La barbarie en las interpretaciones de la Psicología Social

Three failures of social psychology, and a phenomenological way forward

  • Juan Soto Ramírez
En este ensayo, hay tres puntos acerca de los cuales la discusión está estructurada. El primero, la soberbia interpretativa, analiza un problema central en la psicología social relacionada con la forma en que “persona” (como término, como concepto, como noción, etc.), es usado en la disciplina. Generalmente las personas son concebidas como “idiotas culturales” y no hay razones de peso para hacerlo así. El segundo, la incultura en la psicología aborda otro problema, pero relacionado con el anterior. En este apartado la discusión está orientada a reconocer que en las diferentes formas de ‘construir conocimiento’ en psicología social, la cultura como referencia, como variable, como un elemento importante de análisis no existe. El tercero, la ausencia de espíritu fenomenológico, tal como los otros dos apartados, es crítico con la psicología social, pero en este apartado la discusión enfatiza en la relevancia de la fenomenología para construir conocimiento de otra forma.
    Palabras clave:
  • Interpretación
  • Cultura
  • Fenomenología
This article finds fault with three practices in  social psychology. The first, interpretative condescension, is visible in social psychology’s use of the “person” as a term, concept, notion, and so on. Generally, “persons” are taken to be “cultural dopes”, for no compelling reason or justification. The second questionable practice, the absence of culture in psychology is the failure, in various kinds of social psychology research, to acknowledge the role or indeed the existence of ‘culture’. The third, the absence of phenomenological spirit, is another critical absence, but I use it as a point of departure in search of new ways of building social psychological knowledge.
    Keywords:
  • Interpretation
  • Culture
  • Phenomenology

1 Introducción

Barbarie es un concepto que aloja dos significados interesantes. Por un lado designa la falta de cultura o un atraso cultural y, por otro, apunta a la fiereza y a la crueldad en la realización de ciertas acciones. Bárbaro, por su parte, proviene del latín barbarus, término que definía a todos los pueblos, incluidos los romanos, que no pertenecían a la civilización griega. Con la mezcolanza de las culturas griega y romana, el término era utilizado para distinguir a los godos, vándalos, burgundios, suevos, hunos, alanos, francos, etc., quienes solían invadir al imperio romano (entre el siglo III y VI de la era cristiana).

En un sentido amplio y general, el término bárbaro es aplicado a una persona cuyas acciones son consideradas incivilizadas o incultas, aunque también se utiliza para intensificar aquello que se quiere expresar (¡qué bárbaro!). Hablar de “barbarie científica” podría resultar un tanto paradójico, pero según el punto de vista que se desarrolla en este ensayo, al interior de la psicología social pueden detectarse ciertas manifestaciones de la barbarie. Hablar de barbarie en la psicología social lleva un sentido irónico e intenta destacar algunas formas en las que se traduce la falta de cultura en algunas formas de hacer psicología social o en ciertas psicologías sociales. De ningún modo podemos afirmar que todas las psicologías sociales son iguales ni tampoco podemos decir que la psicología social, tal como se piensa de pronto, sea una simple extensión de la psicología en general. Aunque no sea la pretensión propiamente dicha de este trabajo establecer con precisión las diferencias entre las distintas formas de hacer psicología social y señalar las particularidades de las diversas psicologías sociales, se pueden considerar dos orientaciones generales de la psicología social que, obviamente, se remiten a ontologías, epistemologías y metodologías divergentes: una psicología social psicológica y una psicología social sociológica (Álvaro Estramiana, 1995, p. XVII). Ciertamente esta división no alcanza, es insuficiente, pero al menos nos ayuda a distinguir dos orientaciones generales de la psicología social, entendiendo que en una y otra encontramos distintas psicologías sociales. Las críticas aquí formuladas se encuentran dirigidas a las orientaciones de corte psicológico, principalmente, y no tanto a las de corte sociológico. La barbarie en la psicología social apunta en varias direcciones y aunque el listado es amplio, en este trabajo sólo se analizan tres de manera rápida. El primer caso es el de la soberbia interpretativa, el segundo es el de la incultura y el tercero es el de la ausencia de un espíritu fenomenológico.

2 La soberbia interpretativa

En diversas disciplinas sociales, incluida la psicología social, es moneda corriente que sus ‘expertos’ afirmen que las personas “piensan esto”, “sienten aquello”, “opinan esto otro”, etc. En su caso: los etnometodólogos son muy críticos con respecto a diferentes concepciones provenientes de distintos campos de las ciencias sociales, tales como la psicología social, la antropología o la sociología que dan una idea de persona como “idiota cultural” (cultural dope) (Álvaro Estramiana y Garrido Luque, 2003, p. 97). Los denominados ‘expertos’ (llámense psicólogos sociales, por ejemplo), ¿podrían pensar, sentir, opinar, etc., por las personas por las que hablan? Los ‘expertos’ de la psicología social ¿podrían jugar, en verdad, un papel de autodesignados ‘interlocutores’ o ‘nuevos chamanes’ de las sociedades que habitan, traduciendo una y otra vez los sentimientos, pensamientos, opiniones, etc., de sus congéneres? Resulta difícil pensarlo, pero es común que para describir lo que la gente hace, piensa o siente, los psicólogos sociales (de una u otra orientación), establezcan un conjunto de trazos distintivos que los alejen o los diferencien de aquellas personas a las que pretenden describir. Las distintas psicologías sociales no pueden escapar del todo, de enfrentarse a un proceso de clasificación social y cultural que tarde o temprano pone en evidencia lo distintos modos de representación de la diferencia que utilizan. No existen las descripciones inocentes. Sólo con el afán de no generalizar las críticas a todas las formas de hacer psicología social y con la pretensión de ‘contextualizar’ el objeto de las críticas aquí vertidas para no herir la susceptibilidad de algunos investigadores que, obviamente, tratarán de desmarcarse de las mismas, podemos tomar el manoseado y famoso texto de Gustave Le Bon, Psicología de las masas (1895), uno de los textos que no suele faltar tanto en las instituciones donde se imparte psicología social como tampoco en los acervos personales de los psicólogos sociales. En la caracterización de las masas podemos encontrar determinadas analogías entre la impulsividad, irritabilidad, irracionalidad, ausencia de juicio y espíritu crítico de las masas y la de los ‘salvajes’ y los niños. Y más interesante aún, la caracterización feminoide de las masas y la distinción entre las masas latinas (las más femeninas de todas), y las demás. Las analogías entre masas y mujeres y niños, considerados como ‘los seres más impresionables’, no son inocentes: las masas son siempre femeninas, pero las más femeninas de todas son las masas latinas. Quien se apoye en ellas puede ascender muy alto y con mucha rapidez, pero bordeando sin cesar la roca Tarpeya y con la certeza de ser precipitado desde ella algún día (Ídem. 37). Es de sobra conocido por muchos que: las palabras descriptivas pueden llevar una carga de juicios morales, lo cual puede ser cierto, no sólo con respecto a oraciones sino a libros enteros, tal como sucede con las revelaciones en libros que buscan transformar al prójimo (Strauss y Corbin, 2002, p. 20).

