En este trabajo procedo genéricamente al estudio social de los principales factores que condicionan los estilos, las maneras y las estrategias que las sociedades occidentales actuales adoptan cuando tienen que describir, valorar y enfrentarse al dominio de la complejidad y lo desconocido. Más en concreto, abordo desde una perspectiva sociológica el análisis de las variadas reacciones y respuestas que los distintos grupos sociales presentan en relación con el problema medular de la gestión de los posibles riesgos adversos generados dentro de un escenario cognitivo y social de elevada ignorancia e indeterminación. Desde el punto de vista de la teoría sociológica más acreditada y de los renovados estudios sociales de la ciencia y la tecnología, en este trabajo investigo por tanto el condicionamiento que determinados factores sociales ejercen sobre los procesos de diagnóstico, de evaluación y de regulación de las múltiples ambivalencias e incertidumbres asociadas también a nuestro más poderoso y actualizado entramado científico y tecnológico (Beck, 1998; Luhmann, 1992; Bauman, 2005).
El objeto empírico de estudio lo constituye aquí la polémica general suscitada en torno a los Organismos Modificados Genéticamente (OMG). Más concretamente, se explora la controversia particular generada acerca de la supuesta viabilidad científica y técnica del denominado principio de equivalencia sustancial. Según este principio, como ya ampliaré, se considera que los transgénicos que se estimen equivalentes en términos sustanciales a sus parientes no-transgénicos no precisarán de unas evaluaciones tecnocientíficas más rigurosas y específicas. Pero más allá de esta aparente singularidad, este estudio persigue dilucidar por qué causas y circunstancias los posibles riesgos humanos y ambientales adversos asociados a determinados productos y prácticas pueden ser, o bien motivo de la inacción, la confianza y el conformismo, o bien motivo de la acción, la sospecha y la preocupación. En consecuencia, la labor principal que en este trabajo realizo como analista social consiste en documentar empíricamente hasta qué punto esta controversia específica podría resolverse en unos términos exclusivamente científicos y técnicos al margen por completo de determinados condicionantes económicos, políticos y sociales.
En sentido metodológico, sin embargo, esta mirada sociológica quizá pueda parecer algo tradicional, asimétrica o convencional. Y tal vez lo pueda parecer porque, para bien y para mal, se busca aquí mostrar el carácter inequívocamente social de ciertas prácticas tecnocientíficas (Bloor, 1998). Empero, lo social forma parte de lo real pero ni lo agota ni lo determina. Lo social y lo no-social integran pues una realidad única y soberana en gran medida híbrida, intrincada y enmarañada. De hecho, resulta sensato subrayar que los actantes humanos y los actantes no-humanos conforman en el fondo una alianza colectiva de naturaleza notoriamente íntima, permanente e inquebrantable (Latour, 1993). Justamente, este estudio busca también abrir y explorar la caja negra profundamente opaca, confusa y embrollada producida en torno a la libre proliferación mundial de los OMG (Woolgar, 1991). No obstante, quisiera matizar que el análisis de esta polémica pretende ser sociológico y no pretende ser en esencia ni político, ni biológico ni metafísico. El trabajo no busca pues saber ni qué posición es más útil, legítima o conveniente ni qué son o significan en sí mismos los propios OMG. Por ende, lo medular no es mi posición en el conflicto sino mi capacidad para dar cuenta de las razones sociales que justifican la presencia de las distintas posiciones grupales ocupadas y enfrentadas. En consecuencia, considero que no se trata de dilucidar qué posición posee más razón, derecho o legitimidad sino de esclarecer cómo desde la mirada sociológica más crítica y reflexiva puede comprenderse y explicarse plausiblemente la existencia y la persistencia de unas posiciones científicas y técnicas tan divergentes e incluso contradictorias sobre el diagnóstico, la evaluación y la regulación de las posibles consecuencias humanas y ambientales adversas derivadas de la libre proliferación mundial de los OMG.
Se entiende entonces que el presente estudio investigue las sólidas tensiones que se derivan de la aprobación y la distribución de un nuevo producto cargado y saturado por la racionalidad tecnocientífica y por las imperantes prácticas políticas y empresariales (Mendiola, 2006). Justamente, quisiera adelantar que con el estudio de caso singular aquí presentado y examinado persigo inicialmente mostrar la importancia crucial que siempre desempeña el lenguaje en relación con la percepción social de los riesgos y las ambivalencias. Se ilustrará claramente por consiguiente que los productos transgénicos y los productos no-transgénicos parecen ser iguales o diferentes según sean los contextos y las circunstancias. Seguidamente, esta reflexión busca esclarecer que los científicos y técnicos expertos propios de las sociedades contemporáneas se pronuncian siempre e inevitablemente en virtud del llamado estado del arte o de los conocimientos actualmente disponibles y reconocibles. Con posterioridad, se evidencia que el interrogante cardinal sobre la gestión de la incertidumbre científica incluye una pregunta inicial de corte más cognitivo y epistemológico acerca de qué sabemos y qué ignoramos, pero también contiene una pregunta posterior de naturaleza innegablemente ética y normativa en torno a qué hacemos y qué debemos hacer con lo conocido y lo desconocido. La ética en su doble dimensión individual y colectiva se presenta en este contexto de exploración como ese recurso humano medular que nos permite diferenciar lo científica y técnicamente posible y realizable de lo social y ambientalmente deseable y preferible. En último término, por tanto, de acuerdo con los que aquí denominaré contingentes estilos sociales de la gestión de la incertidumbre científica, este trabajo profundiza en la perenne tensión esencial existente entre la apuesta social dominante para la plena libertad de investigar, de producir y de comerciar frente a la apuesta social emergente y contestataria para la defensa constante del control, la seguridad y la responsabilidad social y ambiental.
Con arreglo al citado principio de equivalencia sustancial, pues, dicho de una forma genérica e introductoria, se considera por ejemplo que todos los transgénicos que se estimen equivalentes en términos sustanciales a sus parientes convencionales no precisarán de unas evaluaciones científicas y técnicas más rigurosas y específicas. Lo cual significa que, si se entiende que un transgénico es equivalente en un sentido sustancial a su variante no-transgénica, se concluye entonces que no sería realmente necesario seguir investigando de un modo más directo y determinante acerca de la posible toxicidad humana o ambiental de dicho transgénico. En consecuencia, se resuelve que los organismos transgénicos que se consideren equivalentes en términos químicos, nutricionales o sustanciales deberían tratarse de la misma manera que sus parientes naturales, convencionales o no-transgénicos en lo que respecta cuando menos a la necesaria garantía de la seguridad humana y ambiental.
