La frontera remite a una entidad que se configura históricamente y, por tanto, a las experiencias vinculadas con las posiciones sociales y geopolíticas de los sujetos que las transitan. Desde los primeros estadios del capitalismo hasta la actual fase de internacionalización y concentración del poder económico, la frontera ha cumplido una función de categorización y diferenciación, de construcción de la otredad, que ha justificado la explotación de amplios sectores de población. Estas prácticas adquieren toda su crudeza en el contexto de los crecientes movimientos migratorios y el fortalecimiento de las medidas de seguridad referidas al control fronterizo en el espacio europeo, que se traduce en la actualización e intensificación del régimen de fronteras en los espacios de la vida cotidiana.
Esta intensificación se refiere a las maneras en las que dicho régimen se inserta en las relaciones sociales, creando categorías de personas, cuerpos y experiencias, a partir de la constitución de un paralelismo entre territorio y nación, por un lado y, por otro, de formas de clasificación social a partir de las distintas adscripciones nacionales, étnicas y culturales de las personas que comparten dicho territorio. La construcción resultante es un otro -foráneo, peligroso o monstruoso- diferente a un yo, referido a lo autóctono o nacional -aquella persona perteneciente legítimamente a un territorio/nación- que emerge por medio de leyes, documentos, imaginarios, políticas públicas y securitarias, donde la diferenciación entre cuerpos y orígenes nacionales instaura una diferencia de derechos, deberes y experiencias.
En este artículo haremos un acercamiento preliminar a la naturaleza de lo que algunas autoras denominan fronteras internas (Suárez, 1999; Balibar, 2005), aquellas que se practican en la vida cotidiana y que establecen los límites de lo "común" y lo "extraño"; atendiendo especialmente al papel que cumple el proceso de construcción semiótico material del cuerpo en las prácticas de diferenciación/subordinación que estas fronteras imprimen a la experiencia migratoria.
Para ello exploraremos, en un primer momento, la relación existente entre la frontera y el complejo racial/nacionalista a la luz de los desarrollos del capital. En un segundo momento nos referiremos a la frontera en su dimensión cotidiana. Es decir, nos acercaremos a la noción de fronteras internas y a su correlato: la experiencia de fuera de lugar, en el marco de la construcción semiótico material de la nación y del otro como amenaza para la sociedad de acogida. A continuación enmarcaremos tanto la constitución de las fronteras internas como la experiencia de fuera de lugar resultante, en el contexto de los actuales procesos de globalización en el que los flujos migratorios están siendo definidos en términos de riesgo social y criminal, lo que ha dado lugar a políticas securitarias que conforman la Europa fortaleza. Seguidamente, a través del estudio realizado por Daniel Wagman (2006) sobre las actuaciones policiales en la vida cotidiana, ejemplificaremos las maneras en las que estos procesos se dan de manera imbricada en los controles, paradas y cacheos hechos por las fuerzas de seguridad. A través de este ejemplo, se ilustran las maneras en las que por medio de discursos y prácticas se (re)conocen los cuerpos marcados, se actualizan las fronteras internas y se genera la experiencia de fuera de lugar, reiterando una y otra vez la norma somática que construye a dichos cuerpos marcados como potencialmente peligrosos. Finalizaremos señalando la importancia de introducir la noción de frontera en el debate sobre las prácticas de discriminación, explotación y exclusión que tienen lugar sobre la población inmigrada, con el fin de generar actuaciones críticas hacia las marcas que se atribuyen a ciertos sujetos a partir de la norma somática imperante en Europa, en el marco de las actuales lógicas de explotación del capital.
La noción clásica de frontera1 emerge de manera conjunta con los desarrollos de la doctrina general del Estado y de la geografía política. En ella, la frontera es presentada como una abstracción que delimita el proceso dinámico de expansión de la forma de vida política de un pueblo o el límite del ámbito territorial de validez del poder del Estado2 (Mezzadra, 2004). Esta abstracción, que en un principio dio origen a la división de la tierra europea, se prolongó a la división de las tierras occidentales durante la conquista colonial. En el caso colonial las fronteras jugaron un papel fundamental para el discurso imperial que, a través de su creación, buscó definir y construir las entidades a las que daban lugar las prácticas de conquista (Quijano, 2000). Las numerosas fronteras de los mapas imperiales fueron funcionales a la cartografía colonial tanto para inventar como para registrar la diferencia entre lugares y personas. La delineación de las fronteras físicas se proyectó metafóricamente a través del discurso del imperio para inventar categorías que dieran cuenta de una deseada diferenciación racial, cultural o de género que con frecuencia definieron al otro como el oscuro, el bárbaro y el salvaje (Ashcroft, Griffiths y Tiffin, 2005). Así, la frontera se erigió como un rasgo crucial en la imaginación del yo imperial y en la creación e imaginación de aquellos otros por los cuales ese “yo” podría lograr definición y valor (Mignolo, 2003; Castro-Gómez, 2005).
Ese proceso de categorización y diferenciación, al cual sirvió la definición de fronteras en el contexto colonial, se convirtió en el prototipo de lo que los analistas llaman “racismo autoreferencial”, es decir, “en la racialización del dueño del discurso: los ingleses en la India, los franceses en África, por muy vulgar que fuese su extracción, sus intereses, sus modales, se verán todos como parte de la nobleza moderna” (Balibar, 1991, p. 319). De esta forma, la lógica colonial que da paso a la autodefinición del yo imperial como raza superior en una estrategia semiótico material, justificará la explotación de aquellos otros de diferencia amenazadora para la expansión signándolos como raza(s) inferior(es).
A la luz de la emergencia de las relaciones de clase propiamente capitalista, que tiene lugar durante la revolución industrial, esta práctica de diferenciación basada en la categorización racial se actualiza dirigiéndose al proletariado en su doble condición de población explotada y de población políticamente amenazadora. En la construcción semiótico material que soporta este proceso de racialización confluyen por primera vez los argumentos de miseria material y espiritual, criminalidad, vicio congénito (alcoholismo, droga), taras físicas y morales, suciedad corporal e incontinencia sexual, como supuestas características de un grupo social que amenazan con sumir a la humanidad en la degeneración. Este discurso trae consigo una oscilación básica entre una categoría socioeconómica y una categoría antropológica y moral: aquella existente entre las “clases laboriosas” y las “clases peligrosas”, que pone en marcha una densa red de instituciones policiales y de control social (Balibar, 1991, p. 320) que aseguran la continuidad de la producción a través de la explotación y la neutralización de la amenaza política que traería consigo la reivindicación de los derechos del proletariado por medio de la estigmatización y la criminalización.