Más allá de un análisis del discurso, la forma en que la alteridad es representada, caracterizada, construida (aunque este término pueda ser un tanto incómodo), etc., lleva una carga de sentido, es decir, una forma de diferenciar a los hombres y a las mujeres, a los adultos y a los niños, a los adultos masculinos y a los adultos femeninos, etc. Una forma de soberbia interpretativa, es decir, una forma de menosprecio hacia las mujeres y los niños, por ejemplo. Incluso puede leerse más claramente: la simplicidad y la exageración de los sentimientos de las masas los preservan de la duda y la incertidumbre. Al igual que las mujeres, tienden inmediatamente a los extremos (Ídem. 44). ¿Sería correcto evaluar el pensamiento de una época con los ojos de otra? Por ejemplo ¿una época pasada con los elementos existentes en una época presente? No, pero ello no niega que cada época contase con sus estrategias de distinción y diferenciación y, por lo tanto, no se podría negar que en dichas descripciones se vislumbran formas de representar, describir, construir, pensar la alteridad, la diferencia, a los otros pues. Pero todo esto no debe ser pretexto para tirar por la borda las reflexiones del Dr. Le Bon. Considerarlo un texto racista y ‘misógino’ como algunos quisieran pretender sería, sin lugar a dudas, no sólo una exageración amarillista sino una torpeza intelectual. Es cierto: si bien el libro de Le Bon conoció una rápida difusión, sus ideas no son novedosas y se encuentran en escritos anteriores, como los de Gabriel Tarde o de Scipio Sighele (1891), autor de Les foules criminelles, quien acusa a LeBon de haber plagiad sus ideas (Álvaro Estramiana, 1995, p. 11), ello no elimina el hecho de que la caracterización de las masas responda a determinados elementos ideológicos, culturales, sociales, políticos, etc., de la época. Ni tampoco elimina que la propia caracterización del texto de Le Bon, también cuente, a su vez, con una carga de sentido que se hace evidente en la forma en que es descrito y su historia es narrada, por ejemplo. Estemos o no de acuerdo con Le Bon, estemos o no de acuerdo con las múltiples interpretaciones que del texto de LeBon puedan hacerse, podemos decir que tanto en uno como en otro caso nos encontramos con distintos niveles de soberbia interpretativa pues en un caso nos encontramos con una suerte de menosprecio hacia las mujeres y los niños y, en el otro caso, nos encontramos con una suerte de menosprecio hacia el mismo texto de Le Bon. En un sentido irónico podríamos decir que mientras Le Bon piensa que las mujeres y los niños son impulsivos, extremistas e irracionales, otros piensan que Le Bon no era tan original ni fue tan importante en su época. Y así sucesivamente.

Hemos dicho que la división entre psicología social sociológica y psicología social psicológica es insuficiente para clasificar (¿ordenar? ¿Tratar de ordenar?), las diferentes psicologías sociales y las distintas formas de hacer psicología social. Pero se ha reconocido que si dicha división se toma sólo como un punto de partida para entender o identificar, de manera muy general, dos orientaciones de las psicologías sociales, entonces resulta lo suficientemente útil para seguir adelante con el análisis. Aunque no podamos decir, de ninguna manera, que Le Bon podría pasar como el representante de la psicología social sociológica, sus trabajos, como los de W. Wundt, H. Steinthal, M. Lazarus o los de E. A. Ross y los de tantos otros, se inscriben en la orientación sociológica. Y aunque tampoco podamos decir que los trabajos de G. W. Allport sean los más representativos de la orientación psicológica, para los fines de llevar la discusión a un contexto específico resultan útiles. No sólo porque sus trabajos, frente a los de Le Bon o cualquier otro de los autores mencionados, son de ‘alto contraste’ sino porque en ellos también podemos encontrar visos de soberbia interpretativa en las caracterizaciones de sus descripciones. En su texto La Naturaleza del prejuicio (1955, p. 21), se sostiene que: no es fácil decir cuántos hechos se necesitan para justificar un juicio. Una persona prejuiciosa dirá casi seguramente que tiene apoyo suficiente para sus opiniones. Contará las amargas experiencias que ha tenido con refugiados, católicos u orientales.

Allport, parte de una sugerente definición de prejuicio: la palabra prejuicio, derivada del latín praejudicium, ha sufrido, como la mayoría de las palabras, un cambio en su significación desde el periodo clásico (Ídem. 20). ¿Podría contener prejuicios, un libro sobre el prejuicio? Todo parece indicar que sí. En el ejemplo de Allport aparecen refugiados, católicos y orientales, grupos de personas con los que, según él mismo, ‘la gente’ relata haber tenido ‘amargas experiencias’. En efecto, si por soberbia entendemos una suerte de menosprecio hacia determinadas personas podemos, fácilmente, encontrar visos de ella en sus descripciones aunque tratan, la mayor parte del tiempo, de luchar en contra de los prejuicios. En ambos casos y en distintos niveles, hay un tratamiento de ‘las personas’, de ‘la gente’, como idiotas culturales en tanto que los autores ‘piensan, sienten, hablan por…’ aquellos a quienes en la medida en que describen, caracterizan. En sus descripciones aparecen sus representaciones, precisamente la forma en que representan a las personas no científicas. Es decir, a todos aquellos por los que hablan. ¿Por qué G. W. Allport?: en 1935, la publicación del capítulo […] sobre las actitudes, en el Handbook of Social Psychology de Murchison, contribuirá al apuntalamiento de una perspectiva más individualista, alejada de concepciones más sociológicas de las actitudes como las mantenidas por Thomas y Znaniecki (Álvaro Estramiana, 1995, p. 26). Desde la orientación psicológica hasta la sociológica, encontramos visos de soberbia interpretativa y todo parece apuntar a que es imposible no toparnos con ella. Pero hay niveles (parafraseando a nuestros colegas de ‘orientación psicológica’: leve, moderado y grave).

Caer en las garras de la soberbia interpretativa, tal como se ha pretendido sostener, lleva a los investigadores a tratar a ‘las personas’, como idiotas culturales. El término idiota viene del latín idiota y del griego idiótis, define a una persona poco inteligente e ignorante. En términos médicos, se hace alusión a las personas que padecen idiocia, es decir, un déficit intelectual profundo de origen orgánico o psíquico cuyo coeficiente intelectual, no es mayor a 20 y que comporta una incapacidad en la adquisición del lenguaje. En la vida cotidiana sobran las explicaciones sobre cuándo y cómo aplicamos el término a las personas con las que no estamos de acuerdo, a las personas con las que nos enojamos, a las personas que queremos agredir, etc. Tanta es la soberbia interpretativa de una buena cantidad de psicólogos sociales que llegan a sostener la universalidad de sus afirmaciones sin siquiera conocer las particularidades de la situaciones, los marcos o las diferencias culturales. Es más, sin saber si sus afirmaciones también podrían aplicarse a los Lele o a los Zuñi.

Ahora bien. Siguiendo el texto de Harvey Sacks (2000, pp. 63-64), La Máquina de hacer inferencias, se pueden destacar dos situaciones que, por de sobra, son interesantes: la primera es ¿Cómo algunas personas (el caso de los esquizofrénicos) llegan a pensar que otras personas conocen sus pensamientos?; la segunda va en el sentido contrario, ¿cómo es que las personas llegan a pensar que las otras personas no saben lo que uno está pensando? De acuerdo con la psiquiatría y el psicoanálisis o incluso la psicología clínica, caer en la primera situación sería caer en la denominada “anormalidad”, es decir, no sería “normal” que uno pensase que los demás conocen nuestros pensamientos, por ejemplo. Lo “normal” sería más bien que uno llegase a pensar que los demás, de algún modo, no conocen nuestros pensamientos. De acuerdo con el mismo Sacks, a partir de la información contenida en una conversación, por ejemplo, podemos generar inferencias que nos llevan a realizar preguntas o a obtener conclusiones apresuradas de una situación determinada. Es común que a los psicólogos (se supone y sólo ‘se supone’ que ‘la gente’ no distingue entre un psicólogo social, un psicólogo clínico o un psicólogo de consultorio improvisado), nos digan cosas como “mejor me callo ¿verdad?, me estás analizando” o “ya no hablen porque ya llegó el psicólogo”, etc. Es una situación común y compartida a la que los psicólogos nos enfrentamos de manera cotidiana, pero no por ello solemos pensar que quienes nos dicen estas cosas “están locos” o que necesitan ayuda psicológica. “¿Por qué?” podemos preguntarnos. La primera razón tiene que ver con el hecho de que así como los psicólogos caracterizamos a ‘las personas’, ellas también nos caracterizan de algún modo al pensarnos como una especie de ‘adivinos mentales’. Esta caracterización de los psicólogos (entre muchas otras), ha pasado a formar parte de las prácticas culturales de innumerables sociedades y, de esa forma, digamos que se ha naturalizado, se ha vuelto familiar. La segunda razón tiene que ver con el hecho de que a la psicología (y a las pácticas psicológicas), se le piensa ya no como a una máquina de hacer inferencias de Sacks, sino como a una “máquina profesional de hacer inferencias”, de tal modo que se asume que el portador de dicha máquina profesional de hacer inferencias es capaz de echar a andar su juguete para adivinar pensamientos, descubrir traumas y frustraciones, así como para detectar parafilias, etc. En este caso se plantea una situación interesante, asumimos que ciertas personas que piensan que conocemos sus pensamientos no son esquizofrénicas por lo que, socialmente hablando, no sólo los psicólogos sino cualquier persona, aprende a pensar, hasta cierto grado, que las demás personas conocen sus pensamientos (tal y como aprenden a pensar que no los conocen). Lo cual no es ninguna “patología” ni una “anormalidad” psíquica, sino un proceso social y cultural.