Tras esta definición genérica inaugural, merece señalarse que el comentado principio de equivalencia sustancial fue adoptado por primera vez en el año 1993 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). En este primer marco institucional internacional, después de dos años de debate entre científicos procedentes de distintos ministerios y otros organismos gubernamentales, el respectivo grupo de expertos acordó por ejemplo lo siguiente:
La equivalencia sustancial engloba el concepto de que, si se encuentra que un nuevo alimento o componente de alimento es sustancialmente equivalente a un alimento o componente de alimento existente, éste puede ser tratado de la misma manera respecto a la seguridad que su contraparte tradicional. (OCDE, 1993).
Igualmente, este principio de evaluación de los posibles riesgos humanos y ambientales adversos habría sido estudiado, reconocido y recomendado con posterioridad por otras organizaciones internacionales. De hecho, consideraciones semejantes en apoyo a dicho principio habrían formado parte de las conclusiones más importantes contenidas en un Informe realizado de manera conjunta por la Organización para la Agricultura y la Alimentación de la ONU (FAO) y la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se trataba éste de un Informe sobre biotecnología y seguridad alimentaria elaborado como resultado de una reunión consultiva de expertos celebrada del 30 de septiembre al 4 de octubre de 1996 en la ciudad de Roma. El citado Informe conjunto estableció casi en los mismos términos lo siguiente en relación con la definición del principio de equivalencia sustancial:
La equivalencia sustancial conlleva el concepto de que si se considera que un alimento o componente alimenticio nuevo es sustancialmente equivalente a un alimento o componente alimenticio ya existente, puede ser tratado de la misma manera con respecto a la seguridad (es decir, puede concluirse que el alimento o el componente alimenticio es tan seguro como el alimento o el componente alimenticio convencional). (FAO-OMS, 1996).
Así las cosas, por tanto, el comentado comité de especialistas ratificó y recomendó este principio de evaluación de la seguridad de los productos transgénicos tal y como se cita a continuación:
[Recomendamos que] la evaluación de seguridad basada en el concepto de equivalencia sustancial sea aplicada para establecer la seguridad de los alimentos o de sus componentes derivados de organismos modificados genéticamente. (FAO-OMS, 1996).
De la misma manera, el concepto de equivalencia sustancial sería analizado y retomado en un taller de trabajo convocado por la OCDE en marzo de 1997 y celebrado en la ciudad francesa de Aussois. Este taller se centró también en explicitar la gran conveniencia de elaborar documentos de consenso en relación con la inocuidad humana y ambiental de los nuevos piensos y alimentos para que sirvieran a los países miembros como herramientas específicas para la evaluación de los distintos productos transgénicos (OCDE, 1997). Desde entonces, pues, la mayor parte de las evaluaciones sobre los posibles riesgos humanos y ambientales adversos derivados de la libre proliferación mundial de los productos transgénicos se habrían fundamentado en el comentado principio de equivalencia sustancial. Así, merece señalarse que tanto la soja Roundup Ready (RR), propiedad de la empresa multinacional Monsanto, como el maíz Bacillus thuringiensis (Bt), de la empresa Syngenta, habrían sido evaluados de una forma positiva para su consumo animal y humano con arreglo a dicho principio según también el marco reglamentario propio de la UE.
En cualquier caso, para hacer efectivo dicho principio de evaluación de los posibles riesgos, debería tenerse presente siempre que se comparan determinadas características químicas seleccionadas entre el producto transgénico en cuestión y su pariente natural o no-transgénico. La finalidad central de este análisis comparativo consistiría por tanto en procurar demostrar que el producto modificado genéticamente no comporta ningún tipo de riesgos adicionales adversos o que, dicho de otro modo, el respectivo producto transgénico no resulta cuando menos más peligroso para la salud humana y el medio ambiente que su pariente tradicional, convencional o no-transgénico.
Asimismo, para los grupos partidarios de los productos de la nueva ingeniería genética, la mayoría de los alimentos transgénicos serían equivalentes en términos sustanciales a los organismos naturales o no-transgénicos. En opinión de estos colectivos, por tanto, los estudios científicos más rigurosos y acreditados habrían demostrado con claridad que los productos transgénicos serían esencialmente iguales o equivalentes a los alimentos que no han sido modificados genéticamente. En consecuencia, se declara con asiduidad que el principio de equivalencia sustancial sería una herramienta científica y tecnológica muy eficaz y adecuada para detectar todos los hipotéticos riesgos humanos y ambientales perjudiciales asociados al cultivo, el comercio y el consumo de los OMG. Según se recoge por ejemplo en un documento elaborado por expertos del International Life Sciences Institute de Washington (ILSI):
La seguridad de los alimentos y forrajes derivados de los cultivos mencionados se ha establecido utilizando el concepto de “equivalencia sustancial” aceptado internacionalmente. [...] Varios expertos convocados por la FAO, la OMS y la OCDE acordaron que el concepto de equivalencia sustancial es una herramienta poderosa para evaluar la seguridad de los alimentos y los forrajes derivados de los cultivos modificados genéticamente. (ILSI, 2004: 6).
Empero, se precisa que la posible ausencia de equivalencia sustancial no implicaría de una manera necesaria que ese producto transgénico en concreto sea tóxico, nocivo o perjudicial para la salud humana o el medio ambiente. Este hecho hipotético significaría sólo que, para este caso en particular, se requeriría un mayor número de pruebas así como unos estudios más directos y específicos. Se señala entonces que este principio de evaluación de los riesgos sería muy eficaz y adecuado para detectar por ejemplo si algún alimento transgénico merece ser objeto de unas evaluaciones más exhaustivas y pormenorizadas. Para los grupos sociales partidarios de la nueva ingeniería genética, en suma, el principio de equivalencia sustancial sería inequívocamente útil y funcional. Pues, al parecer, este principio siempre pondría de relieve los posibles riesgos humanos y ambientales negativos relativos al cultivo, el comercio y el consumo de los OMG. Como por ejemplo se sostiene en un Informe elaborado por la empresa Monsanto en el año 1994 y dirigido al comité asesor en nuevos alimentos y procesos del Reino Unido en relación con la evaluación de los riesgos adversos asociados a la antes comentada soja RR: «Siguiendo los principios para la aplicación de la equivalencia sustancial, no debe haber ninguna preocupación sobre la seguridad o los aspectos nutritivos» (Anderson, 2001: 14-15).
