La gran epopeya del vivir histórico está formada, más aún que por la pugna entre los diversos héroes, referida a las crónicas, por la suma de otras batallas oscuras que se libran, en la conciencia de cada hombre, entre el espíritu del bien y el espíritu del mal (...). El estudio detenido de estos procesos nos puede conducir, a través de cartas perdidas, de gestos fugaces, de un dato olvidado entre el fárrago de la literatura escribanil, hasta las simas tenebrosas o hasta ámbitos claros de la subconsciencia colectiva. Y allí podemos ver bullir, como en un prodigioso alambique, el amor, el odio, la generosidad, el resentimiento, el ímpetu de poderío, la fruición del bien y del mal; los hilos, en suma, que hacen agitarse y actuar a losprotagonistas y a las comparsas de la gran tragicomedia.
Gregorio Marañón1
La naturaleza del objeto de estudio de una disciplina científica determina, o al menos debería determinar, su metodología, sus modos de abordar la complejidad intrínseca propia de dicho objeto de estudio. Tal es el caso de las ciencias naturales cuyos métodos y herramientas heurísticas les permiten acumular paulatinamente el conocimiento empírico de la cosa tratada. Éste habría de ser también el caso de las ciencias sociales, perspectivas de pensamiento que versan sobre la naturaleza humana o, mejor aún, acerca del individuo inmerso en el telar de redes sociales que componen su vida. La complejidad implícita en el concepto “ser social” debería provocar cautela, al menos reflexiva, a la hora de abordar su estudio. Aún así, ¿qué ocurre, en este sentido, con la epistemología psicosociológica? ¿Cómo se enfrenta a la inicial inconmensurabilidad que representa el ser humano, su única materia de indagación y especulación?
Tal y como pone de relieve José Ramón Torregrosa:
Desde estos presupuestos no resulta sorprendente la paradoja de que frecuentemente se observe que la psicología social convencional haya llegado a ser tan individualista. Porque se parte en ella de la noción de un sujeto o individuo abstracto, natural, ahistórico, no socializado, empíricamente inexistente, desde cuya universal estructura y funcionamiento se quiere dar cuenta de la complejidad y variedad psicosocio-cultural del hombre. (Torregrosa,1998, p.616)
En efecto, existe una corriente convencional en psicología social que trata de reificar la incipiente variedad y complejidad del individuo que vive en sociedad. Para esta psicosociología es precisa la reducción de las múltiples dimensiones que integran al ser humano para así lograr una mayor consistencia en sus resultados epistémicos. Se trata, del mismo modo, de nivelar dicha consistencia hasta hacerla semejante a una variable matemática, sin tener en consideración, al menos a priori, el pernicioso efecto que este drástico reduccionismo provoca, lesivamente, en la validez y contrastabilidad de sus elaboraciones teóricas.
El ulterior desarrollo de esta óptica reduccionista, olvidadiza del carácter complejo y polimorfo que posee el ser humano, ha supuesto uno de los principales problemas de la moderna psicosociología. Pese a que en la actualidad existen otras múltiples perspectivas epistémicas que tratan de indagar acerca de las dimensiones humanas desplazadas por la corriente convencional aún pervive en el seno de la epistemología psicosocial una evidente disputa acerca de los modos de acercamiento metodológicos a su objeto de estudio. Estas discrepancias entre escuelas, llevadas a su extremo, supusieron lo que hoy se denomina “crisis de la psicología social”. Sus consecuencias son vehementemente puestas de relieve por uno de los psicólogos sociales de más renombre en el entorno intelectual europeo, Moscovici:
La psicología social está en crisis desde hace unos años. Después de tantas hermosas certezas, de descubrimientos importantes, de cristalizaciones en sus campos de investigación, de asiduas aplicaciones de sus resultados, empieza a querer hacer balance y a preguntarse si no existen otras direcciones para explorar. No todo está claro en este empeño. Sin embargo, tampoco es todo misterioso. Tal situación procede de la inquietud surgida, en el seno de los grupos científicos, entre el aminoramiento del ritmo de los descubrimientos y de la aportación de ideas y técnicas nuevas (...). Se han dejado encerrar en un esquema intelectual que les ha prohibido, y sigue prohibiéndoles, abordar ciertos aspectos descuidados de la realidad social, como todo lo que se refiere al cambio, a la innovación, a las relaciones entre grupos, a la ideología, a la dinámica política y a otros muchos fenómenos. (Moscovici, 1983, p.78)
Lo que Moscovici pone de relieve en las líneas precedentes no es más que la crítica al incesante reduccionismo que la psicología social ha llevado a cabo en torno a su objeto de estudio. Del mismo modo, el afán por la experimentación en laboratorios llevó a nuestra disciplina a un punto ciego del que apenas podía escapar. Y es por esto por lo que Moscovici, al igual que otros autores, reclama una apertura en las dimensiones de estudio que han de integrar la indagación sobre lo humano y lo social. Los “aspectos descuidados” de la realidad social tales como el cambio, la innovación o la ideología son partes constitutivas y configuradoras de aquello sobre lo que teorizamos. Y una epistemología psicosociológica consciente de esa multiplicidad de dimensiones no puede apartarse de ellas sin correr el riesgo del consiguiente empobrecimiento de sus contenidos teóricos y epistémicos.
