La teoría de la facilitación social confiere una “especie de identidad de perspectiva” a la psicología social (Leyens, 1982, p. 33), por su carácter ejemplar y paradigmático: todos los manuales de psicología social explican y desarrollan esta teoría, mencionando sus benéficas aplicaciones al rendimiento deportivo, educativo y productivo (véase bibliografía).
Teniendo como referencia en los experimentos de Triplett -que exponemos en el siguiente epígrafe-, F. H. Allport (1924) acuña el término de Facilitación Social para designar que la actividad de un individuo se ve impulsado por la presencia de otros que efectúan la misma tarea; de esta manera, Allport recupera como mito del origen unos experimentos que en principio no habían sido concebido como psicosociológicos (Triplett, 1898). Allport escribió un manual de psicología social que influyó decisivamente en la psicología social del siglo XX, en el que propone el positivismo como método –que lo aprendió del conductista Holt-; por lo que la ciencia psicosocial del siglo pasado ha sido predominantemente psicologista, individualista y experimentalista. Su hermano Gordon Allport recoge este espíritu cientifista y define la psicología social como un “intento de comprender y explicar cómo el pensamiento, sentimiento y el comportamiento de los individuos está influenciado por la presencia, imaginada o real, de otras personas” (G. Allport, 1968, p. 3).
La teoría de la facilitación social ha cumplido más de cien años. En este artículo revisamos críticamente los axiomas que la principian, evidenciando sesgos ideológicos y prejuicios: los investigadores de la facilitación social analizaron tareas prácticas o productivas, ignorando otras más humanas, cotidianas y sencillas como hablar u orinar, por lo que construyeron una teoría que excluye poblaciones con dificultades para efectuar estas tareas en situaciones sociales, como tartamudos y paruréticos.
A continuación exponemos las características básicas de la teoría de la facilitación social, los fenómenos de la tartamudez y la paruresis, la aplicación de esta teoría al habla de los tartamudos y la micción de los paruréticos en situaciones sociales; por último y a consecuencia de lo anterior, revisamos críticamente la psicología social tradicional.
Norman Triplett (1898, pp. 507-533) comparó sistemática y experimentalmente diversas estrategias para mejorar el rendimiento del sistema motor;1 por ejemplo, observó que los ciclistas eran más veloces cuando entrenaban contra-reloj en equipo que cuando corrían contra-reloj en solitario,y que unos niños enrollaban más deprisa carretes de caña de pescar en compañía de otros chicos -que hacían lo mismo- que en solitario; por lo que concluyó que la presencia de personas que realizan la misma tarea tiene una influencia benéfica en nuestro comportamiento (Leyens, 1982, p. 33), influencia benéfica que Allport más tarde denomina facilitación social, como ya hemos expuesto.
Los psicólogos sociales investigaron este fenómeno para resolver problemas prácticos durante tres décadas (Lambert, 1982, p. 505); por ejemplo, Kurt Lewin estudió cómo influir en las amas de casa para que preparasen menos comidas populares durante la Segunda Guerra Mundial; pero la mayoría de las investigaciones comparaban el rendimiento de estudiantes que efectuaban los deberes acompañados de compañeros de clase, con otros que los realizaban en solitario (Mayer, 1903; Burnham, 1905).
Las investigaciones distinguieron dos amplias categorías de situaciones sociales: presencia de audiencia pasiva y coacción (Wilke & Van Knippenberg, 1990, p. 310); la primera examina cómo la presencia de audiencia pasiva interviene en el rendimiento individual, y la segunda analiza cómo la presencia de otra persona que realiza la misma tarea influye en el sujeto.
Tras varias décadas de investigación se obtuvieron resultados contradictorios en ambas áreas: la mera presencia de otros no siempre comporta mejor rendimiento; por ejemplo Wilke & Van Knippenberg (1990, p. 310) aportan estudios que demuestran que sujetos bien adiestrados que trabajan delante de una audiencia mejoran su rendimiento en una tarea de persecución de rotor; y en otras investigaciones la audiencia logra un efecto opuesto en determinadas tareas, como la de aprender una lista de sílabas sin sentido: los sujetos requerían menos intentos para aprenderla en solitario que delante de una audiencia.