Shotter (2001, p. 11-12), en su simpático libro titulado Realidades Conversacionales, ha sugerido que: en lugar de dar por sentado que entendemos el discurso de otra persona captando simplemente las ideas internas que al parecer puso en sus palabras, esa imagen de nuestro entendimiento mutuo empieza a ser vista como la excepción y no como la regla. Agrega que la mayoría de las veces no entendemos del todo lo que la otra persona dice. Y concluye que si el entendimiento común se logra, sólo se produce de vez en cuando. Entender viene del latín intendere que significa extender. Es algo así como percibir y comprender por medio de la inteligencia el sentido o el significado de algo. En cierto modo es como conocer los pensamientos del otro, pero de acuerdo con Shotter esto es la excepción y no la regla. El entendimiento no sólo sucede en cierto grado que pensamos que los otros conocen nuestros pensamientos sino que sólo a veces es cierto. Veamos. Supongamos que dos personas se citan en algún sitio del centro de una ciudad y tras veinte minutos de estar esperando, uno comienza a pensar que el otro llegó a la fuente (es decir, a un lugar donde no se habían citado) y que la decisión de esperar en el café (porque el otro entendió otra cosa), ha sido incorrecta. Tras dudar unos segundos, nuestro amigo imaginario decide desplazarse hacia la fuente, pero no cuenta con que nuestro segundo amigo imaginario ha pensado que no debería estar en la fuente sino en el café, de tal modo que no pueden encontrarse (pues se cruzan en el camino sin encontrarse). ¿Qué ha sucedido en tal caso? Que han pensado, primero, de manera, digamos, socialmente egoísta, para, posteriormente, pensar con el pensamiento común o colectivo. Pero en esa imposibilidad de coordinar sus acciones, el resultado es que no se han podido encontrar. La falta de entendimiento ha sido la regla. Portu parte, el tiempo y el espacio hacen lo suyo en el proceso del entendimiento también. Es decir, nuestra “cultura común” no es la misma que la de las personas de hace, digamos, cien o doscientos años. Pero aunque no sea la misma, en algo se parecen. Nuestros dos amigos imaginarios que tratan de encontrarse en el centro de una ciudad piensan igual y diferente, cuentan con una cultura común, pero no logra embonar en un mismo tiempo ni en un mismo espacio.

En sus Estudios de etnometodología, Garfinkel (1984, p. 76) afirmaba que la “cultura común” hace referencia a las bases o fundamentos socialmente sancionados de la inferencia y la acción que la gente usa en su vida diaria y los cuales asumen que los otros usan de la misma manera. Cuando en una consulta el médico nos pregunta ¿qué le pasa? no le respondemos ¡adivine usted, usted es el médico! o tampoco le respondemos Pues lo que quiera, ¿qué? ¿Está buscando lío?. Uno tampoco comienza a contarle los problemas que uno tiene con su pareja o con sus vecinos. La idea fundamental de la indicación [indexicality] es que el significado de una palabra o expresión depende del contexto en que se usa (Potter, 1998, p. 65). Frente a la misma pregunta ¿qué le pasa?, las respuestas serán diferentes dependiendo de las situaciones, las personas, los momentos en los que nos encontremos, etc. Saber hablar no garantiza, de ningún modo, el hecho de poder sostener una conversación. Hablar y conversar no son lo mismo. Entre hablar estúpidamente y conversar, hay un abismo insuperable. Ya Schutz (1974, p. 42-45), hablaba de tres aspectos problemáticos en la socialización del conocimiento. A saber: 1) la reciprocidad de perspectivas; 2) el origen social del conocimiento; y 3) la distribución social del conocimiento. Schutz sostenía que en la actitud natural del pensamiento de sentido común de la vida cotidiana, se presupone la existencia de nuestros semejantes inteligentes y que el "mismo" objeto debe significar algo diferente para mí y para cualquiera de nuestros semejantes. Pero también afirmaba que el pensamiento de sentido común supera las diferencias en las perspectivas individuales que resultan de esos factores mediante dos idealizaciones básicas que son: a) la idealización de la intercambiabilidad de los puntos de vista y b) la idealización de la congruencia del sistema de significatividades. En el caso del origen social del conocimiento, Schutz afirmaba que sólo una parte muy pequeña de nuestro conocimiento del mundo se originaba dentro de las experiencias personales. En el caso del tercer punto, afirmaba que el acervo del conocimiento real a la mano difiere de un individuo a otro, pero que no sólo difiere lo que un individuo conoce de lo que conoce su semejante sino también el modo en cómo conocen los "mismos" hechos. En el caso de nuestros amigos imaginarios la reciprocidad de perspectivas es la que permite que lleguen a distintos lugares (uno piensa que el otro piensa igual o semejante a él), pero en la medida en que pueden caer en la cuenta de que “esto no es así”, entonces la forma de superar las diferencias en las perspectivas individuales los remite a la intercambiabilidad de puntos de vista que incluso va más allá de la idealización pues lleva a uno del café a la fuente. Pero en la imposibilidad de visualizar que el otro podría hacer lo mismo en la misma situación, entonces la congruencia del sistema de significatividades simplemente no se da. Es decir, uno puede presuponer que el otro está en la fuente porque bajo otras circunstancias uno hubiese llegado a la fuente, pero todo se complica justo cuando uno no puede visualizar que el otro llegará al café porque supone que uno habría llegado al café en otras circunstancias diferentes en las que él está inmiscuido. Sin embargo, si uno logra visualizar que el otro quizá esté en la fuente, pero que si aquel piensa como uno y toma la decisión de venir al café, entonces puede que uno dude por un momento en ir a la fuente porque si él viene al café entonces uno nunca encontrará a su amigo. Frente a ese panorama uno puede decidir no moverse y esperar a que el otro venga si presupone lo que uno ha presupuesto por él. Pero puede suceder algo todavía más interesante, que el otro presuponga que uno presupone lo mismo que él y decida esperar a uno y, por consiguiente, en vez de cruzarnos para encontrarnos, jamás nos crucemos porque nuestras presuposiciones sean del mismo tipo. Las situaciones se pueden volver más complejas, pero no es el caso estar explicando cada una de ellas sino de lo que se trata es de llegar a nuestro primer punto de discusión. El de la soberbia interpretativa.

Hemos visto que es normal, hasta cierto grado, que pensemos que los demás conocen nuestros pensamientos. Y también que los demás piensen que conocemos sus pensamientos. Sin embargo, parece ser que al interior de distintas formas de hacer psicología existe una suerte de soberbia interpretativa que trata a las personas como idiotas culturales. Tal como lo hemos dicho, en distintos niveles (o grados si se quiere), aunque parece acentuarse más en las psicologías de orientación psicológica pues aspiran, ingenuamente, a una suerte de universalidad en la formulación de sus conclusiones: la cuantificación de los fenómenos sociales es, para muchos, hoy en día, poco razonable y los métodos de investigación cualitativa han crecido en popularidad. Sin embargo, este impulso crítico necesita un nuevo empujón para resaltar que la manera positivista de hacer investigación es muy peligrosa por la forma en que oculta valores morales y políticos (Parker, 1997, p. 158).

Para muchos psicólogos, es demasiado sencillo adoptar la actitud de adivinos mentales cuando afirman que las personas piensan tal como ellos dicen que piensan y todo parece poner en evidencia que nadie está exento de ello, pero es indudable que reconocer esta situación nos puede llevar a una forma diferente no sólo de construir nuestras afirmaciones sino de hacer psicología. La soberbia interpretativa en psicología social casi se ha convertido en una actitud de moda. ¿En realidad los psicólogos sociales podemos asumir que ‘pensamos por’ lo que llamamos gente? ¿En realidad podemos hacer generalizaciones indiscriminadas como si las diferencias entre los habitantes de Zimbawe y los habitantes de la ciudad de México no existiesen? Resulta difícil creerlo. Ahora bien, la discusión sobre las ‘diferencias’ entre los habitantes de uno y otro lugar es, precisamente, la que nos lleva al siguiente punto de esta reflexión. El de la incultura.