El racismo de clase fue fundamental para arrinconar a las “clases peligrosas” en los márgenes de la ciudadanía, afirmando que carecían de las cualidades de humanidad necesarias para el ejercicio de derechos, dando paso así a dos antropologías que se enfrentan mutuamente: la antropología de la igualdad de nacimiento y la antropología de la desigualdad heredada, que vuelven a naturalizar los antagonismos sociales (Balibar, 1991). En los Estados contemporáneos las clases dominantes, valiéndose de una ideología nacional, dividieron la masa de trabajadores con el fin de facilitar las prácticas de explotación. El camino asumido por las clases dominantes implicó,
en primer lugar, dividir la masa de los “miserables” (especialmente reconociendo al campesinado, a los artesanos “tradicionales”, las cualidades de autenticidad nacional, de buena salud, de moralidad, de integración racial exactamente antinómicas de la patología industrial; luego, desplazar progresivamente los signos de la peligrosidad y de la herencia de las clases laboriosas en su conjunto a los extranjeros, especialmente a los inmigrantes y los colonizados (…) (Balibar, 1991, p. 322).
Los artesanos se convierten así en los guardianes de los valores y expresiones más auténticas y genuinas del ser nacional, cualidades que se extenderán a la clase obrera, presentándose un desplazamiento progresivo de los signos de peligrosidad de la clase trabajadora a los extranjeros.
Es posible decir, entonces, que en condiciones históricas donde existe una distancia irreducible entre el Estado nación y los antagonismos de clase, el nacionalismo adopta la forma de racismo. Lo decisivo es observar la tensión que se genera entre el Estado nación y las contradicciones de clase o, para expresarlo de otra forma, la imposibilidad de su articulación por el carácter irresoluble de esas contradicciones en el Estado nación. Esta tensión da lugar a la paradoja del nacionalismo según la cual a la vez que se imagina un Estado nación en el que los individuos estén por naturaleza “en su casa”, porque están entre sus semejantes, se pretende hacer de éste un Estado inhabitable, que responde a la necesidad de explotación de los otros de las soberanías actualizadas en función del desarrollo del capital (Hardt y Negri, 2000), en el que la exclusión y la discriminación se naturalizan. En palabras de Étienne Balibar (1991, p. 329), se trata de “producir una comunidad unificada frente a enemigos "exteriores", descubriendo sin cesar que el enemigo está "dentro", identificándolo con señales que sólo son la elaboración obsesiva de sus divisiones”.
Resumiendo, la frontera remite a una entidad que se configura históricamente y que, por tanto, muta, cambia, se transforma; así como a experiencias vinculadas con las posiciones sociales y geopolíticas de los sujetos que las transitan. En el marco de la expansión imperial, la proyección semiótico material de las fronteras físicas dio lugar a procesos de categorización y diferenciación, de construcción de la otredad, es decir, a un racismo “autoreferencial” colonial. Así, la utilización de la noción moderna de raza en discursos de desprecio y discriminación tuvo inicialmente una significación de clase, de casta si se quiere. A partir de la primera mitad del siglo XIX, la aristocracia se representa a sí misma como una “raza” superior (estrategia con la que asegura la legitimidad de sus privilegios políticos e idealiza la continuidad de su genealogía) y a las poblaciones sometidas como “razas” inferiores predestinadas a la servidumbre e incapaces de alcanzar la civilización de forma autónoma. Es sólo más tarde cuando la noción de raza se “etnifica” para integrarse en el complejo nacionalista a través de un nuevo proceso de articulación semiótico material con la frontera, en el que el carácter irresoluble de los antagonismos de clase en Estados nacionales, actualizados en función del desarrollo del capital, cumple un papel fundamental.
Las fronteras de las naciones no son simplemente geográficas o geopolíticas sino también discursivas. La dimensión discursiva de la frontera se refiere a la producción de las naciones como lugares y comunidades de pertenencia, como espacios de referencia imaginarios, que hacen posible la emergencia de un nosotros en el que participan aquellos que legítimamente entran en los límites establecidos (Brah, 1996; Yuval-Davis, 1997; Ahmed, 2000). Sin embargo, imaginar la nación como un espacio al cual nosotros pertenecemos no es independiente de las formas de control del desplazamiento entre naciones, del movimiento de ciudadanos y extranjeros dentro del Estado, así como de un repertorio de imágenes de referencia. Podemos entender las fronteras, por tanto, como las dimensiones constitutivas de la nación tanto en su carácter territorial/geopolítico como discursivo/imaginario, es decir, en su carácter semiótico-material (Romero, 2003).
En el caso de las fronteras internas, es importante tener en cuenta que para los Estados nacionales europeos ha sido esencial comportarse como propietarios de quienes se hallan bajo su jurisdicción, dando lugar a la normalización de la condición de ciudadano-sujeto nacional, así como a procesos de apropiación por parte de los individuos de esa forma de vínculo. De este tipo de relación emergen fronteras que dejan de ser realidades puramente exteriores para tornarse fronteras internas "invisibles, situadas 'en todas partes y en ninguna'” (Balibar, 2005, p. 80). Así, en la actual configuración de las fronteras en Europa la dimensión territorial/geopolítica y la dimensión discursiva/imaginaria confluyen para dar lugar a relaciones de pertenencia entre el Estado nación y los individuos, que se presentan de manera inminente en las relaciones sociales.
Las fronteras internas podrían entenderse, entonces, como prácticas divisorias que: 1) construyen la nación como comunidad con efecto de realidad a través de prácticas de gobierno (la legislación para el control de los flujos migratorios, por ejemplo); 2) construyen la nación como comunidad imaginada manteniendo y legitimando la distinción nacional/extranjero, y posibilitando su desplazamiento a la distinción nacional/inmigrante (Ahmed, 2000); y, 3) definen la pertenencia de ciertas personas a la nación a través de prácticas de reconocimiento. Vamos a detenernos un momento en la explicación de estos aspectos.
