Vázquez García, Francisco (2005) Tras la autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía. Donosita-San Sebastián: Gakoa. ISBN: 8487303811
“La Historia es lo que hiere, es lo que rechaza el deseo e impone límites inexorables a la praxis tanto individual como colectiva, que sus “astucias” convierten en desoladoras e irónicas inversiones de su intensión declarada”, escribía Fredric Jameson. La Historia, concluía, “no necesita ninguna justificación teórica particular: podemos estar seguros de que sus necesidades enajenantes no nos olvidarán por mucho que prefiramos no hacerles caso”1.
Francisco Vázquez –que no tiene la procedencia hegeliano-marxista de Jameson– no es aficionado a escribir historia con mayúscula, sino –como corresponde a su impronta de historiador profesional y no sólo de filósofo– “historias”2. Sin embargo, en este libro (bien escrito, que informa de aquello de lo que habla y en el que se discute con claridad pero sin inquina) realiza una tarea que –salvada la siempre muy significativa diferencia sobre las mayúsculas– bien podría situarse bajo la inspiración del texto de Jameson.
Primera razón: (más adelante me referiré a la segunda) por la insistencia en los efectos imprevistos. Tras la autoestima está dedicado a la estetización de la vida cotidiana. La ruptura de la distancia entre la vida y el arte fue un viejo motivo de inspiración de las vanguardias estéticas. Se trataba de introducir los valores del arte en la vida cotidiana, de romper la dicotomía entre la rutina y la fantasía, entre la obligación y el deseo, entre el trabajo alienado y el trabajo creador. Estudiando la “subjetividad expresiva” –concepto con el que quiere recoger una fuerza mayor de nuestro tiempo: la estetización permanente de la existencia– Vázquez considera que arte y vida se maridan hoy: el primero se desublima, se encarna en las revistas de moda y en los planes de adelgazamiento o en la ropa, la segunda se cincela artísticamente, se prepara para ofrecerse en espectáculo en la menor de sus, como dicen los cursis, performances. Los deseos se han realizado. Pero como en las peticiones que se le hacen a los genios en los cuentos, una pequeñísima variación hizo que el resultado no sea de ensueño. Y que incluso no le falte su punto de pesadilla. En eso el diagnóstico de Vázquez no se separa de las críticas de las “falsas superaciones” que tan bien esbozaron los defensores de la “teoría crítica”3.
Pero el diagnóstico no emerge de una vez sino poco a poco. Para comprender la subjetividad contemporánea, Vázquez realiza una cala primera en la filosofía. Escoge a dos autores: Charles Taylor y Paul Ricoeur. De Taylor, Vázquez rescata su historia de la subjetividad moderna y su descripción de las variadas fuentes que preexisten en la misma (un modelo de subjetividad utilitarista, otro expresivo –que considera la vida como realización de la interioridad– y un tercero epifánico –de liberación de las fuerzas inconscientes, de realización de los impulsos reprimidos–). Con estos recursos, Vázquez deshace un obstáculo de primera magnitud: el que consiste en presentar la subjetividad moderna como algo homogéneo. Esta consiste siempre en una aleación variable de diversas disposiciones. De Paul Ricoeur, Vázquez recoge la textura narrativa de la subjetividad. Ser un sujeto consiste en reescribirse continuamente, en rehacer la propia historia sin por ello –y esta cuestión es esencial– olvidar la responsabilidad de uno con sus propios actos. De este modo, Vázquez, no sólo conquista la idea de una subjetividad moderna múltiple, sino también de que el problema de la identidad de un sujeto es práctico, no teórico: un sujeto es aquel capaz de responsabilizarse de sus acciones.
La siguiente discusión se establece con la sociología contemporánea. Primero, con Anthony Giddens. Giddens es el analista de cómo la subjetividad contemporánea se convierte en el escenario de un proyecto abierto de construcción subjetiva. La realidad cotidiana, nos dice, ha dejado de estar fijada por tradiciones y costumbres locales: la existencia deja de estar condicionada por el espacio próximo, por los dictados del entorno cotidiano. Por lo demás, nuestra época asiste a la proliferación de discursos científicos en torno al sujeto. Una pléyade de expertos nos enseña que vivir es una empresa frágil y que cada uno puede reconstruirse continuamente. Gracias a estos saberes, los seres humanos revisan continuamente su vida cotidiana, sus costumbres, sus tendencias personales. Con Giddens, Vázquez se aleja de la visión de un conocimiento científico convertido en colonización de la vida cotidiana, sin dejarse atrapar en el excesivo optimismo de este panegirista del mundo contemporáneo. La oferta de saberes no es un menú liberal puesto al alcance de un sujeto reflexivo: también es una forma de determinarlo simbólicamente, de seleccionarle una parte de sí mismo como problemática y oscurecerle otra, de proporcionarle unas soluciones y de hacer todo ello amparándose en presuntas credenciales científicas. Esta crítica se reafirmará más adelante con la introducción de la visión de Bourdieu acerca del mundo de los expertos de la subjetividad. Estos no hacen sino ofrecer una visión sofisticada de una determinada experiencia del mundo: la de una pequeña burguesía de servicios, surgida del mundo escolar y deseosa de convertir la vida cotidiana en terreno abonado para sus mangoneos terapéuticos.