Allport (1924) denomina Inhibición social al efecto inhibidor que la compañía ajena produce en el rendimiento individual en determinadas tareas, como por ejemplo la de evaluar argumentos filosóficos: los sujetos evaluaron de forma más consistente en solitario que en presencia de otros (Raven & Rubin, 1981, p. 300); los resultados contradictorios que se obtuvieron en las dos áreas –coacción y audiencia pasiva- provocaron que los psicólogos sociales abandonaran la investigación del fenómeno en la cuarta década del siglo pasado aproximadamente (Myers 2004, p. 166).
El célebre artículo de Zajonc (1965) en la revista Science titulado: Social Facilitation. A solution is suggested for an old unresolved social psychological problem, reanuda las investigaciones y propone una solución que parecía definitiva al problema de la influencia social.
La solución propuesta es la siguiente: “La presencia de espectadores facilita la emisión de respuestas bien aprendidas, mientras que dificulta la adquisición de nuevas respuestas”; por lo que: “la audiencia incrementa la emisión de respuestas dominantes” (1965, p. 270); una tarea sencilla es aquélla en la que hay pocas respuestas competitivas, mientras que en una tarea compleja muchas respuestas entran en competición.
Según Zajonc, la mera presencia de otros eleva el nivel de actividad del organismo (1965, p. 273), facilitando la emisión de respuestas dominantes –que son las más probables- y dificultando las dominadas –las menos probables-. La presencia ajena facilita cualquier tendencia que sea dominante y obstaculiza la dominada, porque los sujetos actúan con peor destreza si presentan mayor ansiedad de la necesaria.
De esta manera Zajonc explicaba satisfactoriamente los contradictorios resultados de las décadas anteriores; por ejemplo, pedalear o rebobinar carretes son tareas sencillas que la compañía facilita, o en términos de Zajonc: la presencia ajena facilita la emisión de respuestas dominantes; pero aprender sílabas sin sentido o evaluar argumentos filosóficos son tareas difíciles que la presencia ajena entorpece, porque no son respuestas dominantes sino dominadas.
Según Zajonc, la audiencia elicita respuestas dominantes porque aumenta el nivel de activación del sujeto, y la mera presencia física de otras personas es suficiente para inducir ese incremento: en las tareas complejas la mayoría de las respuestas que el sujeto domina son incorrectas porque la excitación incrementa la emisión de respuestas equivocadas.
Dos teorías posteriores a la de Zajonc han intentado resolver la siguiente pregunta: ¿por qué la presencia ajena provoca un incremento de la activación?. Influido por la teoría del impulso de Hull y Spence, Zajonc había resuelto esta cuestión aludiendo al hecho de que los seres humanos (y otros animales) disponen de una tendencia innata a ser estimulados por otros miembros de su misma especie. Dos teorías posteriores a la de Zajonc, que se denominan la teoría de la aprehensión de la evaluación y la teoría de la distracción-conflicto, reinterpretan la teoría de la facilitación social.
La primera sostiene que la facilitación social tiene lugar cuando los sujetos saben que su desempeño será evaluado y observado por los demás, por lo que la facilitación social deriva de la aprensión evaluativa (Baron & Byrne, 1998, p. 514).
La segunda es la teoría de la distracción-conflicto de R. S. Baron (1986), que ofrece nuevas herramientas para la comprensión de la facilitación social, sin alterar las hipótesis básicas de los modelos anteriores: establece que la presencia ajena puede afectar al rendimiento porque distrae al ejecutor de la tarea (Mackie & Smith, 1997, p. 560); según esta teoría, nuestros impulsos parecen entrar en conflicto cuando efectúan simultáneamente dos tareas al mismo tiempo (concentrarse y reaccionar ante los demás), provocando un incremento en la excitación del ejecutor de la tarea.
El miedo a la evaluación y la excitación -derivado del conflicto de impulsos- contribuyen a desempeñar mejor las tareas simples y a interferir en las difíciles, lo que confirma en lo sustancial la teoría de la facilitación social de Zajonc (Mackie & Smith, 1997, p. 561).
1. La tartamudez siempre ha estado medicalizada (Loriente 2006, pp. 109-169) y se ha concebido como un conjunto de síntomas que exige ser extirpado, modificado o anulado; síntomas supuestamente originados por una etiología muy variada, en la que intervienen variables genéticas, constitucionales y psicológicas como por ejemplo: hiperactividad neuronal, déficit de predominancia hemisférica, descoordinación entre sistemas respiratorio y muscular, trastorno articulatorio inducido genéticamente, autoconcepto de mal hablante, fijaciones anales u orales no resueltas, etcétera. La medicalización de la tartamudez evoluciona histórica y socioculturalmente en consonancia con parámetros sociales, epistemológicos y científico-médicos, y siempre estrechamente vinculada a los paradigmas de anomia y salud/enfermedad.