Sobre la viabilidad científica y técnica de este principio de evaluación de los riesgos humanos y ambientales, los colectivos partidarios de los transgénicos se preguntan por qué razones deberían etiquetarse entonces estos alimentos de una manera específica y obligatoria. Estos grupos se cuestionan pues los motivos por los cuales deberían etiquetarse estos nuevos productos si, según habría indicado la evidencia experimental disponible y reconocible, todavía no se habrían encontrado unas diferencias notorias y significativas entre los productos transgénicos y sus parientes convencionales. Sería éste por consiguiente un falso rasgo distintivo que todavía no habría sido probado de una manera clara y conveniente por la emergente industria agroalimentaria autodenominada natural, biológica o ecológica. En coherencia, el etiquetado de los transgénicos podría justificarse sólo si se pudiera demostrar con claridad para algún caso concreto que el producto novedoso en cuestión no presenta dicha equivalencia sustancial. Asimismo, desde el punto de vista incluso del derecho que tendrían los consumidores reales y potenciales a no ser confundidos por los mensajes de publicidad de esta industria emergente, se subraya que ninguna empresa aquí implicada debería presentar sus productos como diferentes cuando la comunidad científica internacional dice que éstos son en esencia iguales o equivalentes (Galperín, Fernández y Doporto, 2001: 10 y 11).
El riesgo mayor detectado y denunciado consistiría pues en que se pueda producir en el futuro un agravio comparativo entre los productos convencionales y los productos transgénicos. Sería ésta además una situación anómala y perniciosa que podría ir claramente en contra de los principios comerciales declarados y defendidos por la Organización Mundial del Comercio (OMC). En conclusión, se advierte que carecería de una justificación clara y sólida recoger en las etiquetas que tales alimentos son productos transgénicos o contienen ingredientes que han sido obtenidos mediante la nueva ingeniería genética. Y el motivo principal aquí señalado y movilizado sería que la evidencia científica y técnica actualmente disponible y reconocible habría indicado con rotundidad que existen razones poderosas para que en relación con el cultivo y el consumo de estos nuevos productos los ciudadanos de los países occidentales más desarrollados deban estar plenamente seguros, tranquilos y despreocupados.
Como ya quedó expresado, el principio de equivalencia sustancial se centra en la comparación química entre los alimentos transgénicos y sus parientes tradicionales o no-transgénicos. Se supone y justifica así la seguridad humana y ambiental de los nuevos productos sin tener que demostrarla de un modo más directo y específico. No obstante, para los grupos sociales detractores de estos novedosos productos, merece resaltarse que la mayoría de los alimentos transgénicos no serían exactamente equivalentes en términos sustanciales a sus parientes naturales o no-transgénicos. Sería ésta de hecho una consideración cardinal que también habría sido compartida y documentada por algunos de los colectivos de expertos implicados en esta misma controversia fundamental (Ewen y Pusztai, 1999). En cualquier caso, se precisa que aunque un alimento transgénico pudiera ser equivalente en términos sustanciales a su pariente convencional, ello no debería ser considerado un motivo suficiente para concluir que este alimento transgénico pudiera ser totalmente seguro para la salud humana y el medio ambiente. De hecho, según afirman los colectivos de expertos contrarios a la libre proliferación mundial de estos nuevos productos, el principio de equivalencia sustancial siempre podría resultar muy ineficaz e insuficiente para la detección rigurosa y detallada de los posibles riesgos perniciosos asociados al cultivo, el comercio y el consumo de los OMG (Khor, et al. 1995).
En este sentido, con la finalidad esencial de estabilizar y difundir la fuerza relacional de sus razones y argumentos, los grupos detractores de este principio de evaluación de los riesgos acostumbran a servirse de la exposición y la valoración de lo que para ellos sería un caso muy ejemplar y significativo. Me refiero en concreto al polémico caso del llamado mal de las vacas locas o de la Encefalopatía Espongiforme Bovina (EEB). En concreto, se discute aquí sobre todo acerca de hasta qué punto el comentado principio de equivalencia sustancial habría sido realmente eficaz y adecuado para someter a una evaluación rigurosa a este tipo de animales potencialmente infectados. En este caso, pues, la discusión principal se centraría en torno al conocimiento solvente de la identidad y el comportamiento de los priones, que serían las proteínas específicas asociadas al padecimiento de la citada EEB. Los priones serían por tanto unas proteínas que tendrían una forma anormal y que se acumularían en el cerebro de la res hasta incluso provocar su muerte. Más particularmente, tal y como después se dio a conocer por los distintos medios de comunicación europeos e internacionales, la hipótesis que gozaría de una mayor aceptación entre la comunidad de científicos y técnicos implicados en este problema tan delicado y embarazoso sería que el uso de piensos compuestos elaborados en parte con los restos de animales infectados habría contribuido de una forma notable a la creación y la extensión de la enfermedad de la EEB (Bermejo, 2000-2001).
En dicho contexto, múltiples expertos han reconocido que sería en torno al año 1980 cuando sobre todo en el Reino Unido empezaron a utilizarse las harinas cárnicas para alimentar a algunos de estos animales herbívoros. En concreto, se denunció que se emplearon, además de los distintos desechos cárnicos procedentes de algunos mataderos, cadáveres de cerdos, ovejas, terneros y corderos a veces muertos incluso a causa del padecimiento de ciertas enfermedades infecciosas. Así las cosas, la primera res afectada por la EEB se detectó oficialmente en el Reino Unido en el año 1985. En cualquier caso, parte de los grupos ecologistas europeos denunciaron con posterioridad que por aquel tiempo el gobierno británico ya habría comenzado su estrategia de procurar ocultar todo lo que por entonces pudiera estar sucediendo. Se denunció igualmente que sería en este mismo contexto cuando tendría lugar el despido de varios investigadores, como el caso del virólogo Harasch Narang, que podrían haber estado trabajando a contracorriente en la pista que más tarde sería reconocida incluso oficialmente como la pista correcta del problema. Es decir, la tesis que sostenía que la comentada enfermedad de las vacas locas pudo estar originada principalmente por el consumo vacuno de unos piensos compuestos elaborados en gran medida a partir de restos de animales muertos e infectados (Bermejo, 2000-2001).
