El carácter inevitable de la relación entre Psicología Social y Literatura podríamos concretarla en una frase, nunca vieja, del viejo romano Terencio: “Hombre soy y nada humano me es ajeno”. En efecto, dado que resulta difícil encontrar algo humano (sentimientos, emociones, pensamiento, acción) que no sea intrínsecamente psicosocial, se hará difícil leer literatura que, de una u otra manera, no haga Psicología Social. Tal relación entre Literatura y Psicología Social es tan obvia, necesaria y natural que no tendría mucho sentido pararse mucho tiempo en explicar las razones de tal relación, y habría que pasar directamente a explicitar ejemplos concretos de esa relación. Por ejemplo, a mi modo de ver, el Quijote es, en cierta medida, un libro de Psicología Social de la vida cotidiana de una época, como tantos y tantos otros libros de literatura. Además, como le ocurre a cualquier aficionado a leer, mis intereses literarios son tan amplios (Cervantes, Balzac, Galdós, Proust, Unamuno, Baroja, Valle Inclán, Juan Rulfo, Valle Inclán, Jorge Amado, García Márquez, Delibes, etc.), que me sería muy difícil analizar la Psicología Social encerrada en la obra de cada uno de estos autores. Así, en el caso de Miguel Delibes, tres grandes constantes aparecen repetidamente en sus libros (la muerte, el mundo rural y provinciano, y el paisaje castellano), y con ellas construye el escritor vallisoletano todo un mundo de relaciones interpersonales, siempre con el paisaje no como un mero y mudo testigo, sino como el auténtico forjador de una forma de ser, de comportarse y de relacionarse los protagonistas de tales libros. No resultaría fácil analizar aquí todo ello y repetirlo con cada uno de los autores que me interesan.
Por otra parte, aunque existían ya antecedentes sobre la fértil relación entre Psicología Social y Literatura, provenientes sobre todo de la Sociología de la literatura o la Sociología de la novela, es sobre todo a partir de los años 80 cuando la aproximación entre Psicología Social y Literatura se hace ya imprescindible y necesaria, como consecuencia, por un lado, de la disolución por parte del pensamiento postmoderno de las fronteras entre discursos científicos y discursos no científicos, y, por otro lado, de la gran importancia que la Nueva Psicología Social concede al análisis del discurso, al estudio del discurso narrativo y a la Psicología Social Retórica (véase Ovejero, 1999a). Más en concreto, si la Nueva Psicología Social, a partir de Ludwig Wittgenstein e incluso del propio Michel Foucault, concede una importancia central al lenguaje, ¿cómo no acercarnos a los auténticos domadores, y hasta creadores, de las palabras y auténticos expertos en el lenguaje y en las narración de historias que son los literatos? Lo que pretendo aquí es sobre todo mostrar las múltiples afinidades entre la Psicología Social y la Literatura y, a la vez, hacer explícitas las muchas ventajas que tendría un análisis psicosociológico de la Literatura para el enriquecimiento del cuerpo de conocimientos de la Psicología Social. Además, si los antecedentes que en este terreno provienen de la Sociología de la Literatura y de la Novela, suelen participar de una concepción marxista, la contribución de una Psicología Social de la Literatura podría enriquecer los conocimientos existentes, pues añadiría una nueva perspectiva bien diferente de la marxista, la de la Nueva Psicología Social, esencialmente transdisciplinar, socioconstruccionista e interesada por el análisis del discurso mismo.
Por último, no olvidemos que si bien es cierto que la Literatura –o parte de ella- refleja la vida social y las relaciones interpersonales ya no sólo de sus protagonistas sino incluso de las personas de la época que retrata, también es cierto, a veces, lo contrario: que la vida social e interpersonal de los escritores dan forma a sus obras. Así, sin la tormentosa relación que tuvo James Joyce con Nora, el Ulysses hubiera sido bien distinto de como es o incluso no hubiera sido nunca escrito; y sin las relaciones interpersonales y grupales que Delibes tenía en su “cuadrilla”, el Diario de un cazador probablemente no hubiera existido. Y el número de ejemplos de este tipo sería realmente interminable. Ahora bien, también sería difícil que los psicólogos sociales nos comenzáramos a ocupar de la Literatura si nuestra disciplina no hubiera sufrido los cambios profundos que ha sufrido a lo largo de los últimos años bajo la influencia del pensamiento postmoderno (véase Ovejero, 1999a).
