Existen actualmente en la literatura psicosocial ciertos planteamientos más o menos consensuados sobre los cambios que han sufrido los procesos de construcción de la identidad en el período de transición de la modernidad a la postmodernidad, de los que, para los fines que nos ocupan en este artículo, podemos elegir como los más representativos y ampliamente extendidos a los de Claude Dubar y Anthony Giddens. Claude Dubar (2002) postula la hipótesis de que, en el citado período, existe un lugar creciente otorgado a las identidades reflexivas y narrativas en detrimento de las identidades culturales y estatutarias. En las sociedades donde predomina la forma de identificación cultural, “los individuos son designados en ellas por su lugar en la línea de las generaciones y por su posición sexuada en las estructuras de parentesco” (Dubar, 2002, p. 28) mientras que la forma identitaria estatutaria está orientada hacia el acceso a un determinado estatus en la jerarquía social, en función, ya no del mero nacimiento (como en la forma cultural) sino del “aprendizaje de un nuevo código simbólico y de la interiorización de nuevas formas de decir, hacer y pensar valoradas por el poder” (Dubar, 2002, p. 35). En este caso, el estatus no se da, pura y simplemente, en el nacimiento, sino que debe merecerse por el éxito en pruebas sancionadas por el poder político. Por su parte, la forma reflexiva “es un modo de identificación que consiste en investigar, argumentar, discutir y proponer definiciones de sí mismo basadas en la introspección y la búsqueda de un ideal moral” (Dubar, 2002, p. 44). Esta forma de identificación, a diferencia de las anteriores, no surge más que en cuanto manifiesta una subjetividad distante con respecto a los papeles y estatus que la comunidad impone al individuo, y una temporalidad específica, la de la intimidad y el secreto. Y finalmente, en la forma de identificación narrativa,
... se contempla la primacía de la acción en el mundo y no de la reflexión interior sobre sí mismo. Cada uno se define por lo que hace, por lo que realiza y no por su ideal interior. Se organiza alrededor de un plan de vida, de una vocación que se encarna en proyectos, profesionales y otros (...) es inseparable de una intención ética, de un ideal de realización de sí mismo (Dubar, 2002, p. 47).
Este proceso histórico que describe Dubar puede resumirse como un cambio tendencial con el que prevalecen las formas de identificación societarias sobre las comunitarias. En las formas identitarias comunitarias la identidad se forma en el seno de una comunidad como sistema de lugares y nombres preasignados a los individuos que se reproduce idénticamente a lo largo de las generaciones. El “nosotros” modela completamente un “yo” definido por su genealogía y sus rasgos culturales. En las formas societarias de construcción de la identidad hay colectivos múltiples, variables, efímeros a los que los individuos se adhieren voluntariamente buscando recursos de identificación provisionales. Las formas identitarias societarias unen los “nosotros” contingentes y dependientes de las identificaciones estratégicas a los “yo” que persiguen un interés económico o la realización personal.
De esta forma, según Dubar, en el contexto de las sociedades con vínculos societarios se hace posible la emergencia de la identidad personal.
La identidad personal (...) no está “determinada” por sus condiciones sociales. Se construye a partir de los recursos de la trayectoria social, que es también una historia subjetiva. El vínculo comunitario, del que no hay posibilidad de distanciarse, “determina” a los individuos imponiéndoles sus normas, sus reglas, sus papeles y sus estatus, reproducidos de generación en generación. El vínculo societario no determina nada, ofrece oportunidades, recursos, señas y un lenguaje para la construcción del Yo (...) Lo societario diferencia, pero no determina. Al mismo tiempo, también singulariza (...) Las instituciones societarias no obligan a los individuos desde el momento en que se han convertido en sujetos (Dubar, 2002, p. 225).
El vínculo societario se caracteriza precisamente por esa distancia que la subjetividad toma con respecto a los papeles y los estatus que la comunidad le otorga o le impone al individuo. El paso de lo comunitario a lo societario implica una reorganización de las formas identitarias en torno a las “identidades para sí” (reivindicadas por uno mismo) y ya no a las “identidades para los otros” (atribuidas por los otros).
El gran tránsito, siempre incierto, pero también potencialmente emancipador, de la dominación de los vínculos comunitarios, que asfixian, determinan y encierran a las subjetividades individuales, presas de identificaciones colectivas y terribles relaciones de dominación (de los hombres sobre las mujeres, de los viejos sobre los jóvenes, de los dirigentes todopoderosos sobre los trabajadores subordinados, etc.) (...) a las relaciones societarias, que individualizan, separan, seleccionan, a veces explotan y a menudo angustian, pero hacen posible una subjetividad autónoma que algunos llaman libertad (Dubar, 2002, p. 246).
Lo societario (...) también es portador de la posible emancipación de la autoridad, del desarrollo de la democracia participativa y de una nueva regulación social (Dubar, 2002, p. 251).
Anthony Giddens (1995) describe algunas características de la construcción de la identidad en lo que él llama modernidad tardía que van en la misma línea que los planteamientos de Dubar. “El yo ─dice─ está visto como un proyecto reflejo del que es responsable el individuo” (Giddens, 1995, p. 99). Lo que el individuo llega a ser depende de su propio proceso de construcción basado en un incesante imperativo de autoconocimiento subordinado al establecimiento de un sentido de identidad coherente. Para ello, el yo trata de apropiarse de su pasado en función de los proyectos futuros, trazando vectores temporales que permitan una cierta consistencia de su identidad a lo largo del tiempo. La reflexividad del yo es continua y generalizada, en cada momento se le pide al individuo que se interrogue por lo que sucede. Todos estos fenómenos se expresan en una crónica del yo, que implica un control del tiempo, estableciendo zonas de tiempo personal que sólo guardan relaciones remotas con los órdenes temporales externos. Esta crónica del yo está muy relacionada con la noción de identidad narrativa de Dubar, ya que el establecimiento de una linealidad temporal que dé coherencia a la identidad parece requisito imprescindible para trazar un plan de vida, un proyecto.
La autenticidad, la sinceridad con uno mismo, con un núcleo verdadero, interior y esencial del yo es otro elemento fundamental del aspecto moral de la construcción de la identidad, imperativo que obliga a ser fiel a uno mismo. Y por último, Giddens destaca también que “la línea de desarrollo del yo es internamente referencial (...) la integridad personal, como logro de un yo auténtico, nace de la creación de un sistema de creencias personales mediante el cual el individuo reconoce que ante todo se debe fundamentalmente a sí mismo. Los puntos de referencia esenciales están establecidos desde dentro, en función de cómo el individuo construye / reconstruye la historia de su vida” (Giddens, 1995, p. 104).
Las concomitancias de esta noción de referencialidad interna con las nociones de identidad narrativa y reflexiva de Dubar pueden entenderse mejor atendiendo a otra noción de Giddens: el estilo de vida (Giddens, 1995). En la sociedad postradicional actual, según el autor, una actividad diaria a la que el yo se ve empujado es la elección. La modernidad tardía coloca al individuo ante una compleja diversidad de elecciones, y éste se ve forzado a forjarse un estilo de vida propio como resultado del conjunto de elecciones que realice. El estilo de vida es un conjunto de prácticas que satisfacen necesidades utilitarias, pero no sólo eso. Lo fundamental es que da forma material a una crónica concreta de la identidad del yo, y que es una noción aplicable sólo en la sociedad postradicional, pues más que ser transmitido es adoptado, por implicar una elección entre una pluralidad de posibilidades. La construcción reflexiva de la identidad del yo y la conformación de un estilo de vida depende tanto de la preparación para el futuro como de la interpretación del pasado, integrados ambos en una crónica o biografía del yo. Esta dimensión temporal de la identidad que Giddens enfatiza podemos considerarla también un elemento clave de lo que Dubar llama identidad narrativa, propia de las sociedades con dominante societario, alrededor de la cual se estructuran planes de vida que expresan una vocación, un proyecto de realización del sí mismo.
En Giddens, el vínculo entre la vida del individuo y el intercambio de generaciones está roto, lo que hace que el individuo experimente su tiempo de vida como algo que está relativamente al margen de las determinaciones del tiempo generacional, el cual coloca, en las sociedades tradicionales, la vida del individuo en una serie de transiciones colectivas: “Los diversos tipos de vínculo de parentesco fueron claramente las principales ataduras externas de la experiencia de la vida individual en las circunstancias premodernas” (Giddens, 1995, p. 188).
