Una línea del pensamiento moderno, aquella que emerge con Descartes, entiende el enunciado como producto de un sujeto que encuentra, tautológicamente, en la enunciación, la prueba de su existencia. Se trata de un corte metafísico entre un sujeto de enunciación y un sujeto del enunciado donde la primacía siempre remite al cogito (Deleuze, 2005a). Así, el sujeto de enunciación (“yo camino”, “yo respiro”, “yo existo”) es tan sólo validable por un sujeto del enunciado previo y sustraído a toda duda metodológica (“yo pienso”). Para Descartes (2000) tal sujeto autónomo, en consonancia con su episteme realista, portaría, de manera inherente, una capacidad racional en nombre de la cual debía emanciparse el ser humano del mundo de los idola (Bacon, 2003). Mutatis mutandis, largamente criticado su realismo epistemológico, así como su apuesta por la posibilidad de una racionalidad incontaminada por las pasiones, la dualidad metafísica del sujeto siguió presente en la Ilustración. Si bien para Kant la forma de un determinable “yo pienso” ya no se basa en un indeterminado “yo soy” sino en un puro determinable espacio-tiempo (Deleuze, 2003), su filosofía seguía afirmando en el sujeto un a priori metafísico: bajo el dominio de lo experiencial, existiría de un tipo de “entendimiento” que ya no sería empírico, sino una trascendencia independiente de toda experiencia.
Frente a cualquier concepción autónoma del sujeto reaccionó el marxismo y más tarde el estructuralismo. En última instancia, para Marx el sujeto estaba determinado por una relación de tipo económica. En el estructuralismo todos los enunciados se reenviaban a una estructura presubjetiva. En ambas epistemologías se entendía relación como la unidad mínima de análisis, ya que de la cual emergería el sentido. Sin embargo, así como en el estructuralismo las estructuras mentales o lingüísticas no dejaban de ser, lógica y formalmente, universales y binarias, en el marxismo también lo serían los cortes infra y supraestructurales y todo el aparato dialéctico, de legado hegeliano, en el que se sustentaba su teoría histórica. De este modo, tanto en el estructuralismo como en el marxismo, las relaciones y el sentido terminaban remitiendo a una unidad (la síntesis dialéctica o la estructura mental/lingüística) que subsumía en el Todo las partes.
Como en las universalizaciones del sujeto defendidas por Descartes y Kant, el giro lingüístico estructuralista y el materialismo histórico-dialéctico marxiano convertía el problema de una determinada localización cultural (Bhabha, 2002) en una diseño global, que perfilaba, ya fuese desde la izquierda o desde la derecha, lo que con Mignolo (2003) podríamos señalar como una “geopolítica del conocimiento” occidentalista. Arrogándose la representatividad del ser esencial, se volvía el otro colonizado en imagen negativa de sí (Said, 2007). Sin embargo, este otro no se circunscribía únicamente al tercer mundo. En última instancia, lo que quedaba colonizado, era el plano en el que las multiplicidades se expresaban y las singularidades que con ellas se formaban. En este sentido, todas estas epistemologías podrían definirse como filosofías de lo Uno (Deleuze, 2005a). Ellas aplastaban bajo el regimen del significante último el carácter constituyente que irremediablemente juega la multiplicidad en la formación de todo paradójico Uno. Nuestra intención en este artículo será acercarnos a los llamados “movimientos sociales” (MMSS) más allá de estas limitaciones, a partir de una serie de aportaciones post (postmarxistas y postestructuralistas).
Tan sólo en épocas relativamente recientes el aspecto cultural -las mallas de la significación y las semánticas subjetivas- han recibido una atención importante en el estudio de los movimientos sociales. Aún así, tanto en las aproximaciones desde las teorías de la enmarcación cognitiva (Benford y Snow, 1994) como desde las teorías de la modernización reflexiva (Beck, 2006; Lash, 1997), la cuestión del sujeto y la multiplicidad permanece incuestionada. El tipo de racionalización que las reducía a lo Uno tampoco no entraba dentro del cuestionamiento crítico. Podría decirse que la asunción del tipo de sujeto moderno y el tipo de explicación de la constitución de la subjetividad, que aquí estamos criticando, ha sido un lugar común para los estudiosos de los MMSS. Tal a priori no ha cesado de marcar una brecha entre dos líneas interpretativas.
La supuesta racionalidad/irracionalidad de los agentes implicados en la acción colectiva, y por extrapolación sinecdóquica, la de los propios movimientos, ha marcado un corte bipolar hasta tiempos relativamente recientes, en los cuales el bando del actor racional ha resultado ser el vencedor. Decimos sinecdóquica porque la parte -el agente individual y su i/racionalidad, sea pensado éste desde el individualismo metodológico, a partir de la concepción dela masa o bajo la forma del individuo “reflexivo”- es tomado por el todo -el movimiento-. En lo relativo a las teorías de los MMSS, señalamos el criterio discriminador “racionalismo/irracionalismo” como una bipolaridad, pero no un antagonismo: los dos polos forman parte de una misma relación, un mismo plano conceptual y epistemológico que expresa su común en la afirmación del corte entre sujeto de enunciación y sujeto del enunciado, así como una esencia que naturaliza el pensamiento racional (occidental).
Hablamos de dos tendencias. La primera línea, la corriente de la irracionalidad, entendía los movimientos como fenómenos de explosión irracional, anomia o desviación social. Para ellos, los movimientos sociales se trataban de errores en el sistema cognitivo/social. Éstos eran pensados desde los metamodelos, elitistas y subalternizadores creados a partir de las imágenes de la “turba” (Le Bon), el marginal descarriado (Escuela de Chicago), o el “enfermo” anómico (Parsons), y que no eran sino las imágenes hermanas del “delincuente”, el “loco” o “bárbaro” de los discursos del imperialismo y el biopoder (Foucault, 2005a). Esta línea teórica de la irracionalidad asumía una clara concepción del movimiento y su opuesto. Grosso modo, desde esta perspectiva las instituciones son pensadas como orden y bien; y la revuelta y sus movimientos, como un caos peligroso. La racionalidad estaría del lado de las primeras y la irracionalidad del lado de los movimientos. La ilustración de las mentes y su tratamiento psicosocial, y a lo mucho las políticas sociales destinadas a la integración, serían las recetas sugeridas.
La segunda línea, la que defiende la racionalidad de los movimientos, se opone a ésta primera menos de lo que nos gustaría. En gran medida su aparición se debe al contexto político y cultural de los años sesenta del cual emergen. Se ha señalado reiteradamente que los movimientos de tal década difícilmente podían explicarse según los esquemas del irracionalismo, pero más bien deberíamos decir que, ya que lo cierto es que ningún movimiento anterior parecía poder explicarse de tal manera, que el contexto socio-cultural, la transformación de la subjetividad académica y el contexto político transformado, exigían interpretaciones otras. En los setenta el paradigma de la irracionalidad se abandona finalmente. En su lugar se formará una nueva hegemonía teórica, de la cual las primeras expresiones de las Teorías de la Movilización de Recursos y la Teoría del Proceso Político serán sus principales representantes. Ambas teorías eran deudoras de un racionalismo instrumental que aún en los casos en los que lograba superar el racionalismo económico olsoniano -por el cual la motivación del activista sería el resultado de un frío cálculo individualista de los costes y los beneficios-, no llegaban a trascender una instrumentalidad occidental esencializada. Tampoco las teorías de la enmarcación cognitiva consiguieron salvar este obstáculo en su totalidad. En palabras de Mendiola,
“la teoría de los marcos cognitivos reproduce, desde sus mismos enunciados programáticos, una concepción del conocimiento que hace del individuo racional y estratégico su máximo valedor; la escisión entre el individuo y el «mundo exterior» es suturada por medio de un conocimiento del que, como bien dice Benford, más que designar un proceso (de enunciación) queda reducido a una tipología de marcos que se limitan al nivel epidérmico del discurso, a su contenido, a aquello que se dice (por las elites)” (2001, p.226).