Uno de los más importantes efectos de la influencia que en las últimas décadas ha tenido la obra de Wittgenstein, sobre todo sus Investigaciones filosóficas, ha sido abrir la puerta definitivamente al llamado giro lingüístico, que, como señala Tomás Ibáñez (2003), ha contribuido a dibujar nuevas concepciones acerca de la naturaleza del conocimiento y sobre todo nuevas maneras de concebir la propia naturaleza del lenguaje que, entre otras cosas, ha pasado de describir la realidad a construirla o, más específicamente, a construir realidades (véase Goodman, 1978). Y si bien, en el ámbito de la Psicología Social, ello se ha traducido en el auge del análisis del discurso (véase Fairclough, 2003; Gee, 2004; Íñiguez, 2003; Jaworski y Coupland, 2005), hasta el punto de que algunos han llegado a identificar ambas cosas, Psicología Social y análisis del discurso (Harré y Stearns, 1995), habiéndose aplicado tal análisis a campos tan diversos como la interacción cotidiana cara a cara, la memoria social, las emociones o el racismo, todo ello también puede ser altamente útil para aplicarlo a las relaciones, a mi juicio sumamente fértiles, entre Psicología Social y Literatura (véase Potter, Stringer y Wetherell, 1984).
En definitiva, aunque antropólogos como Sapir o Whorf habían señalado ya el papel que desempeña el lenguaje en la construcción de nuestra visión del mundo, fue el “giro lingüístico” el que le dio a este fenómeno la importancia que hoy día tiene, a partir principalmente de los trabajos de Heidegger, Ortega y Gasset1, Foucault y sobre todo de Wittgenstein. Y es esta nueva trayectoria de los estudios sobre el lenguaje la que llevó a muchos psicólogos, y sobre todo psicólogos sociales, a analizar el lenguaje y los discursos como objetos centrales del quehacer psicológico,
Y dentro del estudio del lenguaje, ha sido el análisis de diferentes tipos de discursos el que ha acaparado una alta proporción de los trabajos de los psicólogos y psicólogas sociales, especialmente en Inglaterra (Antaki, Billig, Harré, Potter, Wetherell, etc.), aunque no se han ocupado mucho del estudio de los discursos literarios, a pesar del interés intrínseco que para la Psicología Social tienen, al menos a mi juicio, tales discursos, puesto que podríamos decir, parafraseando el título de un importante libro de Theodore Sarbin (1986), que la psicología narrativa se basa precisamente en la naturaleza contada de la conducta humana. Y pocos han contado y narrado historias mejor y con más diversidad de timbres que los grandes literatos. Existen pocas formas mejores de conocer la conducta cotidiana de las personas y de los grupos sociales en diferentes épocas así como las más profundas emociones y pasiones de tales personas que buscando y analizando psicosociológicamente los textos de los grandes personajes de la literatura como Cervantes, Shakespeare, Dickens, Zola, Balzac, Dostoiewski, Kafka o Proust, autores todos ellos que no sólo reflejaron la realidad social, psicológica y psicosociológica de su tiempo, sino que contribuyeron poderosamente a su construcción, pues como concluye Lupicinio Íñiguez (2003: 191), “el capital simbólico del discurso radica no sólo en la capacidad de acción que representa, sino también en generar representaciones de las prácticas sociales y de la sociedad en su conjunto”. Por consiguiente, con lo dicho hasta aquí, me parece demostrada la gran fertilidad que para la Psicología y la Psicología Social tendría un análisis sistemático y profundo de las complejas relaciones entre Psicología Social y Literatura. Lo que aquí se pretende, en definitiva, no es que la Literatura sustituya a la Psicología Social, sino que ésta utilice el contenido de aquélla como instrumento privilegiado de trabajo.