Tanto Giddens como Dubar ven una clara vinculación entre modernidad y autonomía individual. El vínculo comunitario premoderno implicaba, según los autores, una pérdida de poder para el individuo en el sentido de que el control sobre las circunstancias de su vida estaba situado en instancias que le trascendían, en la comunidad, la tradición, los sistemas de parentesco... La tesis de los autores es que el centro de ese control se ha ido desplazando hacia el propio individuo, en la medida en que la subjetividad se ha ido constituyendo como espacio de reflexividad que se abre entre el yo y sus roles y estatus comunitarios, lo que le confiere al yo una capacidad de autodeterminarse a partir de planes de vida que se caracterizan por su referencialidad interna.
Cuando Giddens (1995) hace referencia a la incertidumbre como un dilema que tiene que afrontar el yo postmoderno en la construcción de su identidad, fenómeno que otros autores han tematizado como fragmentación o saturación del yo, marcadamente Gergen (1992), está oponiéndola a la autoridad. La tradición era, en la época premoderna, la fuente primordial de autoridad, la autoridad única, a la que todo individuo podía atenerse para erradicar la angustia de la duda, adoptando de ella códigos de conducta dotados de una fuerte compulsión normativa. En la modernidad tardía, la pérdida de legitimidad de esa autoridad tradicional, representada en instituciones como la religión, la comunidad local o el parentesco, ha dado paso a un universo social donde las autoridades no son únicas, sino múltiples. En esta situación, el individuo puede a duras penas hacer frente a la duda en un mar de múltiples posibilidades, pero, argumenta Giddens, ello supone un mayor margen de libertad y autonomía en la construcción de la subjetividad.
En este epígrafe trataremos de mostrar, con la ayuda de algunos estudios históricos y culturales, que el proceso histórico descrito por Dubar y Giddens puede interpretarse como un proceso histórico de psicologización de la subjetividad.
Esa distancia, de la que habla Dubar, entre el yo y sus posiciones en la comunidad abre un espacio para que emerja una interioridad psicológica, un espacio de supuesta autonomía para la subjetividad donde el sujeto mantiene una relación reflexiva consigo mismo. Las identidades reflexivas y narrativas se construyen en el contexto de una sociedad con vínculos societarios. Según afirma el mismo Dubar, lo propio de estas sociedades es una cultura psicológica como “reserva de recursos lingüísticos para poder decir la identidad personal” (Dubar, 2002, p. 238). Dichos recursos lingüísticos tienen su espacio de inserción en esa distancia reflexiva que históricamente se abrió entre el yo y los lugares y códigos que le imponía la comunidad. La apertura de ese espacio es la condición de posibilidad para la emergencia de un tipo de subjetividad que se constituye en mirada reflexiva sobre sí misma y que tiende a construirse en términos psicológicos. Las formas identitarias narrativas se constituyen alrededor de esa mirada reflexiva que implica la posibilidad, para el yo, de interrogarse sobre su inserción en la comunidad, algo que no era posible cuando el yo coincidía con su papel en la comunidad, lo que implica, también, la posibilidad de interrogarse por su identidad. Esta pregunta no deja de instituir la obligatoriedad de una introspección que persigue la realización de un ideal del sí mismo, generando, como trataremos de desarrollar de aquí en adelante, una conflictividad interna al individuo que difícilmente puede entenderse en términos de autonomía.
Para mostrar por qué la transición de lo comunitario a lo societario no lleva a una construcción más autónoma de la subjetividad, es necesario primero ver en qué sentido este proceso histórico es un proceso de psicologización de la subjetividad. Para ello proponemos atender, con la ayuda de tres importantes estudios históricos, al tipo de conflictividad interna al individuo que emerge en tres diferentes momentos históricos como efecto del proceso de modernización. Lo que caracteriza al sujeto que resulta de este proceso es “que saca el conflicto del mundo de relaciones objetivas y lo coloca en el espacio inocuo y políticamente inoperante de lo psíquico” (Blanco, 2002, p. 187), y cuyas formas históricas concretas podemos seguir en la baja edad media, en la modernidad y en la postmodernidad.
En primer lugar recurriremos a los estudios de Norbert Elias (1989). El autor analiza detalladamente en El proceso de la civilización la génesis del absolutismo y la transformación de los guerreros medievales y renacentistas en un nuevo tipo de individuo, el cortesano, quien necesita contener de una manera especial sus pulsiones, necesita ocultar sus afectos y en ocasiones actuar contra sus sentimientos, para poder vivir en una sociedad marcada por la etiqueta y por el ceremonial.
El largo proceso de conversión de una sociedad guerrera en una sociedad cortesana a través de la monopolización estatal de la violencia y de la recaptación de impuestos implica, entre otras cosas, el acortesamiento de los guerreros, una larga transformación en el curso de la cual una clase alta de cortesanos viene a sustituir a una clase alta de guerreros. Este largo proceso iniciado en occidente en los siglos XI y XII y culminado sólo en los siglos XVII y XVIII significa una transformación de los impulsos individuales en el sentido de una contención, de un autocontrol, basado en el miedo a la disminución o a la pérdida de prestigio social, y significa también la interiorización de las coacciones sociales, la transformación de las coacciones externas en autocoacciones.
En las relaciones entre las gentes, en el período citado, pierde importancia el uso de la fuerza física, se suavizan las reacciones impulsivas, la amenaza violenta, en favor de otras más negociadas, calculadas y de efectos diferidos, debido, entre otras cosas, a que el crecimiento del comercio, el mercado, impone una serie de patrones, de regularidades de conducta que cabe esperar en toda persona involucrada en una transacción económica, y que pasan a constituirse en implícitos de toda interacción social (Elias, 1989). Por otro lado, la diferenciación de funciones (entre individuos e intraindividualmente) supone una interdependencia entre la gente, incluso en los actos cotidianos: “Es preciso ajustar el comportamiento de un número creciente de individuos, hay que organizar mejor y más rígidamente la red de acciones de modo que la acción individual llegue a cumplir así su función social. El individuo se ve obligado a organizar su comportamiento de modo cada vez más diferenciado, más regular y más estable” (Elias, 1989, p. 451).
Al monopolizar el estado el uso de la violencia, impide al individuo hacer justicia por su cuenta. Se requiere entonces el arte de la prudencia. Esto es, ser de confianza para los otros (honesta, honrada, previsible, o al menos parecerlo) y al mismo tiempo pragmático (controlador, manipulador, buscador del provecho personal, cosa que también cabe esperar de los demás).
Esto requiere el desarrollo de la capacidad de analizar y controlar el comportamiento, el propio y el ajeno, capacidad que sólo puede estar fundada en el desarrollo de una subjetividad clausurada sobre sí misma que toma una distancia suficiente del papel social del individuo como para poder manipular su presentación en sociedad. Las condiciones de la vida en la corte (Elias, 1989) dan lugar a la observación psicológica del otro, “precisamente porque la vigilancia de uno mismo y la observación permanente de los demás contaban entre los presupuestos elementales de conservación de la posición social” en una jerarquía móvil de poder (Elias, 1989, p. 485-486). Uno acecha y recela de los demás, y al mismo tiempo se refrena a sí mismo y simula. Ello supone percibir a los demás de acuerdo con su imbricación social. En la época cortesana la gente empieza a moverse por motivos más a largo plazo que ni siquiera resultan obvios en el presente.
Los cambios históricos que caracterizan a la sociedad cortesana, tal como la describe Elias, hacen posible la emergencia de una interioridad psicológica, cuyos ejes centrales serían la vergüenza y el pudor: “El avance del umbral de la vergüenza y de los escrúpulos son manifestaciones de una disminución de los miedos directos ante la amenaza o el ataque por parte de los demás, y un fortalecimiento de los miedos internos automáticos, de las coacciones que se imponen ahora los propios individuos” (Elias, 1989, p. 500). La emergencia de esta subjetividad no tiene otra significación histórica que la constitución de una política interior de estructura similar a la política exterior. Elias, sin decirlo explícitamente, viene a adoptar una noción psicoanalítica de super-ego que ejercería la función de autodominio.
Elias, al intentar explicar la emergencia de esta forma de interioridad psicológica, entiende que
lo aislante, que aparece como un muro invisible que separa el mundo interior del individuo del mundo exterior(...), al yo de los otros, al individuo de la sociedad, es la contención más firme, más universal y más regular de los afectos (...) las autocoacciones fortalecidas que impiden a todos los impulsos espontáneos expresarse de modo directo en acciones (...) Lo aislado son los impulsos pasionales y afectivos de los hombres, contenidos, refrenados y sin posibilidad de acceso a los aparatos motores. Estos impulsos se aparecen a la autoexperiencia como lo que está oculto ante todo lo demás y, a menudo, como el yo auténtico, como el núcleo de la individualidad (Elias, 1989, p. 41-42).
