partida. La obra de Dunlap se caracteriza, entre otras cosas, por una falta de reflexividad metodológica y una debilidad teórica muy acusadas y estrechamente relacionadas entre sí: dado que no se reflexiona, no se cuestionan los principios teóricos que fundamentan su sociología ambiental; y como no se recapacita sobre la teoría que las sustenta, las herramientas metodológicas chocan una y otra vez con los mismos muros. Jesús Ibáñez (1985, p. 24) definió tres niveles de reflexividad en la sociología: el nivel 1 o tecnológico piensa el cómo se hace, la capacidad de los métodos, técnicas y prácticas de investigación para captar la realidad social; el nivel 2 o metodológico atañe al por qué, a los fundamentos teóricos de la metodología, a la forma de construcción del objeto de estudio que proponen y la cosmovisión presente tras la misma; el nivel 3 o epistemológico se refiere al para qué, los condicionamientos materiales de los dispositivos metodológicos y las teorías que los cimientan. Dunlap ha ocupado gran parte de su tiempo pensando el nivel tecnológico de su obra, pero ha reflexionado poco y mal sobre los niveles metodológico y epistemológico de la misma.

Dunlap comenzó su carrera en un momento histórico y un lugar determinados: EE.UU. a finales de los años 1960. Es un momento de fuertes cambios sociales y culturales (entre los que destaca el nacimiento de la conciencia ecologista), la mayoría de los cuales poco previstos por la conservadora sociología de la época. Es lógico entonces que los jóvenes sociólogos dedicasen su carrera a intentar explicar y comprender las transformaciones que estaban viviendo, y en algunos casos protagonizando. Para algunos de estos jóvenes científicos sociales el cambio social implicaba también una crítica a las teorías que no habían podido anticiparlos y el desarrollo de nuevas perspectivas de análisis. Otros no pudieron, supieron o quisieron seguir este camino, y se dispusieron a estudiar los nuevos fenómenos sociales partiendo de los marcos teóricos que aprendieron de sus maestros. En mi opinión, Dunlap y sus colaboradores pertenecen a este segundo grupo. A pesar de sus esfuerzos por innovar, principalmente por la integración del medio físico en la explicación de los hechos sociales, no han logrado romper con el tronco principal de la tradición sociológica norteamericana: fuerte orientación empirista, querencia cuantitativa, individualismo metodológico, conductismo y elección racional como teorías explicativas de la acción social, inductivismo radical (en el sentido de concebir lo macrosocial exclusivamente como un acumulado de interacciones producidas en el nivel micro). Dunlap y sus contemporáneos acertaban al afirmar que el ecologismo cuestionaba las creencias dominantes sobre las relaciones entre medio ambiente y humanidad tanto en el campo de las ciencias sociales como en la sociedad en general. Sin embargo, considero que su marco teórico de partida ha imposibilitado una adecuada comprensión del fenómeno por su parte, y por consiguiente elevar hasta sus últimas consecuencias el cambio de paradigma al que apunta la sociología ambiental.

Véase si no la explicación que Dunlap da sobre el origen de la sensibilidad ecológica: el agravamiento de la situación medioambiental. Es una hipótesis típicamente conductista (un estímulo produce como respuesta la adopción de una creencia que teóricamente debería tender, a su vez, a generar conductas) que ha sido cuestionada por la historia, pues la conciencia ambiental no ha crecido en las últimas décadas pese a aumentar la magnitud de los problemas ecológicos; tampoco puede explicar por qué no surgió antes, ya que las agresiones masivas al medio ambiente existen al menos desde la Primera Revolución Industrial, en el siglo XIX. Hace falta una teoría más poderosa que atienda a todas las mediaciones existentes entre la situación ambiental y su percepción, que pueda explicar por qué en un momento concreto del desarrollo de nuestra civilización apareció la cultura ambientalista. Dunlap no sólo no la tiene, sino que nunca se ha preocupado por hacer dialogar su propuesta con otras matrices explicativas sobre la emergencia del ambientalismo7, como la de la sociedad del riesgo de Beck (1995, 1987/1998; Laraña, 1999); la transformación de los imaginarios espacio-temporales en la sociedad globalizada, como afirma Castells (1998); o el cambio de significado del progreso en una sociedad que, paradójicamente, ha institucionalizado el cambio como orden rutinario, lo que hace que los movimientos sociales reaccionen proponiendo la conservación (de la cultura, la lengua o el medio) como alternativa, tal y como sugiere Lamo de Espinosa (2001, pp. 31-35). Todas ellas interpretan la emergencia del ambientalismo como consecuencia paradójica del máximo desarrollo del orden moderno, industrial y capitalista y no de su agotamiento.