La importancia que para el análisis psicosociológico de la realidad tienen los textos de la literatura proviene de la tesis fundamental del libro de Lucien Goldman (1964) según la cual los verdaderos autores de la creación cultural son los grupos sociales y no los individuos aislados, frase, a mi juicio, muy convincente, a pesar de que disgustaría profundamente a Harold Bloom. Por tanto, las obras literarias serían una forma de expresión de los grupos sociales, de sus problemas, sus esperanzas y sus ilusiones, por lo que si queremos analizar tales problemas, esperanzas e ilusiones, el estudio de las grandes obras de la Literatura nos será de gran ayuda. Por otra parte, dados los efectos de poder que, como muestra Foucault (1970), tienen los discursos, incluidos los discursos literarios, no es raro que, por una parte, se les haya impuesto con frecuencia censuras y restricciones desde el poder instituido, y, por otra parte, se vean permanentemente expuestos a muy diferentes y variadas interpretaciones2.
Pues bien, basándose principalmente en La teoría de la novela de Lucács, Goldman formuló estas dos hipótesis sobre la relación existente entre una novela y la sociedad (1964: 16): la primera se refiere a la homología entre la estructura de la novela clásica y la estructura de la economía liberal, basada en el intercambio, y la segunda se refiere a la existencia de ciertos paralelismos entre sus evoluciones posteriores. Lo que da sentido a la sociología de la novela y, más aún, a la psicosociología de la novela, es el hecho de que ésta es necesariamente y a la vez una biografía y una crónica social. Más aún, es que la forma novelesca misma está estrechamente relacionada con la estructura del medio social en cuyo interior se desarrolló. En este sentido no es de extrañar que la novela como género literario surgiera precisamente con la sociedad individualista moderna, propia del capitalismo incipiente. “En nuestra opinión, la forma novelesca es, en efecto, la transposición al plano literario de la vida cotidiana en la sociedad individualista nacida de la producción para el mercado. Existe una homología rigurosa entre la forma literaria de la novela... y la relación cotidiana de los hombres con los bienes en general y, por extensión, de los hombres entre sí, en una sociedad que produce para el mercado” (Goldman, 1964: 24). Y esto sí es importante para la Psicología Social: la estructura mental del hombre, tanto individual como colectivo, es un reflejo de su actividad cotidiana, de su relación tanto con los bienes en general como con los otros hombres. Pues bien, añade Goldman (1964: 25) “en la vida económica, que constituye la parte más importante de la vida social moderna, toda relación auténtica con el aspecto cualitativo de los objetos y de los seres tiende a desaparecer, tanto respecto de las relaciones entre los hombres y las cosas como a las relaciones interhumanas mismas, para ser sustituida por una relación mediatizada y degradada: la relación entre los valores de cambio puramente cuantitativos. Como es natural, los valores de uso continúan existiendo, e incluso regulan, en última instancia, el conjunto de la vida económica; pero su acción toma un carácter implícito, exactamente como el de los valores auténticos en el mundo de la novela”. Existiría, pues, una fuerte y profunda analogía entre estos tres tipos de estructuras: en primer lugar, la estructura de la sociedad occidental moderna; en segundo lugar, la estructura interna de la novela; y, en tercer lugar, la estructura mental del ser humano, tanto individual como colectivo.
En resumidas cuentas, la producción de un texto literario está muy influido, en última instancia, por las relaciones sociales de producción dominantes en un período específico y especialmente por el impacto que tales relaciones tengan en la mentalidad colectiva de los pueblos así como en la vida cotidiana de los ciudadanos. Ello explicaría que la novela naciera precisamente en el momento en que se descomponían las estructuras sociales y económicas del Medievo y cuando comenzaba a desarrollarse el humanismo como un reflejo ideológico de la nueva clase burguesa, como se ve claramente en La Celestina (1499), probablemente la primera novela de la Historia de la Literatura, que, entre otras cosas, analiza ya el enfrentamiento del individuo con su ambiente social, algo realmente imposible en la Edad Media, cuando el individuo formaba parte de su ambiente social y no podía distinguirse de él. Este magnífico libro de Fernando de Rojas muestra espléndidamente el choque entre el mundo medieval, ya en completa descomposición, y el renacentista, en ciernes. Más aún, como sostienen Blanco Aguinaga y cols. (1978), se trata de una obra que refleja de modo admirable la situación de una Castilla en la que ya se había roto el organicismo feudal tradicional y teocrático, en la que ya se estaban poniendo las bases del estado moderno y absoluto, y en la que la fragmentación del sistema medieval iba acompañada de la fragmentación de la persona, mientras ésta, por otra parte, iba cayendo más y más en la deshumanización como consecuencia del nuevo absolutismo y de la irrupción violenta de los nuevos valores impuestos por la burguesía mercantil precapitalista. Todo ello acarreará la aparición de algo totalmente ajeno al mundo medieval: la soledad y la lucha a nivel individual por sobrevivir en un universo ya no ordenado ni cerrado orgánicamente, y dominado por unas nuevas relaciones de producción, lo que, sin ninguna duda, fue dando lugar también a unas nuevas relaciones interpersonales. Y es que son precisamente las condiciones de producción del capitalismo incipiente las que tuvieron como consecuencia la producción del individuo, del sujeto moderno que, a la larga, haría posible y hasta necesario el surgimiento de la misma Psicología, siendo la lectura moderna, privada, aisladamente y en silencio, la que contribuyó de forma decisiva a la construcción del sujeto moderno (véase Catelli, 2001; Piglia, 2005).
