Mi interés por investigar temas relacionados con la tecnología es nuevo, de hecho, mi acercamiento a la temática de las tecnologías de la información (TIC) ha sido meramente circunstancial. No así su uso cotidiano. Mis primeras lecciones de computación, a finales de los ochenta, cuando todavía era un niño, es una de los recuerdos que mejor conservo de aquellos años. Y aunque retuve más bien poco o casi nada del contenido de las clases, si que tengo presente la experiencia.
En el seminal libro sobre el uso de las TIC, “La vida en la pantalla” de Sherry Turkle (1995), la famosa investigadora dedicaba uno de los capítulos del fascículo, para hablar sobre las relaciones entre el uso de TIC y las mujeres. Tradicionalmente, el acercamiento a los ordenadores había sido bajo la lógica racionalista de ir de lo abstracto a lo concreto, es decir, de la programación a la práctica. Y como la racionalidad abstracta ha estado simbólicamente negada para las mujeres en nuestra cultura, la informática, entre muchas otras cosas, terminó por convertirse en cosa de hombres.
Paradojas del destino, mi acercamiento a las TIC se debió a una mujer: mi madre, que me obligo a ir a esas clases de computación, ella, tan atenta a los cambios que se avecinaban, ya sabía, en sus propias sus palabras: “Que las computadoras son lo que viene”, aunque, de nuevo la paradoja, ella no sepa hasta la fecha como usar una videocasetera.
Volviendo con Turkle, efectivamente, en aquellos años ochenta, a los niños nos enseñaban a usar una computadora prescindiendo de ellas. Por más extraño que parezca, así era. En aquellos tiempos, la computación se enseñaba frente al pizarrón: aprendiendo a dibujar enrevesados diagramas de flujo y memorizando cientos de comandos, que servían para ya no me acuerdo que cosa. Después, con toda esa teoría en la cabeza, se pasaba uno a esos fantásticos aparatos de monitor monocromático y cpu 286 o 386, operados a base de MS DOS. En aquellos tiempos, no había Windows y por lo tanto no había imperio Microsoft.
Dije máquinas fantásticas, y así es. Hoy en día los ordenadores se nos presentan como objetos cotidianos, domesticados y si se me permite el término, naturales. En mis años de incipiente acercamiento a la computación, los ordenadores eran objetos disruptores de la cotidianeidad. Eran una puerta al futuro o mejor dicho, al futuro imaginado por la ciencia ficción.
Las TIC de hecho, fueron introducidas, en el imaginario de mi generación, gracias a las teleseries y las películas, antes que al contacto directo con los ordenadores. Al “cursor” por ejemplo, elemento palpitante en la interface hombre- máquina, lo recuerdo como parte de la serie televisiva auto-man, donde toda la realidad se convertía en un lienzo virtual, en la cual, el fantástico personaje “cursor” podía dibujar a su antojo. Por su parte, Kitt, el “auto increíble” se convertía en la voz de ese “otro” tecnológico de los ochentas, humanizado pero incorpóreo, una versión amable del ominoso HAL 9000 de Stanley Kubrick. Y así, podría enlistar una larga cantidad de mis referentes mediáticos de lo tecnológico: Max Head Room, Mad Max, la pesadilla bio-tecnológica encarnada en el Alien de Giger, Robotech, Astroboy, pero sobre todo, Terminator. La imagen de ese cyborg ha perseguido a varios de mi generación y sintetiza, en un icono, ese terror fascinante que he sentido acerca de la tecnología.
En aquellos tiempos, no había imagen más violenta que la de esas máquinas, tan descarnadas, sin empatía y totalmente volcadas en la destrucción del ser humano. Supongo que en mi imaginación infantil, creía que el futuro irrenunciablemente se parecería a ese lugar inhóspito planteado por la película.
En palabras de Woolgar (2002), hace un tiempo yo hubiera estado del lado de los “tecnófobos”. Y lo he de reconocer, me mueve el discurso “ciberbólico”1. Durante mi adolescencia (y todavía, aunque de forma ya no tan prístina) me he sentido identificado con la estética y el discurso cyborg, pero desde su vertiente literaria y sobre todo musical. Por otra parte, estas expresiones artísticas no son tan extrañas a las ciencias sociales; Inspirados en la ciencia ficción y la cultura cyberpunk, por ejemplo, se han creado muchas de los conceptos que permean los estudios sociales de la ciencia.
A diferencia de algunos planteamientos teóricos, estas expresiones artísticas siempre han visto a la tecnología con desconfianza, ironía, miedo e incluso terror. El ciberespacio como “alucinación consensuada” en la novela “Neuromante” de William Gibson (1984) o los alaridos cyborg en la música de Skinny Puppy, son metáforas de la alienación, la dominación política y el sufrimiento de la carne. En el discurso cyberpunk, el uso de la tecnología, no siempre implica una posibilidad para la ampliación “positiva” de la experiencia corporal o el “progreso” y el “bienestar”.