El objeto de estudio de la psicología social se halla atravesado por una multitud ingente de dimensiones. Moscovici nos menciona algunas de ellas. El individuo es también un ser de lenguaje, de creencias, de actitudes, todos ellos aspectos diversos de su estructura de difícil confiscación en los estrechos muros de un laboratorio. Y es también un ser de historia. El individuo se halla en el corazón mismo de lo social, de lo cultural... pero también es pieza imprescindible del decurso histórico. Y la psicosociología que nosotros podamos desarrollar en relación a ese “ser en y de la historia” se encuentra mediada, inextricablemente condicionada, por la contingencia del contexto histórico. Tal y como afirma Gergen:
(...) La psicología social es ante todo una indagación histórica. A diferencia de las ciencias naturales, trata con hechos que son en gran medida irrepetibles y que fluctúan sensiblemente a lo largo del tiempo porque los hechos sobre los cuales se basan generalmente no permanecen estables. El conocimiento no puede acumularse en el sentido científico usual, porque tal conocimiento normalmente no trasciende sus fronteras históricas (Gergen, 1998, p.40)
El conocimiento derivado de la epistemología psicosociológica, conocimiento que versa sobre el ser social en su total completud, no puede equipararse al de las disciplinas físicas o naturales porque el objeto de estudio de ambas no posee una misma caracterología. Lo que hoy es el individuo, lo que en la actualidad se manifiesta como expresión individual del tejido social, no puede retrotraerse a lo que fue en el siglo pasado o a lo que será en el más cercano futuro. El intento de establecer leyes generales acerca del comportamiento humano, de sus pulsiones, de sus actitudes, no tiene en consideración el efecto que el paso del tiempo, así como el flujo histórico de las sociedades, marcan en el ser humano. En palabras del propio Gergen:
Esta visión de la psicología social es, desde luego, descendiente directa del pensamiento del siglo dieciocho. En ese tiempo las ciencias físicas habían producido considerables incrementos en el conocimiento, y se podía contemplar con gran optimismo la posibilidad de aplicar el método científico a la conducta humana. Si se consiguieran establecer los principios generales de la conducta humana, sería posible reducir el conflicto social, acabar con los problemas de la enfermedad mental y crear condiciones sociales de máximo beneficio para los miembros de la sociedad. Tal y como otros posteriormente confiaron, incluso sería posible formular dichos principios en términos matemáticos, para desarrollar “una matemática de la conducta humana tan precisa como la matemática de las máquinas”. (Gergen, 1998, p.39)
Es por esto por lo que la elaboración de una epistemología “matemática” de la conducta humana no puede ser considerada sin tener previamente presente la naturaleza histórica de nuestro objeto de estudio. Si el ser humano fuese históricamente estable, si sus rasgos de personalidad perviviesen en el devenir temporal de las sociedades, podríamos establecer leyes nomotéticas, generales y abstractas que fijasen pormenorizadamente sus pautas de conducta, sus actitudes, sus pulsiones vitales. Pero lo que caracteriza al individuo, su más certera distintividad, no es lo nomotético sino lo idiográfico. No lo estable sino lo contingente. No lo inmediato sino lo diacrónico.
El notable éxito de las ciencias naturales en el establecimiento de principios generales se puede atribuir, en gran medida, a la estabilidad general de los acontecimientos en el mundo de la naturaleza. La velocidad de caída de los cuerpos o la composición de los elementos químicos, por ejemplo, presentan unas características altamente estables a través del tiempo (...) Es porque son tan estables por lo que se pueden establecer extensas generalizaciones con un alto grado de seguridad, se pueden comprobar empíricamente las explicaciones y se pueden desarrollar fructíferamente formulaciones matemáticas. Si las características fueran inestables, si la velocidad de caída de los cuerpos o la composición de los elementos químicos estuviera en flujo continuo, el desarrollo de las ciencias naturales hubiera sido hartamente difícil. Las leyes generales no conseguirían emerger y el registro de los acontecimientos naturales se prestaría, principalmente, al análisis histórico. Si los acontecimientos naturales fueran caprichosos, la ciencia natural sería en gran parte reemplazada por la historia natural. (Gergen, 1998, pp.39-40)
Debido a esa sujeción a la historia a la que se ven sometidas las estructuras individuales y sociales se observan dos modos diferentes en que el decurso histórico de las sociedades condiciona nuestro conocimiento acerca del individuo y su sociedad. Uno de ellos afecta a nuestro objeto de estudio mismo, haciendo de él un sujeto inestable, un ser aparcelado en el tiempo. Otro, las formas que la propia epistemología psicosociológica adopta en distintos momentos de la historia del pensamiento. Mientras el objeto de estudio de la psicología social, el individuo, la sociedad, la cultura, cambian por el decurso temporal, la disciplina que trata de integrarlos en su red epistemológica, la psicosociología, también contempla la metamorfosis de sus herramientas heurísticas. Ambos, individuo y psicosociología, han de ir al unísono en sus constantes variaciones históricas. Y es por esto por lo que Gergen observa la imposibilidad de enunciar leyes generales que traten de capturar en una sola dimensión teórica los constantes cambios históricos y su inextricable relación con los individuos.
Una opinión al respecto, interesante a mi entender, es la que nos ofrece un filósofo de la historia, R.G. Collingwood. Para este autor, ajeno a la disciplina psicosociológica, mente e historia, psique y tiempo, corren paralelas en un común e invariable decurso.
El científico de la mente, al creer en la verdad universal y, por consiguiente, inalterable, de sus conclusiones, piensa que la cuenta que da de la mente vale para todas las futuras etapas en la historia de ésta. Piensa que su ciencia muestra lo que la mente será siempre, no sólo lo que ha sido en el pasado y lo que es ahora (...); por consiguiente, el estudio histórico de la mente no puede ni predecir los futuros desarrollos del pensamiento humano ni legislar para ellos (...). No es el menor de los errores cometidos en la ciencia de la naturaleza humana su pretensión de establecer un marco al cual debe conformarse toda la historia futura, cerrar la puerta al futuro y atar la posteridad dentro de límites que se deben no a la naturaleza sino a las supuestas leyes de la mente misma. (Collingwood, 1986, p.18)
El individuo es un ser historiable. El carácter de aquello que construye y de que se sirve para vivir en sociedad posee también matices históricos: lengua, cultura, civilización, personalidad... Todos estos son conceptos tejidos a lo largo de un complejo tránsito temporal que los crea y altera. La historiabilidad de lo humano es una cuestión ajena a cualquier tipo de controversia. Es, en cierto modo, una certeza incuestionable. Construimos y reproducimos historia en nuestra vida social, en nuestras costumbres, en nuestras actitudes siempre sujetas al tiempo. Ahora bien, ¿cuál es la razón por la que una rama del saber orientada hacia el conocimiento del ser humano y su hábitat sociocultural no profundiza en la dimensión histórica de aquello que estudia? ¿Es la psicosociología, tal y como afirmaba Gergen, una ciencia ahistórica similar a las ciencias naturales o, por el contrario, sufre modificaciones con los cambios histórico-sociales? ¿Por qué no bosquejar una psicología social que verse sobre el individuo y su peculiar y distintiva historia?
En otro lugar de su ensayo Collingwood asevera:
La tesis que trataré de sostener es que la ciencia de la naturaleza humana fue un paso en falso –falsificado por la analogía con las ciencias naturales- hacia la comprensión de la mente en sí, y que, mientras la manera correcta de investigar la naturaleza es mediante los métodos denominados científicos, la manera correcta de investigar la mente es mediante los métodos de la historia. (Collingwood, 1986, p.205)
El énfasis con que este filósofo de la historia defiende el método histórico en relación con el estudio de lo que él denomina “mente” puede resultar excesivo. Parece evidente que no toda psicosociología ha de ser histórica. Otras ramas de nuestra disciplina, tales como el interaccionismo simbólico o el cognitivismo, así como las corrientes más psicologistas y cuantitativas, han demostrado ser herramientas útiles para explorar determinadas dimensiones de nuestro objeto de estudio. Ahora bien, esto no es óbice para dejar de lado una perspectiva de pensamiento orientada hacia una dimensión aún inexplorada dentro de nuestra epistemología. Se trata de aportar nuevas dimensiones heurísticas desde las cuales reconstruir críticamente ese complejo “collage” que conforma al individuo. Los determinismos, propios de etapas pretéritas de nuestra disciplina, han demostrado sobradamente su obsolescencia. De ahí que la tarea del investigador sea tratar de hallar nuevos rumbos, diferentes ópticas en ese elaborado prisma caleidoscópico que es el pensamiento psicosociológico. La validez de la tentativa está, en mi opinión, justificada. La perspectiva histórica puede arrojar una nueva luz sobre ese viejo interrogante que es el ser humano y su relación con la sociedad, con la cultura... y con la historia.