En esta línea, parece necesario desencadenar un debate general sobre las peculiares circunstancias que fomentan que en países supuestamente tan desarrollados unos animales herbívoros sean alimentados con cierta y asombrosa normalidad como animales carnívoros u omnívoros. Pero, al margen de este debate paralelo en el que quizá ahora no debiéramos adentrarnos, cabe resaltar en relación con nuestro caso específico que algunos expertos han sostenido que el prión, que es una proteína infecciosa, sería idéntico en su secuencia de aminoácidos a la proteína celular normal o no-patológica. No obstante, para desconcierto considerable de los expertos partidarios del principio de equivalencia sustancial, se advierte que lo único que cambiaría sería su disposición, conformación o estructuración espacial. Las proteínas normales y las proteínas infecciosas, por tanto, serían evaluadas aquí en rigor como sustancialmente iguales o equivalentes. Éste sería pues el problema que a todas luces se evidenciaría medular y sustantivo. Pues, de acuerdo con los supuestos cardinales vinculados al principio de equivalencia sustancial, se daría el caso alarmante de que la carne infectada procedente de una vaca enferma sería equivalente en términos químicos a la carne de una res sana. Lo cual indicaría que en modo alguno podrían preverse los posibles efectos futuros de tipo toxicológico, bioquímico e inmunológico de los alimentos transgénicos sólo teniendo en cuenta su composición química. Como en este sentido ha señalado por ejemplo Gregorio Álvaro Campos, portavoz del colectivo Ecologistas en Acción y profesor del Departamento de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad Complutense de Madrid:
Un ejemplo muy ilustrativo de la gran falacia que supone el principio de equivalencia sustancial como base para la evaluación de la seguridad de los alimentos transgénicos es el caso de los priones. Éstos son las proteínas responsables de la EEB [Encefalopatía Espongiforme Bovina], cuya composición de aminoácidos es exactamente igual al de aquéllas procedentes de las células sanas y sólo cambia su forma espacial. De acuerdo con el mencionado principio, la carne de una vaca loca es sustancialmente equivalente a la de una vaca sana. El problema radica en que no pueden predecirse los efectos toxicológicos, bioquímicos e inmunológicos de los alimentos transgénicos a partir de su composición química. (Álvaro Campos, 2000: 75).
Igualmente, según habría mostrado por ejemplo un estudio realizado por un biólogo molecular norteamericano llamado John B. Fagan, se sostiene que las comparaciones entre los diversos organismos bajo parámetros exclusivamente químicos o nutricionales sólo servirían para detectar las sustancias previstas positivamente (Fagan, 1998). Lo cual significa que de este principio de evaluación de los riesgos en modo alguno podría esclarecerse el problema central de la posible toxicidad humana y ambiental de los OMG. De hecho, los posibles riesgos para la salud humana derivados del consumo de los alimentos transgénicos sólo podrían conocerse y gestionarse de una forma conveniente si se realizara una experimentación toxicológica con ciertos voluntarios humanos que aceptaran llevar adelante sobre ellos mismos determinadas pruebas empíricas que, además, fueran adecuadamente intensivas y prolongadas en el tiempo. Se concluye en consecuencia que el principio de equivalencia sustancial no debería ser considerado un dispositivo de evaluación realmente eficaz y adecuado. Sobre todo, si se tiene presente que las técnicas de la nueva ingeniería genética siempre podrían generar determinados efectos colaterales adversos en modo alguno previsibles y controlables con arreglo a este tipo de parámetros investigados. Pues, como se mostraría en este estudio, sería muy probable introducir de un modo imprevisto unas sustancias tóxicas o alérgicas dentro de los alimentos transgénicos en cuestión sin afectar por ello en modo alguno a su respectivo valor químico o nutricional.
Con lo cual, para los colectivos sociales detractores de los alimentos transgénicos, el principio de equivalencia sustancial sería una herramienta ciertamente ineficaz e insuficiente. Además, este sistema de evaluación de los transgénicos no constituiría en sí mismo un procedimiento claro y directo para la medición y la valoración de la seguridad alimentaria de estos nuevos productos. Se estaría en presencia al parecer de un exceso de simplificación y de reduccionismo propio de este dispositivo de evaluación que podría haber actuado a modo de gran filón y coladero para el fácil y rápido comercio de los distintos OMG. De hecho, múltiples expertos estarían reconociendo en la actualidad que la composición de los alimentos en general podría ser mucho más compleja de lo que se pensaba hace sólo unos pocos años atrás. Por ejemplo, algunos especialistas en nuevas tecnologías aplicadas a los alimentos habrían indicado que todavía se desconocerían muchos de los componentes más importantes característicos de los distintos alimentos. En especial de aquellos componentes que se encontrarían en unas cantidades en extremo pequeñas y que, sin embargo, podrían estar desempeñando funciones relevantes por ejemplo en la prevención de patologías degenerativas tan graves como el cáncer o las enfermedades coronarias (Pedauyé Ruiz, Ferri Rodríguez y Pedauyé Ruiz, 2000: 58-60).