El autor adopta así presupuestos claramente freudianos, básicamente la tríada ello, yo, super-yo, cuando afirma que “el propio individuo se convierte en un campo de lucha entre las agradables manifestaciones instintivas de un lado y las desagradables limitaciones y prohibiciones, los sentimientos sociogenéticos de vergüenza y pudor por otro” (Elias, 1989, p. 229). La emergencia de esta subjetividad autocoaccionada genera una conflictividad interna al individuo.
Es cierto que el proceso histórico que nos describe Elias traza también un camino hacia lo societario, en la medida en que las identidades que se adquieren en la sociedad cortesana no vienen determinadas por la adscripción cultural, comunitaria o familiar del individuo, sino que, en cierto modo, son producto de una elección del individuo, siempre que, claro está, supere las pruebas sancionadas por el poder para llegar a acceder a determinadas jerarquías sociales. Pero no puede entenderse que con la sociedad cortesana se abran nuevos espacios de autonomía del individuo con respecto a sus vínculos sociales; lo que Elias pretende enfatizar es que la significación de las identidades individuales viene dada, precisamente, por la inserción del individuo en la estructura social. No en vano, los factores que en Elias explican la transformación de las formas identitarias son de orden político (formación del Estado moderno que monopoliza el uso de la violencia legítima y la recaptación de impuestos). El poder está absolutamente involucrado en la formación de la subjetividad, desde el mismo momento en que Elias concibe a la civilización por analogía a una suerte de dique, el cual, en un primer momento, contiene la irracional y salvaje naturaleza animal que constituiría la verdadera y natural esencia del ser humano. Es la progresiva interiorización de esa coacción externa lo que hace emerger una subjetividad que se hace posible a partir de una relación reflexiva que el yo entabla consigo mismo en términos de autocontrol. Por tanto, la constitución de esta subjetividad emergida en los albores de la modernidad es un proceso político que en absoluto puede desvincularse de los efectos del ejercicio del poder.
El proceso de la civilización nos sirve, pues, para hacer una interpretación de los primeros momentos de la transición de lo comunitario a lo societario como un proceso de progresiva psicologización de la subjetividad, en el que ésta deviene el espacio privilegiado donde se ubicarán en adelante los conflictos que el sujeto tiene con su mundo de relaciones sociales.
Weber aporta su propia interpretación del proceso, con lo que llama el proceso de racionalización, en unos trabajos que abarcan un periodo histórico más extenso que el de Elias, con un inicio más temprano y con un final más reciente en el tiempo, y que contienen valiosos elementos para entender el proceso histórico de psicologización. Su análisis parte de las sociedades con pensamiento mágico, religiones politeístas y formas de identificación comunitarias, y puede resumirse de la siguiente manera: el proceso de racionalización es iniciado por la religión monoteísta, que se constituye en espacio de manifestación de un sí mismo reflexivo (que se escruta a sí mismo) y culmina, con el protestantismo ascético, en la formación de identidades narrativas que requieren de una mirada autovigilante y autocorrectora para la consecución de un ideal del sí mismo a través del trabajo.
En las primeras formas comunitarias de la historia imperaba un pensamiento mágico (Weber, 1964). Cuando empiezan a aparecer los dioses, gozan sólo de una existencia precaria; un dios sólo controla un acontecimiento específico. La tendencia hacia el monoteísmo se fue generalizando a pesar de la resistencia que oponía la necesidad de las gentes de las sociedades tradicionales de tener un dios fácilmente accesible y susceptible de influencia mágica.
Donde el individuo se relaciona con entidades divinas por medio de la oración, el culto y la súplica, podemos hablar de la existencia de religión en cuanto algo distinto al empleo de magia. Las fuerzas mágicas no reciben culto, sino que se subordinan a las necesidades humanas mediante el empleo de fórmulas o ensalmos. En la mayor parte de los casos de práctica mágica o de culto sin sacerdocio, la formación de un sistema coherente de creencias religiosas sólo alcanza un nivel muy simple. La aparición del profeta aporta precisamente una mayor coherencia a los sistemas de creencias por medio de la doctrina, que “siempre contiene la importante concepción religiosa del mundo como un cosmos, del que se exige que constituya un todo con no importa qué sentido ordenador” (Weber, 1964, p. 364), eliminando así la magia e iniciando lo que Weber (1964) llama el desencantamiento del mundo. Como Weber tratará de mostrar, el protestantismo ascético, en su expresión calvinista, es la máxima expresión de este fenómeno.
En el nivel de la subjetividad, y como parte del proceso de racionalización, la expansión de las grandes religiones universales monoteístas hizo que éstas se constituyeran en un nuevo ámbito de expresión de un yo íntimo, distinto de su papel social, un sí mismo reflexivo, lo que significaba un paso más en el proceso hacia lo societario, al mismo tiempo que un paso más en el proceso de psicologización. De la conjunción de la influencia de estas religiones, marcadamente el cristianismo, con la del derecho romano (una forma altamente racionalizada de derecho), surgió una nueva forma de subjetividad no sólo en un sentido jurídico, sino también moral: un ser consciente, libre y responsable, dotado de sentido moral. Esto supuso, en la línea de Dubar, una toma de distancia de los individuos con respecto a su papel social, a su pertenencia comunitaria. Pero también supuso una introspección implacable como método de construir la propia identidad; el individuo se definía por sus pensamientos más íntimos. Podemos decir que la introspección y la búsqueda de un ideal moral son los ejes que vertebran la forma reflexiva de identificación de la que habla Dubar, claramente vinculada a la expansión de las religiones monoteístas.
La universalización de los símbolos y la teodicea relacionada con el proceso de racionalización tiene como efecto que aquéllos abarquen todo el conjunto del orden cósmico, de modo que no se den acontecimientos concretos que no sean susceptibles de interpretación en los términos de su sentido religioso. Es en este sentido que Weber (1985) afirma que el protestantismo ascético deviene en ética total cuando da un sentido religioso a todo acto cotidiano, muy particularmente al trabajo.
Weber investiga en La ética protestante y el espíritu del capitalismo sobre las conexiones entre el protestantismo y la racionalidad económica que caracteriza la expansión capitalista, cuyos rasgos identifica de la siguiente manera:
La adquisición incesante de más y más dinero, evitando cuidadosamente todo goce inmoderado es algo (...) tan puramente imaginado como fin en sí, que aparece en todo caso como algo absolutamente trascendente e incluso irracional frente a la felicidad, o utilidad, del individuo en particular. La ganancia no es un medio para la satisfacción de necesidades vitales materiales del hombre, sino que más bien éste debe adquirir, porque tal es el fin de su vida. Para el común sentir de las gentes, esto constituye una inversión antinatural de la relación entre el hombre y el dinero; para el capitalismo, empero, ella es algo tan evidente y natural, como extraña para el hombre no rozado por su hálito (Weber, 1985, p. 48).
El espíritu del capitalismo moderno viene así caracterizado por una singular combinación de la dedicación a la ganancia de dinero por medio de una actividad económica legítima, junto con el prescindir del uso de estos ingresos para gustos personales. Esto está estrechamente ligado con la creencia protestante en el valor de la realización eficiente, como un deber y una virtud, de la vocación profesional que se ha escogido. La característica predominante que distingue a la moderna economía capitalista es
... el estar racionalizada sobre la base del más estricto cálculo, el hallarse orientada, con plan y austeridad, al logro del éxito económico aspirado, en oposición al estilo de vida del campesino que vive al día, a la privilegiada parsimonia del viejo artesano, y al capitalismo aventurero, que atiende más bien a la explotación de las oportunidades políticas y a la especulación irracional (Weber, 1985, p. 85).
Se trata de una forma de pensamiento y vida racionales que dio origen a la idea de profesión-vocación (surgida en tiempos de la Reforma), la cual resulta en una dedicación abnegada al trabajo profesional. El deber del creyente para con su Dios se cumple por medio de la realización eficiente de la profesión que expresa una vocación, y que adquiere así el sentido de una prueba ascética.
Ante la doctrina de la predestinación, todo creyente se pregunta si estará él o ella entre los escogidos. Pero cualquier duda sobre la certeza de la elección es una prueba de fe imperfecta, y la intensa actividad en el mundo es el medio más apropiado para desarrollar y mantener esta necesaria confianza en sí mismo. En esta ética calvinista la acumulación de riqueza tiene un alto valor ético si proviene del cumplimiento ascético del deber profesional, no cuando incita al goce. En ella encontramos la culminación del proceso de racionalización de la conducta sobre la base de la idea de profesión / vocación.