Aún así, el acercamiento a la tecnología por parte del cyberpunk, no deja de ser paradójico. Una de las paradojas es que, a pesar de ser un movimiento que crítica la noción de progreso tecnológico, su música ha sido elaborada con lo que en su época era la más avanzada tecnología. Esta misma paradoja yo la encontré, de manera mucho más filosófica y profunda en la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, que en los ochentas fue adaptada al cine bajo el nombre de “Blade Runner”. La cosa se me complicaba, ¿Y si las máquinas servían como espejo para pensar lo estrictamente humano? o más allá, ¿Si el cyborg nos trascendía en humanidad? En el fondo, lo que sentía hacia la tecnología era una fascinación morbosa. Miedo, deseo y utopía mezclados.
Las “cibérboles” teóricas y el cyberpunk más decadente tienen, como mínimo, dos ideas (en el caso del cyberpunk, más que ideas serían imágenes o intuiciones) en común: la creencia en la autonomía del desarrollo tecnológico y la vinculación del uso de la tecnología con conductas alienadas.
La primera idea, es ya todo un clásico en el pensamiento acerca del uso de la tecnología, son varios los pensadores que de una u otra manera la han suscrito: desde Heidegger hasta McLuhan (Aibar, 2000) y que de forma muy simplificada vendría a ser la creencia en que la tecnología se despliega a sí misma en la sociedad, y la modifica a esta última sin que el ser humano individual pueda influir en este desarrollo. Es decir, la tecnología, en sí misma, impondría un discurso y unas prácticas, independientemente de la apropiación que hagan de ella cada persona y cada colectivo en su particularidad. La otra idea, la de la alienación producto de la tecnología, imagen tan recurrente en las letras de la música industrial, subyace al modelo clásico de investigación en Internet por “reducción de signos sociales”, uno de los tipos de investigación propios de lo que Christine Hine (2000) denominó “estudio del Internet como cultura”.
Pues bien, yo siempre había compartido (sin saberlo y no sin contradicciones) la idea de que el Internet “reducía los signos sociales” y que además se desarrollaba por sí mismo, imponiendo a sus usuarios ciertos tipos de prácticas. Debido a esta perspectiva (insisto, más bien intuida antes que pensada a nivel teórico) yo nunca había considerado al ciberespacio como un lugar donde se pudiese desplegar una sociabilidad auténtica. Para mí, lo nutritivo, socialmente hablando, se encontraba en otra parte: en la calle, por ejemplo.
En el fondo (y de nuevo, sin saberlo) yo consideraba a Internet, como una cultura propia, encerrada en sí misma, lo cual para mi (en mi imaginario) era enajenante. No sabía que desde las Ciencias Sociales se podía estudiar a la tecnología, que existen perspectivas críticas a la postura de que Internet es una cultura autocontenida, tal y como critica la propia Hine:
“Al sostener que existe un nuevo lugar para el trabajo de campo etnográfico, y concentrarse en la construcción de tal espacio social delimitado, quienes abogan por la cultura virtual han exagerado la separación entre lo offline y lo online. La dedicación exclusiva a estudiar la conformación de comunidades y los juegos de identidad, ha exacerbado cierta tendencia a ver los espacios de Internet como culturas contenidas en sí mismas, como si se tratara de observaciones de rasgos típicos de las organizaciones sociales. Mientras tanto, las interconexiones entre distintos espacios sociales, tanto online como offline siguen sin ser exploradas; tarea tremendamente difícil desde el interior de un entorno virtual donde el estudio de fenómenos online aislados excluye los procesos sociales presenciales que contribuyen, en buena medida, a la comprensión del uso de Internet como algo significativo.” (Hine, 2000)
Así, la alternativa al estudio de las TIC como cultura, es la de abordarlas como “artefacto cultural”, en ésta, la barrera entre lo online y lo offline es difusa y más que hablar de la “cultura de Internet” por ejemplo, se hablaría de “las culturas en Internet” e incluso de espacios intersticiales donde lo online y lo offline interactúan.
Hasta mediados de los años noventa, uno de los lugares intersticiales par excellence a los cuales podía tener acceso un niño mexicano, eran las llamadas “maquinitas”, es decir, los salones populares de video juegos, en estos negocios, instalados en patios de domicilios particulares, en las “tiendas de barrio” a un lado de las cajas con verduras y los refrigeradores con leche y refrescos, en viejas bodegas o en centros comerciales. En estos espacios, que pululaban por la gran mayoría de los barrios tapatíos, los niños de aquella época alternábamos entre el uso de los aparatos de video juegos y la plática con los amigos de la escuela o “la cuadra”. Fueron esos espacios, a veces precarios, a veces estilizados e hipermodernos, los que me brindaron, por primera vez, la experiencia de poder deslizarme de la sociabilidad “real” del contacto físico con “los compas” a la inmersión en los mundos virtuales sugeridos por la interface - “maquinita”: Universos habitados por Ninjas, espías intergalácticos, humanos transfigurados en bestias y criaturas mutantes post-apocalípticas.