No obstante, de acuerdo por ejemplo con un estudio realizado por el grupo de Erik Millstone, de la Universidad de Sussex, también se ha denunciado que la conclusión según la cual el principio de equivalencia sustancial permite detectar todos los posibles riesgos adversos relativos a los productos transgénicos no sería una conclusión muy rigurosa y argumentada (Millstone, Brunner y Mayer, 1999). Así, el citado estudio sostiene en definitiva que este principio nunca habría sido debidamente definido, precisado y demostrado. De hecho, sería esta vaguedad e imprecisión conceptual lo que habría beneficiado claramente a las grandes compañías industriales ligadas a la nueva ingeniería genética. Se subraya por ende que este principio de evaluación de los riesgos sería muy deficiente y cuestionable cuando menos por dos motivos fundamentales. En primer lugar, porque muchos de los componentes alimenticios integrantes podrían escapar al análisis realizado, bien sea porque éstos no se conocerían de momento o bien sea porque éstos se presentarían en unas cantidades tan pequeñas que sería muy complejo detectarlos y evaluarlos. En segundo lugar, porque nada probaría que el valor de un alimento concreto y sus posibles efectos adversos sobre la salud humana y el medio ambiente podrían ser totalmente identificados y evaluados sólo por unos análisis químicos por muy completos y rigurosos que éstos pudieran parecer o pretender. La tesis principal de este trabajo sostiene pues que la genética de las plantas no habría sido aún suficientemente estudiada y dominada y que, en particular, la relación íntima existente entre la genética, la composición química y los riesgos toxicológicos de las plantas sería una cuestión todavía en gran medida ignorada o desconocida. En este sentido, se considera con frecuencia por ejemplo que un alimento transgénico es equivalente a un alimento convencional cuando se estima que el primero es similar en términos químicos al segundo. No obstante, el problema sustantivo consiste por tanto en que resultaría notablemente complejo y cuestionable predecir todos los posibles efectos negativos futuros de tipo bioquímico, toxicológico o inmunológico de los alimentos transgénicos teniendo sólo en cuenta su composición química o nutricional.
Es de suponer así que, en opinión de los colectivos detractores del principio de equivalencia sustancial, serían del todo inaceptables e injustificables las conclusiones más importantes a las que se habría llegado en el ya comentado Informe conjunto de la OMS y la FAO (FAO-OMS, 1996). En esta dirección debe entenderse un estudio crítico realizado por las científicas Mae-Wan Ho y Ricarda A. Steinbrecher, pertenecientes a la asociación Red del Tercer Mundo. Según se subraya en este documento, la información principal requerida para fundamentar la eficacia del principio de equivalencia sustancial sería muy ambigua, incorrecta e insuficiente (Ho y Steinbrecher, 2001: 14-24). Entre las omisiones y deficiencias que se denuncian en este trabajo estarían las siguientes. En primer lugar, se indica que la definición científica del principio de equivalencia sustancial sería muy vaga, pobre e inconcreta. Lo cual haría que su aplicación pudiera ser muy flexible, maleable y abierta a las interpretaciones más parciales, sesgadas e interesadas del sector industrial. Se apunta en segundo lugar que el análisis comparativo ocultaría cambios importantes derivados de la manipulación genética. En tercer lugar, se pone el acento en que el principio de equivalencia sustancial sería débil y engañoso incluso en los casos donde no puede ser aplicable. Se subraya en cuarto lugar la insuficiencia de la información básica requerida para evaluar la citada equivalencia sustancial. En quinto lugar, se denuncia que no se especificaría el tipo de pruebas moleculares, fenotípicas y de análisis de composición que serían necesarias para fundamentar el tipo de equivalencia sustancial que se pretende medir y evaluar. Se recrimina en sexto lugar la falta de un claro requerimiento experimental que justifique descartar la posible propensión del nuevo organismo a generar virus patógenos debido a los procesos de recombinación genética. En séptimo lugar, se denuncia la ausencia de obligación legal para declarar la presencia de genes marcadores de resistencia a los antibióticos en el nuevo organismo transgénico. Por último, en octavo lugar, se critica la inexistencia de evidencias científicas sólidas que permitan documentar la supuesta estabilidad de los transgenes.
Así, según se denuncia pues en el citado trabajo, esta estrategia de evaluación de los posibles riesgos adversos no consideraría bajo ningún supuesto la posibilidad de que se produzcan transferencias genéticas horizontales entre los múltiples organismos vivos existentes. Lo cual sería ciertamente negativo e injustificado, pues se sabría con seguridad que el comportamiento de los vegetales que han sido modificados genéticamente sería muy complejo y todavía difícilmente predecible y controlable. En consecuencia, se constataría aquí la necesidad de rechazar este principio de evaluación de los posibles riesgos humanos y ambientales adversos y de discriminar los productos transgénicos en su origen, etiquetarlos de una manera específica y obligatoria y hacer con éstos un seguimiento muy pormenorizado una vez que están disponibles en el mercado y son por tanto potencialmente cultivables y consumibles.
Se esgrimen similares argumentos en un documento posterior elaborado por las investigadoras Mae-Wan Ho y Lim Li Ching. En opinión de éstas, el Informe presentado por la FAO y la OMS en 1996 debería ser criticado con severidad por distintos motivos esenciales (Ho y Ching, 2004: 26-29). Entre las críticas dirigidas al citado Informe se incluirían las siguientes: hacer afirmaciones cuestionables sobre los supuestos beneficios sociales y ambientales de la nueva ingeniería genética, no ocuparse de la posible utilización de los transgénicos para la producción de fármacos y productos químicos industriales, no abordar en profundidad las cuestiones de la regulación y el etiquetado de los transgénicos, minusvalorar los riesgos sobre la toxicidad de los herbicidas de amplio espectro, presuponer que la ingeniería genética no se diferenciaría en esencia de las prácticas agrícolas convencionales, utilizar un principio para la evaluación de los riesgos que sería ambiguo e insuficiente, no tener en cuenta los posibles efectos colaterales a largo plazo de estos productos sobre la salud humana y el medio ambiente e ignorar las consecuencias adversas que podrían generar la transferencia horizontal y la recombinación del ADNr. La tesis central de este documento afirma pues que el principio de equivalencia sustancial sería desde su gestación intencionadamente arbitrario, ambiguo y poco científico. Esto haría que las empresas implicadas tuvieran prácticamente carta blanca para aducir que los productos transgénicos serían sustancialmente equivalentes a los productos no-transgénicos y que por tanto estos nuevos productos serían igualmente saludables y beneficiosos. En concreto, se concluye que las empresas aquí involucradas podrían por ende hacer sólo las pruebas que resultaran menos exigentes y discriminatorias, evitar la caracterización molecular detallada de los transgenes utilizados, aducir sin más explicaciones que la línea transgénica es sustancialmente equivalente a la línea tradicional excepto en el caso del transgén insertado, desestimar la comparación de la línea transgénica con su pariente convencional bajo las mismas condiciones ambientales y comparar la línea transgénica con cualquier variedad no-transgénica que sólo formara parte de la misma especie.