Todos estos cambios históricos tienen una serie de consecuencias en el orden de la subjetividad que abordamos ahora para comprender cómo el proceso descrito por Weber posibilita el surgimiento de las formas de identificación societarias, pero también supone un proceso de psicologización de la subjetividad. El calvinismo contribuye a la aparición de lo que Dubar llama las identidades narrativas, y ello tiene una concreción histórica en la figura del empresario burgués puritano; esta figura es la forma de subjetividad que más claramente ejemplifica la aparición de las identidades narrativas. Como ya habíamos visto, estas identidades se organizan alrededor de un plan de vida que se encarna en proyectos empresariales y en el que se expresa una vocación. Vemos también que se trata de la primera aparición histórica de un tipo de subjetividad que contiene dos elementos que en la actualidad Giddens (1995), como veíamos más arriba, considera centrales en la construcción de la subjetividad en la modernidad tardía: las nociones de estilo de vida y plan de vida.
Efectivamente, estas nociones reenvían a la idea de que la construcción de la identidad pasa a ser una tarea individual, eligiendo un plan de vida, no determinada por la pertenencia comunitaria, con lo que la aparición de la figura del empresario burgués podría ser la primera forma pura de lo societario. Sin embargo, lo que se pretende sostener aquí es que, lejos de implicar un mayor grado de autonomía en la construcción de la subjetividad, esta figura, si bien está menos sujeta a las determinaciones comunitarias, anuncia nuevas formas de subjetivación/sujeción1 propias de un proceso histórico de psicologización de la subjetividad que hace posible la emergencia de una interioridad psicológica como espacio privilegiado donde el individuo interioriza y dirime conflictos que inicialmente mantenía con su mundo de relaciones sociales.
El plan de vida, los proyectos empresariales del burgués puritano, tuvo en los inicios del capitalismo, como hemos visto según Weber, una intención ética, es decir, perseguían la realización de un ideal del sí mismo, para lo que se requiere de una permanente mirada reflexiva, autovigilante y autocorrectora, la cual hace emerger una interioridad psicológica a través de esa forma de relacionarse con una misma basada en la autocoacción. Esa interioridad psicológica se sustancializa con todos aquellos elementos privados, pulsionales, afectivos, que ya no podían ser tolerados en la vida pública del burgués, en la que éste tiene que elevar su crédito y ofrecer confianza por razones comerciales.
Ahora bien, ¿en qué sentido esta interioridad psicológica deviene espacio privilegiado de conflicto? En ese momento histórico de despegue del capitalismo industrial racional, que rompe con el tradicionalismo económico, Weber explica cómo el patrón interesado en conseguir un grado más intenso de rendimiento introduce el destajo o el incentivo a tanto por pieza, con lo que los trabajadores tienen la posibilidad de aumentar sus ingresos de forma considerable. Sin embargo, esta iniciativa no tiene el efecto deseado. ¿Cómo se introdujo entonces en el comportamiento del trabajador esa disciplina que hizo posible la acumulación capitalista? Evidentemente, el ideal ascético tiene mucho que ver en ello, ya lo hemos visto. Pero el significado histórico de este cambio al nivel de la subjetividad es que supone una interiorización del conflicto del trabajador con su patrón: la conflictividad interna que se produce en el trabajador al intentar alcanzar el ideal ascético que, por medio del trabajo y la moderación le hace merecedor de la gracia divina (ideal inhabitable que siempre se encuentra lejos de la conducta real del trabajador a los ojos de Dios), desplaza a la subjetividad el conflicto que el trabajador tiene con su mundo de relaciones objetivas: la extracción de plusvalía. El conflicto sostenido por una relación de poder se interioriza al convertirse en una cuestión de realización personal, quedando desplazado del ámbito de lo político. Es importante, pues, prestar atención a dos procesos que aparecen relacionados en este momento histórico: la intensificación del proceso histórico de psicologización de la subjetividad y la importancia creciente de las cuestiones identitarias.
Por lo demás, el cambio de subjetividad que implica lo societario está relacionado con un proceso de racionalización que no ocurre sólo en el orden de la religión, sino también, como hemos visto, en el orden económico, con la llegada del capitalismo industrial racional. Por ello, si ya Elias había señalado la importancia del contexto político en el desarrollo de lo societario, no puede entenderse la construcción de la subjetividad societaria que anuncian las identidades narrativas sin tener en cuenta cómo el mercado modela dicha subjetividad, es decir, no puede entenderse como una construcción autónoma. Esto es de vital importancia para comprender, según trataremos de desarrollar ahora, cómo en sus inicios el capitalismo industrial produce la emergencia histórica de una determinada dinámica del deseo, a la que explota en su beneficio. Son también este tipo de relaciones entre el proceso histórico de psicologización, un aspecto fundamental de la subjetividad, las dinámicas del deseo, y las relaciones de mercado las que trataremos de delinear para llevar a cabo en el último epígrafe una crítica de la noción de subjetividad autónoma (Dubar, 2002) en la actual fase postfordista del capitalismo.
Los estudios de Elias y Weber, que aquí hemos tomado por sus aportes para hacer un recorrido por el proceso histórico de psicologización, tienen un presupuesto básico: que la construcción social de la subjetividad, de un interior psicológico que mantiene una relación reflexiva consigo mismo, se produce a partir de la renuncia a lo pulsional, a lo afectivo. Dan a entender con ello que lo pulsional es anterior y preexistente a cualquier proceso de aculturación o civilización; en un primer momento ese núcleo pulsional preexistente al contexto social es reprimido por un poder externo, y finalmente confinado a constituir la misma esencia de la subjetividad por la propia autocoacción del sujeto. Dicho de otro modo, presuponen una relación de oposición entre el deseo y el poder, o una relación basada sólo en la represión del último sobre el primero. Elias (1989) habla de una sociedad cortesana donde la expresión espontánea del deseo debe ser calculadamente manipulada si no reprimida. Según el retrato de Weber (1964,1985), el espíritu del capitalismo burgués puritano proporciona el impulso al nacimiento de las instituciones modernas a partir de la renuncia al disfrute que pueden proporcionar las riquezas, renuncia que establece las condiciones de posibilidad de la acumulación capitalista. La interioridad psicológica se constituye a partir del trazado de unos límites entre el interior y el exterior del individuo dibujados por una forma reflexiva de relacionarse con una misma basada en la autovigilancia y la autocoacción. Freud es quizá la figura que de forma más explícita ha expresado esta manera de comprender el proceso de civilización, el cual estaría fundado en la renuncia al deseo. Según Freud (1996), la civilización implica una creciente complejidad de la vida social con sus más altos logros culturales; el precio que se paga por ello es una creciente represión, y el sentimiento de culpa correspondiente: “La culpa es el problema más importante en el desarrollo de la civilización (...) el precio que pagamos por nuestro progreso civilizador es la pérdida de la felicidad por la intensificación de este sentimiento de culpa” (Freud, 1996, p. 130).
Los autores mencionados, parten todos, en sus análisis, de lo que Foucault (1998a) llamó la hipótesis represiva. Ésta se sostiene sobre una concepción jurídico-discursiva (Foucault, 1998a, p. 100 y s.) del poder. Foucault, a propósito de las relaciones entre poder y sexo, cita una de las características de esta concepción:
El poder sobre el sexo se ejercería de la misma manera en todos los niveles (...) funcionaría según los engranajes simples e indefinidamente reproducidos de la ley, la prohibición y la censura (...) Esta forma es el derecho, con el juego de lo lícito y lo ilícito, de la trasgresión y el castigo. Ya se le preste la fórmula del príncipe que formula el derecho, del padre que prohíbe, del censor que hace callar o del maestro que enseña la ley, de todos modos se esquematiza el poder en una forma jurídica y se definen sus efectos como obediencia (Foucault, 1998a, p. 103).
El análisis de Weber, aunque basado en la hipótesis represiva, contiene elementos que pueden ayudarnos a entender los mecanismos de poder que operan en la constitución de una subjetividad conflictuada como residuo del proceso histórico de psicologización. Para ello hay que abandonar la hipótesis represiva y reparar una vez más en un hecho que ya se ha mostrado revelador con anterioridad. Weber (1985) explica cómo, en el tiempo de la implantación del capitalismo industrial, el patrón interesado en conseguir una intensificación del rendimiento de los trabajadores introduce el incentivo a tanto por pieza. Esto no consigue aumentar la productividad, pero en ese momento, la introducción del ideal ascético puritano tiene precisamente el efecto buscado por el incentivo: una dedicación abnegada al trabajo como empresa moral.