Actualmente, la American Psychiatric Association (APA, 2000, pp. 77-79) en el DSM-IV-TR cataloga la tartamudez como un Trastorno de la Comunicación, definida con tres criterios diagnósticos funcionales que nada indican acerca del estigma o estereotipo medicalizado, como era de esperar: el modelo esencialista de la biomedicina exime a la sociedad de cualquier responsabilidad en la génesis, diagnóstico y consecuencias de la tartamudez.
Los teóricos de la nosología clasifican la tartamudez en dos tipos: la tartamudez común, que afecta al uno por ciento de la población mundial y que aparece en las primeras voces infantiles prolongándose durante toda la vida porque la tartamudez nunca se cura, y la tartamudez adquirida o de aparición tardía, que afecta a un porcentaje mínimo de tartamudos y que brota a partir de la adolescencia, a consecuencia de alguna perturbación intensa de origen psíquico, neurológico o ambas.2
2. La medicalización es la responsable de que el tartamudo sea percibido socialmente como una persona con algún trastorno, disfunción o enfermedad extraña, que le impide actuar como una persona normal y hablar conforme al patrón de habla mayoritario; esta percepción social se articula en un estereotipo medicalizado que deteriora la identidad personal y social (estigma).
Efectivamente, los tartamudos constituyen una comunidad socialmente estigmatizada (Goffman, 1970, p. 103) que sufre las consecuencias del estigma, como no podía ser de otra manera, porque el atributo desacreditador que los caracteriza es visible y audible; consecuencias que se traducen en una identidad personal transida de sufrimiento (Sheehan, 2003, p. 1), porque como argumenta Turner (1989), la identidad personal se nutre de la social: los tartamudos traducen la opresión del estigma en dolor y sufrimiento personal, por lo que su realidad subjetiva está constituida principalmente de tres sentimientos -vergüenza, culpabilidad y miedo-, acompañados de pensamientos que impiden el crecimiento personal y social.
3. Si la teoría de la facilitación social establece que la presencia de personas que realizan una misma tarea –siempre y cuando no presente dificultad-, estimula la actividad de un sujeto, entonces los tartamudos la invalidan porque ningún tartamudo tartamudea en el habla solitaria pero sí con otra persona, en situaciones de coactividad o audiencia pasiva, tanto da. Incluso los más severos no tartamudean en el habla solitaria pero siempre en compañía.
La gran confusión del tartamudo consiste en: la mera presencia de personas obstaculiza, dificulta e incluso imposibilita el habla fluida, por lo que la presencia ajena entorpece una de las tareas más sencillas y características del hombre: el habla. Hecho que invalida la teoría de la facilitación social.
Aparte del habla solitaria, registramos numerosas situaciones en las que la comunidad tartamuda es fluida: con animales o bebés, en el habla coral -como el karaoke o la plegaria compartida (rezar el rosario en una iglesia, por ejemplo)-, chillando, susurrando, cantando o con un ruido muy intenso de fondo; en nuestro trabajo de campo (Loriente, 2006) registramos un afectado que apenas tartamudea en invierno pero sí en verano, otro que tartamudea si habla en castellano ante interlocutores castellanos, pero no tartamudea en inglés si dialoga con ingleses que ignoran su origen castellanohablante; etcétera. Los tartamudos encubiertos rizan el rizo, porque se bloquean exclusivamente en circunstancias muy específicas como al teléfono, en el colegio o con los suegros por ejemplo, manteniendo una fluidez perfecta en las demás situaciones comunicativas (Perelló, 2002, p. 495).