3 La incultura

¿Se puede ser inculto? Los diccionarios parecen indicar que sí. En cierto sentido, el significado de la palabra apunta a aquel que no tiene cultura e instrucción, pero lo cierto es que todas las personas no sólo tenemos algo de cultura sino que pertenecemos y estamos en una cultura. Aunque a Howard Gardner se le ha criticado demasiado y se ha llegado a decir que su Teoría de las inteligencias múltiples “es el consuelo de los estúpidos”, él propuso, por ejemplo, que: los actuales métodos de evaluar la inteligencia no se han afinado lo suficiente como para poder valorar los potenciales o los logros de un individuo en la navegación por medio de las estrellas, dominar un idioma extranjero o componer una computadora [y que] el problema consiste no tanto en la tecnología de las pruebas sino en la forma como acostumbramos pensar acerca del intelecto y en nuestras ideas inculcadas sobre la inteligencia (2004, p. 36).

Quizá sin quererlo, la propuesta de Gardner nos acercó a una discusión sobre la forma en que los criterios para designar una habilidad, comportamiento, pensamiento, conocimiento, etc., como inteligente, dependían no de la tecnología que se desarrollase para tratar de “medirlos” sino de los criterios sociales que rondaban dichos sucesos. Hacer referencia a la incultura en la psicología social es hacer referencia no a la concepción elitista y retrógrada de cultura culta. Implica hacer referencia a la falta o a ese vacío que se respira en los modos actuales de hacer psicología social que no toman en cuenta a la cultura en el momento de realizar sus afirmaciones con carácter universalista. La cultura a la que pertenecen los psicólogos sociales, en el momento de realizar sus afirmaciones de carácter universalista, no se toma en cuenta como un elemento determinante que influye en la “forma” de sus afirmaciones y, obviamente, en su contenido. Pensar en la idea de sociomorfismo propuesta por Tarde es útil pues ayuda a entender que las ideas con las que se conduce cualquier psicología social, son productos culturales. La inadvertida idea del sociomorfimso llegó hasta Goffman. Para Tarde: el sociólogo debería ejercitarse en ver en cualquier cosa una sociedad (Joseph, 1999, p. 10). Para Goffman sería una suerte de “apareamiento débil” entre el orden esctructural y el orden de la interacción, por ejemplo (Ídem.). Desgraciadamente esta brillante idea de Tarde (quizá porque se habla mucho de él, pero se le estudia poco), raramente es retomada en los trabajos de los psicólogos sociales contemporáneos, muchos ni siquiera saben que existe. Quizá a las psicologías sociales de corte individualista y experimentales, sobre todo, les hace falta desarrollar un espíritu sociomórfico para reconocer que el conocimiento es un producto cultural. No obstante, esto no exime a una buena cantidad de psicólogos sociales, digamos, de inclinaciones sociológicas cuya lectura de los clásicos sigue siendo superficial. Precisemos, para confeccionar una psicología social culta, no basta con leer a Tarde. Sigamos esta reflexión que no es (para aclarar a los puristas de la disciplina), de un psicólogo social sino de un antropólogo: la cultura no es lo que se obtiene estudiando a Shakespeare, escuchando música clásica o asistiendo a clases de historia del arte. Más allá de esta negación impera la confusión (Harris, 2000, p. 17). Así como hay muchas formas de ser inculto en la vida, existen muchas otras de ser un psicólogo social inculto.

Y no hay psicología social más ajena y más lejana a la cultura que la psicología social experimental. La psicología social más inculta de todas. A lo largo de la historia se ha podido constatar que la defensa del ‘expermentalismo’ no es algo más que una necedad que sigue surtiendo efectos perversos en millares de estudiantes. La distancia entre el laboratorio y lo que ocurre en la ‘vida real’ es notoria y abismal. No hay situación más inculta que la de un laboratorio. En efecto, en el caso de la psicología social experimental, las variables de laboratorio están aisladas, pero de la cultura. Es decir, del “mundo real”. Podemos no estar de acuerdo del todo con la noción de situated knowledge (Haraway, 1995), pero a través de esta noción podemos acercarnos a la idea de un proceso ‘contextualizado’ de adquisición de conocimientos y quizá nos sirva para poner en claro que una laboratory situation es absolutamente inculta.

Heinz von Foerster (1995, p. 38), dijo: recuerdo, hará unos veinte años, cuando algunos de mis amigos vinieron a verme, encantados y pasmados sobre un gran descubrimiento que acababan de hacer: “¡Vivimos en un medio ambiente, hemos estado viviendo toda nuestra vida en un medio ambiente, sin saber de él!” Líneas adelante sostenía: en cuanto percibimos nuestro medio ambiente, nosotros lo estamos inventando todo (ídem.). Es cierto, la creación de conceptos implica la modificación de la realidad que habitamos y esta modificación, a su vez, implica modificaciones en los mismos conceptos en la medida en que vamos “viviendo en él” o, más bien, en ellos.

En términos generales, la cultura puede ser entendida como: el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o grupo social en un periodo determinado. El término ‘cultura’ engloba además modos de vida, ceremonias, arte, invenciones, tecnología, sistemas de valores, derechos fundamentales del ser humano, tradiciones y creencias. A través de la cultura se expresa el hombre, toma conciencia de sí mismo, cuestiona sus realizaciones, busca nuevos significados y crea obras que le trascienden (en el mejor de los casos, claro está). No obstante es pertinente mencionar que existen distintos tipos de definiciones de cultura (Aguirre, 1993, p. 152-153), descriptivas, históricas, normativas, psicológicas, estructuralistas, y genéticas. Y debemos agregar que cada tipo de definición enfatiza determinados rasgos de la cultura. Ahora bien, recordemos que: hasta los años treinta, los antropólogos usaban, indistintamente, los términos de cultura y sociedad (Ídem. 156). Y entre los psicólogos sociales esta confusión parece subsistir de alguna u otra forma pues la cultura es considerada como una ‘abstracción vaga’. Algo que aparece cuando las explicaciones y los argumentos se les terminan a los psicólogos sociales para decir por qué o cómo es que ocurrió esto o aquello.

Pero es cierto, tanto la antropología como la psicología han elegido dos de los más improbables objetos en torno a los cuales intentar construir una ciencia positiva: Cultura y Mente, Kultur und Geist, Culture et Espirit. Ambas son herencia de dos filosofías difuntas, las dos cuentan en su haber accidentadas historias de inflación ideológica y de abuso retórico, a la vez que tanto una como otra, albergan amplios y múltiples usos diarios que dificultan cualquier intento de consolidar su significado o de considerarlas como clases naturales (Geertz, 2002, p. 191). Considerar que la cultura es una “clase natural”, es un error. Independientemente de la forma en cómo la definamos. Muy a parte de la forma en que pudiésemos definirla, la cultura no es una clase natural. Es una suerte de artilugio que nos ayuda a pensar la realidad como cualquier otro concepto, sin que esto quiera decir que vivamos en un mundo imaginario hecho de conceptos. Vivimos en un mundo lleno de rocas, libros de psicología social, computadoras, discos de los Pixies, etc. Y no en un mundo imaginario.

Una concepción más compleja de la cultura implica el replanteamiento del concepto mismo desde diversas perspectivas (sean estas la antropológica y la psicológica principalmente) ¿Es la cultura un producto mental o es la mente un producto cultural? En este sentido, la pregunta ¿dónde termina la mente y empieza el resto del mundo? comienza a ser más complicada de lo que parece. Pero desde las miradas tradicionales la mente estaría ‘atrapada’ en el cuerpo. Si nos preguntamos ¿dónde termina la cultura y comienza el resto de uno mismo? esto nos vuelve a meter en complicaciones. Sin embargo, ambas preguntas tienen algo en común, han pensado a la cultura como algo distinto de lo biológico o como algo antinatural. De ninguna manera se pretende defender la rancia idea de que la cultura sea una extensión de la naturaleza, es decir, un producto natural, sin embargo se pretende defender la idea de que la cultura es antinatural en la medida que nos permite entender la naturaleza desde otro sitio que no es la naturaleza misma y que sin el elemento cultural no podríamos entender la propia naturaleza. Es mediante la valoración simbólica y la síntesis de la realidad objetiva que creamos un nuevo tipo de objeto, con propiedades diferentes: la cultura (Sahllins, 1997, p. 71).