Todo lo anterior explica el hecho de que aparecieran a la vez tanto la novela como la Psicología y que, incluso, tuvieran una trayectoria histórica hasta cierto punto similar. De hecho, Michael Billig (1982) retrotrae la aparición de la Psicología al Renacimiento, cuando las leyes y las costumbres ya no permitían dar cuenta de la conducta humana y predecirla. Y es en esa época cuando Stephan Toulmin (1990) coloca las auténticas raíces de la Modernidad. No olvidemos, como ya he dicho, que la primera novela de la literatura española, y probablemente de la historia universal, La Celestina, apareció en 1499, y en 1554 se publicó El Lazarillo de Tormes en el que aparece ya claramente la realidad profunda del yo individual y su profunda problemática. Pues bien, por esos mismos años, en concreto en 1532, publicó su Tratado del alma, Luis Vives, a mi juicio uno de los más claros e importantes precursores de la Psicología moderna (véase Merton, 1965; Ovejero, 1999b). En 1580 se publican los Essais de Michel de Montaigne y no mucho después, en 1605, hace ahora justamente cuatrocientos años, publicaba Cervantes la primera parte del Quijote, que, a juicio de una voz tan reconocida como la de Foucault de Las palabras y las cosas, “es la primera de las obras modernas, ya que se ve en ella la razón cruel de las identidades y de las diferencias juguetear al infinito con los signos y las similitudes, porque en ella el lenguaje rompe su viejo parentesco con las cosas para penetrar en esta soberanía solitaria de la que ya no saldrá, en su ser abrupto, sino convertido en literatura” (1966: 55). Para entonces, ya hacía algo más de treinta años que Juan Huarte, actual patrón de los psicólogos españoles, había publicado su Examen de ingenios (1574), otro antecedente importante de la Psicología moderna. Como señala Ibáñez (1990: 24), “considero imprescindible arrancar esta indagación historiográfica a partir del siglo XVI por la sencilla razón de que el tipo de empresa de la que forma parte la psicología social arranca precisamente de esas fechas”. Igualmente, como ya hemos dicho, Toulmin, en su Cosmópolis (1990), coloca el inicio de la Modernidad en Montaigne, en Shakespeare y en Cervantes, y sostiene que es en el siglo XVI donde la Modernidad hunde sus raíces, afirmando incluso que “Galileo y Descartes fueron simples productos tardíos de unos cambios que se habían impuesto en Europa occidental desde 1520” (1990: 45).Y es que la novela y la psicología han seguido trayectorias paralelas, como no podía haber sido de otra manera, ya que ambas mostraban el surgimiento y desarrollo del sujeto moderno así como los avatares y la problemática tanto de su soledad como de su ilusión de ser independiente: era el precio de la libertad (véase un libro útil para entender este proceso en Fromm, 1941).