En primer lugar, el Estado nación, a través de prácticas de gobierno y clasificación, constituye una entidad con efecto de realidad delimitada por fronteras externas que configuran el límite territorial de validez de su poder. Estas fronteras se actualizan en el día a día por medio de pasaportes, visados, permisos de trabajo y residencia, etc., como elementos legales que legitiman la distinción nacional/extranjero y colaboran en la construcción de imaginarios referidos a ambas categorías. Así se insertan orgánicamente en las posibilidades de relaciones que establecen las personas en los territorios nacionales, dependiendo de su estatus diferencial en dicha dicotomía (Calhoun, 1993; Givens, 2007).
En segundo lugar, la nación también constituye una entidad imaginaria delimitada por prácticas y discursos que participan en su producción como comunidad de pertenencia, como espacio de referencia imaginario, que hace posible la construcción de un nosotros, es decir, la construcción de una identidad nacional (Ahmed, 2000; Gedalof, 2000).
Esto nos lleva al tercer aspecto de las fronteras internas al que hemos hecho mención: el reconocimiento de una persona como perteneciente a la nación. Las relaciones de pertenencia operan a través de la construcción de discursos referidos al tener y ser una nacionalidad. Según Sara Ahmed (2000, p. 98), el individuo,
quien se encuentra con otros en la vida diaria, se identifica no solamente con tener sino con ser una nacionalidad, a través de la referencia a símbolos y expresiones públicas que en sí mismas cuentan historias de lo que significa ser esa nacionalidad (la explicación del 'carácter nacional'), y también a través de la identificación con otros individuos con quienes tales historias pueden ser compartidas.
En estos procesos de identificación, que participan en la producción discursiva de la nación, el nosotros se construye como una posición pronunciable que implica la comprensión de la nación como una posesión del individuo.
Esa producción discursiva de la nación, que tiene lugar en los encuentros cotidianos así como a través de la maquinaria política del Estado nación, hace posible que las fronteras abandonen su carácter de realidades puramente exteriores y devengan también fronteras internas; esto es, que participen incluso en los procesos microsociales de convivencia.
Así pues, si bien la configuración de la nación implica imaginar el espacio nación por medio de la proyección de fronteras como límites geopolíticos, lo que da lugar a la pertenencia en términos de cartografía, también remite a la explicación de la nación a través de la confluencia entre lugar y persona; en otras palabras, la nación viene a ser imaginada como un cuerpo en el cual la persona y el lugar están precariamente articulados. A través de esta construcción metonímica, “el individuo puede afirmar que encarna una nación, o la nación puede tomar la forma del cuerpo de un individuo ('paisaje corporal')” (Ahmed, 2000, p. 99).
El proceso de identificación con la nación se configura y mantiene en los encuentros del día a día a través de las distinciones entre lo familiar y lo extraño. En estos encuentros los discursos constituyen tecnologías de (re)conocimiento o prácticas divisorias, con efectos de poder sobre los sujetos, que hacen posible la diferenciación entre aquellos considerados extraños y aquellos otros reconocidos como pertenecientes a un espacio territorial y social dado. Sara Ahmed (2000) señala tres formas en las cuales pueden presentarse estas tecnologías del (re)conocimiento: el sentido común, la economía visual y la economía táctil.
Según esta autora, “el sentido común no define únicamente lo que 'nosotros' deberíamos dar por supuesto (es decir, lo que es normalizado y conocido como 'lo dado'), sino que implica también la normalización de formas de 'significar' la diferencia entre lo común y lo no común” (Ahmed, 2000, p. 29). Así, la ausencia de explicitación que soporta el sentido común para dar cuenta de la diferencia, y que se puede observar, por ejemplo, en el fracaso para distinguir entre lo extraño y lo sospechoso, se basa en una historia previa de 'significación' de la diferencia y construcción de 'lo común'.
El sentido común da lugar a una economía visual que se puede definir como las formas de ver la diferencia entre familiares y extraños a través de ser relacionados con y separados de otros cuerpos particulares, así como a través del reconocimiento de su pertenencia al lugar en el que se encuentran los sujetos o a su posicionamiento como sujetos fuera de lugar. Esto quiere decir que la diferencia no se encuentra simplemente en el cuerpo sino que es establecida como una relación con otros cuerpos, y la designación de fuera de lugar no se refiere simplemente a presencias desconocidas en un lugar particular, sino a su valoración con respecto al espacio en el que se encuentran y que lleva a reconocerlos como no pertenecientes. El reconocimiento de aquellos que están fuera de lugar “permite tanto la demarcación como la imposición de las fronteras de 'este lugar' como el lugar donde 'nosotros' habitamos. La imposición de fronteras requiere que algún-cuerpo -aquí localizable en la sucia figura del extraño- ya haya atravesado la línea, ya se haya acercado bastante” (Ahmed, 2000, p. 22).
Nirmal Puwar (2001, 2004) define la experiencia de fuera de lugar como la sensación de “invasión” de espacios sociales y físicos cuya ocupación está destinada a cuerpos que constituyen lo que esta autora denomina como norma somática. Esta norma somática, que podría ser entendida como el cuerpo sin marca étnica y genérica, el cuerpo universal y colonial, es decir, el cuerpo masculino y blanco, participa en la definición de los otros; aquellos cuerpos marcados por la clase, la raza y el género (Hall, 1992). En síntesis, la experiencia de fuera de lugar refiere a todas aquellas prácticas que generan la sensación de “ser presencia no deseada”. Esta experiencia tiene su asidero en diversos mecanismos sociales, como por ejemplo la legislación, las relaciones con organizaciones de servicios públicos, vecinos, medios de comunicación o las actuaciones policiales.