Este cambio tiene dos importantes significaciones. En primer lugar ejemplifica bien el hecho de que la modernidad supone una intensificación del proceso histórico de psicologización, en tanto que la conflictividad interna al sujeto alcanza su máxima expresión. Esto es posible percibirlo así si entendemos que el poder, al contrario de lo que asume la hipótesis represiva, no tiende tanto a reprimir el deseo (abstinencia en el disfrute de la riqueza), sino que lo construye como tal a la vez que lo estimula; deseo de realizar el ideal ascético, que es deseo de un ideal del sí mismo. Al ser el objeto de deseo un determinado ideal del sí mismo, el sujeto se modela a sí mismo y se aplica a sí mismo las operaciones que anteriormente realizaba un poder externo que funcionaba a base de castigos o incentivos. Es decir, que el poder tiende más a explotar los réditos del deseo de autorrealización y de identidad, de la adhesión subjetiva al sometimiento. En segundo lugar, la introducción del ideal ascético inicia un proceso de abstracción del objeto de deseo, éste pierde su fisicidad o materialidad inmediata y el deseo empieza a ser explotado en su funcionamiento inmanente2. Este proceso es simultáneo al proceso histórico de psicologización que abre la posibilidad, para el sujeto, de tomarse como objeto de reflexión y a una cierta identidad como objeto de deseo. Éste, por tanto, deja de ser externo al individuo y se internaliza en forma de ideal de sí nunca alcanzable3, con lo que se posterga indefinidamente la satisfacción del deseo, pero con ello se consolida también su pervivencia (la pervivencia del deseo de realizar el ideal, de ser él mismo ese ideal, y por tanto, deseo de seguir trabajando duramente).
El ejemplo que nos brinda Weber invalida la hipótesis represiva, la cual está basada en la concepción del deseo como una carencia o falta (que da pie a creer que se satisface con una vinculación al objeto externo), y la desvela insuficiente para entender cómo funciona lo que podríamos llamar el poder constituyente (constituyente del deseo y la subjetividad, de la relación que una mantiene consigo misma). Podríamos decir que el capitalismo industrial moderno produce la emergencia histórica4 de la dinámica inmanente del deseo y su explotación, a través de dos procesos básicos y simultáneos: la abstracción del objeto de deseo y la introducción de procesos de subjetivación basados en la autorrealización y autodeterminación de la identidad. El sujeto moderno constituido alrededor de esta dinámica inmanente (diferente de la dinámica trascendente de la premodernidad), adopta para sí mismo la actitud que caracteriza al sistema productivo, continua intensificación del rendimiento y la productividad, sin necesidad de coacción externa (sólo presente en casos extremos, sin que se pueda decir sea la forma habitual de funcionamiento del poder). El sujeto se produce a sí mismo en pos de un ideal, y se produce concertado con los intereses del sistema productivo. No hay oposición, por tanto, entre deseo y poder.
Como lo fundamental en esta forma de funcionamiento del poder es entender cómo el sujeto se construye a sí mismo y qué dinámica sigue su deseo, se verá ahora la importancia de definir el trayecto de lo comunitario a lo societario como un proceso de psicologización, un proceso de ensanchamiento del interior psicológico: el efecto del poder constituyente se manifiesta en la forma en que se genera una conflictividad al interior de esa subjetividad construida socialmente a lo largo del proceso de psicologización (un ejemplo es, como hemos visto en el epígrafe anterior, la introducción del ideal ascético en el trabajo), pero no como resultado de una represión del deseo, sino, por el contrario, de su intensificación.
Todos los análisis de la trayectoria histórica de lo comunitario a lo societario basados en la noción de deseo entendido como una carencia y, por tanto, en la hipótesis represiva que presupone un poder que reprime el deseo impidiéndole el acceso a su objeto de deseo (tal es el papel represivo que Dubar y Giddens asignan a lo comunitario), tienen que concluir efectivamente que “el individuo no vive ya primordialmente por preceptos extrínsecos sino por la organización refleja del yo” (Giddens, 1995, p. 196). Efectivamente, en la postmodernidad, como si se llevara al extremo lo que Weber describe en el nacimiento del capitalismo industrial, las determinaciones extrínsecas a la subjetividad han disminuido su influencia en su construcción, básicamente por el declive de la comunidad, pero es necesario comprender cómo esa organización reflexiva del yo no está exenta de efectos de poder, de un poder que construye la subjetividad y el deseo del individuo (y por tanto, la relación que éste mantiene consigo mismo, la forma en que construye su identidad) de conformidad con los objetivos institucionales:
Las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino que son inmanentes; constituyen los efectos inmediatos de las particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y, recíprocamente, son las condiciones internas de tales diferenciaciones; las relaciones de poder no se hallan en posición de superestructura, con un simple papel de prohibición o reconducción; desempeñan, allí en donde actúan, un papel directamente productor (Foucault, 1998a, p. 114).
Las conclusiones del epígrafe anterior nos llevan necesariamente a buscar en las posibilidades que nos ofrece una forma de describir el proceso histórico de psicologización no basada en la hipótesis represiva: Historia de la sexualidad de M. Foucault (1998a,b,c). Esta genealogía señala la importancia de la construcción de un interior psicológico para la propia dinámica del poder constituyente. A partir de los trabajos de Elias, Weber, Giddens y Dubar parece como si la emergencia de lo que podríamos llamar propiamente una subjetividad, un espacio psíquico separado de la existencia comunitaria del individuo, hubiera ocurrido en un tiempo bastante reciente de nuestra civilización. La genealogía de Foucault, sin embargo, muestra cómo siempre ─o por lo menos desde la Grecia clásica─ hubo formas de subjetivación, formas de relación con una misma, pero que no siempre implicaban una psicologización. La noción de poder constituyente que este estudio nos invita a utilizar es fundamental para entender por qué, rebatiendo las tesis de Dubar y Giddens, no podemos hablar de una construcción más autónoma de la subjetividad en la actual sociedad con vínculos societarios, para entender los procesos de psicologización en la postmodernidad.
Foucault (1998b, c) entiende que la cuestión de la subjetividad está estrechamente ligada a la forma en que el sujeto se construye como sujeto moral en un campo de problematización que es la sexualidad. La construcción de la subjetividad y la relación con uno mismo son dependientes de una determinada forma histórica de economía del deseo, la cual establece un ámbito privilegiado de subjetivación.
En la Grecia clásica se promueve un dominio de sí en la relación con los placeres (Foucault, 1998b). No existe la obligatoriedad de cumplimiento de un código que señala los placeres permitidos y los prohibidos (no están prohibidas las relaciones fuera del matrimonio, ni lo que hoy llamamos pederastia, ni la homosexualidad), sino una serie de prescripciones para relacionarse con los placeres de la manera menos dolorosa posible, es decir, relacionarse con los placeres desde la soberanía sobre una misma, sin que la satisfacción del placer alcance un carácter de obligatoriedad para el sujeto, que en ese momento perdería su libertad. Por tanto, la ética del dominio de sí pone el énfasis en el sujeto y la acción, no en el código. Esta ética apunta a la relación con una misma y a la relación con el propio deseo. Se trata de una ética que persigue el pleno disfrute de los placeres en perfecta soberanía de uno mismo. Dominio de sí y cuidado de sí son sus conceptos clave. La incitación al dominio de sí va acompañada de una serie de técnicas para alcanzar la templanza en el uso de los placeres: las tecnologías del yo (formas sociales de modelar la propia subjetividad para alcanzar ese dominio de sí). La templanza perseguida se orienta a la búsqueda de la libertad. Con la llegada de Platón, sin embargo, la búsqueda se orienta a la verdad sobre una misma, lo que prepara el terreno para la hermenéutica del yo propia del cristianismo.
De la antigüedad tardía a la modernidad, el cristianismo, en la estela de la tradición platónica, instaura una hermenéutica del yo (Foucault, 1998c). Este es un procedimiento de constitución del sujeto que consiste en declarar la verdad sobre uno mismo (confesión) a través de la interpretación y el desciframiento del secreto oculto en el interior de uno, del desciframiento del deseo pecaminoso en las representaciones de la conciencia. Se impone así la obligatoriedad de saber uno quien es y lo que ocurre dentro de sí. La psicologización se produce cuando el poder constituyente actúa de forma que la mirada reflexiva, la relación con uno mismo, se genera a partir de la búsqueda de un conocimiento en uno mismo, no a partir de la búsqueda de un uso mesurado de los placeres que haga libre al sujeto. Esto último remite a un saber hacer, no a un saber sobre la esencia que se supone uno tiene en su interior psicológico. Esta hermenéutica del yo cristiana sienta las bases para los modernos procedimientos de subjetivación/ sujeción basados en la preocupación por la propia identidad.