En la década de los ochenta acontece una revolución dentro del campo de estudio académico de los movimientos sociales. Los analistas comienzan a problematizar la emergencia de un nuevo estrato histórico: el post-1968. En este estrato la cultura ha cambiado, también la sociedad, el propio capitalismo lo ha hecho. Desde distintos enfoques, se ofrecerán diversos nombres con la intención de recoger el pasaje: sociedad postindustrial o postfordista, modernidad reflexiva, postmodernidad, sociedad informacional, del espectáculo y del consumo, etc. En relación al antagonismo, como consecuencia de la emergencia del 68, se señalará otro pasaje: la aparición de una nueva modalidad de antagonismo, esto es, los denominados “nuevos movimientos sociales” (NMS), una etiqueta aún hoy debatida y criticada con pasión.
Frente a aquellos que no quieren ver sino un revival sin fin, un eterno retorno de lo mismo, los teóricos de los NMS aciertan a problematizar una cuestión capital: la que se refiere a los estratos históricos, las transformaciones simultáneas de lo social, lo cultural y los MMSS. Del mismo modo, enuncian otra problematización consecuente y no menos relevante: afirman que el cambio histórico requiere siempre de una transformación del aparataje conceptual. En palabras de Melucci: “la cuestión de los nuevos movimientos sociales se convierte en realidad en la cuestión de qué instrumentos de análisis se necesitan para comprender algo que se nos escapa” -y remarca- “si no conseguimos establecer un análisis conceptualmente adecuado y aplicar distintos instrumentos de análisis a estos fenómenos compuestos, simultáneamente nuevos y viejos, nunca saldremos del marco mental de la sociedad industrial (…) o de las categorías cognitivas que nos mantienen anclados en el viejo mundo” (1998, p.368).
El reconocimiento de la perplejidad y de la incapacidad de las teorías modernas, a la hora de explicar las nuevas realidades post-1968, va acompañado en Melucci de una crítica de las explicaciones racional-instrumentales. A través de la interacción social micropolítica, de las redes informales e invisibles, los actores se transforman en productores de los significados (Melucci, 1994). Se afirma una intelectualidad creativa en el movimiento que no se limita a la mera y fría racionalización sobre lo ya dado. Al mismo tiempo, se pasa de la explicación ideológica a aquella otra fundamentada en una identidad que es creada como residuo de este interactuar de los actores, subrepticio justo antes que visible. Desde tal perspectiva, las producciones de sentido e identidad convierten a los movimientos en verdaderos “desafíos simbólicos”, que golpean precisamente en el lugar donde en la sociedad de la información se juega la partida: en la disposición semiótica de recursos para la individuación. Se desplazan así los objetivos desde lo económico a lo cultural. Un argumento parecido puede encontrarse en el que fuera su mentor, Alain Touraine (1999). Sin embargo, sea como sea, independientemente de las limitaciones de este tipo de planteamientos culturalista, como el propio Melucci reconoce, lo cierto es que no consiguen articular las herramientas conceptuales que la mutación de los movimientos exige.
En nuestra opinión se vuelve ineludible la redefinición de una serie de conceptos fundamentales para el estudio de los MMSS, a saber: los conceptos de sujeto, poder, institución, y también el propio concepto de movimiento. Con la intención de replantear epistemológicamente el estudio de los movimientos sociales en el post-1968/1989, a continuación intentaremos redefinir estos conceptos.
Entendemos que el sujeto no ha de ser un supuesto. Su centralidad debe ser puesta en entredicho. Lo que hay en juego, en efecto, es todo un arte de construirnos en el mundo y de modos de constituir los mundos (Lazzarato, 2006). Lo que se debate es un asunto de la prioridad ética y eminente sentido político: todo un arte de lidiar con la alteridad y el sí, toda una artesanía de la subjetividad, política de la subjetividad, ser y estar en el mundo, que adentra el problema de la libertad en lo más profundo de nosotros mismos, mucho más profundo que el propio sujeto. Pero hay más, lo que se dirime en el problema de la definición del sujeto guarda relación con el afuera, y con los diagramas y las funciones del poder que nos producen y nos habitan, y con los cuales nos reconstruimos. En última instancia, la problematización del sujeto, su deconstucción postmoderna, se trata de una denuncia de lo que otrora se llamó el “principio del estado”; esto es, un rechazo a las filosofías noológicas que piensa al sujeto como imagen y semejanza del soberano y viceversa (Deleuze y Guattari, 2004b). No es casual que Descartes “descubriese” el sujeto autónomo y soberano dentro del contexto de la emergencia de la soberanía moderna, la razón de estado y la idea capitalista del productor individual. Tampoco es casual que tales formas de considerar al sujeto triunfasen con la generalización de la política soberanista y la economía capitalista.
Hay algo que comparten las teorías políticas modernas, las economías políticas capitalistas y las nociones cartesianas y kantianas del sujeto, a saber: la aproblematización del corte donde se visualiza el Uno (soberano, productor individuado, sujeto) y la asignación al Uno del papel enunciador. Por supuesto, en cada caso se trata de una aproblematización y asignación distinta. En el caso del estado, se procede mediante la pragmática (sólo lo Uno puede mandar, la multitud no puede gobernar); en el caso del sujeto, la aproblematización se torna absoluta cuando el carácter constituyente asignado al Uno es legitimada por la negación de la multiplicidad constituyente bajo el primado de un sujeto enunciador.
Se entenderá, por tanto, que la problematización del sujeto/soberanía es ética, política, ontológica y epistemológica, pero también es metodológica. Ignorarla requiere pagar un precio demasiado alto. La aproblematización del sujeto autónomo, soberano y racional, alienado o sin alienar, está siempre presente en los estudios modernos de los movimientos sociales. Más aún, tal aproblematización es su punto de arranque. Nunca se sabe de lo que es capaz un cuerpo, decía Spinoza, y con el sujeto dado por sentado la conceptualización del movimiento social elude las potencias de la multiplicidad con los que se compone y pasa al acto cualquier movimiento. Al afirmar un sujeto soberano oscurecemos toda una zona de afectación, como si en ella ya no hubiese más juegos de movimiento y reposo. Tal zona se torna una quietud despoderante. Concibiendo como natura naturans lo que no es sino natura naturata (Spinoza, 2006), estriamos el espacio sin dar cabida al devenir nómada de las multiplicidades. Bien podría resumirse la historia de este concepto de sujeto tal como sigue: “el cuerpo, la cosa, el «todo» construido por el ojo inspira la distinción entre un hacer y un hacedor; el hacedor, la causa del hacer concebida cada vez más sutilmente, finalmente ha dejado un resto: «el sujeto»” (Nietzsche, 1998, p.46). La creación del «yo» y del «sujeto» supuso el poner una nueva perspectiva de la visión como causa de sí. Y aún cuando no nos será posible más que instaurar otras perspectivas imperfectas, la afirmación de la multiplicidad y la diferencia jamás han sido tan deseada y deseable como ahora, pues en tanto que apertura, posibilita a la teoría la capacidad de aprehender la irreductible articulación múltiple de la política de movimiento (Viejo, 2005) desde la libertad constituyente de sus singularidades. Sólo así podremos aprehender la política de movimiento actual en toda su amplitud múltiple y su carácter constituyente de la transformación social antagonista.