De la misma forma, el marco teórico de Dunlap tampoco atiende a la dinámica de aparición, cristalización y transformación de los discursos y las prácticas sociales aplicable al ambientalismo. Tal vez por ello Dunlap explicaba el descenso en la conciencia ambiental en los EE.UU. de mediados de los 70 por los efectos de la Crisis del Petróleo del 73 y la institucionalización de las cuestiones medioambientales, que provocaría que las personas "dejaran de preocuparse por entender que los problemas ya están siendo solucionados" (Dunlap, Dillman y Van Liere, 1978, p. 206; Dunlap y Van Liere, 1977b, pp. 202-203). De nuevo, hipótesis simples, modelos lineales de causalidad, escasa atención hacia lo estructural o lo histórico. El ambientalismo es concebido como un discurso flotante, que fluctúa como lo hacen los valores bursátiles en el mercado financiero.

La lectura de clásicos como Simmel y su distinción entre forma y contenido sociales (1917/2002, pp. 23-55), o de teorías que debemos a autores contemporáneos al propio Dunlap, como la estructuración de Giddens (1984/1995) o el habitus de Bourdieu (1979/1991, 1994/1997, 1984/2000), podrían haber proporcionado al sociólogo norteamericano un marco analítico más potente. Como cualquier otro hecho social, la aparición del ambientalismo obedece a unas condiciones sociohistóricas determinadas (como las descritas en las teorías antes mencionadas). En un primer momento, el fenómeno emergente produce múltiples discursos, que circulan por todo el campo social, como sucedía a finales de los años 60 en países como EE.UU. en el caso de la sensibilidad ambiental. Más adelante, algunos de estos discursos y prácticas se imponen y se institucionalizan: las regularidades cristalizan y se reifican como vida petrificada que se impone, como estructura, a la vida fluida que las produjo. Ésta podría ser la situación de la conciencia ambiental a mediados de los 70, que tanto consternó a Dunlap. Finalmente, la nueva cosmovisión se consolida como parte integrante del imaginario cultural de una sociedad concreta, es decir, se legitima, lo cual abre la posibilidad de nuevos usos sociales de dicho discurso o práctica, en función de cómo los agentes lo interpreten y se lo apropien, de los diferentes contextos espaciales, culturales y temporales, etc. Así, actualmente el ambientalismo da lugar a prácticas y discursos comercial-publicitarios (dando una pátina verde a ciertas mercancías), institucionales (políticas ambientales que pueden ir desde el fomento del reciclaje en un municipio al Protocolo de Kyoto), mediáticos (documentales, noticias, secciones en los periódicos), movilizadores (movimiento ecologista, movimientos vecinales de rechazo a la instalación de industrias contaminantes), de ocio (turismo rural, estilos de vida verdes) y un largo etcétera. De este modo, el ciclo del ambientalismo en toda su complejidad queda explicado mucho más satisfactoriamente.