En suma, tanto la novela como la psicología surgieron con el inicio del capitalismo, se desarrollaron plenamente con la Revolución Industrial y la Ilustración, y evolucionaron con los cambios que fueron produciéndose en el mundo capitalista. De hecho, la Psicología moderna se inicia con el Renacimiento, pero es con la Revolución Industrial cuando se desarrolla, hasta el punto de que suele decirse que nace en el siglo XIX, y que lo hace como Psicología del comportamiento colectivo, de la mano de autores como Lindner o Wundt en Alemania, Tarde o Le Bon en Francia, Cattaneo o Sighele en Italia, y González Serrano en España (véase Ovejero, 1997), justamente cuando Zola publicaba su Germinal (1885) y cuando la Revolución Industrial hacía estragos en la organización social, produciendo profundas dislocaciones en la estructura profunda de la sociedad (véase Polanyi, 2001), lo que, por otra parte, comenzó a reflejarse también en la literatura, primero en Inglaterra, en la obra de Dickens, quien publicó Oliver Twist en 1835, David Copperfield en 1850 y Tiempos difíciles en 1954; y luego en Francia, donde Hugo publicó Los miserables en 1862 y Zola su Germinal en 1885, como ya he dicho. Y la crisis profunda del capitalismo, que dio lugar a la primera guerra mundial, se reflejó tanto en la literatura como en la propia Psicología alrededor de esas fechas. En efecto, Proust escribió su magistral A la busca del tiempo perdido entre 1909 y 1919; Kafka comenzó a redactar El proceso en 1914, aunque se publicaría en 1925; y Joyce redactó el Ulysses a partir de 1914. Como vemos, no es en absoluto casual que justamente en 1914, cuando estalla la Gran Guerra, estuvieran redactando sus obras maestros los principales renovadores de la narrativa europea: Franz Kafa, Marcel Proust y James Joyce. Pues bien, aunque Freud había publicado algunos de sus más importantes libros poco antes (La interpretación de los sueños, 1900; Psicopatología de la vida cotidiana, 1904), otros que fueron clave en la interpretación de los nuevos tiempos y del hombre moderno se publicaron también a la vez que comenzaba la primera guerra mundial (Tótem y Tabú, 1913; Introducción al Psicoanálisis, 1916).
Pero todo ello lo entenderíamos mejor si acudiéramos a una nueva perspectiva, la del lector (véase Cavallo y Chartier, 2001; Chartier, 1993, 2001). En efecto, no sólo es importante ver las relaciones entre Psicología Social y Literatura desde la perspectiva del autor, aunque éste sea visto como el producto de su época y sobre todo del grupo a que pertenece, sino que también será fundamental tener en cuenta la perspectiva del público al que van dirigidos los libros, es decir, la de los lectores, que de alguna manera podríamos decir que son los auténticos autores de los libros que leen.
Si las transformaciones sociales y económicas que ha sufrido nuestra sociedad ha influido poderosamente en el surgimiento y desarrollo tanto de la Literatura como de la propia Psicología, ello ha tenido lugar a través al menos de estas dos vías: por una parte, a través de los cambios que ha producido en los escritores, como miembros particularmente sensibles de los grupos sociales a que pertenecían; y, por otra parte, a través de las modificaciones que producían en el conjunto de los miembros de esos mismos grupos sociales, preparándoles así para la lectura de las obras de su “avanzadilla” intelectual, que eran los escritores. Pero, en una relación claramente dialéctica, la propia lectura fue acelerando la transformación de la mentalidad de las personas y los grupos sociales de cada momento histórico. De esta manera, la historia de la literatura estaría estrechamente emparentada con la historia, la remota y la menos remota, de la propia Psicología Social, de tal manera que las dos variables que mejor explicarían tal relación serían, de un lado, las transformaciones económicas en el interior del capitalismo y los consiguientes cambios sociales y culturales que conllevaron, y, de otro lado, los cambios en la ideología, en las mentalidades y en las representaciones sociales, en definitiva en la Weltanchaunng, de la población, como efecto directo tanto de las transformaciones económicas, sociales y culturales mencionadas como de la propia lectura. De ahí la importancia que tiene el análisis de las prácticas sociales de la lectura en las relaciones entre Psicología Social y Literatura (véase Cavallo y Chartier, 2001; Chartier, 1993; Chevalier, 1976; Goody, 1988; Hauser, 1951; etc.). De hecho, como recientemente escribía Nora Catelli (2001: 38-39), la construcción del sujeto moderno se hizo a través de la lectura y a partir de ella.