Debe entenderse el pensamiento postestructuralista como un ferviente ataque contra la noción noológica del sujeto. Su filosofía es radicalmente anti-cartesiana y anti-hobbesiana, en el sentido de ir más allá de las reductio ad unum de lo político y del sujeto. Los autores postestructuralistas a los cuales nos referiremos podrían definirse también como post-kantianos. Y así, por ejemplo, si el pensamiento de Foucault o Deleuze, al igual que el de Kant, afirma un a priori del sujeto, éste ya no se trata de un a priori metafísico. El a priori no es ya la esencia del sujeto, sino precisamente el artificio o la ficción (fabricación, elaboración) que lo produce. El a priori post-kantiano de estos pensadores adquiere una cualidad geológica, en tanto que sustrato histórico y geográfico. Un a priori donde se agencian las multiplicidades (Deleuze y Guattari, 2004b). Un a priori que, más allá de las filosofías de lo Uno, afirma la agencia de la multiplicidad y el carácter resistente de las singularidades. Por multiplicidad entendemos aquello que no es reducible a un principio esencial del cual descienden las singularidades dividiéndose dicotómicamente. De la diferencia pensada a través de los modelos arborescentes del estructuralismo, a la diferencia rizomática del postestructuralismo:
“Principio de multiplicidad: sólo cuando lo múltiple es tratado efectivamente como sustantivo, como multiplicidad, deja de tener relación con lo Uno como sujeto o como objeto, como realidad natural o espiritual, como imagen y mundo. (…) Una multiplicidad no tiene ni sujeto ni objeto, sino únicamente determinaciones, tamaños, dimensiones que no pueden aumentar sin que ella cambie de naturaleza” (Deleuze y Guattari, 2004a, pp.13-14).
Las multiplicidades se definen por su fuerza; la forma, lejos de ser lo definitorio de los cuerpos y las multiplicidades, no es sino el resultado de su potencia (Deleuze, 2005b). Las multiplicidades son antes que nada intensidades. Entendemos por singularidad la diferencia formada, delimitada, creada a partir de las multiplicidades y en relación con el resto de singularidades que componen una estructura o sistema. El a priori del sujeto esta formado por este tipo de intensidades (multiplicidades) y elementos formales (singularidades). Tanto las multiplicidades como las singularidades son presubjetivas. Ellas componen el a priori del sujeto. El tipo de sujeto que es pensado a través de las filosofías cartesianas y kantianas, las resume y las reduce a la coherencia unitaria, ocultando su naturaleza fluida y heterogénea. Es precisamente esta operación la que desean combatir los pensadores postestructuralistas que traemos a colación.
En el pensamiento de Foucault la cuestión de la subjetivización, el cómo se produce y experimenta el sujeto, termina por volverse un asunto plástico: remite a los modos de plegarse un cuerpo, a los pliegues y su relación con el afuera. Así, en la obra de Foucault, podemos observar un cuádruple plegamiento: el pliegue del saber, el pliegue de la relación de fuerzas, el pliegue del afuera, y el relativo a la modalidad substancial plegada (Deleuze, 2003). Para lo que aquí nos interesa nos detendremos a continuación en los dos primeros pliegues. Remitimos al lector interesado en una comprensión más amplia de la postura foucaultiana a la magnífica obra de Rabinow y Dreyfus (2001), y para lo que concierne a la problemática de la capacidad del sujeto de incidir en la subjetivización a los dos últimos tomos de su Historia de la Sexualidad (2005b, 2005c).
El saber tiene en Foucault una definición específica. El saber es la articulación paradójica de dos formas. Las que con Deleuze podríamos llamar “visibilidades” y “decibilidades”. El saber se produce en los estratos. Precisamente en el entre histórico de las palabras y las cosas (Foucault, 1997). Aunque no necesariamente cronológicos o sucesivos, los estratos serán definidos como formaciones históricas que están hechas de cosas, decibilidades y visibilidades. Tanto las decibilidades (formas de expresión) como las visibilidades (formas de contenido) tienen a su vez, cada decibilidad y cada visibilidad, una forma y una sustancia. Es en este sentido que el saber no produce sino objetos y sujetos que al mismo tiempo son semióticos y materiales, tanto en su expresión como en su contenido (Haraway, 1999). Por ejemplo, en el estrato del cual emerge el dispositivo disciplinar-panóptico podemos señalar la prisión como la forma de visibilidad. Los presos serían su sustancia. El derecho penal sería la forma de su decibilidad, y la sustancia de la decibilidad aquello discursivizado como “la delincuencia” (Foucault, 1984).
Hay algo que Foucault no deja de repetir: el mundo no susurra en mi cabeza, no hay esencia ni tras las palabras ni tras las cosas. Con ello está lanzando una rotunda crítica contra el universal del estructuralismo pero también contra el “mundo habla” de la fenomenología de Husserl. Las cosas visibles no murmuran un sentido que nuestro lenguaje sólo tiene que recoger. El “murmullo” está ahí, pero es otro: se desprende en el entre de las palabras y las cosas, como en un tiempo out of joint (Derrida, 2003). El sentido se produce a partir de dos formas de distinta naturaleza: hablar no es ver.
“La prisión como forma de visibilidad del crimen no deriva del derecho penal como forma de expresión; procede de un horizonte completamente distinto, «disciplinario» y no jurídico, y el derecho penal produce sus enunciados de «delincuencia» independientemente de la prisión, como si siempre se viera obligado a decir, de alguna manera, esto no es una prisión (...) Y, sin embargo, existe coincidencia incluso si ésta se produce por un malabarismo. Se diría que la prisión sustituye al delincuente penal por otro personaje, y, gracias a esta sustitución, produce o reproduce la delincuencia, al mismo tiempo que el derecho produce y reproduce a los presos” (Deleuze, 2003, p.91).
Tal malabarismo entre heterogéneos forma un mismo movimiento que elabora el saber en cada estrato, esto es, la articulación de las decibilidades y visibilidades en cada formación histórica.
Si las cosas no tienen esencia, si por el contrario son más bien actores semiótico-materiales (Haraway, 1999), se vuelve necesaria la función del genealogista, es decir, localizar la singularidad de los acontecimientos (Foucault, 2004). Desde una posición radicalmente materialista, ya no se trata de rastrear el desarrollo de una cosa para desvelar su esencia más allá de cualquier impureza, o más allá de cualquier localización cultural, o más allá de cualquier estrato histórico, sino que el objetivo pasa a ser el llegar al fin al punto en el se descubre algo distinto: “no su secreto esencial y sin fecha, sino el secreto de que no tienen esencia, o de que su esencia fue construida a partir de figuras extrañas a ella” (Foucault, 2004, p.18). La genealogía es un dispositivo de deconstrucción. Foucault sondea la “locura”, la “sexualidad”, la individuación disciplinar, y encuentra que los efectos de verdad que producen y las subjetividades que expresan, ni mistifican ni esconden una naturaleza humana, sino que precisamente a través de las visibilidades y decibilidades que condensan han sido producidas sus naturalezas. Nada esencial, sino el producto del devenir genealógico de las luchas de poder y saber, siendo producida la naturalidad en cada estrato, políticamente, es decir, en el ejercicio de los distintos dispositivos de poder/saber, y de sus correspondientes resistencias.