A raíz de las consideraciones que se vienen haciendo en las páginas precedentes resulta necesaria, e incluso insoslayable, una breve revisión de la obra de Norbert Elias en cuanto a metodología se refiere. Tradicionalmente ubicado en la sociología del cambio social o la sociología histórica, sus tesis, plasmadas en libros de brillante elaboración, guardan estrecha relación con nuestra materia de estudio. Elias fue un sociólogo “a contracorriente”, crítico con la sociología de su época, especialmente con la estructural-funcionalista y parsoniana, y su epistemología supuso un motivo de controversia entre los autores de su época. La línea de investigación que Elias propone se halla íntimamente ligada a una metodología de carácter histórico que trata de indagar sobre el devenir del tiempo y sus efectos en las estructuras psíquicas de los individuos. Asimismo en su sociología, a diferencia de lo que ocurría con la corriente funcionalista hegemónica en su época, individuo y sociedad tienen el mismo peso en la conformación y desarrollo de las estructuras sociales. Frente a la abstracción que del individuo hace la sociología de los grandes procesos sociales, en contra del individualismo metodológico de la psicología convencional, Elias propone y bosqueja un modelo epistémico en que psique y sociedad, aunadas a la historia, constituyen herramientas metodológicas válidas para superar las restrictivas limitaciones de una sociología y una psicología ahistóricas dependientes de las corrientes funcionalistas.
En La cultura del yo (1993) Helena Béjar analiza pormenorizadamente tanto la obra eliasiana como las consecuencias que ésta tuvo en la teoría sociológica contemporánea. En palabras suyas:
A contracorriente de las tendencias dominantes de la sociología contemporánea, el contenido medular de la teoría de Norbert Elias resulta arduo de determinar. A la dificultad para rastrear las fuentes principales de su pensamiento –Freud y Weber- hay que añadir su predilección por el tratamiento histórico de los principales temas de estudio, así como una cierta oscuridad en su producción teórica. Todo ello obliga al lector a reconstruir las propuestas centrales de Elias a través de diversas líneas analíticas. (Béjar, 1993, p.109)
Una de esas líneas analíticas mediante la cual se puede abordar la revisión metodológica y epistémica de la obra eliasiana es la distintiva de nuestra disciplina, la psicología social. En cierto modo la innovación que aporta Elias a la sociología de su época –y en gran medida a la de la nuestra –es la inclusión de la noción de individuo dentro de los procesos que inciden en las estructuras sociales. La psicosociología, al menos la que se aleja del individualismo metodológico ortodoxo, ha de hacer también hincapié en las intrincadas relaciones que guarda su objeto de estudio, el individuo socializado, con las formas más “macro” de lo social. Así Elias se revela como un sociólogo cuyo propósito consiste en dinamizar, por medio de la historia y de la referencia a la psique, un estatuto científico –la sociología –excesivamente centrado en una atemporalidad histórica que los parsonianos consideraban inamovible. El cambio social, el discurrir del tiempo, la estructura psíquica de los integrantes de la sociedad, componen el corazón de la labor epistemológica de Norbert Elias, así como la tarea propia de un “zapador de mitos”. Según Helena Béjar:
El sociólogo es, más bien, un zapador de mitos. Vivimos en un universo que crea situaciones nuevas y pide nuevas respuestas a las nuevas preguntas. De ahí la importancia de la historia. Ella acoge el devenir de los hombres y los embarca en grandes cambios que mudan su entorno y su espíritu. La sociología ha de hacer inteligible tales procesos. (Béjar, 1993, p.119)
Por estas razones la sociología eliasiana se nos revela como desveladora de lo ininteligible de la historia en el cuerpo social convirtiéndolo en materia de estudio, en fuente casi inagotable de un saber que concilia al individuo, a la sociedad y a la historia. Esta tarea conciliadora merece, a mi entender, algunos breves comentarios.
En El proceso de la civilización (1988), obra que considero medular en la producción eliasiana, Elias crea una metodología que versa tanto sobre lo macro –lo social –como sobre lo micro –las estructuras de la personalidad. En su opinión la génesis de lo social se compone de dos fuentes igualmente influyentes: la socio-génesis y la psico-génesis. La primera hace alusión a las estructuras sociales que se sitúan por encima del individuo aislado, estructuras que le moldean con el devenir del tiempo y las exigencias de cambio. La segunda, la psico-génesis, se refiere a las estructuras psíquicas y de personalidad de los integrantes de esas estructuras sociales. Ambas se hallan íntimamente relacionadas en una ligazón inextricable. En palabras de Elias, son entes interdependientes ya que mientras la socio-génesis modifica a los hombres por medio de lo social, la psico-génesis, lo íntimo y particular del individuo, crea y genera nuevas estructuras socio-genéticas al ritmo pausado e interminable de los cambios históricos y temporales. Individuo y sociedad se retroalimentan en una estructura sociocultural entendida como proceso. De hecho la nota distintiva de la sociología eliasiana reside precisamente en su énfasis en lo procesual. La sociedad no es un monolito estático ajeno al discurrir de la historia. Muy al contrario, forma parte de ella. En palabras del propio autor:
Lo que nos falta –reconozcámoslo- son modelos mentales y una visión global (...) mediante los cuales podamos comprender cómo la reunión de muchas personas individuales forma algo distinto, algo que es más que la suma de aquéllas (...) cómo esa sociedad posee una historia cuyo curso no ha sido premeditado, dirigido ni planeado por ninguno de los individuos que la constituyen. (Elias, 1990, p.21)
Esta es la respuesta a una sociología estática cuya metodología se acerca bastante a la de una psicosociología sujeta al individualismo metodológico en cuanto a ahistoricidad se refiere. La sociología que imperaba en la época del autor –desde la primera mitad de siglo hasta la actualidad –preconizaba el estatismo de las estructuras sociales por encima del cambio social. Así:
Frente al análisis estático del “sistema” o la estructura y la aceptación de un individuo que se acerca a ellas, Elias propone un enfoque procesual. Su sociología quiere dar cuenta de la transformación de tres dominios básicos y de su progresivo control. Primero, el control de la naturaleza, tema al que Elias dedica referencias dispersas relacionadas con el concepto –aunque sin explicitarlo–de la racionalización, es decir, del “desencanto emocional” que conlleva dejar atrás el pensamiento mágico. Segunda, la transformación de los seres humanos en individuos a través del arduo camino de la contención. Tercero, la mudanza de los individuos en el curso de la formación de las sociedades estatalizadas. (Béjar, 1993, p.123)
Los rasgos de la estructura psíquica que Elias analiza, tales como el autocontrol, la autosuficiencia o la configuración de la emotividad, son enmarcados en el proceso sociohistórico que les ha dado vida. Pero el individuo no desaparece en el proceso, sino que más bien reaparece en él como un nuevo protagonista, como “coautor” de aquello que rige su existencia así como sus estructuras de personalidad. La interdependencia entre los conceptos clave del ser social –individuo, sociedad, historia –es completa en la investigación histórica del devenir de las sociedades y los sujetos que la integran. Según Helena Béjar:
Frente a las ideas de “individuo” y “libertad”, Elias insiste en una interrelación tejida de un delicado entramado de formas (en el vestido, en el saludo, en la comida) que limitan la autonomía de cada cual. Estas formas cambian en el curso del tiempo (...) Para Elias lo social no es un mero decorado de la actuación de los individuos, ni mucho menos de las grandes personalidades. Los hombres actúan en un escenario social cuyo cambio constituye la Historia (Béjar, 1993, pp.123-126)
De ahí que la propuesta metodológica de Elias posea del mismo modo una vocación histórica y procesual. Se hace preciso, según él, un aparataje heurístico capaz de rendir cuentas de los constantes cambios que han afectado en el pasado, y siguen afectando en el presente, a las estructuras psíquicas y de personalidad de los seres humanos. Pero el reconocimiento del método histórico no se produce en las disciplinas humanísticas en parte por una deuda contraída con el ahistoricismo funcionalista. En palabras de Elias:
No se reconoce, pues, que es precisa una psicología socio-histórica, unas investigaciones psico-genéticas y socio-genéticas, con el fin de trazar la línea de unión entre todas estas manifestaciones de los seres humanos y su existencia social. (Elias, 1988, p.493)
La psicosociología también se ha mostrado hermética ante la posibilidad de estudiar la psique a través de un método estrictamente histórico. Esta situación hace que tanto la psicosociología como la historia se hallen enfrentadas en una controversia epistemológica que conserva las trazas de una lucha entre estamentos académicos. Así:
Precisamente porque el psicólogo piensa de un modo absolutamente ahistórico, porque enfoca las estructuras psíquicas del hombre contemporáneo como si se tratara de algo incambiable y que no ha sufrido proceso alguno, el historiador apenas puede utilizar para algo los resultados de su investigación. Y precisamente porque el historiador, preocupado por lo que él llama los hechos, trata en la medida de lo posible de evitar los problemas psicológicos, apenas tiene algo que decir a los psicólogos. (Elías, 1988, p.492)
Es por esto mismo, por una mayor riqueza explicativa, por lo que se hace necesaria la interdependencia de ambas disciplinas –utilizando el símil eliasiano –en una línea de investigación que conserve una sola metodología. Tanto la psicología como la sociología o la historia confluyen en la obra eliasiana dando lugar a una epistemología fértil en conocimiento y profusa en proyección de saber. Este es el ejemplo a seguir por una psicosociología histórica que trate de superar tanto el ahistoricismo como la abstracción irreal de un individuo inexistente, aislado en sociedad. Elias nos sugiere cuáles son las herramientas epistemológicas y metodológicas adecuadas para nuestro propósito. Busquemos, pese a todo, las nuestras, las distintivas de un enfoque psicosociológico del individuo y la historia que le rige.
Ajeno a las etiquetas exclusivistas de las ramas del saber, alejado también de las problemáticas corporativistas que se producen en el seno de los estatutos científicos, Marañón realizó una exploración tentativa acerca de la naturaleza humana en su compleja completud. Ciertamente, parece ser el problema del individuo y su historia el que mueve a Marañón en su viaje por el tiempo en busca de personalidades de “carne y hueso” que ilustren, mirando al pasado, el continuo devenir del ser humano y su cultura. Por ello en el método marañoniano, sin exclusiones de ningún tipo, tienen cabida tanto una psicología propia de su época como el conocimiento derivado del saber histórico. En ese crisol que es el ser social Marañón se aventura a un enfoque igualmente acrisolado en que psicología e historia, psique y tiempo, corren paralelas en un mismo y único flujo.
En palabras del profesor José Luis Pinillos:
La psicología española, y yo creo que también la historia, tienen contraída desde hace tiempo una importante deuda de gratitud con el doctor Marañón. Por lo que hace a la psicología, es evidente que de la biografía de Marañón no es posible desgajar sin grave daño sus numerosas e importantes referencias psicológicas, y asimismo parece obvio que la historia de la psicología española quedaría seriamente mutilada si se omitiera de sus páginas las muy brillantes que en muchas ocasiones escribiera Marañón sobre temas psicológicos. (Pinillos, 1968, p.99)
El método marañoniano no reclama para sí una etiqueta específica dentro de la terminología de las ciencias. Más bien podría decirse que Marañón usa sus herramientas de saber, tanto las de la historia como las de la psicología, indistintamente, sin que una tenga una mayor preponderancia sobre la otra. Su incursión por la historia del ser humano no es más que un útil pertrecho para reflexionar acerca de lo que es en sí el ser social, de lo que fue, de lo que de forma futurible podría llegar a ser.