La cultura tiene propiedades distintas a las de los elementos que alcanza a definir y aunque podamos decir que “algo” es cultura, podremos identificar ese algo, pero no a la cultura que define ese algo, simplemente porque no es esa misma cosa que define. Es decir, si establecemos una definición de cultura, cualesquiera que esta sea y de pronto volteamos súbitamente tratando de ubicar aquello que hemos definido, difícilmente podremos ubicar nuestra propia definición.

La concepción del neofuncionalismo es insuficiente para entender a la cultura. La cultura no puede ser entendida como una realización instrumental de las necesidades biológicas ni como aquello que satisface, exclusivamente algún sistema o conjunto de sistemas de necesidades. También sería insuficiente entender a la cultura como el producto de aquello que suponga el uso de artefactos y de simbolismos, derivado de la actividad tendiente a la satisfacción de determinadas necesidades biológicas. Es obvio que la cultura es algo más complejo que el simple resultado de la acción instrumental. Sin lugar a dudas, el concepto de cultura ha sido uno de los conceptos centrales en la teoría antropológica, pero tiene su propia historia.

El concepto de cultura, desarrollado en el siglo XX, contrasta con el de pluralidad cultural, desarrollado en el siglo XVIII en Europa y se consolidó en el siglo XIX. Desde una perspectiva radical, no podríamos hablar de la cultura en un sentido dogmático y universalista: desde esta perspectiva, la cultura China sería igual y diferente, que la de los Neuer de África o que la de los Yanomami del Amazonas (Rapport y Overing, 2000, pp. 92-93). La propuesta de esto radica en entender a la cultura como algo igual y diferente al interior de las sociedades y entre ellas mismas, sin caer en un relativismo vulgar que no explica absolutamente nada. Esto es, existen diferencias culturales al interior de una sociedad y entre las distintas sociedades, lo cual debería poner en cuestión no sólo la pretendida universalidad de las afirmaciones de muchos psicólogos sociales sino la forma en que se sigue haciendo psicología social siguiendo el modelo individualista y experimental, por ejemplo, no sin antes olvidar al desvencijado conductismo. Si entendemos al individualismo metodológico como una réplica al holismo sociológico, podremos ver rápidamente que aquel podría ser entendido como: el principio del mecanicismo aplicado a las ciencias sociales (Blanco, 1988, p. 87). Y podríamos entender que: el paradigma conductista no hizo sino incorporarlos [se refiere a los principios del individualismo metodológico] mimética y acríticamente (Ídem. 89). Sabemos que: no es una novedad afirmar que la variaciones culturales producen cambios en los modos de pensar (Bruner, 1989, p. 149). Sin embargo, es común que en psicología social se evada el tema o no se emprendan discusiones profundas sobre la cultura. La cultura suele mirarse como una suerte de trasfondo que siempre está ahí y sobre algo que no debería discutirse, mucho menos cuando se trata de diversidad cultural o diferencias culturales. Es un tema que se evade constantemente sin ponérsele la debida atención. ¿Por qué sería importante el hecho de que la cultura fuese un concepto central en la psicología social?: nuestros modos de vida, adaptados culturalmente, dependen de conceptos y significados compartidos, así como también de modos compartidos del discurso para la negociación de las diferencias en el significado y la interpretación (Bruner, 1990, pp. 12-13). Es decir, los significados son públicos y compartidos. Vaya, no están dentro de nuestras cabezas ni vienen ‘instalados’ en nuestros ‘dispositivos cerebrales’ sino que están fuera de nuestras cabezas. Aunque no se vea, la cultura está entre nosotros y no es una clase natural.

Si nos preguntamos si la cultura ¿existe de hecho? ¿Qué responderíamos? Y si existe ¿en dónde reside? ¿En la mente o en la materia? ¿A través de qué aproximación – cognitivista, fenomenológica, materialista – puede ser mejor entendida y traducida? (Rapport y Overing, 2000, p. 93). Y es obvio que no tendremos respuestas contundentes porque cada uno de los enfoques mencionados podría arrojarnos luz sobre la discusión. No obstante, para que este ensayo no sea tachado de relativista posmoderno, se debe decir que hay concordancia con un punto de vista y es que: una vez incorporada al campo humano, la acción de la naturaleza deja de ser un mero hecho empírico y adquiere un significado social (Sahllins, 1997, p. 117). Es decir, la cultura, se asume en este ensayo, es algo antinatural como ya se había mencionado, pero no en un sentido de contraposición sino de complementariedad con la naturaleza. La cultura es algo distinto a la naturaleza, pero algo distinto no en contraposición sino en un sentido de complementariedad. El carácter antinatural de la cultura, no implica su no-existencia o su tratamiento como epifenómeno. La naturaleza, no los árboles ni los animales ni los mares, es un producto cultural.

El replanteamiento del concepto de cultura implica su concepción como un “concepto semiótico”, entendiendo que existen tramas de significación en las que se encuentran insertas las personas y que: la cultura es esa urdidumbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no algo propio de una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones (Geertz, 1997, p. 20). No obstante, se asume una concepción de cultura que remita a la pluralidad y a la diversidad, y no a la homogeneidad o a las escalas universales de progreso, que contrasta altamente con la noción antropológica de cultura que se difundió durante el siglo XX (Rapport y Overing, 2000, p. 92). Por ello, una psicología cultural, no alcanza tampoco para tomar distancia con las nociones de cultura más difundidas durante el siglo pasado. Es cierto: con el renacimiento de la psicología cultural [los problemas de interpretación] se han vuelto el eje central de nuestra concepción de los modos de dar orden y significado a la vida (Bruner, 2003, p. 8). Pero también es cierto que los denominados ‘problemas de interpretación’ serían sólo un conjunto de elementos propios de los que una psicología social preocupada por la cultura tendría que analizar. Una psicología cultural tendría no sólo que encargarse de lo problemas de interpretación. Quizá, dichos problemas serían sólo el punto de partida para llegar al análisis y la discusión de cuestiones menos elementales. Entre los cándidos debates sobre la cultura que de vez en cuando se generan entre los psicólogos sociales, es común identificar graves confusiones con relación a posiciones paradigmáticas, corrientes teóricas y conceptos básicos relacionados con la cultura. Es curioso que apenas aparezca en boca de alguno el concepto de cultura, inmediatamente se invoque al brillante profesor Bruner. Difícilmente los psicólogos sociales, sea por ignorancia, ingenuidad o incultura, identifican las debidas oposiciones entre configuracionistas y funcionalistas. O, comúnmente, suponen que las distintas aproximaciones semióticas al estudio de la cultura son iguales. Y así sucesivamente. Sin embargo, estas distinciones que son básicas y elementales para la mayoría de los antropólogos, no lo son para la mayoría de los psicólogos sociales, sean de orientación psicológica o sociológica. Así como: el concepto de cultura le permite al etnógrafo ir más allá de lo que la gente dice y hace para comprender ese sistema compartido de significados que llamamos cultura (Boyle, 1994, p. 187), también se los permite a los psicólogos sociales. La única diferencia básica entre los etnógrafos y los psicólogos sociales es que estos últimos parecen no percatarse de cuál es el concepto que de cultura asumen o toman como punto de partida para hacer psicología social.

Ahora bien, sin querer establecer un análisis comparativo de la cultura, se pretende entender sus particularidades como modalidades de variación de los “factores internos” y “factores externos” (Boas, 1987, p. 71), en relación con los marcos que la delimitan y con otros fenómenos. Aunque no se asuma del todo el hecho de que se pueda establecer una separación tajante entre símbolos verbales y no verbales, se asume que los símbolos juegan un papel determinante en la vida cultural de las sociedades y que su estudio puede llevarnos a la comprensión de estas últimas (Kottak, 1974, p. 63).

Es importante resaltar el hecho de que la idea de cultura como un sistema estable y compartido de creencias, conocimientos, valores o conjuntos de prácticas equilibradas por un largo tiempo, es una noción fuertemente arraigada en todo pensamiento funcionalista, estructural-funcionalista y estructuralista y que la noción de homogeneidad cultural floreció y se desarrolló a través de muchas versiones (Rapport, y Overing, 2000, p. 94). Recordemos: en los años cincuenta, la elocuencia, la energía, la amplitud del interés y la pura brillantez de autores como Kroeber, Kluckhonn, Ruth Benedict, Robert Redfield, Ralph Linton, Geoffrey Gorer, Franz Boas, Bronislaw Malinowski, Edgard Sapir y, más espectacularmente, Margaret Mead –quien estaba en todas partes, en la prensa, en conferencias, a la cabeza de comités de congreso, dirigiendo proyectos, fundando comités, lanzando cruzadas, aconsejando a los filántropos, guiando a los perplejos y, entre todo eso, señalando a sus colegas en qué se habían equivocado– hicieron que la idea antropológica de cultura estuviera al alcance de, bueno… la cultura misma, a la vez que se convertía en una idea tan difusa y amplia que bien parecía una explicación "multiusos" para cualquier cosa que los humanos pudiesen idear hacer, imaginar, decir, ser o creer (Geertz, 2002, p. 33).