Sin embargo, tanto o más que el poder, en este tipo de estudios lo que Foucault desea es interrogar lo que concierne al sujeto; cómo se produce, cómo se vive, qué habla en él, etc. (Foucault, 2001). Hay algo que es primero: la visibilidad, la decibilidad, el poder y las resistencias. Hay algo que siempre viene después: el sujeto. En el pensamiento de Deleuze y Guattari este esquema se repite. Ellos exponen con mayor detenimiento el plano de lo presubjetivo. Deleuze y Guattari distinguen dos distintos niveles: lo molar y lo molecular. El primero remite a las representaciones binarias; el segundo, a los flujos a-significantes del deseo. Lo molecular está compuesto siempre de multiplicidades. Es irreducible a los pares binarios de lo molar. Lo molecular es flujo, flujo de intensidades, “deseo”. Lo molar, es el corte de los flujos, la producción de objetos delimitados y organizados dicotómicamente a través de la serie de cortes que producen las maquinas sociales (Deleuze y Guattari, 2004a). Lo molar es racional o racionalizable, pero lo molecular no. Su funcionamiento es ajeno a tal principio.
Existe toda una serie de máquinas molares. Todas ellas producen cortes sobre los flujos de la multiplicidad. Por ejemplo, una máquina molar marca el corte entre el hombre y la mujer, le asigna a cada uno un rol, un cuerpo, una genética, un código de vestimenta, una serie de gesticulaciones, un sexo, un género, etc. Existe un funcionamiento molar que corta la multiplicidad del deseo sexual para producir la dicotomía homo/hetero. La potencia constituyente de la multiplicidad no cesa de exceder el corte de las máquinas molares. Este tipo de máquinas funcionan siempre estropeadas (Deleuze y Guattari, 2004a). Las máquinas molares tienen que amoldar las excedencias moleculares una y otra vez, continuamente. Es entonces cuando a la molaridad de la sexualidad se le añade otro corte dicotómico (bisexual), u otro que sintetiza los pares sexuales (intersexo) o los recombina (transexual), pero nunca es suficiente. No cesan de emerger flujos sexuales que se encarnan en cuerpos inclasificables. Bajo estos corte las moléculas no cesan de revolucionarse: se desprenden de la molaridad sexualidades polimorfas, géneros irrepresentables, estéticas inclasificables, en definitiva “otros inapropiados/bles” (Haraway, 1999).
Existen dos tipos de movimientos: desterritorialización y reterritorialización. El movimiento de desterritorialización se expresa como excedencia de la institución molar. El movimiento de reterritorialización es realmente un falso movimiento. La reterritorialización supone una desaceleración de la productividad de las multiplicidades. La desaceleración se produce por la reducción de las multiplicidades a todos estadísticos, a grandes conjuntos molares o poblacionales, a representaciones que reducen lo múltiple a lo Uno y a sus biparticiones consecuentes. Si la desterritorialización es la constitución de la potencia en tanto que potencia, es decir en tanto que movimiento de apertura, la reterritorialización comienza en el punto de inflexión de la potencia. Allí hasta donde hasta donde ha conseguido llegar, allí donde ya no puede seguir más, sobre el nuevo territorio que ya no puede exceder o fugar termina por reterritorializarse. Clausura de la fuga molecular, agotamiento de la potencia, fin de la excedencia, inicio del proceso de captura molar.
Recapitulo. De las reflexiones que hasta aquí hemos desarrollado, podemos concluir tres ideas oportunas para la teorización y estudio de los MMSS:
1) No tiene ningún sentido intentar precisar si los movimientos son meramente racionales o irracionales, pues si el movimiento es algo, si es algo que subvierte el Orden, si es algo que escapa a la constitución dada, es decir, si es producción de diferencia en las visibilidades y decibilidades, lo es también de r(el)acionalidades otras, en absoluto conmensurables, ni homologables a las racionales “universales” que exceden, ni reducible al plano molar de lo racionalizable. Sobre esta cuestión volveremos en los epígrafes siguientes. Baste decir, que la dicotomía racial/irracional no es suficiente, pues ni explica la transformación y la creación de nuevas racionalidades, si atiende al carácter a-racional de los movimientos moleculares.
2) Tampoco es en la identidad donde debamos parar el análisis, máxime tras la emergencia de los movimientos post-identitarios. Tampoco el giro hacia la identidad puede responder a los problemas hasta aquí sugeridos. La identidad no es sino el resultado de algo más profundo, algo previo al sujeto. Las teorías de la identidad se conforman con el sujeto, pero por “debajo” hay flujos moleculares con los que se constituyen tales reterritorializaciones. También hay flujos desterritorializados que las ponen en entredicho y las desplazan. Según los planos antes descritos, existen dos tipos de movimientos, que a su vez tienen dos tiempos. Los tiempos de la desterritorialización y los tiempos de la reterritorialización. Los movimientos moleculares (poder constituyente de las multipliciades) y el movimiento (de lo) social, es decir, el desplazamiento de las formaciones molares, la constitución de nuevas diferencias formadas, es decir, singularidades. De esta galaxia ontológica, la identidad no es más que su último resultado, el más superficial, y a menudo, el más incierto espejismo.
3) Una tercera conclusión nos lleva a otro problema que todavía será necesario desarrollar. Adelantaremos algo. Los flujos moleculares de desterritorialización pueden ser antagonistas –en tanto que excedencia frente a los dispositivos del poder - aún sin necesidad de estar organizados bajo una forma institucional -sindicatos, asociaciones, colectivos de base, etc.-. Sin necesidad tampoco de que los sujetos por los que pasan deban de ser coherentes o antagonistas en todas sus posiciones de sujeto. En definitiva, para estudiar a los “movimientos sociales”, si lo que queremos estudiar es cómo se agencian en el movimiento de lo social y lo molecular, no podemos quedarnos en lo que a menudo se ha entendido como “movimientos sociales”, es decir, en las organizaciones y sus discursos ya asentados.
Volvamos a Foucault. Hablamos de un primer pliegue: el del saber. El segundo guarda relación con el poder. Decíamos que el saber remite a formas de expresión y contenido. El poder, en cambio, no es formal. Se trata de flujos de fuerzas entrecruzadas y antagónicas. Tanto el saber como el poder son entendidos como relaciones. El saber integra las relaciones que conforman la visibilidad y el discurso en archivos y reglamentos. El poder es un ejercicio relacional donde toda fuerza se ejerce sobre otra. Al igual que el saber, el poder es un elemento constituyente de la subjetividad. De cara a la redefinición de los MMSS, señalaremos tres puntos importantes en la concepción foucaultiana del poder:
A) Lo fundamental de la aportación foucaultiana es la superación de aquella conceptualización moderna que entendía el poder como una propiedad jurídico-institucional; algo que se tiene, algo que tienen las instituciones, y cuya función es la de la represión. En Foucault el poder ya no es un mero ejercicio de censura o represión. Tampoco algo que emane de un punto central. Más bien se trata de la fuerza a-formal que se despliega y se ejerce en todos los ámbitos subjetivos y sociales. En su ejercicio y encuentro con el saber se produce el sentido. El poder es productivo: el saber/poder no cesa de producir efectos de verdad (Foucault, 2005a). Los efectos de verdad del dispositivo psiquiátrico acerca de la locura son inseparables de las formas de saber y de cierto ejercicio de (bio)poder; la producción de cuerpos disciplinados es inseparable del poder panóptico, etc. El poder se ejerce creativamente en todas las direcciones empapando y penetrando la totalidad de los cuerpos. Esto nos lleva a un punto importante. Si antes decíamos que el movimiento (de lo) social y el movimiento molecular no son reducibles a las organizaciones de los MMSS, ahora afirmamos que al nivel de la práctica la creatividad antagonista (resistencia) tampoco se puede reducir a la praxis que estas organizaciones desarrollan.