Hay algo, sin embargo, que no es psicología ni es historia, que está a medio camino entre una cosa y otra, y de lo que también se ocupó Marañón, y de forma notable. Me refiero a ese conocimiento del hombre que precisamente logró mediante la aproximación de ambas disciplinas, en una fecunda anticipación de lo que actualmente se conoce –y todavía no mucho- como psicohistoria. (Pinillos, 1968, p.99)
La controversia surgida en la psicología social a raíz de la inclusión en su epistemología del método histórico, controversia en gran medida nutrida por los trabajos de Gergen, no es ajena a los historiadores. Un pensador de renombre en esta rama del saber, William Langer, lo expresaba del siguiente modo:
Yo no pretendo afirmar que los conocimientos psicológicos puedan resolver todos los problemas del historiador. Pero me concederán ustedes que todavía existen posibilidades no utilizadas de enriquecer y ampliar nuestra comprensión del pasado. Y tampoco me negarán que es responsabilidad nuestra el no dejar inexplorada ninguna de esas posibilidades. Por ello, no dudo que la psicología moderna desempeñará un cometido cada vez más importante en la interpretación de los fenómenos históricos... tanto más cuanto más se vaya reconociendo el alcance de los factores irracionales en la historia de la humanidad. (citado por Pinillos, 1968, p.102)
Es en esos intersticios, en esas posibilidades aún no exploradas, en los que podemos ubicar parte de la obra marañoniana. No es en verdad una labor que podamos encuadrar en un campo concreto del saber. Se trata, más bien, de asimilar su contenido. El médico, formado también en los rudimentos metodológicos de los historiadores, realiza la tentativa de aproximarse, de mirar con ojos diferentes, al individuo que contempla. No es cuestión de abstraer un ente informe y descarnado y teorizar sobre él desde la lejanía aséptica del presente. Es cuestión, antes que nada, de pensar sobre el individuo de “carne y hueso”, el de aquí y el de antes de nosotros, con los pertrechos de un saber próximo al humanismo. En palabras del propio Marañón:
La vida, que es más ancha que la Historia, es mucho más ancha que la Psiquiatría, ciencia inexistente; y sobre todo, que la Psiquiatría de ciertas escuelas. La vida es, desde luego, en gran parte, Psicología, en su sentido más dilatado y casi empírico; pero nunca patología de mentalistas a la última moda. (Marañón, 1939, p.11)2
La crítica que del método marañoniano, por su incursión histórica, tienen la posibilidad de hacer tanto historiadores como psicólogos sociales puede provenir del naturalismo. Si Marañón, en su saber médico del hombre, usa la epistemología naturalista en sus razonamientos sobre la historia, ¿qué le distingue de los reduccionistas que proceden tanto de la psicosociología como de la historia? ¿Qué le hace distintivo en esa pléyade de fisiólogos y patólogos que intentaron en el pasado, por medio de su método, inducir caracteres humanos de lo que tan sólo eran hechos periféricos tales como el tamaño del cráneo o la manera de caminar?
Marañón, como médico, conocía los desarrollos teóricos de la biopatología de su época. Conocía la existencia de los trabajos de Kretschmer, de Viola, de Pende, todos ellos figuras representativas del naturalismo de su tiempo. Aún así, el método marañoniano no se detiene ahí. Tiende a integrar todos esos saberes en un corpus más amplio en el que tengan cabida otras aportaciones del saber de las ciencias humanas ajenas al naturalismo dogmático. En palabras de Pinillos:
En definitiva, es obvio que Marañón se situó en las antípodas de la unilateralidad y el reduccionismo naturalista. A diferencia de otros colegas suyos, optó por la multiplicación de los puntos de vista, prefirió la interdisciplinariedad, la dilatación del conocimiento del hombre, a la reducción del especialismo y sus posibles concomitancias con el reduccionismo naturalista de la época, carecen de significado profundo. (Pinillos, 1968, p.101)
Y esto es así porque lo que caracteriza al método marañoniano es su talante integrador. Marañón era contrario a los dogmatismos tanto de la medicina como de la psicología o la historia, parcelas de saber que él cultivaba profusamente. Como médico renegaba del dogmatismo imperante en la rama de la biopatología. Como historiador, de las restricciones que un incipiente positivismo provocaba en el pensamiento histórico. Como psicólogo, del unilateralismo que dimanaba de una psicología sincrónica y ahistórica tan sólo preocupada por su “aquí y ahora”. Así, entre todas estas disputas metodológicas, concibió Marañón su estudio del ser social, estudio imbuido en una tentativa interdisciplinar, acrisolada. Marañón no era historiador ni psicólogo social. Era, antes que eso, un pensador integrador, un conciliador de voluntades de saber.
Marañón contempla el hecho histórico, insisto en ello, a través de una óptica conceptual de gran angular, esto es, desde una idea integral de la condición humana, de lo que forman indudable parte los instintos y sus patologías, las resistencias inconscientes y los mecanismos, pero también el temperamento, el carácter, la ambición, la influencia del entorno familiar, educativo y social en que se ha movido el personaje, sus convicciones religiosas y sus sentimientos más íntimos (...) Fue justamente porque intentaba hacerse cargo de la naturaleza humana entera, esto es, la totalidad de su amplitud y complejidad, por lo que Marañón valoró en todo momento la condición sociocultural y personal del ser humano. (Pinillos, 1968, pp.100-103)
En su recurso al método histórico Marañón parece haber recibido la influencia de los trabajos de un coetáneo suyo, figura ilustre del pensamiento español. Era en verdad Ortega quien encabezaba la generación en la que Marañón se inscribía, y no resulta descabellado aventurar el peso que la razón histórica y el raciovitalismo orteguianos tuvieron en el desarrollo y en la elección metodológica de Marañón. Pese a que un análisis del contexto histórico en que vivió Marañón rebasaría las pretensiones de este artículo, cabe mencionar lo siguiente:
Puede que en esa acertada vislumbre suya no dejara de influir la teoría orteguiana de la razón vital y de la razón histórica pero en cualquier caso (...) hay que señalar también el giro psicológico y sociocultural que dio al estudio de la enfermedad y del comportamiento humano. (Pinillos, 1968, p.100)
No en vano Ortega ya había puesto de manifiesto, en Historia como sistema (1981), la imposibilidad de abordar el estudio del ser humano anclado en el devenir histórico con el único pertrecho metodológico de las influyentes ciencias físicas o naturales. El excesivo uso de ese método en las disciplinas humanísticas, en las tentativas indagadoras acerca de la naturaleza histórica del ser humano, había provocado una crisis en el saber humanístico, crisis sólo superable por medio del uso de una metodología estrictamente histórica.
La razón física no puede decirnos nada claro sobre el hombre. ¡Muy bien! Pues esto quiere decir simplemente que debemos desasirnos con todo radicalismo de tratar al modo físico y naturalista lo humano. En vez de ello tomémoslo en su espontaneidad, según lo vemos y nos sale al paso. O, dicho de otro modo: el fracaso de la razón física deja la vía libre para la razón vital e histórica. (Ortega y Gasset, 1981, p.26)
Es así el método de Marañón conciliador con los diversos saberes que versan sobre el objeto de estudio que él tiene en ciernes. El humanismo marañoniano es lo que caracteriza su incursión por la historia, por la psicología, por los avatares socioculturales del ser humano. Esto es lo que le hace distintivo ante cualquier tipo de reduccionismo exclusivista. En la vastedad de saberes es donde tiene cabida un exhaustivo análisis de la obra marañoniana. Es su misma actitud, la actitud de un humanista, la que sugiere la revisión de su pensamiento y su afinidad con la psicología social de la actualidad.