Cuanto más refinan su teoría los estudiosos de la facilitación social, más la invalida la tartamudez común, como por ejemplo: la teoría de la aprehensión de la evaluación, que establece que la facilitación social deriva de la aprensión evaluativa o preocupación de ser juzgado por otro (Baron & Byrne, 1998, p. 514). Prácticamente todos los tartamudos refieren que tartamudean más cuando saben que serán juzgados o evaluados, esto es, si su comunicación les compromete de alguna manera; el denominador común de estas situaciones es la responsabilidad comunicativa (Fiedler & Standop 1984, p. 26), que normalmente tiene lugar ante la autoridad (Loriente, 2006, p. 158):
“El segundo factor es el hecho de que en general el mal de habla de los tartamudos se acentúa ante quienes representan y/o ostentan la autoridad o tienen potestad para juzgar, como padres, suegros, cuñados, policías, profesores, médicos, presidentes de asociaciones, jefes de personal, escalera o negociado, tanto da, pero jefes.”
1. La paruresis, también denominada Síndrome de la Vejiga Tímida, Vejiga Vergonzosa, Timidez Vesical, o Urofobia, es un fenómeno que designa la dificultad o imposibilidad de orinar en diferentes espacios, situaciones y circunstancias como por ejemplo, en presencia de público que pudiera observar –ver o escuchar- la micción, bajo presión de tiempo, en vehículos como autobús, avión, barco o tren, al aire libre, si alguien demanda una muestra de orina y está a la espera de recibirla, etcétera.
Si bien los clínicos discrepan respecto a las situaciones que la paruresis abarca, coinciden en el núcleo que la define: la incapacidad para orinar en baños públicos y en situaciones en las que otras personas están presentes o pudieran aparecer (Zgourites, 1987; Hammelstein & Soifer, 2006); Soifer, Zgourides, Himle & Pickering (2001, p. 6) matizan que la paruresis no se limita a los retretes públicos, sino que también acontece en casas de amigos, familiares e incluso en la propia, especialmente si alguien está esperando para entrar en el baño; por tanto, el único retrete realmente seguro para el parurético es el de su casa, siempre y cuando pueda encerrarse a cal y canto y no haya familiares pendientes de sus ocupaciones íntimas.
De lo anterior se colige que la paruresis incluye un amplio abanico de situaciones y circunstancias que el parurético clasifica y evalúa; Vythilingum, Stein & Soifer (2002, p. 85) informan que según la bibliografía al uso, la mayoría de paruréticos -el 84,1%- manifiesta dificultad para orinar en mingitorios con un sumidero común en forma de canalillo (through), un 58,7% en un retrete público que esté concurrido y un 39,7% refiere dificultad para orinar en un mingitorio que esté tranquilo; y por último, un 15% revela que orinar en casa podría ser problemático.
Habida cuenta de la discrepancia entre los investigadores respecto al amplio espectro de circunstancias que la paruresis comprende y de lo clandestino de esta condición, por lo bochornoso y deshonroso que supone admitir su padecimiento, se carece de datos epidemiológicos fidedignos, si bien parece que los países victorianos presentan un porcentaje mayor de afectados, quizás motivado por el diseño de los baños públicos y la educación higiénica recibida. Soifer et al. (2001, pp. 6-7) informan que el siete por ciento de la población americana sufre paruresis en cierta medida, lo que supone 21 millones de personas, nada menos;3 sin embargo, Hammelstein, Pietrowsky, Merbach & Brähler (2005, p. 309) indican que no se conoce la epidemiología de la paruresis a ciencia cierta y que las estimaciones de prevalencia dependen de la severidad con la que se apliquen los criterios establecidos a este efecto; por último, el uno por ciento del total de la población afectada acusa síntomas severos como por ejemplo, tener dificultad para orinar en el retrete de casa con familiares presentes en la vivienda –incluida la pareja-.
2. El DSM-IV-TR (APA, 2000) cataloga la paruresis como Fobia social pero algunos acreditados investigadores discrepan de esta categorización porque la paruresis no cumple suficientes requisitos para ello; por ejemplo, Heimberg, Holt, Schneier, Spitzer & Liebowitz (1993) propusieron excluir la paruresis de esta clasificación diagnóstica, propuesta que Hammelstein & Soifer (2006) han retomado recientemente por la evidencia empírica acumulada: estos autores consideran que la paruresis es un desorden funcional de la micción (functional disorder of micturition), si bien admiten la posibilidad de la existencia de diferentes manifestaciones o expresiones de paruresis: algunas se asemejarían más a una fobia social y otras tendrían una naturaleza más urológica (2006, p. 309). En un trabajo anterior, Hammelstein et al. (2005) indicaban que el miedo no es un ingrediente imprescindible y fundamental de la paruresis sino otro: la incapacidad para orinar. Otros investigadores la conciben como un desorden psicosomático, una fobia a la micción o una retención urinaria psicógena (Watson & Freeland, 2000, p. 155).