B) Como es conocido, según Foucault, allá donde hay poder está también resistencia, lo cual equivale a decir que la resistencia está en todas partes (2005a, p.100). Por lo demás, si el poder es creativo, la fuerza que se opone a él también debe serlo. Resistir es crear, y por tanto, la creación antagonista está por todas partes. En la noción del poder como relación y choque de fuerzas, y en la consideración de la creatividad de las distintas fuerzas enfrentadas (poder y resistencia), encontramos una justificación político-ontológica para la noción política de antagonismo. Asimismo, si la ubicuidad del poder nos exige sondear el antagonismo en los recovecos de la vida cotidiana, invisibilizados por la Teoría Política moderna, la comprensión de la resistencia como creatividad reactualiza la noción del ejercicio del antagonismo. Nos permite pensarlo como liberación de posibles y producción de mundos post-leibinzina, en tanto que desterritorialiación o fuga de los dispositivos de poder, o dicho de otra manera, en tanto que innovación ontológica que transforma la distribución de las multiplicidades.
C) Aún cuando no exista una institución central que sea la depositaria o la fuente del poder, el poder se estrategiza en nodos o, diremos nosotros, en reterritorializaciones semiótico-materiales. Las funciones (capacidad de afectar) y las materias (capacidad de ser afectado) del poder, constituyen “líneas de fuerza” articuladas en dispositivos y diagramas de poder. Tales articulaciones maquínicas conectan estratégicamente las singularidades, las intentan homogeneizar y serializar, y aplastar bajo el significante, para alinearlas y hacerlas converger. Los diagramas son funciones del poder. En el caso del poder panóptico estaríamos hablando de un diagrama disciplinar (Foucault, 1984); en el caso del dominio sexual moderno, hablaríamos del ejercicio de un diagrama de biopoder (Foucault, 2005a), etcétera. Los diagramas, en tanto que diseños del poder, insuflan vida a los dispositivos. Con ellos la arquitectura carcelaria individualiza los sujetos ante la permanente visión del Ojo del Poder, o reticula en las mallas del biopoder las multiplicidades sexuales a través de las dicotomías poblacionales hombre/mujer, hetero/homosexual, sexualidad perversa/sexualidad sana, etcétera. Por supuesto, no existe un único diagrama de poder en cada estrato, sino múltiples diagramas. Los diagramas hacen alusión a los modos estratégicos del poder, a sus estrategias. Y, diremos nosotros, en este mismo nivel, las resistencias se vuelven tácticas y contra-estrategias. Más adelante volveremos sobre esta última distinción.
En el pensamiento deleuziano las instituciones no pueden ser definidas ni como diagramas ni como dispositivos. En línea con Foucault, para Deleuze las instituciones tampoco pueden ser entendidas como fuentes u orígenes del poder. La institución no produce. La institución regula, implanta, solidifica, da forma a los flujos moleculares, los corta y los delimita, acotando sus significados en el doble juego de creación de lo visible y lo decible (visibilidades y discursos). Las instituciones son las máquinas abstractas que se encargan de regular y efectuar las codificaciones que se producen el ejercicio del diagrama del poder en cada dispositivo. Las instituciones (el Estado, la familia, el Mercado, la Moral, incluso el arte) tienen todas ellas algo en común: en ellas el ejercicio del poder asume un funcionamiento molar, si acaso “estadístico”, a menudo representativo, un funcionamiento clasificatorio que produce sujetos y objetos delimitados (Deleuze y Guattari, 2004a). Este funcionamiento molar tiene un efecto dicotómico. Las instituciones efectúan y regulan las retículas binarias en las que son atrapadas las multiplicidades. Las conduce, las normaliza, las disciplina, o las regula y controla, dependiendo de las distintas funciones de poder con las que se forman las instituciones. ¿Qué es por tanto una institución? Una institución es aquello en lo que se resumen los ejercicios molares del poder: el efecto de la reterritorialización en lo molar. “Mecanismos operatorios que no explican el poder, puesto que presuponen las relaciones y se contentan con «fijarlas»” (Deleuze, 2003, p.105). Más que productiva, una institución es reproductiva (Foucault) o anti-productiva (Deleuze y Guatari) o generativa (Haraway). La función del estado, por ejemplo, es la de capturar e integrar la productividad que se da en relaciones sexuales, pedagógicas, económicas, judiciales, etcétera. De ahí que se pueda decir que el gobierno precede al estado y que no existe una cosa tal como un estado en sí, sino un continuo proceso de estatismo, un ejercicio de estatalidad. La institución siempre va después. En definitiva, lo propio de la institución es la captura.
Sin embargo, no sería correcto intentar leer aquí una suerte de maniqueísmo político por el cual el bien estaría del lado de los flujos, y el mal político sería representado por la institución. Contra este error nos alertan los propios Deleuze y Guattari. Al hablar de los acontecimientos en torno al Mayo del 68, escriben:
“Todos los que lo juzgaban en términos de macropolítica no comprendieron nada del acontecimiento, puesto que algo inasignable huía. Los hombres políticos, los partidos, los sindicatos y muchos hombres de izquierda, cogieron una gran rabieta; repetían sin cesar que no se daban las «condiciones». Daba la impresión de que se les había privado provisionalmente de toda la máquina dual que los convertía en los únicos interlocutores válidos. (…) Un flujo molecular se escapa, primero minúsculo, luego cada vez más inasignable… No obstante, lo contrario también es cierto: las fugas y los movimientos moleculares no serían nada si no volvieran a pasar por las grandes organizaciones molares, y no modificasen sus segmentos, sus distribuciones binarias de sexos, de clases, de partidos” (2004b, p.221).
Con el fin de evitar tal equívoco, y con el fin de aproximarnos a las últimas declinaciones de la política de movimiento, resulta oportuno distinguir entre dos formas políticas: las políticas de la representación modernas y las políticas postmodernas de la expresión. Cada una lleva implícita un modelo distinto de institucionalidad. Tomamos la distinción entre políticas representativas y expresivas de autores como Antonio Negri o McKenzie Wark, que a su vez se inspiraban en las lecturas de Deleuze y Guattari.
Según Wark la diferencia entre unas y otras reside en su relación con lo estatal. Mientras una es noológica, la otra es a-noológico. En la política de la representación, toda representación termina convirtiéndose en el medio por el cual “quienes mejor pueden ser objeto de representación niegan el reconocimiento a aquellos menos aptos para identificarse con ella” (Wark, 2006, p.106). Es entonces cuando “el estado se convierte en árbitro de los referentes y enfrenta a los aspirante” (Ibidem). El caso del feminismo de Estado (representación central: mujeres-blancas-liberales-de clase media) o del movimiento Gay para-estatal (varones-blancos-liberales-de clase media), y el rechazo por parte de los movimientos queer y postfeminista de las representaciones que promueven estas políticas de la representación, serían ejemplos paradigmáticos de la distinción, e incluso la tensión, entre las políticas representativas y expresivas.
Antonio Negri, en sus trabajos con Michael Hardt, sostiene que estamos vivenciando un pasaje desde la modernidad política a la postmodernidad. Desde las políticas de masas y las políticas de la identidad –políticas de la representación modernas- a las políticas de la multitud. La diferencia fundamental reside en que, mientras las primeras se basan en el par identidad/exclusión, las políticas de la multitud se articulan a partir de la complementariedad de dos movimientos: los de singularización y comunalización (Negri y Hardt, 2006). Según la noción de Negri, la multitud se trata de un sujeto que ha de ser producido, un sujeto compuesto de singularidades (diferencia antagonista formada) que perseveran como tales singularidades en su actuar político (sin reducirse al Uno) y en sus procesos de expresión de su común (común de singularidades). Lo propio de la multitud, en tanto que sujeto político, sería esta apertura a las multiplicidades y este reconociendo de la irreductibilidad de las singularidades. Tal irreductibilidad apuesta por la expresión frente a lo que sería su homogenización: la representación unitaria. Sin embargo, las políticas de la multitud siempre están amenazadas por la representatividad. El caso del movimiento alter-global sería paradigmático. Su carácter expresivo fue constantemente amenazado por la intención, de los medias y el Estado, de crear figuras y discursos representativos (los sintetizados por ATTAC, por ejemplo) con los que se enfrentaba las representaciones autorizadas y las alteridades excluidas en tal representación (entre otras singularidades, las prácticas y culturas políticas del denominado Black Block).