En esta línea de investigación histórica encontramos un voluminoso ensayo marañoniano, Antonio Pérez, que trata de desentrañar los enigmas de la personalidad de este controvertido personaje del siglo XVI español. Lo que inicialmente estaba destinado a ser el capítulo de un libro que tratara sobre los españoles que tuvieron que exiliarse al extranjero por motivos políticos se convirtió en este estudio de más de mil páginas en el que se ahonda en la polémica vida del secretario de Felipe II. Era este siglo XVI en España una época convulsa, tiempo de guerras tanto dentro como fuera del país, en el que ya se estaban consumiendo los últimos rescoldos de un imperialismo ahíto y obsolescente por el desgaste económico, político y militar. Es, además, el tiempo en el que se forjó un tipo de mentalidad, la renacentista, clave de bóveda de lo que después será la sociedad moderna. Esto es lo que interesa principalmente a Marañón: la conformación de las mentalidades así como la huella que el decurso histórico imprime en el espíritu humano. La época, el tiempo, el contexto, las costumbres... todo tiene cabida en las páginas de este libro, no sólo de interés para los historiadores del reinado filipista sino, a mi modo de ver, también para el estudioso de las estructuras de la personalidad y de los procesos socio-psicológicos por los que los hombres del pasado se vieron condicionados.
Tienen gran interés para el objeto de este artículo las prolijas descripciones de la época que Marañón realiza en su ensayo. No sólo se detiene en los hechos concretos, en los datos fehacientes que figuran en los libros de historia. También hace hincapié en el modo en que estos hombres, preludios del presente, se conducían a lo largo de sus vidas. Antonio Pérez consta en la historiografía tradicional como el secretario traidor al rey que tuvo que huir de Castilla para refugiarse en el cómodo fuero de Aragón, primero, para exiliarse después en territorio francés. Pero detrás de esas huidas, de esas feroces persecuciones y del pulso entre territorios en disputa se esconde la razón de ser del hombre del Renacimiento. Veamos cómo Marañón extrae de ese complejo y abigarrado ovillo de lana el hilo conductor que nos interesa a nosotros, los psicólogos sociales, en este intento por conjugar armónicamente psique y sociedad, historia y espíritu.
Como en las restantes biografías históricas comienza Marañón a desentrañar el laberinto genealógico del personaje biografiado. En el caso de Antonio Pérez se centra en la figura de su padre, Gonzalo
Pérez, quien en su labor como político dejó en herencia a su hijo una decisiva manera de ver el mundo que les rodeaba. Era el comienzo de la burocracia de los Austrias y, por lo tanto, los secretarios, los burócratas de la época, cobraban cada vez mayor importancia. De ahí que Antonio sintiese durante toda su vida la ambición de ser el más allegado a la corte regia, cargo por encima del cual apenas quedaba ninguno, salvo el del rey; ambición que llegaría, con el tiempo, a cegarle en su dilatada proyección como político.
Llama poderosamente la atención el modo en que Marañón vincula la personalidad de estos hombres del pasado con una minuciosa exploración del contexto sociopolítico en el que vivieron. No se trata tan sólo de bosquejar el relato de las grandes figuras del momento. Tras ellas, como en la sombra, se hallaban personajes subalternos que quizás pueden darnos mejores claves de lo que constituyó su tiempo concreto así como su hábitat existencial. El interés marañoniano por la historia se detiene más en estos últimos que en los primeros ya que, para él, son ellos quienes ostentan la definitiva impronta del decurso histórico alojada en sus estructuras de personalidad. De ahí que sean un claro reflejo del contexto más amplio de la sociedad y la cultura de la época.
Las historias habituales suelen entretenerse exclusivamente en relatar las idas y venidas de aquellos grandes señores. El gesto menos espectacular y casi siempre más eficaz de estos otros actores de segunda categoría apenas se entrevé en el fondo del cuadro ocupado por las carrozas y los séquitos de los protagonistas blasonados. Si se habla con insistencia de un secretario, como Antonio Pérez, es por sus escándalos y sus crímenes. Estos hombres de categoría social media, pero casi siempre de inteligencia superior, tuvieron, sin embargo, una participación decisiva en la política y en la administración del país. En ellos se cimentaba lo más sólido de la nación. Y si se hiciera un estudio apretado de ellos y de su labor y de su evolución a través de los diferentes reinados, se tendría la clave de muchas cosas inexplicadas, gloriosas o tristes, de la España de entonces. (Marañón, 1947, p.2)
¿Cómo era este Antonio Pérez que tantas páginas de historia y tantas polémicas ha suscitado? Según Marañón respondía a los moldes de su tiempo. Habituado a moverse por entre los escurridizos conciliábulos de la corte, desarrolló tempranamente un claro sentido de la política, llegando incluso a persuadir al propio rey. Estaba influido también por las tempranas enseñanzas de su padre quien, a lo largo de su convivencia, inoculó en su personalidad el sentido de la confabulación, de la diplomacia y de las intrigas. Para nuestro autor, las cortes regias de la época debían estar plagadas de estos personajes sedientos de poder y prerrogativas quienes, al mismo tiempo, y debido a su origen humilde, iban sedimentando en su interior un sentimiento de revancha hacia aquellos que les superaban en cuna y en alcurnia, esto es, hacia la nobleza. Así relata Marañón las envenenadas enseñanzas que Gonzalo Pérez prodigaba en el carácter de su hijo.
Paseando con él en la huerta de las norias de los alrededores de Madrid o por los campos de Val de Concha, le instruiría en la técnica del secretariado y en el arte de navegar por la Corte; a la vez que destilaba en su alma el resentimiento contra los poderosos, a los que él había servido sin alcanzar nunca el premio que creía merecer: “tengo prevenido un sobrino que sabrá vengarme de todos los lazos que me arman”. No debe olvidarse la importancia de esta lección, que absorbió su alma, día por día, desde que era niño. Bajo la amabilidad y la simpatía, que fueron una de sus mejores armas, se advertía siempre, en el transcurso de la vida de Antonio, la iracundia y el desprecio, sofocados, pero prontos a escapar por las grietas de la impaciencia o del mal humor; no sólo contra los grandes personajes, sino contra el mismo rey. (Marañón, 1947, p.30)
Antonio Pérez fue un personaje representativo de su época y no, tal y como afirman numerosos historiadores, un monstruo sin escrúpulos. Si lo fue tal vez sea en relación con los criterios axiológicos de la actualidad. Pero que el modo de conducirse en la Corte y por los asuntos de Estado de este secretario era el habitual de la época renacentista no encierra discusión alguna. Explorando en la personalidad de Pérez estamos, por tanto, realizando una autopsia a un tiempo concreto de las edades del ser social, y de ahí que Marañón sienta interés por este “personaje secundario” de una época ensombrecida por los gestos, ostentosos y tragicómicos, de los grandes hombres.