En un sentido semejante, se argumenta que en la práctica podría suceder que la diferencia esencial entre un transgénico y su pariente natural radicara sólo en una toxina ligada por ejemplo al producto transgénico en cuestión. De forma que esta diferencia podría pasar totalmente inadvertida debido tanto a las cantidades mínimas presentes como a lo limitado de toda analítica. No obstante, lo más relevante y preocupante sería que el objetivo principal del sistema erigido en torno a este principio de evaluación de los riesgos se traduce en la práctica en la búsqueda de las características similares entre los productos transgénicos y sus parientes convencionales y no en la búsqueda de las propiedades distintivas o diferenciadoras. De ahí que el principio de equivalencia sustancial ni sería en la actualidad ni podría llegar a ser en el futuro un principio realmente eficaz y adecuado, pues se recuerda que éste habría sido creado y orientado sólo para la búsqueda de las posibles coincidencias existentes entre los productos naturales y los productos transgénicos. Con lo cual, se concluye que este principio de evaluación de los riesgos no sería realmente útil y funcional puesto que sería precisamente en las diferencias donde residirían los potenciales riesgos humanos y ambientales negativos relativos a la libre proliferación mundial de los OMG (Pedauyé Ruiz, Ferri Rodríguez y Pedauyé Ruiz, 2000: 58-60).
En virtud de lo señalado, se considera por supuesto que la práctica del no-etiquetado específico y obligatorio de los transgénicos representaría una clara violación del derecho a la libertad de elección de los consumidores. Se trataría ésta, según se denuncia, de una práctica que atentaría contra el derecho de las personas y los grupos sociales a poder elegir si quieren asumir los posibles riesgos relativos a los distintos OMG. Y ello, se añade con frecuencia, de manera poco menos que independiente en torno a si los productos transgénicos pudieran ser realmente nocivos para la salud humana o el medio ambiente. El etiquetado específico y obligatorio de los nuevos productos ya disponibles en el mercado sería pues la herramienta más adecuada para conducir y encauzar la acción colectiva dentro de un escenario cognitivo y social de clara incertidumbre e indeterminación. Por si estas cuestiones pudieran parecer menores, se sostiene también que la práctica del no-etiquetado diferencial de los productos transgénicos dificultaría de una manera notable la detección del foco inicial en virtud del cual podrían haberse originado y propagado los posibles problemas causados por el cultivo, el comercio y el consumo de los OMG. Se concluye por tanto que la práctica del no-etiquetado constituiría una clara falta de respeto hacia los derechos elementales de los consumidores reales y potenciales además de tornar mucho más difícil y costoso el control y la gestión de las posibles consecuencias negativas asociadas a los productos y las prácticas de la nueva ingeniería genética.
En este contexto, una de las críticas centrales que también acostumbran a movilizar los colectivos detractores de la nueva ingeniería genética sostiene que, si el principio de equivalencia sustancial cuenta con tantos grupos y organismos gubernamentales partidarios y seguidores, ello se debería no tanto a razones estrictamente científicas y técnicas sino más bien a los grandes beneficios económicos que estos sistemas de evaluación de los riesgos supondrían en términos comparativos para el poderoso complejo industrial del sector agroalimentario. Lo cual se tornaría casi evidente si se compara este tipo de prácticas de evaluación de los posibles riesgos adversos con las prácticas que se fundamentan en el conocido principio de precaución que al parecer habría sido defendido y adoptado por la UE y la ONU (Riechmann y Tickner, 2002).
El principio de precaución, como es bien sabido, sostiene en términos generales que la inacción política reguladora no estará plenamente justificada por la ausencia de una certidumbre científica fuerte en relación con el conocimiento de determinados productos o prácticas potencialmente muy nocivos para la salud humana o el medio ambiente. Así, sabido es también que el Protocolo de Bioseguridad de la ONU habría manifestado claramente la gran conveniencia de reconocer internacionalmente el mencionado principio de precaución. Lo cual implicaría poco menos que la caducidad tecnocientífica y políticosocial del mencionado principio de equivalencia sustancial (Levidow y Murphy, 2002). En cualquier caso, a pesar pues de las posibles contradicciones y ambigüedades en las que en ciertas ocasiones pudieran incurrir las acciones y las declaraciones en público de estos mismos organismos internacionales, para los colectivos más críticos con estos nuevos productos resulta casi obvio que el mantenimiento del principio de equivalencia sustancial estaría motivado en gran medida por la evidente conveniencia política y empresarial de dificultar la definitiva implantación de determinadas medidas preventivas o precautorias.
Los grupos sociales críticos denuncian en consecuencia que el interés particular por mantener el principio de equivalencia sustancial estaría subordinado en gran medida al interés fundamental por establecer ciertos mecanismos de aprobación poco severos, rigurosos y exigentes. Se estaría cumpliendo en la práctica así con algunos propósitos que se considerarían esenciales desde el punto de vista del libre comercio de los productos y las prácticas declarados y defendidos por ejemplo por la Organización Mundial del Comercio (OMC). En primer lugar, se estaría limitando la cantidad y la calidad de la evidencia científica y experimental necesaria para apoyar el reconocimiento de la viabilidad de un producto o una práctica específica. Asimismo, en segundo lugar, se estarían reduciendo también los costes económicos relativos a la evaluación de los posibles riesgos humanos y ambientales. En tercer lugar, se estaría minimizando el riesgo comercial siempre relevante de tener que echar marcha atrás en relación con algunos de los proyectos por los que en un principio se habría apostado. En coherencia, los grupos sociales contestatarios denuncian que la finalidad principal de la adopción generalizada del principio de equivalencia sustancial como criterio de evaluación de los posibles riesgos adversos sería en suma la obtención de más tiempo y más dinero para el diseño, la fabricación y el comercio de los distintos productos generados con arreglo al científicamente muy cuestionable pero económicamente muy rentable paradigma hegemónico de la nueva ingeniería genética. Claro está que la esperanza fundamental que empuja con fuerza a la movilización social a los colectivos contrarios a la nueva ingeniería genética consiste sin embargo en que este principio de evaluación de los posibles riesgos humanos y ambientales perniciosos asociados a estos nuevos productos fuera reemplazado en un futuro más o menos próximo de una manera clara y definitiva por el ya citado principio de precaución (Levidow, 2001; Levidow y Murphy, 2002).