Dada la distinción política, la forma institucional de la representación y de la expresión ha de ser diferente. Lo característico de la institución representativa consiste en la organización de las delaciones del poder en torno a una instancia molar (reductio ad unum): “el” soberano o “la” ley en el caso del estado, el dinero en el caso de la economía, dios en el caso de la religión, el padre en el caso de la familia patriarcal (Deleuze, 2003). Lo característico de las instituciones expresivas es su rechazo de la representación. Por lo demás, el común producido en las primeras es distinto del producido en las segundas.
Pongamos un ejemplo en relación a la cibereconomía y el postfordismo. La institución capitalista captura la potencia y la creatividad de lo multitud productiva y lo fija en las segmentaciones molares del “trabajo”, el “mercado”, la “propiedad” y la “legalidad”. Microsoft captura la potencia creativa de la libre cooperación de “cerebros” que se da en la red. El ejercicio institucional de la economía capitalista delimita, fija y regula los sujetos dividiéndolos en “clientes” y “empleados”, aun cuando la productividad de los “clientes” pueda estar en la base del negocio del cybercapital –innovadores de software por ejemplo, que a menudo son productores online no asalariados, es decir, productores no reconocidos por la representación económica, reducidos a lo “civil” y la “clientela”-. Así, una vez instituido el corte, los sujetos producidos son incrustados en las retículas de la propiedad privada. En efecto, la creatividad de las instituciones ha sido sobrevalorada en la Modernidad. Tales instituciones cortan los flujos productivos de las multiplicidades y la formación de singularidades que constantemente exceden la representación. Se dice que la competencia es productiva en condiciones de mercado, sin embargo, “el mercado, tal y como lo entiende la economía política, no existe: lo que se llama mercado, es de hecho la constitución/captación de clientelas” (Lazzarato, 2006, p.109). En la economía postfordista, antes que nada se reducen las multiplicidades constituyente construyendo poblaciones-target; después las empresas despliegan estrategias para captar las clientelas poblacionales, siempre intentando excluir a la competencia y crear cortocircuitos en la cooperación productiva; y sólo es más tarde cuando se lanzan a vender o incluso a elaborar los productos. Una parte de la natura naturans se representa como natura naturata, tan sólo la parte que puede ser capturada por la institución capitalista; lo demás es excluido de la representación productiva yr relegado a mera sustancia pasiva. La institución capitalista trata de esto: de la “captura y fidelización de la clientela [a través de la] captura de la atención y la memoria, captura de cerebros, constitución y captura de deseos y creencias, constitución y captura de redes” (ibidem, 109).
Las instituciones expresivas funcionan de otra manera. Sirva de ejemplo de esto el copy left. El copy left se trata de una institución legal creada por los movimientos sociales para combatir la llamada propiedad intelectual. El copy left se trata de una desterritorilización del copyright que se reterritorializa bajo la forma del reconocimiento legal solamente para liberar el derecho de copia y de reproducción, es decir, para ampliar los espacios con los que se pueden expresar las singularidades y la multiplicidad intertextual con la que se produce cualquier producto intelectual. En este sentido se trata de un reconocimiento de lo que con Negri y Hardt (2005) podríamos llamar general intellect. La relación con el común y la multiplicidad constituyente es distinta bajo las dos formas de institucionalidad. Mientras que la institución representativa de la propiedad intelectual captura y fragmente el común productivo reduciendo la producción de un producto a lo Uno (el autor), la institución representativa sólo reconoce los derechos de lo Uno entendiéndolo como residuo de la multiplicidad y disponiendo un ordenamiento legal acorde con tal consideración. El copy left crea una institucionalidad abierta a la potencia constituyente de las multiplicidades. Según el discurso que más adelante explicaremos, el copyright funcionaría como estrategia, y el copyleft como contra-estrategia. Pero dados sus distintas políticas (representación vs. expresión) la contra-estrategia aquí no es simplemente el reverso de la estrategia.
Es por esta razón que lo dicho hasta aquí para las instituciones representativas también es válido para el sujeto. El sujeto cartesiano funciona como institución representativa. El sujeto no es jamás ni la fuente ni la esencia de la subjetividad que lo piensa, ni del poder que lo efectúa. Jamás ha habido cosa tal como el in-dividuo (Deleuze, 2005b). Todo “individuo” es un grupúsculo de multiplicidades articuladas. Las relaciones de visibilidad, decibilidad y poder lo constituyen. Sobre los campos que trazan, el sujeto nomadea. El sujeto es un residuo de la multiplicidad que en estado de flujo nos corta. Más que en el centro está en la orilla: “sin identidad fija, siempre descentrado, deducido de los estados por los que pasa” (Deleuze y Guattari, 2004a, p.28). Es por eso que llamamos noología a la forma de pensar que considera el Uno como el dador de sentido y realidad. Llamamos noología a la forma-Estado desarrollada en el pensamiento (Deleuze y Guattari, 2004b). Por eso la política de la representación es siempre una política de estado, al menos si entendemos esta fórmula en su sentido noológico. Un buen ejemplo de tal pensamiento noológico en los estudios de los MMSS lo sería la Teorías del Proceso Político. Tal teoría reduce la política a lo institucional y entiende el movimiento como reacción a una transformación en la composición de las instituciones. La natura naturans se representa así como natura naturata.
En oposición a estas políticas y teorías, llamamos ciencia nómada (ibidem) a aquella que reconoce la potencia constituyente de lo hidráulicos y lo múltiple, la irreductibilidad de los flujos a los cortes solidificados, una y otra vez excedidos, aquella ciencia que articula espacios lisos que exceden las segmentaridades duras, y que afirma las multiplicidades en su antagonismo con la reductio ad unum. Desde esta perspectiva se afirma el poder constituyente (Negri, 1994) de la multiplicidad en movimiento, articulado bajo la forma de la Multitud: cooperación de singularidades que exceden la captura representativa noológica.
Por mucho que se lo llame “nuevo movimiento social”, un movimiento social es definido habitualmente como un sujeto político clásico. Se dice: un movimiento no es un grupo de presión, no es un partido, no es un estado. De esta manera, una y otra vez es definido en negativo, pero también es conceptualizado bajo los términos de una organización autoconsciente, estratégica, racional e ideológicamente orientada. Con ello desaparece el plano molecular y se pierde de vista el estatuto ontológico de la excedencia. Los movimientos se entienden desde la perspectiva moderna del sujeto. Los movimientos son pensados como un sujeto que en su unicidad es sujeto de la enunciación. Así, en última instancia, el “movimiento” es la suma sintética de los sujetos que representa y son representados por el movimiento. Una unidad que perdura lo suficiente para que sea algo más que una multiplicidad expresiva e irrepresentable. Se nos dice: “un movimiento social no es un motín, no es un acto de pánico, no es una turba”. Pero con demasiada frecuencia se confunde el movimiento con su organización. Con demasiada frecuencia se obvia la distinción entre instituciones representativas e instituciones expresivas, entre lo molar y lo molecular, entre la desterritorialización y la reterritorialización de la potencia de diferenciación.