Otra de las claves de bóveda del siglo XVI español es la personalidad de Felipe II. En contra de los apologistas filipistas, habitualmente movidos por una idea de España estática y pedernalina, Marañón nos describe cuáles fueron los rasgos esenciales de este complejo actor del pasado. Pese a que con bastante frecuencia se le atribuye un carácter prudente, para nuestro autor el monarca estaba aquejado, en pocas palabras, de una profunda debilidad de carácter. Esta es la razón por la que pudo ser fácilmente captado por el ambicioso Pérez, mucho más despierto que el rey en los asuntos de la Corte y, sobre todo, más acostumbrado a ganarse el apoyo de los grandes de la nación.
Otro de los defectos más profundos de Felipe se debía no a la educación, sino a una particularidad de su naturaleza. Me refiero a su timidez. A través de los velos y de las pasiones que rodean a este Monarca, se dibuja con claridad en él un encogimiento de ánimo que le venía, con la herencia psicológica, desde su tatarabuela, Doña Isabel, madre de Isabel la Católica, agravada en su abuela Doña Juana la Loca, y también muy manifiesta en su padre, el Gran Emperador, que pasaba por fases de tremendo aniquilamiento espiritual, el último de los cuales, con la gravedad de lo involutivo, le llevó al retiro de Yuste (...) Era un tímido permanente, sin fases de euforia y de optimismo; y por tímido, desconfiado y cauteloso (...) En los autores contemporáneos de Felipe asoma constantemente esta realidad; sin negar que fuera en ocasiones prudente, como todos los hombres animados de un deseo de perfección, que él tuvo en alto grado, su prudencia legendaria no fue tal prudencia, sino irresolución. (Marañón 1947;1998, pp.50-51)
Es esa irresolución congénita la que llevó a este rey a confiar sus asuntos de Estado a un personaje como Pérez, deseoso de notoriedad, en el que después se descargaría toda la furia de la violencia estatal. Y es que Marañón le atribuye a la timidez otro rasgo fundamental del espíritu humano, larva que se va acrecentando a lo largo de los años, esto es, el resentimiento.
Ahora bien, ¿cuáles eran las notas distintivas de la época que Marañón trata de retratar? Según nuestro autor, toda época, todo hito distintivo del acontecer histórico posee sus luces y sus sombras. Pero el hecho de que Pérez, ese sicario ávido de poder y a veces cruel, fuera representativo de su tiempo, nos mueve a pensar que el Renacimiento español no poseía grandes virtudes en cuanto a moralidad se refiere. El asesinato de Escobedo, por el que persiguieron a Pérez, no era más que algo rutinario para una mentalidad histórica que en poco valoraba las vidas humanas. Entre las pasiones que guiaban al hombre del Renacimiento se albergaba una multitud de sentimientos que hoy día, desde nuestro cómodo observatorio del presente, podríamos tildar casi de inhumanas. Con todo, en cualquier valoración que podamos realizar de una época que no es la nuestra debe primar la prudencia.
Es difícil atribuir a los hombres de una determinada época cualidades morales específicas de esta época. Cuanto de bueno y de malo son capaces los seres humanos puede florecer, y ha florecido, en cualquier tiempo de la Historia. La influencia de las épocas que tienen un carácter muy acusado –hay otras casi anodinas –se manifiesta, más que por nada nuevo, por la abundancia con que surge un determinado tipo moral ya conocido y, sobre todo, por el acento de beligerancia oficial que se da a ese tipo (...) Lo mismo ocurrió en el Renacimiento: la mezcla de pasión por la sensualidad, de amor pagano a la belleza de la vida y de total falta de escrúpulos para lograr aquellos fines, que dibujan el espíritu renacentista, es también cosa de todos los tiempos. Pero en aquél era, además, un patrón o arquetipo que exhibían los hombres representativos y que los demás procuraban imitar. Antonio Pérez es uno de los personajes que encarnan, punto por punto, la moral renacentista, dentro de una categoría inferior y sin genialidad. (Marañón, 1947, p.315)
Utiliza Marañón para su estudio todo tipo de materiales: los retratos del personaje, los libros que poseía, las gentes con quienes se relacionaba, las páginas que dejó escritas. De ello se desprende el nudo gordiano de la personalidad humana. En el caso de Pérez, sus retratos dejan a nuestro autor una precisa impresión de cómo debió ser su biografiado.
La indumentaria acuerda de modo perfecto con la época, y las facciones y expresión del rostro, fino, inteligente, de salud mediocre, un tanto melancólico y lleno de simpatía, se ajustan del tal modo a lo que sabemos de la psicología del Secretario, que el ánimo se inclina a identificar resueltamente en esta cabeza la de nuestro héroe (...) Aceptándola así, confirma este retrato la idea que de Antonio Pérez nos han dado las descripciones. Es un rostro muy de varón, iluminado por dos de los motivos que hacen atrayente al hombre: la inteligencia y la melancolía. (Marañón, 1947, p.316)
Lo mismo sucede con la moralidad en una época en la que ésta escaseaba incluso en las cabezas más claras del Estado. En un hombre del Renacimiento como Pérez, y no podía ser de otro modo, la amoralidad fue la nota predominante de su carácter.
Hubiera podido ser Antonio un político excepcional en tierra donde abundaban tan poco como en la nuestra. Pero le faltó el mínimum de rectitud moral que se exige –y es bien poco –en este oficio para pasar la aduana. El clima renacentista pudo más que él; y así le vemos engañando cínicamente al Rey, a Don Juan de Austria y a cuantos le rodearon; tomando dinero por el otorgamiento de cargos y la revelación de secretos de Estado; y dando apariencias de ejecución política al asesinato de un enemigo que a él y a su asociada les convenía eliminar. Asombra, sobre todo, la falta absoluta de remordimiento de estos crímenes. Ni una sola vez pasa por sus escritos, públicos o íntimos, un matiz de contrición (...) Cierto que esta atroz serenidad ante el crimen era fruta del tiempo. Obsérvese que nadie le reprochó el hecho de matar a un hombre, sino sólo, y esto al cabo de muchos años, el que las causas para mandarlo matar hubieran sido éstas o las otras. (Marañón, 1947, pp.322-323)
Al igual que otros personajes que se alojaron cómodamente en las cimas del poder absolutista, Pérez era dado a ciertas aficiones orientalistas. Era esta también una de las notas características de la época, y supone un rasgo distintivo que nos dice algo más de su carácter. Algunos hombres poderosos pueden llegar a convencerse de que su suerte está determinada por los astros o por algún otro evento cósmico. La superstición, tan propia de los adictos al poder, nos muestra un tipo de individuo intranquilo con los avatares del destino, precavido, desconfiado, incluso temeroso de lo que cualquier vaga hechicería pudiera repercutir en sus designios. Así nos lo confirma Marañón.