Foucault (1990) señaló que la Edad Media cristiana inventó dos formas básicas de autorevelación, de presentación o de descubrimiento del sí mismo; la exomologesis y la exagoreusis. La exomologesis implica la expresión dramática de la condición de pecador del penitente, expresión que se da entre los extremos de la mortificación y el martirio. Por su parte, la exagoreusis es la revelación continua, detallada y sistemática de los pensamientos propios a una autoridad externa e inapelable (el abad, el director espiritual...). De ambas formas de autorevelación, el paso del tiempo ha ido inclinando la balanza del lado de la verbalización. Lo que la exagoreusis cristiana introduce es el imperativo moral de decir la verdad como única forma de estar en paz con una misma. Pero el aspecto común a las dos formas de autorevelación que aquí nos interesa es que suponen una renuncia a la capacidad operatoria del yo, que queda anulada por la psicologización que implica la introspección implacable.
Volvamos ahora donde había empezado el artículo, a la cuestión de la construcción de la subjetividad en la actualidad, para finalizar la problematización de las tesis de Giddens (1995) y Dubar (2002) a propósito de la construcción autónoma de la subjetividad en la postmodernidad. Haber esbozado las líneas generales del proceso histórico de psicologización de la subjetividad nos permite ahora una mejor fundamentación de esa problematización.
La secularización del espíritu protestante del capitalismo industrial nos ha legado nociones tan relevantes hoy en día para la construcción de la identidad como plan de vida y estilo de vida, las cuales son recogidas, como hemos visto, en los análisis de Giddens (1995). Son nociones que enfatizan los aspectos electivos que, pareciera, hacen de la construcción de la identidad una tarea individual y autónoma, frente a su determinación comunitaria. La relevancia social que ha adquirido la cuestión de la identidad viene a significar la pérdida de legitimidad de nociones como naturaleza y destino. A todo ello se refiere Dubar (2002) cuando habla de las identidades narrativas, que conformarían el actual vínculo societario, o Giddens (1995) cuando se refiere a la referencialidad interna en la construcción de la subjetividad.
Bauman (2001a), describe esta tendencia de la siguiente manera:
Lo que contiene la idea de individualización es la emancipación del individuo respecto a la determinación adscrita, heredada e innata de su carácter social (...) la individualización consiste en convertir la identidad humana de algo “dado” en una “tarea”, y cargar a los actores con la responsabilidad de realizar esta tarea y con las consecuencias de su realización; en otras palabras, consiste en establecer una autonomía de iure, aunque no necesariamente de facto (Bauman, 2001a, p. 166).
Es importante reparar en la última frase de la cita, ya que con ella Bauman abre un espacio a la desconfianza, a la sospecha sobre lo que se podría llamar un imperativo de autonomía en lo que se refiere a la construcción de la subjetividad: “La modernidad reemplaza a la determinación de la posición social por una autodeterminación compulsiva y obligatoria” (p. 166).
¿Cómo hay que entender este imperativo de autonomía? El tema de la empresa, que está en el núcleo del neoliberalismo, es una referencia clara a lo económico. Pero la empresa también proporciona una racionalidad para la estructuración de la subjetividad del ciudadano. Los individuos devienen empresarios de sí mismos, modelando sus vidas a través de las elecciones que hacen de entre todas las formas de vida a su disposición. El sujeto político no es ya un ciudadano con poderes y obligaciones derivadas de su pertenencia a una colectividad, sino un individuo cuya ciudadanía se manifiesta a través del libre ejercicio de la elección personal de una variedad de ofertas en el mercado. Cada aspecto de la vida está imbuido de un significado autoreferencial, cada elección que hacemos es una señal de nuestra identidad, cada una es un mensaje a nosotros mismos y a los demás sobre el tipo de personas que somos. Se espera que construyamos el curso de nuestras vidas como el resultado de todas esas elecciones.
Pueden rastrearse los orígenes de esta forma de ciudadanía hasta la modernidad. La entronización de la razón que caracterizó a la Ilustración perseguía precisamente un proyecto de autonomía para el individuo en la medida en que desafiaba la autoridad de aquellas instancias que hasta el momento habían sometido la voluntad de éste a principios no racionales; el ejemplo más claro por entonces era la religión. Grahan Burchell (1996) apunta que es la racionalidad de gobierno propia del liberalismo, con el ánimo ilustrado y emancipador de acabar con la “razón de Estado” por ser ésta una racionalidad política en la que un soberano ejercita su voluntad totalizadora a lo largo de todo el territorio nacional, la que en el contexto de la modernidad introduce esta nueva concepción del sujeto gobernado. Sucede por entonces que ya los sujetos están dotados de derechos e intereses que, por el bien del Estado, no tienen que ser puestos en entredicho. La significación de este cambio ha sido señalada por Foucault (1992) al distinguir entre sociedades soberanas y sociedades disciplinarias, mutación que ocurre en la época moderna y que implica el paso de una forma de poder que decide sobre la muerte y la ritualiza, a una nueva forma de poder que calcula técnicamente la vida en términos de población, de salud o de interés nacional: el biopoder.
Es así como las tecnologías de gobierno disciplinarias5 (Foucault, 1998d) encuentran un espacio en el interior de los programas liberales, dado que dichas tecnologías pretenden crear las condiciones subjetivas, las formas de autodominio, de autoregulación y autocontrol, necesarias para gobernar una nación ahora concebida como una entidad formada por ciudadanos libres y civilizados. El poder disciplinario actúa sobre el cuerpo como foco de fuerzas que deben hacerse dóciles y útiles. Dado que el principio por el que se rigen las tecnologías disciplinarias6 es la maximización de la fuerza económica de los cuerpos y la minimización de su fuerza política (Foucault, 1998d) principio que hay que entender en el contexto del capitalismo industrial naciente, el Estado tiene que procurarse los medios con los que la subjetividad pueda ser constituida y orientada a producir objetivos deseables para aquél al mismo tiempo que se respeta su autonomía.
Como una radicalización de estos planteamientos, el neoliberalismo, ya en el último tercio del siglo XX, impone una fuerte crítica, y un desmantelamiento de hecho, del estado social keynesiano, así como una fuerte mercantilización de la vida:
La entronización de los poderes del cliente en tanto que consumidor (...) define a los sujetos gobernados de una nueva forma: como individuos activos que buscan realizarse a sí mismos (...) La razón política debe ahora justificarse y organizarse a sí misma argumentando mediante pactos que se adecuen a la existencia de personas definidas como criaturas libres y autónomas (Rose, 1996, p. 37).
La fuerza actual del imperativo de autonomía en la constitución de la identidad, es tanto más intensa cuanto que las posibilidades que se ofrecen en la postmodernidad de construir una identidad que dé un sentido de mismidad, con cierta continuidad, al individuo son cada vez más escasas. Las identidades sociales, los lugares que en la estructura social puede ocupar el individuo “se están fundiendo velozmente a toda velocidad y difícilmente pueden servir como objetivos para “proyectos de vida” (Bauman, 2001a, p. 167). Podríamos postular una relación entre esto y el hecho de que “la precariedad ─la inestabilidad, la vulnerabilidad─ es un rasgo extendido (además del que se siente más dolorosamente) de las condiciones de vida contemporáneas” (p. 178). Bauman habla en otro lugar (2001b) de un crecimiento de la impotencia colectiva de forma paralela a la extensión de los sentimientos de inseguridad, incertidumbre y desprotección debidos a esa precariedad generalizada. Estos son los efectos que en el nivel de la subjetividad tienen los cambios producidos por lo que se ha dado en llamar el proceso de globalización económica. Como régimen económico basado en la liberalización metódica del movimiento de capitales y en reducciones del gasto social del estado implica la violencia estructural del desempleo y de la precariedad de los puestos de trabajo, todo lo cual redunda en un crecimiento de la inseguridad y la incertidumbre, que demasiado a menudo toman los nombres de competitividad, flexibilidad, desregulación.