La relación entre la experiencia de fuera de lugar y la norma somática es importante puesto que la particularidad de un cuerpo sólo es posible a través de su relación con otros cuerpos. Es en relación con el cuerpo que constituye la norma somática que otros cuerpos son marcados. Esto tiene como consecuencia la necesidad de comprender la encarnación como una experiencia que se mueve más allá del propio cuerpo e implica la capacidad de ser afectado por otros cuerpos (Romero, 2003).
A través de esta experiencia de inter-corporalidad los cuerpos son (de)formados. Y es en este proceso de configuración de cuerpos donde participa la economía táctil. Por economía táctil Sara Ahmed (1999, 2000) entiende la forma en la que algunos cuerpos son tocados, de manera diferente, por otros cuerpos, distinguiendo entre el cuerpo familiar y el cuerpo extraño. Si bien en esta economía táctil algunas formas de tocar se han constituido en medios de subyugación colonial y sexual, también el temor a tocar a algunos otros puede entenderse como económico: el cuerpo del extraño no puede ser reificado como un cuerpo intocable puesto que incluso el reconocimiento de éstos como extraños a través de su separación de cualquier relación de proximidad es en sí misma una forma de ser tocados (Ahmed, 2000).
Existe, pues, una relación de cercanía y proximidad entre los cuerpos particulares y el cuerpo social. En esta economía táctil, en la que el cuerpo particular es tocado por el cuerpo social a través del desplazamiento táctil entre un cuerpo y otros encarnados, emergen alineaciones, vinculaciones, de unos cuerpos con otros que dan lugar a procesos de configuración y mantenimiento del espacio corpóreo y del espacio social (Ahmed, 2000). En otras palabras, los espacios corporal y social se infiltran o habitan unos a otros a través de la configuración de unos cuerpos en relación con otros cuerpos, incluyendo entre ellos al cuerpo social.
Es en este contexto en el que propondríamos entender la noción de fronteras internas como procesos selectivos de construcción de espacios físicos y sociales en el que algunos cuerpos, siguiendo a Nirmal Puwar (2004, p. 8), son considerados “los poseedores de un derecho de pertenencia mientras otros son considerados como ocupantes ilegales, quienes, de acuerdo con la forma en la que los espacios y los cuerpos son imaginados (política, histórica y conceptualmente), llegan a ser circunscritos como 'fuera de lugar'”. Es por este carácter de las fronteras internas que ellas están referidas a la construcción de la nación como comunidad de pertenencia y al reconocimiento de ciertas personas como pertenecientes a la nación, presentándose así como una práctica divisoria que emerge en los encuentros cotidianos distinguiendo entre nacionales-autóctonos-familiares y extranjeros-inmigrantes-extraños.
Frontera y otredad no sólo se encuentran en relación con la construcción del Estado nación como comunidad imaginaria sino que, como ya hemos comentado, mutan y se transforman a la luz del capital. Durante las últimas décadas el dominio del capital se ha expandido haciéndose cada vez más global. Esta nueva fase del capitalismo, que comienza a emerger en la década de los setenta, se caracteriza por un rápido incremento de las transacciones y de las instituciones que se sitúan fuera del viejo marco de relaciones entre Estados (Sassen, 2003, p. 67), trayendo consigo un trasvase de funciones de la esfera política a la esfera económica. Así se configura un mundo desregulado producto de la re-hegemonización del principio del mercado sobre el del Estado, un mundo a merced de los mandatos del mercado, que provoca la pérdida de poder y legitimidad de los antiguos Estados nacionales.
El proceso de internacionalización y concentración del poder económico, que caracteriza esta fase del capitalismo, también trae consigo la “expulsión” por empobrecimiento de amplios sectores de población que no se benefician de esa concentración y ante cuyas demandas, los Estados responden con el uso de la violencia. El discurso de la derecha liberal conservadora justifica aquellos procesos de expulsión señalando que los “incluidos” no tienen obligaciones con los “excluidos” o “débiles”. En este contexto de ruptura de lazos, los Estados nacionales son recreados como (falsas) comunidades de “incluidos” que “serían amenazados por aquellos que, a pesar de estar en un mundo globalizado, deben soportar que barreras jurídicas los transformen en ciudadanos del mundo de segunda categoría” (Anitua, 2006, p. 139). La ciudadanía de segunda, las personas expulsadas por el empobrecimiento, la guerra o la imposibilidad de construir un proyecto de futuro en sus lugares de origen, son etiquetadas, clasificadas, desde una lógica refrendada jurídicamente que articula la clase, el complejo racial/nacionalista y el género legitimando discursos que consideran al otro como enemigo.
Así pues, el modelo globalizador genera inseguridad vital en la medida en que, por un lado, lleva a quienes habitan lugares periféricos y se encuentran inmersos en procesos de empobrecimiento a buscar condiciones de subsistencia, entre otras formas, migrando; y, por otro lado, en los países centrales disminuyendo los espacios de seguridad vital y propiciando el desarrollo de políticas de seguridad de tipo penal que convierten a los nuevos habitantes, la población inmigrada, en uno de los objetivos del poder político. Estas políticas se apoyan en la construcción de un discurso bélico estatal donde la utilización del miedo y la inseguridad tiende a aumentar el mismo miedo y la misma inseguridad para legitimarse políticamente. El discurso bélico imperante en Europa pretende garantizar la seguridad de los “incluidos” a costa de los “excluidos”. En opinión de Gabriel Ignacio Anitua (2006, p. 148),
los peligros e inseguridades rodean a todos los individuos en las sociedades del post-welfare y aquí es donde interviene la dimensión política, que se refleja en el reparto del riesgo que es, como el económico, desigual. La seguridad de los sectores aventajados va a significar trasladar el riesgo a otras personas. La función de las agencias estatales será la de proteger el territorio, evitando que los individuos de las áreas marginalizadas invadan las áreas protegidas.
En resumen, las migraciones internacionales constituyen un fenómeno que se encuentra estrechamente vinculado al creciente proceso de globalización. Las migraciones actuales son el resultado del tipo de globalización asimétrica, contradictoria e injusta que ahonda en la división y la exclusión a través de la liberalización de unos mercados y la introducción de una política restrictiva en otros (Abad, 2002). La globalización puede describirse, por tanto, como un periodo histórico acompañado por el derrumbamiento de barreras que hace posible la circulación de mercancías y capitales pero que, paradójicamente, no aplica de igual forma en el caso de las personas. Salvo en determinadas áreas y para determinadas categorías sociales, el movimiento de éstas se ve enfrentado al emplazamiento de fronteras, en algunas ocasiones militarizadas, que impiden su circulación.