Muy del influjo oriental, propio del espíritu renacentista, era la afición de Pérez a la astrología y a los jeroglíficos. Sobre esto se ha hablado ya a propósito del laberinto que Antonio usó como emblema, heredado de su padre. El dibujo del emblema era, como ya se ha dicho, un Minotauro en el centro de un laberinto, con un dedo sobre la boca y arriba la divisa In Spe (en espera) (...) Ya se ha explicado el sentido de esta divisa: el Minotauro con el dedo en la boca es el Secretario, mudo, en medio de un laberinto de secretos. (Marañón, 1947, p.330)
Y es que, en verdad, la vida renacentista estaba constituida por un verdadero mosaico en ocasiones ininteligible. La gracia regia, fundamental en los Estados absolutistas, variaba cada día, y un personaje encumbrado en las cimas del poder podía ser, poco tiempo después, el objeto de una furibunda persecución política, agravada, por lo general, por la ortodoxia de los tribunales de la Santa Inquisición en el momento de su más alto poderío.
El clima, las instituciones, las pugnas entre poderes a veces invisibles... La estructura sociopolítica que debía interiorizar el individuo del Renacimiento condicionaba sobremanera sus rasgos de personalidad. En la exploración del espíritu renacentista Marañón se detiene pormenorizadamente en los entresijos de la sociedad de la época. Era así la España renacentista un hervidero de pasiones en el que facciones de distinta procedencia e ideología se disputaban los favores regios. En este orden de cosas, la detallada descripción marañoniana de la corte española se acerca sorprendentemente a la bosquejada por Norbert Elias en La sociedad cortesana. Pese a que este último se centra en la monarquía absolutista francesa, ambos coinciden en que la peculiaridad primordial de este jalón de la historia son los contrapoderes a los que el rey sometía a las dos clases sociales ascendentes, la nobleza y una incipiente burguesía colmada de escribanos, secretarios, burócratas... Marañón hace hincapié en la importancia que esta coyuntura ostentaba para el cortresano de la época. Así:
En principio, la elevación de Antonio a los altos puestos creaba en torno de él, como en torno de los demás ministros y secretarios escogidos adrede en el sector de la incipiente clase media española, una reacción de susceptibilidad en los aristócratas, cuya omnipotencia venían cercenando poco a poco los últimos Monarcas, preocupados en realizar la unidad española para la que había que combatir no sólo a los moros y judíos, sino también a los nobles feudales. Felipe II había aprendido bien esta lección, como todas las de su padre. Fue Felipe el rey más antiaristócrata de la Casa de Austria, porque era el más burócrata, y en los bufetes de la política y de la administración era donde los nobles tenían la batalla perdida, frente a hombres menos vanidosos, más activos, de mayor ingenio y de cultura y formación universitaria notoriamente superiores. (Marañón, 1947, p.136)
Las profundidades del espíritu renacentista estaban siendo removidas por el poderoso influjo de una burocracia larvada, engastada en las formas primarias del Estado, cuyo desarrollo posterior condicionará las estructuras psíquicas de aquellos que se ven sujetos a la autoridad estatal. La burocracia, como ya anunció Max Weber en la clarividente La ética protestante y el espíritu del capitalismo, no es sólo un modo de organización racional de las tareas administrativas. Se trata, además, de uno de los más importantes factores de la socialización humana en nuestra época moderna. Antonio Pérez, el burócrata, el oscuro secretario, no es más que el germen de otro tipo de individuo que aflorará en siglos posteriores. En las posiciones encontradas entre unos y otros halló nuestro personaje su caldo de cultivo y la oportunidad deseada de ascender al poder, favorecido por un monarca que no cesaba de restarle poder a una nobleza de espada cuyo único cometido era actuar, a su vez, de contrapeso de la burguesía ascendente. La mentalidad del hombre renacentista había de verse conformada por estas tensiones sociopolíticas, síntoma del gradual aumento del poder estatal sobre las antiguas formas feudales, ya socavadas por el absolutismo.
Las condiciones personales de actividad, conocimientos y simpatía de Antonio Pérez y, sobre todo, su absoluta captación de la gracia real, colocaron rápidamente a su lado a una buena parte de los Grandes y los nobles de diversas categorías. Pero como la aristocracia estaba dividida en partidos y banderías, la amistad de unos significaba la enemistad de los opuestos. Unía a todos los nobles un sentimiento común, que era, no el patriotismo, todavía embrionario en el sentido que le damos hoy, sino la adhesión, casi sagrada, al Rey; y el fervor católico, que se identificaba con el monárquico. Mas, por debajo de esta actitud general, se dibujan bien las divergencias. Nacían éstas, ya de pleitos personales y familiares, ya de razones políticas. Sucedía a veces que lo personal no coincidía con lo político, arrojando a campos opuestos a diversos miembros de una misma familia. (Marañón, 1947, p.138)
Todo ello aunado tenemos, en definitiva, un exhaustivo retrato del espíritu de una época concreta en la historia del ser social. Este ensayo marañoniano nos introduce en las vicisitudes históricas que poco a poco iban configurando la mentalidad de los individuos de un tiempo determinado de la historia de España. El contexto, la sociedad, la cultura, la economía, la política... piezas todas de ese complejo collage que encarna el ser humano en su constante devenir por el tiempo. Antonio Pérez nos muestra cuáles eran los caminos que recorría el hombre del Renacimiento. A mi modo de ver, este voluminoso ensayo marañoniano contribuye a la comprensión del ascendente evolutivo de la mentalidad humana. En sus páginas se encuentra un jirón del alma de los hombres y mujeres que habitaron el pasado.
En este artículo se ha tratado de realizar un bosquejo de la psicología social histórica en cuanto a epistemología y metodología se refiere. El estado actual de la psicología social requiere, a mi entender, una profunda revisión crítica de sus fundamentos así como de su propia historia dado el carácter reduccionista e individualista de la psicología social hegemónica. Es por esto por lo que la apertura a otras ramas del saber, tales como la historia, supone un considerable avance en relación con la producción teórica psicosociológica actual. La inclusión de Marañón en la psicología social histórica, atendiendo a esa revisión crítica de la historia de la disciplina, tiene vocación integradora: la obra que dedicó a indagar en la naturaleza histórica del individuo hace de su método una herramienta útil para la psicología social actual. Esta es la razón de ser de la psicología social histórica, así como de cualquier otra disciplina humanística: integrar, de la forma más amplia posible, todas las ramas de saber que versen sobre su objeto de estudio. La obra marañoniana, lejos de ser una mera añadidura a la bibliografía historiográfica, supone un proyecto de vasta envergadura que hoy, más que nunca, cobra sobrada actualidad para la psicología social.
Como puede apreciarse en las páginas que componen este artículo, la aplicación del método psicohistórico, tomado a partir de las consideraciones que Marañón hizo acerca del ser social en la historia, resultan de gran interés para una disciplina emergente e integradora como es la psicología social histórica.
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