El arte impulsador: monólogo

The driving force of art: a monologue

  • Serena Vera

Se abre la puerta de la sala que está en penumbra por la cual entra el público (la sala tiene un aforo de 20 personas) que se dispone alrededor de un fosa circular que es el escenario. Desde la tramoya, un cenital ilumina tenuemente el centro de la fosa en la cual se encuentra un catre vacío. Cuando el público ha dejado de entrar a la sala, comienza a escucharse la Barcarola de los cuentos de Hoffman de Offenbach, lentamente se va oscureciendo por completo la sala y ya cuando está totalmente oscura y ha terminado de sonar la música, comienza a escucharse una voz de hombre que viene de los altavoces y que dice:

Voz en Off:

“Si no creyera en las posibilidades extraordinarias de transformación que puede ofrecer la creación en la recreación religiosa con el mundo, no tendría la más mínima migaja de la existencia.

Todo lo anteriormente vivido en comunión se hubiese esfumado y no sería sino un simple recuerdo de lo que fue y no lo que es y será por la eternidad: la imagen fija y recurrente que vuelve a mí y sirve de consuelo... a mí y a los otros, en la vaguedad de sentirnos irrepetibles y creadores al mismo tiempo que Aquel”

Mientras se escucha la voz en off, el cenital comienza a encenderse de nuevo, muy lentamente y vemos el catre en el que ahora se encuentra acostado un hombre de unos 50 años, con los brazos caídos a ambos lados y con los ojos muy abiertos, pero inmóviles mirando hacia la tramoya de donde viene la luz. Poco a poco sus labios comienzan a susurrar con dificultad las palabras que están siendo pronunciadas por la grabación, hasta que la voz en off se apaga y comienza a sonar de nuevo la Barcarola, esta vez cantada por Jessie Norman.

El hombre comienza a mover sus manos lentamente, como despertándolas a medida que va avanzando la música, hasta que logra llevarlas al frente y comienza entonces a mirarlas como si no fuesen suyas, descubriéndolas. La música va perdiendo intensidad y el hombre se coloca las manos cruzadas en el pecho y sin dejar de mirar hacia el cenital, retoma el monólogo:

Aquel, sin embargo, no está aquí, pero continua obligándome a venir y, mientras trato de escuchar el carruaje tirado por enormes caballos, yo, postrado en esta iglesia, inerte frente a su figura casi ridícula, aseguro que de ninguna manera ese que veo puede ser Él, pues Él tenía el don de nombrar y entre un silencio y otro hizo que el mundo comenzara a poblarse y despertó lo inanimado y le otorgo un alma, un alma vil que luego castigó llenando de miedo; esa inconmensurable sensación de incertidumbre, que llega a ser sublime, que logra recogernos y nos confronta con nuestra fe...

Silencio. Ahora el hombre comienza a incorporarse y se sienta en el catre mirando al suelo:

¿He dicho Fe?...

Levanta la cabeza. Silencio y luego:

… me he equivocado entonces.

Se produce un apagón y detrás de los espectadores comienzan a verse muy tenuemente iluminadas por luces amarillas unas cajas rectangulares que simulan ataúdes y que se encuentran levantadas del suelo a diferentes alturas y cubiertas por telas negras. Se trata de una instalación de Christian Boltansky que se titula Les Tombeaux. En las paredes se pueden ver unos recuadros de color oscuro, d distintos tamaños pero que no superan la medida de las estampas religiosas o las fotografías, simulando un altar.

El hombre de 50 años empieza a caminar entre las urnas, mirándolas y deteniéndose de vez en cuando en alguna de ellas:

Si las rosas blancas que plantó Maria cuando nació su hija significan algo para vosotros, me hablaréis entonces de la sensibilidad que experimentan las mujeres al tener un hijo o… me diréis que contrario a ello la mujer necesita y establece distintos modos de comportamiento que la eleven del resto para poder soportar el hecho que le produce el personificar dos papeles a la vez, o quizás me digáis que simplemente las rosas blancas representan dentro del mundo simbólico toda una carga que …

El hombre se detiene, mira detenidamente a cada uno de los espectadores. En ese momento un cenital se enciende sobre el hombre que ahora dirige la mirada hacia arriba y entonces comienza de nuevo sin dejar de mirar el cenital:

¿Por qué no os quedáis en silencio?, ¿Por qué no podéis soportar que la extrañeza viva y reine entre vosotros aunque sólo sea por unos instantes?...

Ahora con una voz muy dulce y casi de ruego volviendo a mirar a los espectadores pero sin inquirirlos

Por favor callaros sólo un rato, sólo por unos minutos… por favor, os lo ruego

El hombre se calla y hace un largo silencio hasta que repentinamente y casi de manera estruendosa, se escucha la entrada del primer movimiento del concierto del Elgar para violoncelo interpretado por Jacqueline Du Pré.

Se escucha una buena parte del movimiento y cuando la intensidad de la música baja un poco el hombre comienza a hablar:

¿Sabéis quien era ella?..., ¿sabéis quien era él?..., ¿os importa?...

De nuevo la música cobra intensidad y el hombre comienza a caminar hacia el centro del escenario. En el círculo de espectadores hay una silla reservada en donde el hombre se sienta. En ese momento las luces de la instalación se apagan y se encienden unas luces rojas que iluminan todo el círculo de espectadores (la música termina de sonar hasta el final):

Os voy a contar lo poco que sé:

En la aldea donde crecí, cuando un niño moría sin apenas estar bautizado, los padres, con lo poco que podían ofrecerle al pequeño ya muerto, compraban una caja blanca, casi brillante, la más hermosa que pudieran permitirse y en lo que gastaban todo y más de lo que tenían. Mostraban al niño entre los parientes y luego lo vestían con un traje multicolor y lo exhibían colgado de la pared de la casa, dejando la urna vacía llena de flores dentro y alrededor de ella.