Ahora bien, si escritura y lectura, escritores y lectores, han estado estrecha y dialécticamente relacionados desde el origen mismo de la escritura, tales relaciones han tenido una influencia social máxima justamente tras la invención de la imprenta, que fue llevando paulatinamente a un ingente incremento del número de lectores, lo que hizo posible tanto la aparición del sujeto moderno (la subjetividad individual) como, tal vez, de la propia Modernidad (véase Giddens, 1991, 1992). Y es que sin la expansión de la lectura, facilitada por la imprenta, tampoco se hubiera desarrollado como lo hizo el proceso de civilización, tal como es descrito por Norbert Elias (1993), que no fue sino un claro proceso de progresiva individualización. Es más, como sostiene David Olson (1994), fueron las nuevas prácticas de lectura que permitió la imprenta lo que cambió la estructura misma del conocimiento, con los profundos efectos psicosociales que ello tuvo. Más en concreto, lo que pretende Olson (1994: 39) es “mostrar cómo nuestra comprensión del mundo, es decir, nuestra ciencia, nuestra comprensión de nosotros mismos, es decir, nuestra psicología, son producto de nuestras maneras de interpretar y crear textos escritos, de vivir en un mundo de papel”. En efecto, argumenta Olson, tanto Vygotsky como Luria sostuvieron que “los procesos mentales superiores” siempre involucran el uso de signos inventados por la sociedad, como la lengua, la escritura, los numerales y las descripciones, que son culturalmente diversos. E incluso ofrecen propuestas específicas sobre cómo la escritura y la cultura escrita pudieron influir en las operaciones y actividades cognitivas y ofrecieron esas propuestas como explicaciones posibles del desarrollo desde las formas primitivas de pensamiento a las modernas, desarrollo que ambos asociaron con la cultura escrita. Si esto es así, entonces no cabe la menor duda de que la invención de la imprenta por fuerza tuvo que influir en el pensamiento del hombre occidental, como ya señaló Herbert McLuhan. Es más, como también sugirió McLuhan (1962), la imprenta fomentó la lectura en silencio (véase un análisis de este aspecto en Saenger, 1982, 1991), con las consecuencias que ello tuvo para la construcción del sujeto moderno así como para el fortalecimiento del individualismo de la sociedad capitalista.
En suma, “los cambios conceptuales que marcaron el comienzo de la Modernidad, es decir, aquéllos que se produjeron entre la Edad Media y el Renacimiento, pueden relacionarse con el aprendizaje de una nueva manera de leer. Ésta consistió en dejar de leer entre líneas para leer lo que estaba en las líneas, dando mayor importancia a la información explícitamente representada en el texto. Los nuevos modos de lectura dieron origen a nuevos modos de escribir textos, y esto a su vez dio lugar a nuevos modos de pensamiento acerca del mundo y la mente” (Olson, 1994: 167). Y ése es justamente uno de los objetivos de Olson: examinar de qué manera los modos de lectura e interpretación de los textos que habían evolucionado durante el Renacimiento pudieron contribuir a estos nuevos modos de pensar la naturaleza, la mente y el lenguaje que irrumpieron en escena durante el siglo XVII. En este sentido, la imprenta facilitó y generalizó la lectura, con lo que cambió la autorreflexión y, a la postre, al propio sujeto psicológico. De hecho, Jerome Bruner (1990; Bruner y Weisser, 1991) ha planteado recientemente que la autoconconciencia surge a través del relato autobiográfico, en el cual uno interpreta una variedad de experiencias desde la perspectiva del “yo” narrativo. Pues bien, ese “yo narrativo” experimenta una enorme expansión justamente a partir de la invención de la imprenta y sobre todo a partir de la generalización de la lectura que aquélla facilitó. Por consiguiente, “nuestra moderna concepción del mundo y nuestra moderna concepción de nosotros mismos son, podríamos decir, el producto de la invención de un mundo sobre el papel” (Olson, 1994: 310).