En el caso de España, las migraciones internacionales están siendo gestionadas policial y penalmente. Esa lógica de “gestión” hace que se flexibilice el derecho penal configurándose una nueva línea punitiva a través de una política represiva diferenciada para las personas extranjeras. Estas prácticas administradoras de la gestión del riesgo, que se han introducido en el sistema punitivo, tienen por objeto mantener el orden para la sociedad que está dentro de la racionalidad de mercado e incapacitar o neutralizar a quienes están fuera. Gabriel Ignacio Anitua (2006, p. 143), lo describe de la siguiente manera:
se asume que el “problema” del delito, y de la seguridad, no admite solución y no es eliminable; por tanto, lo que debe hacerse es un cálculo y una redistribución de los riesgos. En definitiva, se trata de “salvar a los asegurados”, aumentando el riesgo de los que no lo están. Por ello, este análisis no es, ni se pretende, neutral. El problema del orden admite así una respuesta desde el statu quo y escapa a consideraciones de “justicia”. Estos “cálculos” de los peligros (se recurre para ello también al “análisis económico del derecho”) y redistribución de los mismos resulta en la realización de una política criminal contra los débiles.
La política criminal del riesgo busca mantener separados a aquellos que son considerados productores de riesgos de aquellos otros que pueden experimentar las consecuencias de ese riesgo y “pagar” toda la tecnología aseguradora. Así se nutre la lógica amigo-enemigo a través de la cual se señala, estigmatiza y justifica la expulsión del otro, pero también desde la que se busca reconstruir la sensación de comunidad en la medida en la que pretende ubicar el origen de los temores fuera de ésta. A través de ese proceso de construcción del otro como enemigo la clase política alcanza el objetivo de convertirlo en criminal. Estos enemigos serán los más visibles pero también los más débiles, los ciudadanos de segunda: los pobres y las personas inmigradas.
En opinión de Gabriel Ignacio Anitua (2006, p. 146), el sistema penal “actúa especialmente en esta construcción, y ello es visible en el caso español así como en todo el espacio continental que suele denominarse como «Europa fortaleza». La lógica violenta de las estructuras soberanas se legitima si los individuos interpelados como «incluidos» ven que son los «otros» los que reciben tratamiento policial y penitenciario”. En otras palabras, las políticas del riesgo y el enemigo presentan toda su fuerza en la regulación de los flujos migratorios bajo una lógica securitaria. Ésta se fundamenta en una noción de seguridad ligada al orden y a la defensa de los intereses dominantes así como a la diferenciación entre los “ciudadanos” y los otros, con quienes conviven pero quienes son radicalmente distintos, es decir, los “extranjeros” o “no nacionales”. Las fronteras internas se legitiman y actualizan a la luz de estas políticas de gestión del riesgo y el enemigo, bajo la lógica de la seguridad.
La Europa fortaleza responde a un nuevo régimen fronterizo que “implica, por una parte, la paulatina externalización de los controles, lo que da lugar al desarrollo de redes de oficiales de enlace o a la imposición de las normativas Schengen a los candidatos a la ampliación como formas de ejercicio de una 'policía a distancia'” (Gil, 2003, p. 48); mientras remite, por otra parte, a la participación creciente de nuevos actores tales como servicios sociales locales, agencias de seguridad, alcaldes, grupos policiales multinacionales, empresas de transporte, que han venido a complementar las herramientas estatales que refuerza los muros fronterizos. En el actual régimen de fronteras el control ya no es ejercido solamente en los bordes territoriales ni involucra exclusivamente estamentos oficiales. Según Sandra Gil (2003, p. 53), las “fronteras, lejos de desaparecer se desplazan, mutan, se multiplican. Asistimos a una reivindicación de los controles fronterizos y una redefinición de sus funciones. Los controles, al igual que el capital, parecen haberse desprendido de las limitaciones que imponía la naturaleza territorial de las fronteras del Estado nación”.
En este mundo globalizado donde ya no hay lugar seguro, en esta Europa fortaleza donde la criminalización y la expulsión del otro es legitimada por la lógica violenta de estructuras soberanas debilitadas y sus falsas comunidades de “incluidos asegurados”, las fronteras internas emergen como “estrategias clasificatorias, la producción de nuevos conocimientos especializados, y la puesta en marcha de mecanismos regulativos del comportamiento [que] esconden no ya una intención homogeneizadora a nivel cultural, como la del propio Estado nación, sino normalizadora, en la que la 'diferencia' se recrea y redefine de forma estratégica para mantener y legitimar las desigualdades” (Suárez, 1999, p. 204). En este momento de debilitamiento de los Estados nacionales y exacerbación de los nacionalismos, las fronteras internas actualizan y legitiman las prácticas de explotación y desprecio a través de la criminalización y la expulsión del otro no nacional, del otro no europeo, del otro no occidental, aquel que se encuentra fuera de lugar.
Los conceptos referidos a la constitución de fronteras internas son útiles para repensar las relaciones que, en España, están configurando la dicotomía autóctono-extranjero. Estas relaciones están imbricadas en procesos más amplios de racialización europea en los que se entremezclan los rasgos culturales con el color de piel de ciertos cuerpos. Las fronteras son constituidas a través del complejo racial/nacionalista, la tecnología biopolítica por excelencia, definiendo el extraño como aquella persona que no pertenece al colectivo nosotros (Goldberg, 2006). La presencia de estos seres debe ser negociada, ordenada y registrada a través de formas legales.