Por esta razón, Dunlap y sus seguidores no han podido encontrar una respuesta adecuada a la falta de coherencia entre las creencias ambientales declaradas y los comportamientos reales. No es sorprendente que Dunlap haya insistido con tanta fuerza en la teoría de las actitudes para explicar los comportamientos ambientalistas, pues encaja a la perfección en su matriz teórica. De hecho, la teoría de las actitudes y la tendencia general de la sociología ambiental tienen trayectorias muy similares. Ambas tienden al individualismo metodológico; parten de modelos conductistas desde su formulación primaria, la de Thurstone (1928, 1931) en el caso de las actitudes; y finalmente, tanto una como otra han insistido antes en la medición cuantitativa que en la reflexividad teórica, sin que todos los problemas que ésta ha presentado hayan dado como resultado un cuestionamiento de los postulados de partida8. El repetido fracaso de la teoría de las actitudes en predecir comportamientos a partir de creencias, que recuerda poderosamente al de la sociología ambiental, parece haber dado como mayor innovación teórica la inclusión del componente conativo (de predisposición a los comportamientos antes que conductas efectivas) que Fishbein y Ajzen (1975) añadieron a los tres originales, el cual por cierto también recoge Dunlap (Jones y Dunlap, 2002, p. 490). Resulta curioso que una teoría que presenta tantos problemas haya ejercido un influjo tan poderoso en la sociología ambiental.

Otros autores, empero, han afirmado que si la teoría encuentra problemas para explicar la evidencia empírica, la salida no está en dar saltos adelante que resultan más bien vueltas en círculo, sino en cambiar la perspectiva de análisis. Brand por ejemplo, ha sugerido un desplazamiento del foco de estudio hacia los contextos socioculturales y los estilos de vida como elementos estructurantes de las percepciones sobre el medio ambiente (Brand, 1997). Dado que los datos sobre sensibilización ambiental no varían en función de variables económicas o de situaciones sociales diferentes9, Brand defiende que las diferentes formas de representar e interpretar los problemas ambientales en función de los contextos, y los estilos de vida que producen, tienen mayor importancia a la hora de explicar los comportamientos ambientalistas. Así, el hecho de que en Gran Bretaña la preocupación ambiental se asocie a la destrucción de paisaje o el que en Alemania el comportamiento ambiental se refleje en cinco pautas de interpretación y práctica cotidiana diferentes, resultan mucho más relevantes como marco de análisis que las tópicas variables socioestructurales de los estudios de medición de la conciencia ambiental. Partiendo de este modelo, un estudio reciente sobre los discursos medioambientales de los jóvenes en Andalucía (Ruiz Ruiz, 2006) muestra convincentemente como en las representaciones de los agentes es perfectamente compatible la preocupación ambiental con la justificación por no incorporar a su vida cotidiana prácticas acordes con ésta, al relacionar los comportamientos ambientalistas con ciertos costes (informativos, económicos, etc.). Ello da lugar no tanto a una renuncia a conductas ambientalistas, como a una variada gama de prácticas de bajo coste que Ruiz Ruiz denomina sagazmente como de responsabilidad limitada hacia la protección del medio natural.

Se trata, pues, de romper con la muy asentada idea de la relación lineal entre información y conducta, de modo que a mayor conocimiento, mayor conciencia y por tanto mayor comportamiento ambiental, para pasar a un modelo más complejo. No se niega la influencia del conocimiento y los valores en la predisposición a los comportamientos ambientalistas, sino que se considera la necesidad de comprender los contextos que producen y enmarcan de manera concreta las representaciones sobre el medio ambiente (la definición de los problemas, soluciones, costes, comportamientos aceptables, etc.). Pasar de la idea de una "conciencia ambiental" a la de mentalidades ambientales ofrece, a mi juicio, tres ventajas: 1) concebir el ambientalismo en relación a la estructura social y no como mero agregado de comportamientos individuales; 2) reconocer que el ambientalismo puede ser redefinido y reinterpretado para cada situación concreta, esto es, en función de los diferentes contextos y agentes sociales, así como la forma en que ambos se relacionan mutuamente; y 3) admitir que los comportamientos ambientalistas pueden adoptar una multiplicidad de formas diferentes.