Ulrich Beck es el otro refuerzo de la discusión con la sociología contemporánea con el que camina Vázquez. Individualización tiene aquí un sentido menos optimista que en Giddens y un campo de definición más sociológico y preciso. Gracias al Estado de Bienestar, dice Beck, los trabajadores se habituaron a relacionarse individualmente con un mercado de prestaciones. De este modo, se experimentaron como sujetos, se templaron en elecciones cotidianas y perdieron poco a poco los marcos de interpretación que les proporcionaba la cultura de clase. Las desigualdades pasaron a ser atribuidas a decisiones individuales, a fallos en el uso que los individuos han hecho de sus posibilidades vitales. La vida laboral y el orden familiar siguen estando tambaleados por la posición de clase de los sujetos, claro está, pero estos han dejado de disponer de referentes analíticos con los que interpretar tales desequilibrios como efectos de su posición en el espacio social. Nos hemos olvidado de la historia y como explicaba Fredric Jameson ésta no tiene ninguna gana de olvidarse de nosotros. A esa desertificación de las claves clasistas de la existencia, contribuyen los expertos con sus relatos de una vida convertida en simple decisión de un sujeto.
Conforme avanza el libro, la posición del autor se va precisando. Una vez llegados a Beck, el lector reconoce claramente ya al especialista en Foucault y en Bourdieu, al historiador de probado oficio en el análisis de la marginalidad y la opresión, esta vez dedicado a esbozar un programa de trabajo teórico sobre la subjetividad contemporánea. Porque este es un libro de un autor con mucha personalidad. Personalidad en el estilo –Vázquez hace bueno el adagio de que el grado de competencia de una persona es inversamente proporcional a su grado de arrogancia–, personalidad en la manera de hacer filosofía –Vázquez no comenta autores, los desgrana, los discute y los utiliza– y personalidad, en fin, de un escritor sumergido en un verdadero “work in progress” –leyendo este libro uno intuye a un Vázquez por venir: el Vázquez filósofo y sociólogo del presente que en buena medida ya se deja presentir en su libro sobre Bourdieu–. La precisión alcanza su culminación en la discusión con la recepción británica de Foucault, con lo que se conoce como anglofoucaultianos. Estos autores han adaptado creativamente las herramientas de Foucault al estudio de la construcción de la subjetividad contemporánea. Por una parte, rompiendo con los tópicos acerca del control social que tenían buena parte de los estudios inspirados en Foucault. La eclosión de la psicología y de los expertos que se legitiman en ella no convierte la vida en una cárcel regida por expertos. Bien al contrario: se trata de formas de hacer inteligible lo humano que actúan de una cierta manera en la vida de las personas, sí, pero permitiéndoles elegir relatos acerca de uno mismo. De este modo los gobiernan pero también les capacitan (y es que todo poder produce un margen de capacidades) para insertarse en –y disfrutar de– la cultura neoliberal del fabríquese a usted mismo. Laurence Parisot – jefa de la patronal francesa MEDEF– se despachaba (Le Figaro, 30 agosto 2005) con lo siguiente: “La vida, la salud y el amor son precarios: ¿por qué habría de escapar el trabajo a esa ley?”. Esta visión del mundo como un lugar en el que los sujetos tienen que firmar un contrato precario con todas las dimensiones de su existencia es la que vehiculan los sistemas terapéuticos. Las personas dejan de tener necesidades para convertirse en fuentes de energía inagotables e infinitamente –o al menos eso se supone– renovables. Esa cultura del sí mismo fundada en vulgarizaciones más o menos precisas de los saberes psicológicos forma parte de nuestra realidad y quienes se olvidan de ello sólo pueden referirse al pasado con nostalgia. Vázquez señala que hay que investigar cómo la cultura terapéutica empapa los diferentes puntos del espacio social, cómo se reinterpreta según las condiciones de vida de las personas, qué posibilidades prácticas otorga y que efectos alienantes contiene. Ese estudio no lo han hecho ni Charles Taylor, ni Paul Ricoeur, ni Giddens o Beck y los anglofoucaultianos, demasiado prendados en una historia institucional de las culturas expertas, no se han dotado de las herramientas sociológicas básicas para realizarlo. Ciertamente, ese estudio lo realizó Bourdieu en los años 70, pero su visión puede hoy servirnos de inspiración, pero no de patrón dogmático. Quienes leen a Francisco Vázquez se preguntan legítimamente si hay alguien mejor que él para realizar ese estudio. A mí me gustaría que Tras la autoestima fuera no una investigación que finaliza, sino una que comienza.