Llegados a este punto, quisiera indicar que el análisis y las conclusiones principales que caben extraerse del material empírico expuesto y examinado en este trabajo pueden orientarse en multitud de sentidos y direcciones. Así, resaltaré inicialmente que el propio término de equivalencia sustancial constituye un buen ejemplo con el que ilustrar hasta qué punto el lenguaje científico y técnico puede ser generado, apropiado y utilizado, de una forma más o menos intencional o estratégica, con el objetivo fundamental de influir sobre la misma percepción social de productos tecnocientíficos tales como los propios OMG. Con el estudio de caso aquí realizado se muestra por tanto la importancia crucial que siempre desempeñan las palabras, las inscripciones y los intercambios lingüísticos en relación con la percepción social de los riesgos y las ambivalencias. En esta línea, por ejemplo, resulta sólo en parte extraño y paradójico que los colectivos partidarios de los transgénicos hablen de unas sustancias casi idénticas o equivalentes cuando parece evidente que estos nuevos organismos habrían sido diseñados, fabricados y desarrollados con el fin esencial de ser claramente diferentes a los organismos no-transgénicos. Con lo cual, si los transgénicos fueran productos realmente idénticos o equivalentes a los organismos tradicionales, podría preguntarse con razón acerca de por qué motivo deberían preferirse los unos a los otros. En un sentido inverso, pues, si los transgénicos fueran realmente diferentes a los organismos convencionales, pues cabe pensar en efecto que éstos habrían sido pensados, creados y difundidos precisamente con arreglo a esta finalidad, cabría interrogarse con igual razón entonces acerca de por qué motivos las diversas entidades empresariales aquí involucradas se esfuerzan tanto en ciertas ocasiones en sostener en público que estos nuevos productos son prácticamente iguales o idénticos a los organismos tradicionales.
En este contexto amenazado notoriamente por la paradoja y la contradicción, por tanto, una de las opciones analíticas más pertinentes es reflexionar con detenimiento sobre por qué razón cuando los colectivos partidarios de los transgénicos quieren superar las respectivas evaluaciones de los posibles riesgos adversos sostienen de una forma acalorada que sus productos y sus tecnologías son casi idénticos y equivalentes, mientras que cuando estos colectivos se esfuerzan en cambio en promocionar estos productos y prácticas bien sea para registrarlos y patentarlos o bien sea para publicitarlos y venderlos afirman fervientemente sin embargo que estos productos y prácticas son totalmente nuevos y diferentes a los alimentos convencionales. La idea clave aquí latente y enmascarada es por consiguiente que los productos transgénicos y los productos no-transgénicos parecen ser iguales o diferentes según sean los contextos y las circunstancias (Shiva, 2001: 42-43). Asimismo, resulta casi evidente en este mismo sentido que el etiquetado de los productos transgénicos y los variados principios jurídicos aquí activados también buscan y consiguen traducir, racionalizar y reconfigurar la identidad histórica, contingente y circunstancial de los propios OMG (Mendiola, 2006).
Sin embargo, los agentes empresariales y las agencias reguladoras siguen considerando en su mayoría que el conflicto social primordial enfrenta a la infalible racionalidad tecnocientífica con la perniciosa irracionalidad de la ciudadanía (Levidow, 2001). Empero, con arreglo a una muy necesaria reflexividad sociológica, se podría concluir así resaltando también las enormes dificultades para confiar con gran intensidad en la existencia de una lógica interna y autónoma que guiaría siempre con enorme acierto y solvencia al particular proceder del subsistema social de la ciencia contemporánea (Popper, 1962). En virtud de esta aproximación analítica parcialmente ingenua y superficial, no obstante, lo que sorprende y desconcierta al gran público no es pues que los múltiples expertos inmersos en la solución de un problema determinado puedan decir una cosa o su contraria, sino que estos mismos colectivos de especialistas puedan expresar a veces una cosa y a veces justo su contraria. En consecuencia, como bien habrían mostrado algunos estudios de la ciencia actual mucho más críticos y realistas, tendríamos que enfrentarnos como analistas a unas demandas y unos usos sociales de la ciencia tan robustos, influyentes e institucionalizados que nos forzarían a descreer en gran medida en la existencia de una supuesta lógica suprema y omnipotente inherente a la actual práctica investigadora (Kuhn, 1995; Feyerabend, 1982).
Además, la ciencia opera y discurre siempre e inevitablemente de acuerdo con un proceder que los analistas sociales de la ciencia actual conocen habitualmente como el estado del arte o de los conocimientos. Así, para algunos expertos partidarios de los transgénicos, el principio de equivalencia sustancial resultaría del todo eficaz y poderoso en la detección de los posibles riesgos humanos y ambientales adversos relativos a la libre proliferación mundial de los OMG. Sin embargo, este criterio de evaluación de los posibles riesgos negativos asociados al cultivo, el comercio y el consumo de los transgénicos no gozaría de un consenso científico y técnico realmente sólido y generalizado. De hecho, sabemos ya que el principio de equivalencia sustancial habría sido muy cuestionado también en términos científicos y técnicos como el mejor criterio para evaluar de forma adecuada la seguridad derivada del consumo humano y animal de los distintos OMG (Ewen y Pusztai, 1999; Ho y Steinbrecher, 2001). Y es revelador además que el propio principio de precaución no se haya desarrollado previamente sino en íntima conexión con el surgimiento de los riesgos y las incertidumbres asociados a los OMG (Levidow, 2001). Se muestra aquí la naturaleza muy controvertida de la ciencia pero también sus siempre presentes límites, sombras e insuficiencias. En este escenario, por tanto, una de las conclusiones esenciales a las que podría llegarse es que dicho principio de evaluación de las posibles consecuencias perniciosas se centraría en los riesgos adversos que pueden conocerse y predecirse únicamente en relación con la parte del conocimiento actualmente disponible y reconocible. Éste sería por consiguiente el ineludible condicionamiento del así denominado estado del arte o de los conocimientos.