Con todo, Dunlap ha llegado a una conclusión parecida: "No sólo los problemas ambientales se han vuelto más complejos, sino que los esfuerzos por medir las actitudes hacia ellos se complican por el hecho de que el medio ambiente es más ambiguo de lo que Heberlein suponía (...) el problema que el medio ambiente connota diferentes cosas para diferentes personas y culturas y que los ambientes pueden clasificarse de multitud de formas" (Jones y Dunlap, 2002, p. 484, cursivas mías). A pesar de lo cual, Dunlap no se ha planteado modificar sus teorías ni sus aproximaciones empíricas. Dunlap no entiende que el método cuantitativo como perspectiva de investigación distribuye la población en nichos construidos ex ante por el investigador y que tiende a reflejar el lenguaje objeto, es decir, los discursos más estables e institucionalizados, sin poder captar los matices y las mediaciones entre las representaciones y las prácticas (Ibáñez, 1986). La medición de la conciencia ambiental mediante muestras a población general e items seleccionados por el propio investigador es incapaz por tanto de dar cuenta de la variedad de formas en la que el ambientalismo puede expresarse. Mientras la sociología ambiental no comprenda este problema, mientras no reflexione sobre el por qué y el para qué de la medición de la conciencia ecológica, continuará enfrascada en la misma crisis que le afecta hoy día.

3 Conclusiones

La contribución del grupo de investigadores encabezado por Riley E. Dunlap a las ciencias sociales en general, y a la sociología ambiental en particular, es indiscutible. Sin embargo, hoy día podemos afirmar que no da más de sí. Sus fundamentos se formularon en un momento y en lugar determinados, EE.UU. a finales de los años 70 y comienzos de los 80, como respuesta a la doble crisis de la conciencia y la sociología ambiental. Pero ha fallado al ser extrapolada a otros contextos espaciales y culturales, y tampoco ha sabido explicar adecuadamente la evolución del fenómeno social del ambientalismo. Su marco teórico -que parte de la tradición fuerte de la sociología norteamericana: empirismo, cuantitativismo, individualismo metodológico, conductismo y psicologismo- se ha demostrado insuficiente para reinterpretar las relaciones entre sociedad y medio ambiente, a la sazón la gran ambición teórica de Dunlap. Tampoco ha conseguido establecer una relación clara entre la información y las creencias ambientales y los comportamientos realmente registrados.

Lo más sorprendente en cualquier caso es la falta de reflexividad metodológica que muestran, ya no Dunlap y sus colaboradores, sino el conjunto de la sociología ambiental que comparte sus presupuestos. Sobre todo cuando se enfrenta a problemas tan recurrentes. Por eso, son de agradecer las aportaciones de J. David Tábara (2001, 2006), en defensa de la utilidad de la metodología cualitativa y las muestras a poblaciones concretas a la hora de comprender la conciencia ambiental en su contexto; de Leandro del Moral Ituarte y Belén Pedregal Mateos (2002), proponiendo el uso técnicas participativas que impliquen a la ciudadanía en la formación de nuevos modos de conocimiento e interacción entre la sociedad y el medio ambiente natural; o de Mercedes Pardo (1996, 1998), planteando marcos teóricos innovadores sobre la co-evolución entre naturaleza y sociedad.

Por supuesto, esto no significa que los métodos de investigación tradicional sobre la percepción de la conciencia ambiental deban ser abandonados. Simplemente ha de saberse qué se está midiendo: el grado general de apoyo al ambientalismo como cosmovisión en una población dada. A lo que se ha de renunciar es a entender esta metodología como predictora de comportamientos ambientales, posicionamientos ante problemas y medidas concretos, o como susceptible de generalización de percepciones sobre el medio ambiente o de las relaciones entre medio físico y sociedad, por muy políticamente rentables que resulten los sondeos de opinión (Tábara, 2001, p. 161). La resolución de conflictos ambientales o el apoyo a la extensión de conciencia y conductas ecológicas, objetivo confeso de gran parte de los sociólogos ambientales, pasa por fijar la atención en los contextos concretos.

Dunlap, Catton y Van Liere, como Buttel, Beveridge, Duncan y otros pioneros de la sociología ambiental, tienen el mérito de haber sido los primeros en cuestionar la exclusión del medio físico en la explicación de los hechos sociales. Por esta razón, las ciencias sociales estarán siempre en deuda con ellos. Pero ha llegado la hora de que la sociología ambiental les supere. Como dijo Cornelius Castoriadis, no hay mejor homenaje que pueda hacérsele a un pensador.

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