El art. 11 de la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre protección de la seguridad ciudadana, dispone que
«los extranjeros que se encuentren en territorio español están obligados a disponer de la documentación que acredite su identidad y el hecho de hallarse legalmente en España, con arreglo a lo dispuesto en las normas vigentes», pudiendo ser requerida su identificación a tenor del art. 20.1 de dicha norma. Pues bien, es en el marco del ejercicio de esta potestad, amparada legalmente cuando no se desvía de la finalidad para la que se otorgó, en el que ha de indagarse si se produjo una discriminación encubierta por motivos raciales. A tal efecto, forzoso es reconocer que, cuando los controles policiales sirven a tal finalidad, determinadas características físicas o étnicas pueden ser tomadas en consideración en ellos como razonablemente indiciarias del origen no nacional de la persona que las reúne.
(...)
conviene recordar que, aun advirtiendo de la prudencia con la que deben usarse las referencias de carácter étnico para evitar malentendidos, su utilización con carácter descriptivo, en sí misma considerada, no resulta por principio discriminatoria (STC 126/1986, FJ 1)3.
Con el fin de ejemplificar algunas de las formas en las cuales las fronteras internas emergen en España y cómo su correlato, la experiencia de fuera de lugar, es vivido por personas inmigradas en este país, recurriremos a la investigación dirigida por Daniel Wagman (2006) sobre el papel que cumple el perfil racial en las prácticas de control realizadas por la policía española, así como a extractos de relatos escritos por personas de origen latinoamericano acerca de su experiencia migratoria4.
El perfil racial es definido por Daniel Wagman (2006, p. iii) como,
la práctica de utilizar estereotipos étnicos o raciales en lugar de la conducta individual, la descripción de sospechosos o el conocimiento acumulado para dirigir los actos de las fuerzas de la ley (...). Se manifiesta de diferentes formas, entre las que se cuentan los chequeos de identidad desproporcionados y arbitrarios, las paradas y cacheos de miembros de grupos étnicos minoritarios y un incremento en el patrullaje en barrios de minorías étnicas.
Al basarse en estereotipos étnicos o raciales como criterio para el control del espacio, el perfil racial constituye una estrategia clasificatoria y normalizadora dirigida a controlar la diferencia. Como práctica, el perfil racial se estructura con base en una economía visual que distingue los cuerpos familiares de los cuerpos extraños, así como en una economía táctil a través de la cual paradas y cacheos construyen esos cuerpos extraños.
En opinión de Daniel Wagman (2006, p. 2), el hecho de que las fuerzas de seguridad sucumban a los estereotipos que relacionan a las minorías étnicas con la actividad delictiva, “influye fuertemente en las actitudes públicas y las políticas públicas hacia las comunidades étnicas minoritarias”. De esta forma, paradas y cacheos participan en una economía visual y en una economía táctil que, además de transformar el cuerpo extraño en un cuerpo bajo sospecha, soporta la construcción imaginaria de esos cuerpos como cuerpos sospechosos y favorece las expectativas de control sobre éstos. Pero, ¿cómo se realiza el control de estos cuerpos? Daniel Wagman (2006, p. v) comenta lo siguiente:
Los protocolos internos de paradas, identificaciones y cacheos no siempre son conocidos o seguidos, y los agentes de policía admiten que estos protocolos les permiten una amplia discrecionalidad para realizar las paradas. Cuando se les pregunta cuáles son los criterios que utilizan para sus paradas, la mayoría de los policías menciona “intuición”, un “sexto sentido” o su “experiencia” como factores que subyacen a sus paradas de personas que aparecen como “sospechosos”, “nerviosos”, “fuera de lugar” o “extraños.
La “intuición”, el “sexto sentido”, en últimas el sentido común como tecnología de conocimiento cumple así su papel clasificatorio. El sospechoso, como apuntara Sara Ahmed (2000), hace referencia a una posición previamente construida: la persona sospechosa no lo es con base en indicios fundamentados sino con base en lo que dicta el sentido común: el sospechoso es el que 'parece extraño', el que 'se encuentra fuera de lugar'. Aunque, según el estudio los policías niegan que la etnia constituya un criterio relevante en la elección de las personas que se paran, Daniel Wagman (2006) comenta que en sus respuestas a las diversas preguntas que les fueron formuladas subyacen pre-concepciones sobre raza, etnia y crimen. Por ejemplo, algunos agentes de policía justificaron las paradas de minorías étnicas e inmigrantes de la siguiente manera:
lo que pasa es que es mucho más fácil de localizar a éstos que otro tipo de personas, si por ejemplo a mí me dicen que los hurtos los hacen mujeres españolas de mediana edad, yo lo voy a tener muy difícil para detectar esto, en cambio si me dicen que son mujeres preferentemente de nacionalidad rumana entonces tiene muchos números esta señora para que yo la pare. (Wagman, 2006, p. 28).
Observas a alguien que no entra dentro de esa estética ni dentro de esa dinámica normal entonces, me infunde sospecha. Si resulta que están robando en el interior de viviendas, a las personas de un país “X” y que además son 3 mujeres, la policía ve a personas de ese origen y se dirija a esas personas y proceda a su identificación. (Wagman, 2006, p. 32).
En ambas citas, lugar y persona, nación y cuerpo, confluyen construyendo, por un lado, el cuerpo neutro, sin marca, el cuerpo normalizado e indistinguible de la persona que pertenece a la nación; y, por otro lado, el cuerpo marcado, el cuerpo distinto, no perteneciente. En esta economía visual, el carácter insólito, diferente, extraño de unos cuerpos se configura con relación a otros cuerpos y al espacio mismo en el que ese cuerpo se encuentra. No se trata del extraño desconocido, sino del extraño conocido, distinguible, que está lo suficientemente cerca como para ser objeto de control: la señora rumana que “tiene todos los números” para ser parada. Esta persona corresponde a un cuerpo imaginado, previamente construido, que permite su diferenciación no sólo de la mujer española neutra (otro cuerpo igualmente imaginado), es decir, de la norma somática, sino también de otros cuerpos marcados.
En opinión de Daniel Wagman (2006)5 estas justificaciones, aunadas al convencimiento de la mayoría de los policías entrevistados acerca de que los inmigrantes cometen más crímenes que los españoles, indica la presencia del perfil racial en sus prácticas. Según el estudio, estos policías admitieron parar y cachear con más frecuencia a integrantes de minorías étnicas e inmigrantes que a integrantes de la población no-minoritaria aduciendo, además del supuesto protagonismo de esta población en actos criminales, el estatus del inmigrante. Un policía comentó: “Yo paro a personas que están indocumentadas” (Wagman, 2006, p. 31). Así, a través de las prácticas de parar y cachear orientadas por el perfil racial, es decir, a través de una economía visual y una economía táctil, los cuerpos objeto de control son cuerpos tocados y formados por el cuerpo social en el sentido en el que indicara Ahmed (2000).