¿Cómo se explica pues, en esta situación donde “nuestras dependencias son ahora verdaderamente mundiales y (...) los poderes que determinan las condiciones en las que hacemos frente a nuestros problemas están fuera del alcance de todos los agentes inventados por la democracia moderna en sus dos siglos de historia” (Bauman, 2001a, p. 171), ese imperativo de autonomía, de autoconstitución, que asedia la construcción reflexiva de la propia identidad? Estos dos procesos aparentemente paradójicos, en realidad se implican mutuamente. Cuanto más fuertes son las tendencias con las que los individuos pierden control sobre sus condiciones de vida, sobre las leyes que la regulan, más intensa es la psicologización que produce la preocupación compulsiva por la construcción autodeterminada de la propia identidad, tarea ésta que condensa todos los intentos de huir de la inseguridad, la incertidumbre y la desprotección en busca de un espacio de control y autonomía.
Estamos una vez más ante una forma intensa de psicologización de la subjetividad, donde se desplaza un conflicto que el individuo tiene con su mundo de relaciones objetivas al interior de su subjetividad. Esta forma de psicologización la define con mucha precisión Ulrich Beck (1998) cuando afirma que no hay soluciones biográficas a la contradicción sistémica, si bien son estas soluciones las que se nos apremia o incita a buscar; que no puede haber ninguna respuesta racional a la creciente precariedad de las condiciones humanas mientras dicha respuesta tenga que limitarse a la acción del individuo (en este caso atareado en la autodeterminación inacabable de su identidad). Asistimos a la emergencia de un tipo de conflictividad subjetiva diferente a la que emerge con el capitalismo industrial, pero que tienen un mismo efecto: un conflicto político queda definido en términos psicológicos, a partir de la interrogación reflexiva por la propia identidad.
La preocupación por la identidad en el marco del imperativo de autonomía tiene su condición de posibilidad en una experiencia de sí psicologizante que no es más, como hemos visto, que uno de los corolarios del proceso histórico hacia lo societario “justo cuando se derrumba la comunidad se inventa la identidad” (Young, 1999, p. 164, citado en Bauman, 2001a), y responde a la acción de un poder constituyente que instaura una determinada forma de relacionarse con una misma y una determinada dinámica del deseo. Esto hace que, si bien la autonomía es una noción que suele vincularse a lo societario, no pueda entenderse en un sentido emancipatorio. Lejos de ello, se trata de una psicologización tanto más intensa cuanto que la autodeterminación de la identidad plantea una tarea que, atrapada como está en una contradicción sistémica, en el sentido de Beck, es de por sí inacabable.
Para entender los matices del tipo de subjetividad que surge en este momento del proceso histórico de psicologización y la conflictividad interna que le caracteriza hay que hacer referencia de nuevo a las prácticas de explotación de la dinámica inmanente del deseo ─que el capitalismo industrial había iniciado─ en los procesos de construcción social de la subjetividad en la sociedad de consumo, teniendo en cuenta que en ésta la identidad tiene también la consideración de objeto de consumo:
El dilema que atormenta a hombres y mujeres en el cambio de siglo no es tanto cómo conseguir las identidades de su elección y cómo hacer que las reconozcan los que están alrededor, cuanto qué identidad elegir y cómo mantenerse alerta y vigilante para que sea posible hacer otra elección si la identidad anteriormente elegida es retirada del mercado o despojada de su capacidad de seducción (...) conseguir una identidad que se ajuste de una manera demasiado estricta, que de una vez y para siempre ofrezca mismidad y continuidad, tiene como consecuencia cerrar opciones o perder anticipadamente el derecho a ellas (Bauman, 2001a, p. 169-170).
Ya hemos visto que la modernidad intensifica un proceso de psicologización de la subjetividad en el que se produce el anudamiento histórico de la emergencia del capitalismo industrial y la dinámica inmanente del deseo a través de la actuación de un poder constituyente o subjetivador que modela la forma en que el sujeto se relaciona consigo mismo y con su deseo, llevando al interior de su subjetividad un conflicto anteriormente externo. La situación descrita en la cita anterior tiene que ver de nuevo con la forma en que existe una mutua incitación entre el capitalismo postfordista (Touraine, 1971; Castellano, 1997) actual y la dinámica inmanente del deseo. Esta última noción vuelve a ser relevante una vez más para ver cómo las cuestiones de la autodeterminación/ referencialidad interna de la subjetividad, relacionadas con la importancia dada en el neoliberalismo a la capacidad de elección del consumidor, son vividas fenomenológicamente como el libre ejercicio de la autonomía, cuando, de hecho, constituyen actuaciones del individuo también sobre sí mismo que responden bien a los requerimientos de la reproducción sistémica.
En el capitalismo postfordista “ya no existe un límite neto que separe el tiempo de trabajo del tiempo de no-trabajo” (Virno, 2003, p. 108). Este último es también tiempo de producción, y el tiempo de trabajo está subsumido por y no agota el tiempo de producción. Todo el tiempo de vida es tiempo de producción, sólo que contiene dos momentos: vida retribuida y vida no retribuida, pero también productiva. Esto es así porque el tiempo de trabajo y el de no-trabajo desarrollan una misma productividad basada en facultades humanas genéricas presentes en ambos ámbitos: lenguaje, comunicación, memoria, sociabilidad, capacidad de abstracción, aprendizaje e inclinaciones éticas y estéticas (estas son las capacidades que se constituyen en el principal factor productivo). Esto hace que los procesos de subjetivación de lo que Virno llama la intelectualidad de masas (la fuerza de trabajo en el postfordismo) “no pueden ser hallados en relación con el trabajo, sino, ante todo, sobre el plano de la forma de vida, del consumo cultural, de los usos lingüísticos [...] cuando la producción ya no es en modo alguno el lugar específico de formación de la identidad, puesto que ahora mismo se proyecta sobre todos los aspectos de la experiencia...” (p.115).
Paralelamente, las empresas han desarrollado una gran capacidad de deslocalizar la inversión y la producción (globalización económica y financiera) trasladando el grueso de ésta a los países de la periferia, con lo que en el centro el consumo ha tomado el relevo del trabajo como elemento central del mercado. La consecuencia de todos estos cambios es que el trabajo ha dejado de ser un lugar privilegiado de subjetivación. Lo fue precisamente en la modernidad, cuando las necesidades de desarrollo del capitalismo hicieron necesario anudar los procesos de subjetivación con la adopción de los valores que dignificaban el trabajo, creando así una ética del trabajo (Bauman, 1999) que hacía de la vocación y de la dedicación al trabajo un eje vertebrador de la subjetividad. Pero el paso de las formas fordistas del trabajo a las postfordistas ha supuesto un cambio fundamental. Con el grueso de la producción trasladada a la periferia, en los países del centro ya no es necesaria una gran masa de fuerza de trabajo. Esto hace que ya no se produzcan grandes cantidades de productos para el consumo de masas (como se hacía en el modelo fordista) porque el capitalismo ya no necesita grandes masas consumidoras, sino sólo una más pequeña proporción de consumidores con gran capacidad adquisitiva que les permite renovar muy a menudo los productos que ya tienen. El resto de los consumidores de bajo nivel adquisitivo son absolutamente prescindibles para el capitalismo. De ahí que no sea necesario producir mercancías a gran escala, sino sólo volcar continuamente sobre el mercado nuevas versiones de productos ya comercializados, con nuevas y superfluas prestaciones, acortando el tiempo entre la aparición de una versión y otra, no dejando que las anteriores satisfagan el deseo consumista. La economía postfordista produce aquello que es efímero, temporal (reduciendo la vida media de los productos y servicios) y precario (lugares de trabajo temporales y flexibles).
El modelo de producción postfordista es ciertamente diferente de la fase industrial del capitalismo, pero el poder constituyente actúa de la misma forma, haciendo entrar en alianza la dinámica inmanente del deseo y la del sistema productivo. Como en el capitalismo coetáneo del protestantismo se explota la dinámica inmanente del deseo que, según Deleuze y Guattari (1998), no desea la satisfacción, sino su propia perpetuación. Una continua renovación de los objetos de consumo lanzados al mercado es lo que permite, en realidad, que ninguno de ellos llegue a producir satisfacción mientras la fantasía (que posterga la satisfacción y hace del hecho mismo de desear algo placentero) del consumidor sea estimulada con la renovada promesa de la próxima aparición de un producto mejor. Mejor porque nuevo. En el postfordismo, el significado psicológico de “nuevo” es siempre “mejor”, o sencillamente, “más”: “¿cómo va uno a estar contento con su suerte si a lo lejos le hacen señas unos goces mejores, aunque aún no puestos a prueba? (Bauman, 2001a, p. 180). La promesa de la satisfacción precede a la necesidad que se promete satisfacer, y siempre será más intensa y seductora que la necesidad existente, lo que acaba por provocar la decepción en el momento de la satisfacción del deseo, de forma que éste no deja de ser constantemente intensificado. El individuo busca denodadamente el logro de un acercamiento en realidad asintótico a la satisfacción. La promesa más tentadora no es la de la satisfacción de las necesidades sentidas, sino la promesa de sentir deseos que todavía no se han sentido o sospechado nunca. En este sentido, los consumidores son fundamentalmente coleccionistas de sensaciones, y sólo secundariamente coleccionistas de cosas. Son buscadores de sensaciones (Bauman, 1999) que mantienen una relación con el mundo principalmente estética: perciben el mundo como un alimento para la sensibilidad, una matriz de experiencias posibles. Esto es lo que Bauman (1999) ha llamado estética del consumo, por oposición a la ética del trabajo que caracterizó a la modernidad.