Lo que las teorías modernas de los movimientos sociales no parecen tener claro, más allá de sus definiciones en negativo (lo que un MMSS no es) o de sus apelaciones al sujeto, es qué significa el movimiento en cuanto tal. Para Aristóteles, el movimiento era el paso de la potencia al acto (1994), o como diría Agamben, la constitución de la potencia en tanto que potencia (2005). Recurriendo al pensamiento postestructuralista hemos señalado como esa creatividad se produce en la expresividad de las multiplicidades, precisamente en el desbordamiento de la institución representativa (sujeto, estado, soberano, etc.). Según Aristóteles existen tantas especies de movimiento como especies tiene el ser en sí mismo (1994). Nosotros hemos señalado hasta aquí distintas especies fundamentales, contextualizadas en planos ontológicos y lógicas del ser diferentes: hay movimientos moleculares y movimientos molares, movimientos de producción del común y movimientos de producción de la diferencia, también hay desaceleraciones que desembocan en reterritorializaciones representativas o identitarias, destrucciones del común y reducción de las multiplicidades mediante capturas y saqueos, reticulaciones, fijaciones e incesantes intentos de reductio ad unum. Pero todo eso no parece inquietar a las ciencias sociales modernas. Paradójicamente, el movimiento se suele confundir con la fijación del devenir en una organización autoconsciente, identificando organización con movimiento. A menudo, la metodología y el proceso de clasificación analítico procede de la siguiente manera: primero se señalan las organizaciones, luego, a partir de un reduccionismo identitario, se reifica y fragmenta la transversalidad de la multiplicidad en movimiento en un número serial de familias: movimiento feminista, movimiento ecologista, etc. Sin embargo, dada la continua emergencia de movimientos atípicos como la alterglobalización, o expresiones políticas tan difícilmente categorizables como la insurrección de las banlieus parisinas del 2005, el concepto tradicional de “movimiento social”, así como la delimitación de familias de las “políticas identitarias”, han entrado en una crisis ineluctable.
Hasta aquí hemos intentado fundamentar las cuestiones ontológicas y epistemológicas que exigen el cambio de una perspectiva centrada en el sujeto por otra que tome como unidad mínima de análisis la r(el)acionalidad de las multiplicidades. Para finalizar, quisiéramos apuntar una posible dirección en la que el estudio de los MMSS puede ser reinventado y que, de hecho, desde hace algún tiempo se ha convertido ya en un tema de debate.
Hay algo que chorrea sobre lo social e impregna los movimientos. Se comunica subrepticio sobre el campo de la vida cotidiana. Teje redes y prácticas, crea nuevas valores y nuevas formas de sentir, produce mundos significativos, contrasta las hipótesis y discute las consignas institucionales, crea también los lugares comunes y los desencuentros que vertebran las luchas políticas. Es en esta comunicabilidad social que se tejen las resistencias, y también los movimientos de comunalidad y diferencia.
Autores como Alberto Melucci (1994) o Mario Diani (1992) han manifestado la necesidad de atender a esas “invisibilidades” de los movimientos, es decir, a las redes que están desperdigadas por lo social y que en un momento dado se constituyen para formar una serie de movilizaciones y organizaciones. En este sentido, se entiende que el movimiento sumergido precede al “movimiento social” visible. Ahora bien, aún cuando Melucci y Diani hacen bien en exigir el atender a esas realidades “latentes”, las realidades latentes de las que hablan son demasiado superficiales, demasiado toscas. Su apuesta es peligrosa. En ella resuena un antiguo eco reaccionario. Melucci y Diani hablan de la “latencia” de los Muchos en el Uno como cuando Hegel hablaba de la subsunción de las partes en el proceso teleológico del espíritu o del Estado. La vida antagonista que recorre “sigilosa“ lo social es obligada a converger, por ramificación, sobre el tronco de la movilización, más concretamente, el tronco institucional del “movimiento social”. Sólo así puede reclamar su carácter político. Más aún, sólo las prácticas que realizan la síntesis consumando el ser-Uno son consideradas “latentes”; lo demás, simplemente, puede permanecer invisible. Con razón dirá Mendiola:
“si bien Melucci (1994) apunta acertadamente que existe una «miopía de lo visible» por medio de la cual el estudio de los movimientos únicamente se ha ceñido a las acciones más visibles (....), el peligro al que aludimos, constituiría una visualización de (la) otra «miopía de lo visible» por medio de la cual lo cotidiano devenido político adquiriría su forma paradigmática en los conflictos desatados por los movimientos, sin apercibirse, en consecuencia, que más allá de lo que se oye hay un rumor incesante de líneas de fuga que desatan alteraciones” (2001, p.97).
En definitiva, el gran peligro consistiría en volver a conferir al Uno –aunque este Uno ahora sea el movimiento social- el carácter central, el de fuente original dispensadora de sentido y praxis al otorgarle “un privilegio cognitivo inexistente en otros espacios de lo social, lo que les constituiría en actores colectivos capaces de poner de manifiesto las relaciones de poder que permea el proceso de subjetivización” (ibidem). No estaríamos repitiendo sino la misma vieja concepción del movimiento que lo piensa como vanguardia de lo social. El Movimiento como corte procedería a reproducir la escisión política noológica (pueblo/gobernantes) entre un actor político (el movimiento y su latencia) frente a un resto que sería pensado entonces como impolítico (Agamben, 2005).
Muy a pesar de las teorías de la unidimensionalidad (Marcuse, 2005) y la espectaculariazación de lo social (Debord, 2000) elaboradas por los frankfurtianos y los situacionistas, debemos reconocer que lo social se manifiesta como un continuo proceso de renegociación, desviación y rechazo de los significados y las praxis esperadas. Las distintas teorías del consumidor/espectador creativo (Mary Douglas, 1998; Hall, 1973; Fiske, 2004) han contribuido a visibilizar estas prácticas dinámicas y paradójicas. Otros autores, como Michel De Certau, en este caso siguiendo el análisis foucaultiano, intentaron repensar la potencia del antagonismo dentro de este micro-mundo de las tácticas cotidianas, irreductibles al movimiento social visible o latente, otorgándole la voz por tanto al otro subalternizado por el pensamiento político clásico (en este caso, el pueblo impolítico al que aludía Agamben).
Michel De Certau (1999) diferenciaba entre tácticas y estrategias. La estrategia se definen como un cálculo de relaciones de fuerza que sólo es posible una vez que un sujeto es capaz de construirse y aislarse en un ambiente propio, un lugar que controla y definen los dispositivos del poder (la escuela, los mass media, el ejército, la cárcel, la universidad, la fábrica, el estado, etc.). Desde tal lugar propio gestiona las relaciones con una exterioricidad de metas o de amenazas (los competidores, clientes, enemigos, los objetos de la investigación científica, etc.). Supone un dominio de la visibilidad de los espacios y los tiempos que en ellos transcurre, de forma que permite capitalizar las ventajas adquiridas y planificar las expansiones futuras. Las estrategias se realizan desde lo nodos de efectuación del poder (instituciones representativas) y los nodos estratégicos de resistencia (instituciones expresivas). Las tácticas, por el contrario, carecen de lugar propio. Se desarrollan en el lugar de las estrategias del poder. Resisten desde dentro, en un espacio ajeno. Crean nuevos usos para las cosas, constituyen nuevas semánticas sociales, esquivan las capturas, provocan crisis y propician la creación de mundos otros. En definitiva, transforman las instituciones, también las organizaciones movimentistas.
En su libro La invención de lo cotidiano Michel De Certeau (1999) estudia un sin fin de tácticas distintas que, utilizando el léxico que Foucault elaboró en Vigilar y Castigar, define como anti-disciplinarias. Un ejemplo sería el llamado “rechazo al trabajo” que se da en los espacios de la fábrica y la empresa; otro ejemplo de táctica antagonista sería la (ciber)piratería actual. Ahora bien, con lo dicho en los epígrafes precedentes será fácil comprender que lo que bulle por debajo de las tácticas y las contra-estrategias no pueden ser reducidas únicamente a lo racial (cálculos de probabilidades, y tácticas para subvertir dichos cálculos). Los microcosmos moleculares que implican, y las variaciones en la distribución/composición del deseo y las creencias que provocan, no pueden definirse dentro del esquema de la i/racionalidad.