La falta de acuerdo en la clasificación nosológica y en el diagnóstico se deriva del desconocimiento de la etiología y de los rasgos específicos del Síndrome de la Vejiga Tímida (Hammelstein & Soifer, 2006, p. 297). Las exploraciones orgánicas nada aportan al conocimiento de la etiología, lo que induce a sospechar que puede ser psicológica o psicosomática, e incluso genética, porque un 16 % de los sujetos refieren antecedentes familiares (Vythilingum et al., 2002, p. 85).
Como consecuencia de lo anterior, los investigadores aplican tratamientos tan dispares como poco efectivos, desde la farmacoterapia –Benzodiacepinas (Diazepam, entre otras) e Inhibidores de la inhibidores de la recaptación selectiva de la serotonina (Prozac, Seroxat), principalmente- hasta hipnosis, instrucciones paradójicas, relajación progresiva, entrenamiento autógeno, desensibilización sistemática, exposición gradual, in vivo, y técnicas de reestructuración cognitiva, entre otras.4 Respecto a la eficacia de las terapias, la investigación de Vythilingum et al. (2002, p. 86), en la que se empleó medicación, terapia conductual y otras formas de psicoterapia, refleja los siguientes resultados: la paruresis se mantuvo estable en un 28,6% de los sujetos, 27% mejoraron, 7,9% empeoraron y un 36,5% permaneció intermitente.
La incapacidad de orinar fuera de casa se traduce en una vida limitada, circunscrita a una rutina muy restrictiva, a menudo inconcebible para quien no padece este mal; por ejemplo, Vythilingum et al. (2002, p. 85) informan que el 38% de la muestra de su investigación evita viajar, el 25% limita o evita acudir a acontecimientos deportivos o fiestas, y el 37% eluden invitaciones; efectivamente, los paruréticos organizan su vida diaria según los urinarios seguros que pueden frecuentar, sin atreverse a romper la rutina porque tienen miedo a alcanzar extremos difícilmente soportables que provoquen sospecha a los más próximos.
A diferencia de la comunidad tartamuda cuyo estigma es visible y audible, el atributo desacreditador del parurético es invisible: los amigos y familiares desconocen el motivo que rige unas costumbres tan singulares como: rechazar invitaciones de todo tipo incluso de actividades que le satisfacen, no ingerir líquidos en bares, restaurantes o fiestas, nunca beber alcohol desenfrenadamente, encerrarse a cal y canto en retretes públicos y privados, regresar los fines de semana a horas demasiado tempranas aduciendo motivos ñoños y poco creíbles, recurrir siempre a evasivas de todo tipo para evitar desplazamientos o estancias largas, etcétera.
3. Los paruréticos invalidan la teoría de la facilitación social porque la mera presencia de otras personas –en coacción o audiencia pasiva- siempre impide la micción; los paruréticos no pueden orinar en mingitorios en los que otras personas están evacuando o a la espera; y en caso de que el retrete esté vacío, la presencia imaginaria de otras personas también imposibilita la micción, obligando al parurético a encerrarse totalmente para que nadie presencie la operación.
El parurético requiere absoluta intimidad para orinar, empleando todas las estrategias a su alcance: desde echar el cerrojo de la puerta hasta asegurarse de que no hay familiares en casa –de esta manera, la intimidad queda garantizada-. Según la teoría de la facilitación social (Zajonc, 1967, p. 27), la presencia de otros que realizan la misma tarea impulsa la actividad del sujeto, impulso que en el caso de los paruréticos se traduce en inhibición, porque los paruréticos nunca son capaces de orinar en presencia de otros, bien sea en coacción o audiencia pasiva.
Middlemist, Knowles & Matter (1976) indican que en los urinarios públicos se invade el espacio interpersonal, lo que produce a sus usuarios cambios fisiológicos asociados a la excitación (arousal), provocando un retraso en el inicio de la micción -entre cuatro y ocho segundos- y una disminución en la duración de la misma; tiempos que varían en relación proporcional a la proximidad física de los sujetos presentes en el urinario: a más cercanía, más excitación –que comporta retraso en el inicio y una duración menor de la micción-. Pero los paruréticos superan las hipótesis de estos autores porque sufren las mismas consecuencias sin necesidad de que otras personas observen la evacuación: la presencia imaginaria dificulta o imposibilita la micción.