El mundo y todos sus matices pueden ser juzgados por las sensaciones (...) que provocan; por su capacidad de despertar deseos que es justamente la etapa más placentera en el proceso del consumo, más aun que la satisfacción misma del deseo (...) la brújula más usada para moverse en él es siempre estética, no cognoscitiva ni moral (Bauman, 1999, p. 57).
El signo más evidente de que opera un poder constituyente es que esa presión interiorizada hacia el consumo, esta imposibilidad de vivir la vida de otra manera, se le revela al consumidor bajo el disfraz de un libre ejercicio de voluntad, en el mismo sentido que más arriba se hablaba de autonomía o autodeterminación de la subjetividad. Es el juez, el crítico, el elector; puede negarse a escoger una de las infinitas elecciones, pero no puede negar fidelidad a la elección, a la posibilidad de escoger.
Así pues, vinculado como está el imperativo de autonomía en la construcción de la subjetividad con el contexto político del neoliberalismo, el económico del postfordismo y la globalización, y el cultural de la estética del consumo, no puede decirse que en la sociedad postmoderna con dominante societario la subjetividad se construya con más autonomía, sino que, por el contrario, tal construcción se da en un contexto de creciente heteronomía (Castoriadis, 1990). Castoriadis define la autonomía como el reconocimiento por parte de una sociedad de que la fuente del nomos, de los mecanismos de cohesión social, de las leyes que rigen el mundo de la vida social, radica en el propio seno de la sociedad y no en una instancia exterior o trascendente a la misma, en cuyo caso hablaríamos de heteronomía. En la misma medida en que crece la fuerza del imperativo social de la construcción autónoma de la subjetividad, crece también, como necesitándose mutuamente, la tendencia de los mencionados procesos socio-económicos a alejar de los individuos el control sobre sus condiciones de vida y sobre las leyes que la rigen. Por tanto, dicho imperativo de autonomía supone una psicologización de la subjetividad al separarla de los contextos sociales, políticos y económicos en que emerge e introduciendo en ella conflictos que de otro modo se plantearían en las relaciones sociales objetivas de dichos contextos, redundando todo ello en un mayor grado de heteronomía.
Es cierto que hay formas de heteronomía propias de la premodernidad y la modernidad que han perdido cierta legitimidad (religión, nación, familia, razón, progreso), y adoptando, como hacen Dubar y Giddens, la hipótesis represiva para el análisis del proceso histórico de lo comunitario a lo societario, éste puede llegar a concebirse como un progreso hacia la autonomía del individuo. Sin embargo, abandonar la hipótesis represiva permite advertir de qué forma en la sociedad postmoderna societaria se sustituyen esas formas de heteronomía por otras, como los procesos de globalización o las leyes del mercado, en las que actúa, como hemos visto, un poder que constituye la subjetividad, la relación que el individuo mantiene consigo mismo:
Si definimos como poder la capacidad de una instancia cualquiera (personal o impersonal) de llevar a alguno (o algunos) a hacer (o no hacer) lo que, a sí mismo, no habría hecho necesariamente (o habría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el de preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería que hiciese sin necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explícito para llevarlo a... Resulta evidente que esto crea para el sujeto sometido a esa formación, a la vez la apariencia de la espontaneidad más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total posible (Castoriadis, 1990, p. 73).
Los trabajos de Giddens (1995) y Dubar (2002), que han sido tomados en este artículo como objeto de nuestras reflexiones, son ejemplos ilustrativos de aquellos estudios que han abordado las implicaciones, en el nivel de la subjetividad, del declive de los vínculos sociales comunitarios implicado en el proceso de modernización, postulando una relación entre modernización y autonomía individual en la construcción de la subjetividad.
Se ha propuesto la necesidad de adoptar una perspectiva histórica para problematizar las tesis de Dubar y Giddens, e investigar así en posibles visiones alternativas del proceso de modernización que implica el paso de lo comunitario a lo societario. Es así como, a partir de los estudios históricos de Elias (1989), Weber (1964, 1985) y Foucault (1998 a, b, c), se ha podido desvelar otra cara de los efectos del proceso de modernización sobre la subjetividad en la historia de la cultura europea desde la baja edad media hasta el s. XIX. Uno de ellos lo hemos definido como un proceso de psicologización que no admite una lectura en términos de emancipación, dado que separa los procesos de subjetivación de sus condicionantes culturales, políticos y económicos, a través de un procedimiento básico: la interiorización del conflicto político que el sujeto tiene con su mundo de relaciones sociales en el seno de su subjetividad, generando en ella una conflictividad interna. La perspectiva histórica adoptada ha aportado la valoración precisa del papel que en ese proceso de psicologización, paralelo al de modernización, han tenido acontecimientos políticos como la formación del Estado moderno (Elias, 1989), económicos como el nacimiento del capitalismo industrial (Weber, 1985) y culturales como el protestantismo europeo (Weber, 1985).
Si bien es cierto que en el declive de los vínculos comunitarios que implica el proceso de modernización puede identificarse la pérdida de legitimidad de antiguos poderes que determinaban la voluntad de un individuo definido en esencia por los papeles, estatus y códigos que le imponía la comunidad (relaciones de parentesco, religión...), la noción de lo que aquí hemos llamado poder constituyente o subjetivador, en base a la genealogía foucaultiana (Foucault, 1998a, b, c), ha revelado lo inadecuado de un presupuesto metodológico que subyace inadvertido en los estudios que vinculan el declive de la comunidad y el advenimiento de lo societario con una mayor autonomía para el individuo: la hipótesis represiva. Ésta es un obstáculo para poder comprender en toda su complejidad las nuevas formas de subjetivación/ sujeción propias de los vínculos societarios de la postmodernidad, que vinculadas a un momento histórico de intensificación del proceso de psicologización, dan lugar a un sujeto conflictuado con su identidad, es decir, que modelan la relación que éste tiene consigo mismo por medio de la explotación de lo que hemos llamado dinámica inmanente del deseo.
Finalmente, hemos rastreado los orígenes de la propia noción de sujeto autónomo hasta la tradición liberal de pensamiento que inició la modernidad (Burchell, 1996), la cual hipostasió el valor de la conciencia individual y ensayó formas de poder constituyente en base a esa concepción de sujeto capaz de gobernarse a sí mismo, mostrando así que las nociones de autonomía, autodeterminación o referencialidad interna que tan a menudo se utilizan en la actualidad para caracterizar los procesos de construcción de la subjetividad, forman parte de los mecanismos de poder constituyente que dan forma a la subjetividad consumista en la postmodernidad y vehiculan intensas formas de psicologización al separar los procesos de subjetivación de los conflictos que surgen en el contexto económico del postfordismo y la globalización (Virno, 2003; Bauman, 2001b), en el contexto político del neoliberalismo (Rose, 1996) y en el contexto cultural de la estética del consumo (Bauman, 1999), lo que resulta en una pérdida de control, por parte del individuo, sobre sus condiciones de vida. Se ha mostrado, por tanto, que la noción de autonomía de la tradición de pensamiento liberal y neoliberal que impera en la actualidad no se corresponde con un proceso emancipatorio, sobre todo al contrastarla con una concepción de autonomía, la de Castoriadis (1990), que se sitúa fuera de esa tradición y la vincula a la eventualidad de que la sociedad y el individuo puedan reconocer la fuente del nomos, de las leyes que rigen la vida, en ellos mismos y no en una instancia exterior o trascendente a ellos. Esta última situación, que Castoriadis llama heteronomía, es la que tiene lugar cuando la psicologización de la subjetividad transforma determinados conflictos políticos en una conflictividad interna que el individuo mantiene y trata de dirimir en el seno de su subjetividad.
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