Aquellas experiencias fundaron el inicio de una cadena de contactos con lo que Tirado y Domenech (2006) han denominado “mundos virtuales tecnocientíficos”. Contactos realizados antes de cibercafés, playstations y video juegos en línea. El reino infantil de lo “infovirtual” estaba dominado por “las maquinitas” que, en su momento, funcionaron como elemento democratizador en el acceso a los video juegos, en un contexto donde las consolas caseras eran todavía un objeto prohibitivo para la mayoría.
Hagamos un salto en el tiempo, hasta los primeros años del siglo XXI, nos reunimos un grupo de amigos, no ante una “maquinita” con el juego de Street Fighter, si no ante una computadora conectada a un equipo de sonido que reproduce rock, pop y música electrónica independiente. A los que estamos ahí reunidos nos parece que lo que escuchamos no tiene nada que ver con lo que se programa en la radio, no es música “comercial”, pensamos que es la vanguardia, y nos lo confesamos a nosotros mismos, aunque también podríamos habernos dicho si fuésemos españoles: “Esto es la hostia”. Nos encontramos en la casa del “Alex”, por la zona de la antigua central camionera de Guadalajara, afuera, en la calle, depósitos de chatarra automotriz se suceden uno tras otro y los junkies yacen a un lado de las abandonadas bodegas industriales.
La habitación en la que nos encontramos parece un inmenso collage de “pintas”, carteles, mensajes, dibujos, poemas, delirios... es el cuarto con más color que yo haya visto en mi vida, ahí, entre las charlas, la música, la cerveza y el humo de cigarro la invitada de honor es esa máquina, que tiene la capacidad de transportarnos a páginas llenas de información sobre música, por supuesto, pero también sobre diseño y arte más o menos subversivo. Ese artefacto es también nuestra interface que nos mantiene conectados, a través del Messenger, con otros colegas y así, nos enteramos a qué concierto o fiesta ir ese mismo fin de semana, o ese mismo día.
Es en esa computadora, más de diez veces formateada, donde “Alex” nos enseña acerca del software libre y otras tantas formas de hackerismo. También bajamos cantidades industriales de música y varias decenas de películas, lo cual sea la probable causa de los daños sufridos en ese aparato. También ahí, en una de tantas pláticas, decidimos crear una página Web en la cual verter nuestros gustos, sobre todo musicales, aunque también de otro tipo, a la página la llamamos “silicon sexy” en recuerdo de una canción del grupo francés Colder, no duró mucho, si acaso un año, pero en ese “inter” escribimos, hicimos entrevistas, creamos un programa de radio por Internet, compartimos y hablamos de música, como siempre, pero ahora lo hicimos en público y en red con otros y otras que se fueron interesando. Una experiencia entrañable y todo gracias a la computadora y al ingenio de nuestro webmaster, el cual seguramente debe estar a punto de volver a formatear, esa antigua pero resistente máquina. La tecnología, que para mi imaginario deudor del cyperpunk, en algún tiempo se había tornado algo frío, tiránico y asocial, se ha reconvertido en un elemento que puede generar sociabilidad tanto fuera como dentro de la red.
De hecho, en estos mismos momentos, debido a la lejanía de mi país, mi familia y mis amigos, me he visto en la necesidad de estar pendiente de los mensajes que me deja ver la máquina. La nostalgia y a veces, la melancolía, me han hecho incluso, ir más allá, como abrirme mi propia página myspace con tal de verme nuevamente formando parte de esa red social que se encuentra allá, en lo “real” (aunque también en “lo virtual” ¿no?), y lo que he encontrado es precisamente que en redes como myspace, un mensaje, una foto, la reseña de un concierto, un volante, la invitación a una fiesta, los recordatorios de cumpleaños, se constituyen como rastros, son señales que se van dejando y que cuando son leídas y reconstituidas, se transforman en mapas de la sociabilidad offline .
Como ya comentaba Hine (2000) es a través del estudio de lo virtual como no opuesto a priori, a la sociabilidad presencial, lo que aporta en gran medida el entendimiento de Internet como algo significativo para los sujetos.
Aibar, Eduard. (2000). La visió constructivista de la innovació tecnològica. Una introducció al model SCOT. Barcelona: UOC.
Gibson, William. (1984). Neuromante. Barcelona: Minotauro. 1989.
Haraway, Donna. (1991). Ciencia, cyborgs y mujeres. Madrid: Cátedra. 1995.
Hine, Christine. (2000). Etnografía virtual. Barcelona: Editorial UOC. 2004.
Tirado, Francisco. y Doménech, Miquel. (en prensa). Lo social y lo virtual, en Francisco Tirado y Miquel Doménech (eds.) Lo social y lo virtual. Nuevas formas de control y transformación social. Barcelona: Editorial UOC.
Turkle, Sherry. (1995). La vida en la pantalla. La construcción de la identidad en la era del Internet. Barcelona: Paidos. 1997.
Woolgar, Steve. (2002). Virtual Society? Technology ,Cyberbole, Reality. Oxford: Oxford University Press.