La investigación de estos autores confirma que no sólo los paruréticos invalidan la teoría de la facilitación social sino también la población masculina que orina en retretes públicos en presencia de otras personas: los urinarios públicos masculinos son espacios públicos que no facilitan la ejecución de una tarea tan sencilla como orinar sino que la dificultan, hasta el extremo de que un sector de la población es incapaz de consumar la tarea en estos espacios; no colegimos estas conclusiones de los urinarios públicos femeninos, porque la población afectada es mucho menor –sólo un 10%-: los urinarios son cabinas individuales que impiden la observación externa, lo que supone mayor intimidad para sus usuarias.
1. Consideramos que tartamudos y paruréticos invalidan la teoría de la facilitación social porque la excepción no confirma la norma –como habitualmente se afirma- sino que la invalida: la compañía humana dificulta la ejecución de tareas tan sencillas como dialogar u orinar.
En este apartado indagamos las razones por las que hasta ahora nadie –que sepamos- ha invalidado una de las teorías más consagradas de la psicología social, aduciendo para ello las dificultades que tartamudos y paruréticos presentan en situaciones de coacción o audiencia pasiva.5
Un examen pormenorizado de la teoría de la facilitación social muestra que las tareas seleccionadas por los psicólogos sociales tienen un denominador común: que son tareas prácticas o productivas; así por ejemplo, Triplett dedujo sus conclusiones observando ciclistas en entrenamientos deportivos y niños enrollando carretes de caña; posteriormente otros investigadores llegaron a resultados similares estudiando poblaciones que realizaban las dos tareas productivas per excellence: deberes escolares (Mayer, 1903; Burnham, 1905; etc) y trabajo (Feofanov, 1928; Abel, 1938; etc.).
La teoría de la facilitación social se aplica a tareas productivas o prácticas, aplicaciones que derivan del carácter pragmático de esta disciplina y que ha sido aprovechada por el sistema industrial capitalista y el ejército americano, tal y como Wexler (1983) pone de manifiesto: en este sentido, la teoría de la facilitación social es paradigmática porque crea factores que intervienen directamente en la producción de los trabajadores o futuros trabajadores, empleando para ello el método experimental y positivista; eficiencia (y poder) que motivó que los psicólogos sociales elogiaran e imitaran sus principios epistemológicos aplicándolos a todos los ámbitos de esta ciencia.
En suma: la psicología social experimentalista y positivista, que se desarrolla en Estados Unidos en el siglo pasado –la mainstream-, contribuye a la expansión industrial del sistema capitalista norteamericano y a la mejora del rendimiento psicofísico de los soldados del ejército más poderoso del mundo, siendo bendecida y consagrada por la Academia. Su método es el experimentalismo positivista clásico, que caracteriza a las ciencias naturales: desde principios del siglo XX, la ciencia psicosocial ha pretendido producir datos objetivos capaces de generar leyes y predecir conductas (Ibáñez, 1990, p. 64). Por tanto, es un método caracterizado por un fuerte reduccionismo de corte psicologista e individualista, por lo que esta psicología social -experimentalista y positivista- casa perfectamente con la ideología sociopolítica norteamericana, como bien ha indicado Sampson (1977).
2. Como hemos expuesto, el nacimiento y desarrollo de la psicología social están determinados por la necesidad socioeconómica de mejorar la productividad y el rendimiento, dejando de lado otras tareas humanas precisamente las más básicas, cotidianas, humanas, gratificantes y sencillas, como dialogar o evacuar.
Si los psicólogos sociales hubieran centrado sus esfuerzos en el estudio de lo que hace que el hombre sea un ser social y de sus necesidades básicas, probablemente la teoría de la facilitación social no hubiera sido concebida: la tartamudez emerge en el diálogo entre tartamudos e interlocutores y los paruréticos no orinan en presencia de extraños -y a veces no tan extraños-. La necesidad de mejorar la producción y los prejuicios morales e ideológicos de los psicólogos sociales se evidencian en el hecho de que ignoran las conductas humanas básicas –algunas de ellas socialmente indecorosas como orinar- y se entregan al estudio del rendimiento deportivo, productivo y militar.