El término es tan resbaladizo que parece ser, en vez de una palabra-solución, una palabra-problema. Es tan fácil “culpar” a la cultura de cualquier cosa. A tal grado ha llegado su vulgarización que para evadir una discusión profunda es muy fácil decir que algo sucedió gracias a la cultura. Los psicólogos ingenuos, cuando ya no pueden responder una pregunta, atreven a culpar a la cultura de casi cualquier cosa: el consumo de drogas, la violencia sexual, los problemas de la comunicación, etc. Los psicólogos sociales sobre todo (que deberían ser los menos según una primera impresión), si no desdeñan el término como algo propio de los antropólogos, terminan por asumir que no les corresponde discutir sobre la cultura pues las diferencias culturales parecen ser los bordes de sus generalizaciones burocrático-académicas o, en todo caso, es algo que limita y echa por la borda su trabajo con ‘entelequias’. Muchos psicólogos sociales al escuchar el término cultura ‘refunfuñan’, ‘hacen muecas’, ‘respiran hondo’ o de plano ponen cara de no saber de qué se está hablando. Y lo simpático es que hagan lo que hagan, siempre lo hacen dentro de un marco cultural y su ‘refunfuño’, su ‘mueca’, su ‘respirar hondo’ o su ‘cara de incertidumbre’ es a su vez un producto y un proceso cultural.

Todo parece indicar que a la cultura se le puede concebir ya sea como estructura o como proceso. No obstante, al concebir a la cultura como estructura se llega a un determinismo y a la idea de que la cultura, estaba, está y seguirá ahí. Ahora bien, si se le entiende como proceso, entonces la cultura es algo que cambia y se construye colectivamente, pero vista así, adquiere un carácter etéreo e indeterminado.

En los años sesenta se hizo énfasis en el concepto de cultura como un conjunto de hábitos o patrones de comportamiento, como un sistema de ideas o como estructuras de significado simbólico. La cultura fue entendida como un sistema compartido de representaciones mentales. Sin embargo: un paradigma complejo puede comprender al hombre como ligado con la naturaleza y, al mismo tiempo, en oposición a ella (Morin, 1997, p. 103). Es decir: el paradigma que produce una cultura es, al mismo tiempo, el paradigma que esa cultura reproduce (Ídem. 104). La concepción de la naturaleza contenida en las viejas tradiciones antropológicas es, pobremente, antropocéntrica. Y no sólo la antropología parece no haberse percatado que hemos transitado de una perspectiva antropocéntrica a una antropogénica. Es decir, que necesitamos entender que nuestra concepción de la naturaleza tiene que cambiar. Debemos entender dos cosas: que la naturaleza es un producto social y que la concepción antropogénica de la naturaleza nos lleva a comprender que se determina conjuntamente con el factor humano (Böhme, 1997, p. 73).

Puestas así las cosas podríamos decir que la cultura está organizada y es organizadora por el vehículo cognitivo que es el leguaje (Morin, 1995, p. 73). No se trata pues de una superestructura ni de una infraestructura como se puede pensar desde otra perspectiva sino que se trata de algo que es producido por aquello que produce. Si pensamos a la cultura como una “vieja ciudad”, podremos decir que los antropólogos han convertido a la vieja ciudad en su especialidad, se han paseado por sus avenidas azarosamente construidas intentando realizar una suerte de tosco mapa de ella, y sólo últimamente han empezado a preguntarse cómo fueron construidos los suburbios –que parecen cada vez más atestados–, la relación que guardan con la vieja ciudad (¿nacieron de ella?, ¿se ha visto modificada por ellos?, ¿tragarán finalmente los suburbios a toda la ciudad?), y cómo será la vida en lugares simétricos como ésos (Geertz, 1994, p. 93).

Hasta aquí las cosas pueden marchar más o menos bien, pero podemos preguntarnos, ¿qué hay de novedoso en todo esto? Bueno, para tratar de cerrar esta reflexión hay que fijar una posición. Supongamos que alguien da una definición de cultura. Cualquiera que esta sea. Una vez hecho esto, se delimitará un “campo”. Algo quedará dentro y algo quedará fuera (‘dentro’ lo que será acotado por la definición de cultura y ‘fuera’ lo que excluya dicha definición). Y para dar una definición de cultura será necesario establecer un ‘conjunto de criterios’ para saber qué es lo que queda ‘dentro’ y qué es lo que queda ‘fuera’. Sin embargo, por muy “objetivo” que se trate de ser, dichos criterios estarán bañados por elementos políticos, ideológicos, históricos, de género, etc., a los cuales no se puede renunciar. Y por mucho que se trate de sortear los blindajes ideológicos, políticos, históricos, de género y más, uno no podrá hacerlo.

De alguna manera, los criterios que establezca cualquier persona para lograr separar lo de ‘adentro’ de lo de ‘afuera’ de la definición, serán arbitrarios. Pero eso no es lo interesante. Eso es apenas el comienzo. Lo interesante no será aquello que pueda volverse “visible” (cognoscible), para cualquier interlocutor, sino aquello que el que establezca la definición no pueda ver. ¿Qué es eso que no se podría ver justo en el momento en que se fijan los criterios para separar lo que es cultura de lo que no lo es? Muy simple, el hecho de que la definición de cultura, así como los criterios que se establezcan para diferenciar lo que es cultura de lo que no lo es, estarán, a su vez, determinados por la cultura de donde emerja la definición de cultura que se le antoje a cualquiera dar. Cualquiera que sea la definición de cultura que uno pueda brindar, estará, por un lado, determinada por la cultural que tiene como marco, pero tomará distancia con ese mismo marco de manera que al definir algo como cultura no podrá definir el marco propio de donde emerge pues para poder establecer una “distinción”, tendrá que olvidarse del marco que le sirve de límite.

Esto no es literal (por si acaso es necesario hacer este tipo de aclaraciones ‘finas’), pero ‘los peces son los últimos en darse cuenta que viven en el agua’. El problema de la definición de la cultura no es lo que se diga o no de ella, sino la ceguera que se produce en el momento de establecer un límite más o menos preciso en el proceso de su definición. Esto es, el problema no es lo que “aparece” a través de un concepto sino lo que no puede verse o deja de verse una vez que el concepto ha sido elaborado. Vistas así las cosas, podemos decir que las definiciones de cultura están bañadas, a su vez, de la cultura que les contiene, pero no es sencillo reconocer esta situación.

Derivado de lo anterior existe otro problema más interesante aún. Las definiciones de cultura parecen moverse en dos planos muy generales. Aquellas definiciones que conciben la cultura como independiente del observador (posturas materialistas y realistas), y las que la piensan como algo relacionado y determinado con y por el observador (relativistas, constructivistas y construccionistas). Si la cultura es algo independiente del observador, su definición nos llevará a una concepción utilitarista cuya virtud es que nos permite reconocer, de una u otra manera, la objetivación de la cultura a través de determinados ‘objetos culturales’.

No obstante, la cultura como “forma”, jamás podría entenderse desde, digámoslo así, sus objetos. Si la cultura es entendida como algo relacionado y determinado por el observador, gozaremos de cierta libertad, pero podríamos caer en el riesgo, tal como se ha advertido líneas atrás, de concebir a la cultura como una “estructura” dada, es decir, como una palabra-solución, como algo a lo cual es muy fácil culpar cuando los argumentos epistemológicos se han agotado. Lo cual también es un reduccionismo. A pesar de que el concepto de cultura sea antinatural, no puede escapar a la cultura que le contiene porque esto sería pecar de la soberbia de la que adolece el realismo clásico.