Justamente, la ciencia y la tecnología constituyen formas muy positivas y beneficiosas de conocimiento y de intervención pero también representan maneras de saber y de actuar que generan efectos colaterales manifiestamente imprevistos e indeseados. La sospecha de fondo radica entonces en que el interrogante cardinal sobre la gestión de la incertidumbre científica incluye por supuesto una pregunta inicial de corte más cognitivo y epistemológico acerca de qué sabemos y qué ignoramos, pero contiene también una pregunta posterior de naturaleza indiscutiblemente ética y normativa en torno a qué hacemos y qué debemos hacer con lo conocido y lo desconocido (Bunge, 1988; Agazzi, 1996; Ibarra y Olivé, 2003). Y qué es acaso la ética en su doble dimensión individual y colectiva sino ese recurso humano medular que nos permite diferenciar por ejemplo lo científica y técnicamente posible y realizable de lo social y ambientalmente deseable y preferible. Claro que el desafío es también social y político en tanto que atañe a la redefinición y la reordenación de una vida mediada por las asociaciones y las comunidades. Es pues en virtud de este tipo de cuestiones esenciales cuando se evidencia que el debate cognitivo y normativo particular sobre el destino más inmediato de los productos transgénicos se traduce en un debate mucho más genérico, enredado y fundamental acerca de en qué mundo futuro queremos vivir, convivir o sobrevivir (Bourdieu, 2003). Así, con arreglo a una fuerte polarización analítica que no siempre es muy positiva y enriquecedora, si asistimos a un moderno debate político e ideológico central entre los grupos más liberales y capitalistas frente a los grupos más ecologistas e izquierdistas, también es cierto que presenciamos casi en paralelo una clásica polémica cultural y psicosocial medular entre los colectivos más entusiastas, apasionados e innovadores frente a los colectivos más prudentes, temerosos y conservadores (Velayos Castelo, 2000: 120). En consecuencia, las características específicas que documentan los distintos frentes de esta controversia cognitiva y social y que justifican el nuevo llamamiento a una ética de la responsabilidad se referirían por tanto a que las actuales tecnociencias pueden generar efectos en gran medida arriesgados, ambivalentes e indeterminados, pueden también aplicarse de una manera casi permanente, automática e incontrolada y pueden asimismo desarrollarse y propagarse a escala global y sin apenas hallar límites en el tiempo y el espacio (Weber, 1996; Jonas, 1995).
En coherencia, que la incertidumbre científica defina una situación singular como tal no sólo puede implicar que existirían determinadas cuestiones particulares que de momento se desconocen sino que incluso podría desconocerse precisamente aquello mismo que actualmente se ignora o desconoce (Wynne, 1997; Ramos Torre, 2002). Con todo, una cuestión inicial sería desconocer en concreto lo que se desconoce y otra cuestión posterior bien diferente sería hacer de lo que se desconoce objeto de una clara desatención o de un rotundo menosprecio (Ravetz, 1996; Funtowicz y Ravetz, 1997). Quisiera recordar además que son muchos los especialistas implicados en esta polémica particular que han diagnosticado el vigente escenario como una situación definida claramente por la incertidumbre científica (Domingo Roig, 2000; Wolfenbarger y Phifer, 2000). De hecho, se puede prever ya que la incertidumbre científica tal vez jamás llegue a desaparecer por completo y para siempre de las cuestiones humanas y ambientales actualmente más relevantes y controvertidas. En cualquier caso, dicha situación de incertidumbre científica haría pues que la propia manera de percibir, valorar y administrar los distintos escenarios de riesgo, ambivalencia e incertidumbre no dependa por necesidad de criterios exclusivamente científicos y técnicos (Latour, 2000; Blanco e Iranzo, 2000). Se muestra así que el problema medular sobre por qué los riesgos desconocidos pueden ser motivo o bien de la pura indiferencia o bien de la firme preocupación a cargo de los científicos y técnicos expertos respectivos no supone un problema específico a resolver en términos, en principio, exclusivamente racionales y empíricos. Además, acaso puede dilucidarse gracias a la actual tecnociencia hasta qué punto lo ya sabido merece anteponerse a todo lo que aún pudiera quedar por saber. Es decir, acaso puede esclarecerse en términos exclusivamente científicos y técnicos en qué medida el espacio de lo ya conocido merece ser considerado más valioso e interesante que el espacio de lo que todavía pudiera quedar por conocer. La cuestión central muy difícilmente resoluble sería en cualquier caso poder estar en condiciones reales de precisar y consensuar el grado de incertidumbre científica que sería aceptable y admisible tanto por los expertos en particular como por el conjunto de las actuales sociedades (Von Moltke, 1999).
Se comprende en última instancia por tanto que los colectivos sociales actuales puedan actuar de una manera muy diferente ante la incertidumbre científica que parece caracterizar por ejemplo a esta misma controversia fundamental (Mulkay, 1993-1994; Douglas, 1998). Por consiguiente, resulta razonable concluir que la situación de incertidumbre científica que definiría a esta controversia no podría clausurarse o cuando menos gestionarse de una forma plausible si no es con arreglo a particulares concepciones, interpretaciones o estilos de pensamiento orientados de un modo más o menos interesado y valorativo (Rescher, 1999; Echeverría, 2002). Así, serían éstos pues los distintos estilos, maneras y estrategias que los múltiples colectivos humanos que conforman las actuales sociedades occidentales adoptan cuando por ejemplo tienen que describir, valorar y enfrentarse al dominio de la complejidad, la ignorancia y lo desconocido (Durán y Riechmann, 1998; Sentís, 2002; Antal, 2007). Con este análisis de caso se ilustra en detalle entonces la perenne tensión esencial existente entre la apuesta social hegemónica para la plena libertad de investigar, de producir y de comerciar frente a la apuesta social emergente y contestataria para la defensa constante del control, la seguridad y la responsabilidad social y ambiental. En último término, por tanto, según se desprende de la exposición y el análisis de esta polémica específica que muestra con claridad las complejas y cambiantes relaciones existentes entre la ciencia, la tecnología y la sociedad, se entiende así que el estilo más optimista, ambicioso y esperanzador subraye las razones para la confianza, el entusiasmo y la tranquilidad que se derivarían del significativo control del mundo natural exterior. Mientras, se comprende similarmente pero en un sentido inverso que el estilo más crítico, reticente y escéptico resalte sin embargo las razones para el miedo, la sospecha y la preocupación que se generarían como consecuencia de la resistencia que siempre presentaría esta misma naturaleza exterior a ser plenamente conocida y dominada.
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