De lo que se concluye que el método experimental del que hacen gala los psicólogos sociales positivistas utiliza poblaciones sesgadas, obteniendo resultados igualmente parciales: las teorías psicosociales lejos de constituirse como verdades objetivas y empíricamente demostrables, están preñadas de prejuicios y sirven acríticamente a un sistema alienante, que menoscaba los vínculos sociales y deteriora las relaciones humanas. La investigación de tareas productivas y el olvido de las más humanas e imprescindibles demuestra que la actividad científica es el resultado de prácticas sociales determinadas ideológica e históricamente, como ha puesto de manifiesto el construccionismo social, en cualquiera de sus vertientes (Berger & Luckman, 1968; Gergen, 1996; Latour & Woolgar, 1991; etc).
¿Por qué Norman Triplett no se personó en los urinarios públicos cronómetro en mano para registrar la duración de las micciones?; ¿por qué los teóricos de la aprensión evaluativa no acudieron a las consultas clínicas a observar cómo los tartamudos describían sus dolencias?. Porque los prejuicios de los mismísimos investigadores del prejuicio han impedido examinar comunidades estigmatizadas, centrándose en poblaciones respetables que realizan tareas encomiables e incluso idílicas, como niños enrollando carretes de pescar, ciclistas entrenando en equipo, adolescentes argumentando silogismos filosóficos, memorizando palabras o cumpliendo los deberes escolares, amas de casa cocinando en casa, etcétera; los psicólogos extrapolaron a la población general los datos obtenidos de muestras previamente sesgadas, porque acataron el procedimiento inductivo de las ciencias naturales, para obtener el beneplácito de la comunidad científica.
La selección de la tarea (o de la muestra, tanto da) determina los resultados del experimento: el procedimiento científico y las conclusiones están vinculados necesariamente porque sujeto y objeto no son realidades independientes, hecho que imposibilita el descubrimiento de verdades objetivas (Feyerabend, 1974). Tiene razón Ibáñez (1996a, p. 325) cuando afirma que la psicología se ha convertido en un dispositivo bastante autoritario porque su constitución como disciplina científica se basa en dos grandes ingenuidades: la primera es “la creencia en la existencia de una realidad independiente de nuestro modo de acceso a la misma” y la segunda, “creer que existe un modo de acceso privilegiado capaz de conducirnos, gracias a la objetividad, hasta la realidad tal y como es” (Ibáñez, 1996a, p. 328).
3. El postmodernismo proclama el final de las certezas, de los grandes metarrelatos de la razón, ciencia o filosofía: es una corriente de pensamiento que se caracteriza por la heterogeneidad de sus planteamientos, que ha socavado por ejemplo, los cimientos de la ciencia –Horgan (1998) anuncia el fin de la ciencia-; como era de esperar, la psicología social ha sufrido una nueva sacudida que ha hecho temblar sus endebles cimientos, escindiéndose en dos: la primera es la psicología social tradicional, experimentalista y positivista –y por consiguiente, autoritaria- que sigue analizando el comportamiento desde una perspectiva conductista, y en concreto: la influencia que la presencia de otra persona ejerce sobre el sujeto y su conducta (Ovejero, 1999, p. 478); y la segunda es una psicología social construccionista y crítica (Ovejero, 1999, p. 429), que coincide parcialmente con los planteamientos básicos de la psicología social sociológica.
En este artículo creemos demostrar que la teoría de la facilitación social, que ha sido el paradigma de la investigación psicosocial tradicional, está preñada de prejuicios, ocultando y silenciando realidades y voces -como las de los tartamudos y paruréticos-; silencios que identifican a esta psicología: “La psicología tradicional no admite de ninguna manera la multiplicidad de voces, sino que, por el contrario, las rechaza absolutamente. Por consiguiente, toda psicología que pretenda ser crítica deberá restaurar las voces silenciadas” (Ovejero, 1999, p. 414).
En suma, urge desarrollar una psicología social crítica que se defina en términos de nuevas prácticas, que incida en el carácter social de la psicología social y que contribuya a debilitar los efectos de poder de la institución científica (Ibáñez, 1996b, pp. 154-156); y a emancipar a comunidades estigmatizadas, cuyas voces han sido silenciadas por las teorías clásicas de la psicología social tradicional, que han mirado a colectivos más atractivos, buscando la productividad y la bendición académica, social y militar.
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