El concepto de cultura, sea cual sea, no puede escapar a la cultura misma que le contiene y viceversa, la cultura, como tal, tampoco puede escapar a los límites del propio concepto que la define. A la psicología social le hace falta el entendimiento de que así como es parte de una cultura particular, debe tomar en cuenta la cultura misma a la que pertenece y moderar su actitud decimonónica de carácter universalista.

4 La ausencia de un espíritu fenomenológico

Recordemos que: el principio básico de la fenomenología indica que es posible captar la verdadera esencia de las cosas sin tener que depender en absoluto de evidencias empíricas (Collins, 1996, p. 284), pero que dichas esencias pueden captarse a través de la observación, pero de una observación particular. No es esto una especie de idealismo. La fenomenología no renuncia, de ningún modo, a la observación, es su punto de partida.

Es cierto, la consolidación de la psicología como disciplina experimental a fines del siglo XIX, obligó a una separación con la filosofía y, paulatinamente, a la adopción de nuevas problemáticas, menos filosóficas y más experimentales. Se tomó distancia con la filosofía en un afán de darle un carácter más “científico” a la disciplina, lo que implicó una renuncia material y simbólica al estudio de la mente, tal y como se había venido desarrollando.

Veamos, una de las principales diferencias entre el pensamiento de Ch. S. Peirce y el de Ch. H. Cooley, es precisamente en que colocan o sitúan a la mente en dos sitios distintos, para el primero, la mente está en lo social y para el segundo lo social está en la mente. Sin embargo, ambas concepciones apuntan a una concepción social de la mente que se distingue, claramente, de las perspectivas provenientes del empirismo inglés y el racionalismo alemán que conciben a la mente como una suerte de receptáculo de información o en todo caso son como dos concepciones pasivas de la mente.

Podemos decir que: en los últimos quinientos años surgieron dos modos principales de construir la relación entre las personas y el cosmos. Las diversas versiones del empirismo se basan en el principio de que es el cosmos el que modela el conocimiento humano. Las concepciones contrarias, idealismo, racionalismo y convencionalismo, expresan varias versiones de la idea de que el cosmos, tal como lo percibimos, es, al menos en parte, producto de nuestras propias operaciones de modelado de nuestra experiencia en bruto (Harré, 2002, p. 209).

Remitirnos a la ausencia de un espíritu fenomenológico en psicología social es remitirnos a una cuestión básica que tiene que ver con el hecho de: si la psicología es, puede o debe ser una rama de la ciencia natural [y no cabría duda de que] la mayor parte de los psicólogos contemporáneos contestarían sin retaceos con un sí. Cautivados por la tradición metafísica e impresionados por grandes éxitos de las investigaciones científicas en el campo de la física, la química y la biología, aceptaron ampliamente la tesis de que sólo existe una ciencia; que a los métodos de observación objetiva, experimentación y medición se les puede asignar validez universal, y que por su aplicación al animal rationale no de debe temer ningún proceso legal (Strauss, 1966, p. 10).

Sabemos que no existe una sola forma de hacer ciencia. Pero el problema parece ser más profundo aún pues: al sistema nervioso y su funcionamiento se le adjudica plena realidad, mientras que la experiencia se interpreta como una especie de fantasmagoría (Ídem. 11). Es decir, la experiencia y la forma de “traducirla” son relegadas a un segundo plano, pero hay que especificar que se hace referencia a la experiencia como experiencia social aún así se trate de ver, oír, tocar, degustar u olfatear. Ver, oír, tocar, degustar y olfatear, son procesos sociales. Y cuando se dice que estas actividades son de carácter social, se quiere decir que varían de una cultura a otra (Ackerman, 2000, p. 18) y, por lo tanto, desarrollamos ‘idiomas sensoriales’ diversos y diferentes. Este problema nos remite al de las sensaciones y las percepciones y las relaciones entre sensación y percepción, pero también al problema del carácter indisociable de la mente y el mundo físico, así como su co-dependencia, pero también plantea la cuestión relativa a los problemas y las limitaciones del lenguaje para “traducir”, digámoslo así, nuestras experiencias.

N. Humphrey afirma que, suponiendo que la sensación y la percepción sean distintas, se hallan vinculadas causalmente (1995, p. 53). Dicha relación causal de acuerdo con Humphrey puede darse de manera paralela o serial. En el primer caso, la sensación y la percepción se darían de manera paralela, en el segundo, la sensación antecedería a la percepción, es decir, la percepción sería una consecuencia de la sensación.

En el primer caso, aunque se den de manera paralela, tiene lugar una “sensación de lo que me está pasando” y una “percepción de lo que está pasando allá afuera”. Sea de manera serial o paralela, podemos decir que sensación y percepción están relacionadas y que son muy distintas de lo que acontece en el cerebro. Es decir, tanto las sensaciones como las percepciones tienen que atravesar por el lenguaje, les guste o no al ‘club de amigos de los bonobos’. Aunque el cerebro sea el único órgano del cuerpo que pueda estudiarse a sí mismo, no puede estudiarse sin el lenguaje. Y eso de que puede estudiarse a sí mismo no es literal tampoco.

Lo que denominamos “experiencia”, tiene que ser traducida o en todo caso, expresada, por otro medio que no es necesariamente la “experiencia” misma, sino a través del lenguaje y, por supuesto, el lenguaje tiene serias dificultades en la manera de “traducir” todo aquello que nos sucede. A todos nosotros, alguna vez se nos ha “dormido” un pie o una mano, sabemos qué es eso, pero entraríamos en complicaciones si tratásemos de explicar ¿qué se siente cuando eso pasa? Sabemos qué se siente cuando eso pasa, pero es difícil poder explicar qué es lo que pasa. Las personas dicen que se sienten como “hormigas”, “agujas”, “piquetes”, “como que se siente que no se siente”, etc. Lo difícil no es entender lo que uno quiere decir cuando afirma que se le durmió una mano o un pie, sino lo difícil está en explicar qué es lo que se quiere decir con eso. Esto es, el estudio de la traducción de las experiencias, parece ser tan relevante como el estudio de las “experiencias” mismas (si es que eso es posible sin lenguaje). Sin embargo, los psicólogos en general y los psicólogos sociales universalistas en particular parecen confundir la primera con la segunda más que la segunda con la primera. Confían tanto en la traducción de la experiencia de sus sujetos experimentales (así les dicen), que se olvidan del profundo problema que acarrea no entender la forma o la manera en que el ‘intérprete’ construye discursivamente su experiencia. Y cada sociedad y cada cultura lo hacen de manera distinta, excepto los bonobos. Pensemos sólo en una noción tan problemática como el self. La idea del “yo” es sorprendentemente bizarra: en el plano de la intuición es evidente para el sentido común; pero, como es sabido, escapa a ser definida por los filósofos más exigentes. Lo mejor que parecemos capaces de hacer cuando se nos pide que lo definamos es señalar con el dedo nuestra frente o nuestro pecho. Y, sin embargo, el Yo es moneda corriente: no hay conversación en que tarde o temprano se lo deje evocar sin consideración (Bruner, 2003, p. 91).