Según Daniel Wagman (2006), el perfil racial constituye una práctica policial inefectiva e ilegal que contribuye a tensar las relaciones entre la policía y las minorías étnicas y religiosas puesto que asocia la etnicidad con ciertos tipos de actividad delictiva. En este sentido, el perfil racial se erige como una tecnología de conocimiento a través de la cual se construye al otro étnicamente distinto (étnicamente marcado) como el extraño peligroso sobre quien deben recaer las prácticas de control policial para conservar el espacio social (calle, barrio, ciudad, nación) como refugio seguro. A través de estas prácticas orientadas por el perfil racial emergen fronteras internas en el espacio cotidiano, marcando pertenencias y exclusiones, (im)posibilidades de movimiento y residencia. A través de las economías visual y táctil los cuerpos de las personas de origen extranjero son cotidianamente inmigrados, signados como cuerpos que no pertenecen al espacio en el que se encuentran, cuerpos extraños, cuerpos fuera de lugar. Pero ¿cómo describen las personas inmigradas el encuentro con estas fronteras internas?
Este mismo autor comenta que,
Los integrantes de minorías étnicas y los inmigrantes coinciden con las afirmaciones de la policía acerca de que son parados más frecuentemente que las no-minorías, habiendo algunos individuos que dicen que son parados y que se les solicita identificación por parte de la policía casi a diario. También son conscientes que las claves visuales y/o de conducta que producen las actividades de parada de la policía están vinculadas a su pertenencia a minorías étnicas o a su calidad de inmigrantes. (Wagman, 2006, p. v)
Así pues, a través del encuentro cotidiano con esta forma de fronteras internas la economía visual y la economía táctil in-forman a personas inmigradas y minorías étnicas acerca de su condición de cuerpos fuera de lugar. Algunas de las personas inmigradas entrevistadas en el estudio comentan, “Es casi seguro que la policía te para si te llevas ropa africana. Si te vistes así atraes la atención”, “Quizás la policía tiene ahora la imagen del latino, pantalones anchos, ropa ancha, y piensan que todos van a ser de alguna banda”, “Eres sospechoso, por el pelo, por la cara, porque tienes el resguardo de identificación pero no el DNI”. (Wagman, 2006, p. v).
Las huellas que dejan las fronteras internas en la experiencia migratoria se encuentran de esta manera inextricablemente unidas al cuerpo. El sujeto encarnado se transforma, su cuerpo muta, al ser desplazado de la diferencia a la sospecha a través de las marcas que imprimen las economías visual y táctil. La experiencia de fuera de lugar cobra así forma a través de las marcas que visibilizan, (de)forman el cuerpo y lo vulneran. Esta experiencia se puede observar en narraciones de personas migrantes como la siguiente:
Lo primero que mi carácter femenino me hizo deducir al verme en el espejo de un escaparate, era que tenía que coger toda mi ropa, envolverla y esconderla en la maleta como un secreto de esos que más que guardar se esconden para siempre.
No es que viniera vestida de india pero debo reconocer que comparativamente un poco antigua sí que me veía. (...) Pero yo, por sobre todas las cosas de esta tierra, más que ir o no a la moda lo que quería era pasar totalmente desapercibida, que nadie notara que era extranjera, sobre todo porque me daba mucho corte que notaran mi acento y sonara como campanas de mediodía en la plaza del pueblo y que todos al oírlas giraran la cabeza y se preguntaran, ¿de dónde será? y seguidamente a eso meter la pata hasta el cuello a la primera frase que intentara pronunciar. (Bucarey, 2005, p. 120).
(Hiper)visibilidad y diferencia llegan a través de la mirada del cuerpo social que apunta hacia la no pertenencia. Ante este desplazamiento entre cuerpos, que posiciona al otro encarnado fuera del nosotros, la invisibilidad más que la ausencia de marca se presiente como única alternativa.
Muchas cosas que la rodeaban provocaban en ella cuestionamientos con los que intentaba entender esa manera distinta de vivir y ver las cosas. Con el tiempo ese interés se fue perdiendo y aún sin comprender muchas cosas procuraba imitar lo que veía. Esta repetición automática no era una integración en un espacio que seguía siéndole extraño, era, simplemente, una manera de pasar desapercibida, el escudo con que quería defenderse de la soledad, del miedo. Una forma de pasar inadvertida, igual a aquella obsesión que tenía de esconderse entre las sombras de los contados arbustos y enclenques árboles que la acompañaban en su recorrido de regreso a casa cada noche. Recorridos en que se esforzaba porque nadie la detectara y huyendo de todo lugar donde hubiera otra alma además de la suya. (Kahn, 2005, p. 29).
La marca que imprime la economía visual en la experiencia de fuera de lugar puede estar acompañada por el miedo. Según Daniel Wagman (2006), durante las entrevistas realizadas los inmigrantes manifestaron encontrarse en una permanente nube de inseguridad. Esta inseguridad es causada por la sensación de estar bajo el control de la policía, ser sujeto de paradas y cacheos y, en el caso de personas sin permiso de residencia, la amenaza de deportación. Esa inseguridad se ve agravada por el conocimiento de los inmigrantes que su color de piel incrementa las posibilidades de parada, identificación y cacheo por parte de la policía. Un inmigrante comentó en la investigación: “Mi preocupación cuando voy por la calle, es que me detengan y me pidan documentación, por mi color de piel, por mi tono de piel, por mi forma de andar” (Wagman, 2006, p. 13). Así se conforma el sentido común en el cuerpo social desde el que se define lo nacional y lo extraño y se legitima el control sobre unos cuerpos y sobre otros no.