Ahora bien, la generalización de la lectura no sólo cambió la vida privada de las personas, sino también la vida colectiva, a través fundamentalmente del enorme poder que la imprenta concedió al Estado Moderno y a través también de la transformación en profundidad de las mentalidades colectivas o representaciones sociales (véase Chartier, 1992), lo que supuso, a su vez, un cambio fundamental en la psicología colectiva. Así, como muestra José Antonio Maravall (1972), ya en La Celestina se constata cómo la aparición de la economía dineraria y la cultura urbana en la España de la segunda mitad del siglo XV afectó a todos los aspectos de la vida social, cambiando todas las estructuras sociales y, con ellas, también la mentalidad colectiva de los pueblos, en este caso del pueblo español. Lo que muestra La Celestina, en última instancia, es cómo la lenta transformación de la economía natural de la alta Edad Media en economía capitalista se precipita en la época del Renacimiento, cuyo primer síntoma fue el ardor con que entonces cada uno buscó enriquecerse. Y todo ello tiene unas claras e importantes contribuciones para la Psicología Social: “Del desarrollo del dinero como medio de cálculo económico y medio de pago y atesoramiento, venían causándose, en gran parte, las transformaciones sociales de la época. La economía monetaria trajo como secuencia la conmutación de los tributos en especie y de los servicios por pago en dinero. Y esto ocasionó una mecanización de las relaciones y, en consecuencia, un distanciamiento recíproco de los individuos –lo cual, en definitiva, engendraba libertad” (Maravall, 1972: 69-70). En resumidas cuentas, para entender el comportamiento social del hombre moderno habría que ir a buscar en los cambios que, a finales del siglo XV y las primeras décadas del XVI, dieron origen a la Modernidad. Esos cambios están ya perfectamente reflejados en La Celestina, como muestra perfectamente Maravall.
Por último, para mejor entender las fértiles relaciones entre la Psicología Social y la Literatura deberíamos analizar dos temas diferentes pero inextricablemente entrelazados a lo largo de toda su historia: el de la escritura y el de la lectura, es decir, el de las obras literarias y el de sus lectores. Sin escritores no hubiera podido haber lectores, pero sin lectores tampoco hubiera habido escritores. Más aún, no olvidemos que sin lector, el texto no es más que un texto virtual, sin verdadera existencia: “Cabría creer que la lectura viene a añadirse al texto como un complemento que puede faltar... Nuestros análisis anteriores deberían bastar para disipar esa ilusión: sin lector que le acompañe, no hay acto ninguno configurante que actúe en el texto; y sin lector que se lo apropie, no existe en absoluto el mundo desplegado del texto” (Ricoeur, 1985: 239). Pero estos análisis serían ya cosa de otro trabajo.
Ya decía Jean-Paul Sartre, en La Náusea que “el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede, y trata de vivir su vida como si la contara”. De hecho, un escritor de la talla de García Márquez ha publicado su autobiografía justamente bajo el título de Vivir para contarla. Y es que, como diría el último Ortega, en el ser humano es más importante la Razón Narrativa que la Razón Lógica. Vivimos en el lenguaje, como mostró el gran Wittgenstein. Por tanto, toda Psicología que quiera conocer realmente al ser humano deberá por fuerza acercarse a esas historias narradas, es decir, a la Literatura, pues, al menos a mi juicio, hay más y mejor psicología en la literatura que en muchos libros de psicología. Pero hay que saberlo ver y saberlo interpretar. Y para ello los psicólogos deberían saber previamente mucha psicología a la vez que la Psicología debería adoptar una perspectiva muy diferente de la positivista que ha sido la dominante tradicionalmente. En efecto, en la historia de la Literatura se reflejan perfectamente los cambios que la evolución del capitalismo ha ido produciendo en la forma de ser, de pensar, de comportarse y de relacionarse los seres humanos, evolución que, a mi modo de ver, debería ser uno de los principales objetivos de la Psicología Social. Al fin y al cabo, tanto la novela como la Psicología son cosas de la ciudad y del capitalismo, o mejor dicho, son cosas de la ciudad capitalista: fue en ella donde se comenzó a escribir y se siguió escribiendo la novela y donde vivían la mayoría de los lectores que hicieron posible tal escritura, de forma que fue la Literatura –y su consiguiente lectura- la que fue reflejando los cambios en el sistema de vida bajo el capitalismo así como los consiguientes cambios culturales y de mentalidad de los ciudadanos, a la vez que esa lectura contribuía, por su parte, a profundizar y extender tales cambios. De ahí la inevitable relación entre Psicología Social y Literatura: para un buen conocimiento psicosocial del ser humano nos sería de gran utilidad bucear en las grandes obras literarias y aprender de la mucha y buena psicología que en ellas se esconde. La Literatura no debe ni puede sustituir a la Psicología Social, pero sí puede serle de gran ayuda.
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