Evidentemente, cuando se hacen entrevistas, por ejemplo, la discusión sobre la traducción de las experiencias queda relegada a un segundo plano cuando, según este punto de vista, debería ocupar otro sitio en las discusiones contemporáneas, sobre todo por el ascenso, difusión y éxito mercadotécnico de los métodos cualitativos. Son pocos los investigadores cualitativos que se detienen a preguntarse sobre la naturaleza de los ‘datos verbalizados’ que contiene una entrevista. Los “eventos verbalizados”, les guste o no a nuestros colegas de inclinaciones cualitativas, son un “metaevento”. Es decir, algo que está lejos de lo que ocurrió en realidad y que adopta una forma narrativa. Los “eventos verbalizados” a los cuales tenemos acceso cuando una persona cercana nos cuenta su vida, por ejemplo, no son su propia vida, sino un conjunto de elementos narrativos que tratan de capturar su propia experiencia. La vida adopta la forma de una narrativa. Con todo y sus toques dramáticos, cómicos y trágicos: nosotros construimos y reconstruimos continuamente un Yo, según lo requieran las situaciones que encontramos, con la guía de nuestros recuerdos del pasado y de nuestras experiencias y miedos para el futuro (Ídem. 93). Lo interesante parece residir no precisamente en el contenido de dichos eventos verbalizados sino en la forma en cómo se van editando para el interlocutor y los elementos que intervienen no sólo en el proceso de edición de nuestras vidas o de todo aquello que nos pasa), sino también en todos aquellos elementos culturales, ideológicos, políticos, sociales, etc., que intervienen en dicho proceso de edición. Los procesos de traducción de las experiencias sociales, entre otros, deberían ser uno de los focos de atención para el análisis simbólico de las sociedades. Y cuando se hace referencia a los procesos de traducción, no se hace referencia a la traducción literaria: textual, metatextual, intratextual, intertextual y extratextual (Torop, 2000, p. 31-32). Se hace referencia a los procesos de traducción de las experiencias sociales. Pero debe tomarse en cuenta una situación de suma importancia: aunque este mal uso [el de la fenomenología] puede deberse, en parte, a que la fenomenología descubre el significado de la experiencia humana y la investigación cualitativa apunta tanto a la experiencia como al significado humanos, no toda la investigación o los métodos cualitativos son fenomenológicos (Ray, 2003, p. 145-146). Pero el ámbito de la traducción de las experiencias sociales es vasto. Puede ir desde los dominios corporales hasta los institucionales. ¿Qué sucede cuando alguien ha perdido una parte de su cuerpo como un brazo o una pierna y afirma seguir teniendo sensaciones en dichos miembros aunque ya no estén ahí? Veamos: un “fantasma” [un miembro fantasma], en un sentido neurológico, es un recuerdo o imagen persistente de una parte del cuerpo, normalmente una extremidad, durante meses o años después de su pérdida […] muchos pacientes con fantasmas (aunque no todos) sufren “dolor fantasma” o dolor en el fantasma (Sacks, 2000, pp. 95 y 99).

Digamos que uno no necesita estar al borde de las patologías neurológicas o haber perdido una extremidad para experimentar situaciones similares. Cuando una persona afirma que tiene un “hueco en el estómago”, en un sentido cultural, lo podemos entender porque quizá nos está indicando que tiene hambre o que quiere comer, pero nadie que escuche una expresión como esta podría afirmar que quien lo expresa está “loco” o es un “anormal”. Sin embargo “sentir un hueco en el estómago” es algo más complejo de lo que parece. ¿Cómo puedo afirmar que siento que hay algo en mi estómago que no está en mi estómago? Es decir, ¿cómo puedo afirmar que “siento” un “vacío”, una “nada”? Esto es equivalente a firmar que uno siente que algo que se supone ‘está ahí’ no ‘está ahí’ al mismo tiempo. Es como si uno dijera que está sintiendo que dentro de uno hay una pequeña falta de uno mismo. El lenguaje atraviesa por sus propias dificultades cuando queremos explicar qué es lo que estamos sintiendo porque parece ser que, en efecto, existe una distancia entre lo que experimentamos y lo que decimos que experimentamos y todo parece apuntar a que una y otra cosa no se parecen demasiado, son diferentes, pero forman parte de un mismo “mundo”.

N. Humphrey, haciendo alusión al extraño mundo de Lewis Carroll se interroga sobre la naturalidad del hecho de toparse con un gato sin sonrisa, pero destaca la sorpresa que nos causaría encontrar una sonrisa sin gato lo que, en el mundo de Carroll, es posible. Según Humphrey, podemos tener dos casos interesantes: a) una mala percepción, pero una buena sensación; y b) una sensación mala, pero una percepción buena. En el primer caso nos podemos encontrar con lo que ha dado por llamarse agnosia, pero debemos recordar que agnosia significa “no conocer”. ¿Cómo es ser agnósico, se pregunta Humphrey? Y responde: quienquiera que ha escuchado a alguien que habla un idioma extranjero sin entender lo que los sonidos significan sabe, creo, algo de lo que es tener una “agnosia auditiva” (1995, p. 91). Mirar las piezas de un rompecabezas sin embonar es experimentar una suerte de “agnosia de objeto visual” y así sucesivamente. Escuchar un chiste o leer un libro sin entender cuál es el chiste o qué quería decir el libro es acercarse al hecho de tener una mala percepción, pero una buena sensación. Leer sin entender por ejemplo.

En el caso contrario, en el caso de una sensación mala, percepción buena, suceden cosas distintas. Muchos de nosotros nos hemos visto envueltos en este tipo de situaciones. Cuando volteamos de pronto porque aseguramos que alguien nos estaba mirando, es decir, cuando afirmamos que volteamos porque “sentimos” la mirada. O cuando estamos solos y a pesar de ello afirmamos que un fantasma tocó nuestro hombro o cerró la puerta de nuestro dormitorio. O también cuando pensamos en alguien y de pronto lo encontramos en la calle. O cuando soñamos con alguien y al despertar nos llama por teléfono. Es común que las personas adjudiquen las situaciones de sensación mala, percepción buena, a cuestiones mágicas asociadas con una suerte de percepción extrasensorial, pero desafortunadamente para los que tienen este tipo de creencias, no es nada del otro mundo. Sabemos que a las personas no les gusta que les vacíen la imaginación, pero sólo se trata de una mala sensación y una buena percepción. Los casos de sensación mala, percepción mala y sensación buena, percepción buena, sobra explicarlos, pero debemos prestar atención al hecho interesante de que no siempre las sensaciones buenas conducen a percepciones buenas ni al revés.

Esto quiere decir que tanto la sensación como la percepción gozan de cierta independencia una de la otra, pero se encuentran relacionadas entre sí. La ausencia absoluta o casi absoluta de un espíritu fenomenológico en psicología social ha obligado al abandono del estudio de la traducción de la experiencia, por ejemplo. Y ha orillado a que la traducción de la experiencia sea considerada como una suerte de epifenómeno, incluso que ni siquiera se le tome en cuenta. El tacto, el olfato, el oído, el tacto y el gusto, siempre han sido investigados desde ámbitos donde el espíritu fenomenológico falta. Y falta porque no se plantean cuestiones como la siguiente: cuando queremos saborear un olor, inhalamos larga y profundamente, pero cuando queremos descubrir a qué huele un objeto, lo que solemos hacer es una serie de breves olfateos (Ídem. 57). No es la pretensión de este texto entrar en detalles sobre las distintas versiones de la fenomenología, pero quizá basta decir que: la investigación fenomenológica es cada vez más apreciada en la investigación de las ciencias sociales. El uso creciente de este método ha traído como consecuencia el debate sobre los criterios apropiados para evaluarla. Comprender mejor las bases filosóficas de la fenomenología puede permitirnos una mejor evaluación de la calidad de la investigación fenomenológica (Cohen y Omery, 2003, p. 160-161). Entre muchos otros desarrollos posibles, sin lugar a dudas, una psicología social de espíritu fenomenológico apunta no sólo al estudio detallado de la experiencia humana y sus procesos de traducción sino también al estudio del sentido común. La denominada sociología de la conciencia (Collins, 1996, p. 281-290), arroja mucha luz al respecto y los sinuosos recorridos, pero sin duda impresionantes nos llevan, indudablemente, al estudio de las obras E. Husserl, A. Schutz, P. Berger y T. Luckman, H. Garfinkel y H. Sacks, por mencionar sólo a algunos de los más representativos y a quienes se les invoca más de lo que se les discute a fondo. O de quienes sólo se conocen sus nombres y algunos títulos de sus libros más célebres, pero que sólo decoran, con sus rebuscados títulos, los libreros de académicos que suelen no leerlos. No hay peor empresa que husmear en los libreros de los amigos para encontrar un libro que nunca ha sido hojeado siquiera.

Para terminar. La soberbia interpretativa, el grado de incultura y la falta de un espíritu fenomenológico, le han hecho daño a la psicología social. Considerar las dimensiones y las variables culturales no sólo es tomar un grupo de mexicanos y compararlo con uno de vietnamitas sino hundir las reflexiones y el análisis hasta las raíces de las formas diversas en cómo se construyen los significados y las experiencias sociales, por ejemplo. Desgraciadamente esta incultura marcada en la investigación contemporánea, la soberbia interpretativa de los gurús de la disciplina y el amplio desconocimiento no sólo de la palabra fenomenología sino de sus virtudes, han engendrado no sólo una disciplina sino huestes de psicólogos sociales cuya mirada, de nacimiento, ya está obnubilada por vicios y deficiencias en la interpretación. Y ha generado barbaries y barbarismos de todo tipo por el grado de desconocimiento de la disciplina que implica cada una de estas cosas.

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