Acudían todos los músicos de la Aldea, viejos violinistas, guitarristas y cantantes, y durante todo el día y toda la noche sonaba la música primero de llanto, dolor y solidaridad con los parientes, luego se podía escuchar tan sólo lo que la borrachera les podía permitir cantar, entonces sonaban aún más desesperados.

Al día siguiente se hacía la procesión con los mismos borrachos ya casi sin sentido, y se daba la vuelta a la aldea mostrando a todos y por última vez el dolor de los pobres padres, casi siempre jóvenes casi vírgenes cuyo primogénito marcaba definitivamente la dificultad de sus vidas.

Este ángel, sin embargo, constituía el ideal del hombre nunca hecho. Y es que los que mueren sin ni siquiera hablar se convierten en genios, nobles, bellos y brillantes hombres del bien. La alabanza consumada de lo que pudiera ser, pero que, todos sabemos, nunca será… ¿o sí?

El hombre de un salto se mete de nuevo a la fosa. La luz roja se apaga y se enciende la fosa con una luz blanca casi incandescente. Empieza a sonar el Vals de L’Orchestre dels Contrabassos y el hombre comienza a bailar. Sus movimientos se vuelven cada vez más exagerados. Habla casi a gritos:

Así murió Jacqueline Du Pré. Una vez que le diagnosticaron la enfermedad que le impediría por siempre volver a fascinarnos con la fuerza de su cello, desapareció.

El hombre sigue bailando, cada vez más violentamente hasta queda en medio de la sala casi aturdido y la música se detiene:

Sólo que esta vez no para siempre y si, en cambio, con los estigmas ya ulcerados de lo irremediable a pesar de…

El hombre se tira al suelo cansado y se recoge en posición fetal. Baja la intensidad de la luz. El hombre con voz fatigada:

De vez en cuando la escucho inundando toda mi casa. Creando lo ya creado, desposeyendo la inocuidad. Desnudándome del todo y enfrentándome al abismo.

Suena de nuevo la última parte del movimiento (minuto 6.40). El hombre se queda tirado en el suelo con la mirada perdida:

Afortunadamente Dios no logró acabar todo con su rabia. Algunos lograron escapar a su furia sin saberlo… ni ellos, ni él. Él porque estaba enceguecido y aquellos porque distraídos, miraban con atención y perplejidad como hombres y mujeres se iban desformando: sus columnas se enderezaban y sus manos, antes patas, se despegaban del suelo.

El hombre se incorpora saca de su bolsillo un encendedor, la luz se apaga por completo. Él comienza a encender unas velas que están dispuestas en las paredes de la fosa, las cuales iluminan unas fotografías, tamaño carta, de rostros antiguos en blanco y negro (inspirada en otra de las instalaciones de Christian Boltanski):

No le quedó entonces más remedio que como castigo a su propio olvido, transformar las voces de aquellos en cantos polifónicos celestiales que terminaron por inundar esta iglesia de piedra en la que hoy, finalmente, se revela la pasión de quienes, iluminados por aquella extraña luz, entendieron que su único camino a recorrer era mimetizarse en estos muros y dejar aquí todos los miedos y las miradas perdidas de lo que la imagen de sus semejantes les dejo traducir: todas las dudas juntas sin resolver y quizás, el amor en la imposibilidad de ser, dejando de ser definitivamente.

Desde la tramoya se encienden unas luces amarillas y aparece un columpio que va bajando hasta la fosa. El hombre se sienta, y este comienza a elevarse entre el público. Se va columpiando y mientras relata:

Cuando nació su segundo hijo, María salió de su casa con los dos niños en brazos, los colocó en una carretilla de esas que sirven para cargar tierra, los sentó como para que vieran un espectáculo, se acercó a la casa, le prendió fuego, y luego se regresó hacia donde estaban sus hijos y se sentó a su lado a contemplar como ardía la casa que durante siglos había pertenecido a su familia.

De la tramoya empieza a caer una lluvia que va bañando al hombre mientras este se mece placidamente en el columpio que nuevamente empieza a bajar. La lluvia sigue cayendo. El hombre sigue sentado en el columpio en medio de la fosa y mirando de nuevo a los espectadores:

¿Es que acaso ya no hay lugares a los cuales quisiéramos volver?, ¿de verdad existieron esos espacios…, esas personas… o esa mesa en penumbra donde todos nos sentábamos? Será cierto que los grandes recuerdos que nos enlazan profundamente a lo vivido pertenecen al mundo de la lógica o al de la realidad

El hombre baja del columpio, las luces amarillas se apagan y el columpio desaparece de la escena. El hombre, sin prisa, va apagando las velas de la fosa:

Yo continúo viendo a María que sin hacer el más mínimo gesto de perturbación pero con los ojos bien abiertos mira como su casa se va reduciendo, mientras sus hijos juegan simulando que no se enteran de lo que pasa.

Aquello que no podemos fácilmente articular es lo que la creación es capaz de regresar. El arte no es sino este intento fatigoso de recrear lo ya creado y reanimarlo mientras el resto de las cosas y la casa de María se cae a pedazos.