Sin tener en cuenta todos estos movimientos moleculares, que continuamente ponen en crisis a las instituciones, no sería posible explicar el cambio social; tampoco su heterogénea complejidad ni la potencia del movimiento antagonista. La crisis del fordismo y el auge del postfordismo, por ejemplo, no podrían ser explicados sin tener en cuenta los antagonismos estratégicos de los movimientos estudiantiles, negros, anti-coloniales y las huelgas salvajes. Tampoco podría explicarse sin tener en cuenta el antagonismo táctico, el efecto del rechazo al trabajo, por ejemplo; los elevadísimos niveles de absentismo laboral, escaqueos, ralentización de la producción y boicots que tuvieron lugar en muy diversos países durante las décadas de los años sesenta y setenta (Negri y Hardt, 2005). Pero, del mismo modo, no son incomprensibles si no se tiene en cuenta el efecto en la transformación los flujos moleculares, sus desplazamientos de las representaciones culturales, su creación de nuevas distribuciones y composiciones sociales del deseo, etc. (Deleuze y Guattari, 2004a, 2004b)
En fin, las invisibilidades movimentistas en latencia de Melucci y Diani comienzan a problematizar la noción de “movimiento social”, pero lo hacen de forma insuficiente. La visualización de las tácticas anti-disciplinarias politizan lo social más allá de lo que suele delimitarse bajo el concepto habitual de “movimiento social”. Sin embargo, ninguna de las dos aportaciones logran aprehender los agenciamientos de enunciación colectiva que anteceden a los sujetos y sus prácticas. Los antagonismos moleculares terminan por abandonar cualquier postura centrada en el sujeto y en los objetos sólidos. La producción de una línea de fuga o una revolución molecular ya no remite a sujeto alguno. Muy por el contrario, dispone planos donde los sujetos se forman. Y en este sentido, podemos concluir con Mendiola que,
“la especificidad de los movimientos no deberá fundamentarse, consecuentemente, en la búsqueda de rasgos propios que no se encuentran en el tejido social, una idiosincrasia que es posteriormente llevada a la sociedad, sino que por el contrario, sus peculiaridades habrán de buscarse en los espacios y tiempos que derivan de la tensión ontológica que da lugar a trayectos sociológicos que son irremediablemente colectivos: la especificidad de los movimientos emerge en un cronotropos, en el despliegue performativo de una multipliciadad cambiante” (2001, p.98).
La “invisibilidad” de los antagonismos sólo podrá ser aprehendida si se trasciende el movimiento y su latencia, si se atiende a las tácticas tanto como se ha atendido a las contra-estrategias (movilización de recursos, etc.), si se responde a los problemas que plantea la distinción entre expresión y representación institucional, y si se incorpora en el análisis la perspectiva molecular de una ciencia nómada. Al permanecer invisibles los flujos y las multiplicidades, al permanecer incuestionado el sujeto, de los movimientos sólo se estudia uno de sus ejes espacial-temporales: los de la reterritorialización.
Agamben, Giorgio (2005). Movimiento, Caosmosis, extraído el 4 de febrero del 2008, de http://caosmosis.acracia.net/?p=378.
Bacon, Francis (2003). Novum Organum. Barcelona: Folio.
Beck, Ulrich (2006). La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidós.
Benford, Robert y Snow, David. (1994) Marcos de acción colectiva y campos de identidad en la construcción social de los movimientos sociales. En Enrique Laraña y Joseph Gunsfield (eds.), Los nuevo movimientos sociales. De la ideología a la identidad (pp. 221-252). Madrid: CIS.
Bhabha, Homi (2002). El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial.
De Certau, Michel (1999). La invención de lo cotidiano. México D,F.: Universidad Iberoamericana.
Diani, Mario. (1992) The concept of social movements. The Sociological Review, 40(1), 1-25.
Debord, Guy (2000). La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos.
Deleuze, Gilles (2003). Foucault. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles (2005a). Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia. Buenos Aires: Cactus.
Deleuze, Gilles (2005b). En medio de Spinoza. Buenos Aires: Cactus.
Deleuze, Gilles; Guattari, Félix (2004a). El Anti Edipo. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles; Guattari, Félix (2004b). Mil Mesetas. Valencia: Pre-textos.
Derrida, Jacques (2003). Espectros de Marx. Madrid: Trotta.
Descartes, René (2000). Discurso sobre el método. Madrid: Alianza.
Douglas, Mary (1998). Estilos de pensar. Barcelona: Gedisa.
Fiske, John (2004). Reading Television. Londres: Routledge.
Foucault, Michel (1984). Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI.
Foucault, Michel (1997). Las palabras y las cosas. Madrid: Siglo XXI.
Foucault, Michel (2001). El sujeto y el poder. En Paul Rabinow y Hubert Dreyfus, Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica (pp. 241-259). Buenos Aires: Nueva Visión.
Foucault, Michel (2004). Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos.
Foucault, Michel (2005a). La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI.
Foucault, Michel (2005b). El uso de los placeres. Madrid: Siglo XXI.
Foucault, Michel (2005c). La inquietud de sí. Madrid: Siglo XXI.
Hall, Stuart (1973). Encoding and Decoding in the Television Discourse. Birmingham: University of Birmingham.
Haraway, Donna (1999). Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros inapropiados/bles. Política y Sociedad, 30, 121-163.
Lash, Scott (1997). Sociología del postmodernismo. Buenos Aires: Amorrortu.
Lazzarato, Maurizio (2006). Por una política menor. Acontecimiento y política en las sociedades de control. Madrid: Traficantes de Sueños.
Marcuse, Herbert (2005). El hombre unidimensional, Barcelona: Ariel.
Melucci, Alberto (1994). ¿Qué hay de nuevo en los nuevos movimientos sociales?. En Enrique Laraña y Joseph Gunsfield (eds.), Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad (pp. 119-150). Madrid: CIS.
Melucci, Alberto (1998): La experiencia individual y los temas globales en una sociedad planetaria. En Tejerina, Benjamin e Ibarra, Pedro (eds.), Los movimientos sociales. Transformaciones políticas y cambio cultural (361-382). Madrid: Trotta.
Mendiola Gonzalo, Ignacio (2001). Movimientos sociales y trayectos sociológicos: hacia una teoría práxica y multidimensional de lo social. Bilbao: Universidad del País Vasco.
Mignolo, Walter (2003). Historias locales, diseños globales: colonialidad, estudios subalternos y pensamientos fronterizos. Madrid: Akal.
Negri, Antonio (1994). El poder constituyente. Madrid: Libertarias/Prodhufi.
Negri, Antonio y Hardt, Michael (2005). Imperio. Barcelona: Paidós.
Negri, Antonio y Hardt, Michael (2006). Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio. Barcelona: Paidós.
Rabinow, Paul y Dreyfus, Hubert (2001). Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires: Nueva Visión.
Said, Edward (2007). Orientalismo. Barcelona: Debolsillo.
Spinoza, Baruch (2006). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Alianza.
Touraine, Alain (1999). ¿Cómo salir del liberalismo? México: Paidós.
Viejo Viñas, Raimundo (2005): Del 11-S al 11-F y después: Por una ‘gramática’ del movimiento ante la guerra global permanente. En José Ángel Brandariz y Jaime Pastor (Eds.), Guerra global permanente. La nueva cultura de la inseguridad (pp. 80-123). Madrid: Ediciones de la Catarata.