A estas situaciones se suman la violencia racial de la que pueden ser objeto por parte de agentes públicos y privados, así como el rechazo diario al que se enfrentan por parte de la sociedad española (Wagman, 2006). Este rechazo diario toma la forma de fronteras internas en el acceso y mantenimiento de un trabajo, el acceso a una vivienda, el desplazamiento por las calles, etc. donde la economía visual los signa como extraños cuando no como sujetos de sospecha.
Las fronteras internas constituyen entidades semiótico-materiales en las que confluyen prácticas, discursos, cuerpos y espacios. Al erigirse en los encuentros cotidianos, participan en la configuración y el mantenimiento del cuerpo social así como en la forma que adquieren las ciudades como espacios vividos. Las fronteras que definen las experiencias corporizadas de personas que migran están conectadas con las dinámicas sociales y políticas a diferentes escalas –nacional, urbana, espacial, relacional- en las que se producen y reproducen la definición de sujetos y lugares “adecuados” e “inadecuados” (Silvey, 2004); personas y ocupaciones “legitimas” e “ilegitimas”, "legales” e “ilegales”.
A lo largo de este texto hemos intentado llamar la atención sobre la vigencia de la noción de frontera en las lógicas de discriminación, explotación, inclusión/exclusión, que tienen lugar en la actual fase del capitalismo. Como comentamos anteriormente, la frontera remite a una entidad que se configura históricamente y, por tanto, a experiencias vinculadas con las posiciones sociales y geopolíticas de los sujetos que las transitan. Desde los primeros estadios del capitalismo, la frontera ha cumplido una función de categorización y diferenciación, de construcción de la otredad, que ha justificado la explotación de amplios sectores de población (Quijano, 2000; Castro-Gómez, 2005).
Desde el papel que cumplió en la emergencia del yo imperial y su racialización hasta el rol que juega en la etnificación de la diferencia racial, a la luz de la reciente exacerbación de los nacionalismos, la frontera como entidad semiótico material se ha desplazado penetrando la cotidianidad. En las relaciones del día a día se actualizan lógicas de diferenciación y dominación a través de lo que, siguiendo a algunas autoras, hemos denominado fronteras internas. Éstas participan en la actual configuración de la nación como comunidad de pertenencia y, por tanto, en el reconocimiento de ciertas personas como pertenecientes a ella. Así, las fronteras internas se presentan como prácticas divisorias que emergen en los encuentros cotidianos distinguiendo entre nacionales-autóctonos-familiares y extranjeros-inmigrantes-extraños; obligando a aquellas personas racializadas o minorizadas a través de su adscripción a la categoría de otras a dar explicaciones sobre cómo encajan en la malla de categorías en las que ellas nunca son la norma (Brah, 1996).
En el marco del creciente proceso de globalización económica, esta minorización recae especialmente sobre la población inmigrada. La ruptura de lazos y la vulnerabilidad económica y vital que padecen amplios sectores de la población en la actual Europa fortaleza, es utilizada como argumento para señalar a las personas inmigradas como las nuevas fuentes de peligro e inseguridad. Esta línea de argumentación es útil para Estados nacionales debilitados que buscan legitimarse a través del “habitus nacional”, de una noción exclusivista de la pertenencia y de los derechos políticos y económicos (Verena Stolcke, 1995), paradójicamente disfrutados por muy pocos. El uso político de este discurso de inclusión/exclusión, dentro del que se encuentra la alusión a las "avalanchas de inmigrantes”, sirve para desviar la atención sobre las causas de los problemas socioeconómicos existentes en el área a través de la intensificación de los temores populares, el aumento de animosidad contra los inmigrantes (Stolcke, 1995) y la actualización de las fronteras en la vida cotidiana.
Diríamos más. A través de discursos que promulgan el “diálogo entre culturas”, la “apertura al otro”, la “diversidad cultural”, se preservan prácticas políticas, empresariales y sociales de explotación, marginación y segregación que afectan con especial crudeza a personas trabajadoras inmigradas en situación irregular crónica, portadoras de un doble estigma: el de ser pobres y forasteras ilegítimas, encontrándose en la posición más vulnerable de un modelo de desarrollo económico que no las afecta sólo a ellas en tanto población inmigrada sino que atañe a amplios sectores de la población autóctona.
Coincidimos con Manuel Delgado (2006, p. 11) cuando comenta que,
Es –o debería ser– evidente que el núcleo central del llamado “problema de la inmigración” no es el de si podemos o no convivir con la diferencia, sino si podemos convivir [o] no con el escándalo de la explotación humana masiva indispensable para el actual modelo de desarrollo económico que, en tantos sentidos y al lado de un papel creciente de las más modernas tecnologías, nos retrotrae a las formas más inmisericordes y brutales de abuso sobre la fuerza de trabajo que caracterizaron las primeras fases del taylorismo. En el actual momento del proceso de desindustrialización y terciarización generalizados esta explotación no se pone a disposición del maquinismo y la producción industrial, sino de una economía de servicios en la que los nuevos proletarios ya no son productores sino, en efecto, eso: servidores, cultivadores de nuevas formas no del todo desconocidas de servidumbre y entrenados en diversas modalidades de servilismo. Este es el destino de los nuevos contingentes de trabajadores extranjeros: incorporarse a un mercado de trabajo más inclemente que el propiciado por las fábricas (...).
Introducir la noción de frontera en el debate sobre las prácticas de discriminación, explotación y exclusión que tienen lugar sobre la población inmigrada implica problematizar las definiciones de identidad que incluyen las vivencias referidas a la definición de los lugares que pueden ocupar (o no) las personas (Gedalof, 2000). La ruptura de las narrativas de la unidad del sujeto y de la cultura como herencia inamovible que establece diferencias inconmensurables entre personas de diferentes naciones-culturas así como el análisis de las actuales prácticas de producción económica, son elementos fundamentales para repensar las políticas específicas en torno a las personas que vienen de otras localidades. Más aun, la reflexión sobre la relación entre estas narrativas y prácticas, y aquellas referidas a la estructuración espacial y política deviene imprescindible para generar actuaciones críticas hacia las marcas que se atribuyen a ciertos sujetos a partir de la norma somática imperante en Europa, a la luz de las actuales lógicas de explotación del capital.
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