Diferencias que importan: Haraway y sus amores perros

Difference that matter: On love in the kennel of life

  • Cristina Pallí


Este escrito es un comentario extenso sobre la obra de Donna Haraway, The Companion Species Manifesto: Dogs, People, and Significant Otherness1.

¿Sobre perros? Pues sí, efectivamente: Donna Haraway, de sobras conocida en la teoría feminista y en los estudios de tecnociencia, célebre por su Manifiesto Cyborg, ha publicado un libro que versa, como explicita el subtítulo, sobre perros, humanos y otredad significativa. Y no un libro cualquiera de ambición modesta, sino nada menos que un segundo manifiesto. Que la autora de las historias de cyborg-trangresiones, de monstruosidades vampiro-frankensteinianas y el oncomouse transgénico se presente ahora con historias perrunas (‘dog writing’) ha sorprendido a todos, causado estupor a muchos, y decepcionado a algunos. Cierto es que el trabajo sorprende menos cuando se sabe que las relaciones humanos-animales es un tema en auge actualmente en el panorama académico estadounidense. De todas formas, el nuevo trabajo de quien consiguió crear un entusiasmo colectivo alrededor de la figura del cyborg ha provocado, sobre todo, desorientación.

¿A qué se debe este asombro? Quien lea el libro no va a tener dudas de estar entrando en el universo Haraway; a pesar de la novedad que supone el tema, hay continuidad en el enfoque teórico, y en la caja de herramientas: figuraciones, conexiones parciales, énfasis en la unión hecho-narración y carne-signo, y, sobre todo, el protagonismo del concepto de ‘naturocultura’2. Así que la desorientación, podemos suponer, debe deberse más bien al tema y a su enfoque (lo que yo les decía, los incómodos perros). Las opiniones sobre el libro son variadas. Algunas confiesan no vislumbrar a dónde quiere ir a parar la autora, sin saber muy bien qué hacer con sus propuestas. Otras cuestionan que haya en este libro una propuesta distinta a la que ya encontramos en sus cyborgs: ¿qué nuevo tipo de transgresión liminal lideran los canes que no pudiera reclamarse enarbolando la bandera cyborg? Otras simplemente encuentran las historias caninas bastante irrelevantes, demasiado cotidianas, y piensan que sólo Haraway podría permitirse un libro así. La mayoría se extrañan de que, teniendo a quien tiene por autora, no haya algo más en este trabajo.

Estas reacciones no han cogido a Haraway por sorpresa. Anticipándolas en unas conferencias esta primavera en Barcelona3, ella misma ironizaba sobre la posibilidad de que quienes la lean crean que le ha afectado la edad, no encontrando mejor tema para su libro que la mascota con la que comparte tardes de invierno en el sofá. Decía ser consciente de que su nueva propuesta no era tan “shinny”, tan reluciente, como sus anteriores: ni máquinas inteligentes en la era de la sociedad de la información, ni implantes biotecnológicos bajo la piel, ni siquiera sofisticada investigación alrededor de modestos ratones pulcramente encerrados en sus jaulas experimentales. En vez de eso, nos encontramos en bosques, prados y jardines, habitando historias que mezclan lo personal y lo público, los amores privados con las pasiones teóricas, preocupaciones cotidianas aparentemente banales con la búsqueda de articulaciones políticas. Ciertamente, para muchos, la nueva propuesta de Haraway habrá perdido ‘glamour’: la particular y fructífera alianza entre feminismo y tecnociencia que ha caracterizado las propuestas de Haraway había permitido que se acercaran a su pensamiento personas inicialmente más atraídas por un imaginario a medio camino entre lo bélico y la ciencia ficción, que no por temas de género. Algunas de estas personas ahora no saben muy bien qué hacer con estos compañeros de nuevo tan carnales y babosos como son los perros.

Pero, a juzgar por su sonrisa traviesa, Haraway parecía regocijarse en esto, más que lamentarlo... Lo cual debería ser suficiente para hacernos sospechar que, bajo una apariencia más bien inocente y a primera vista un tanto anodina, se camufla en estas páginas algo más elaborado. Y además, como no podía ser de otra manera, una provocación. Una más, como es ya costumbre en ella, pero esta vez no dirigida tanto a combatir escepticismo como a desafiar adhesiones. Que Haraway habla a una audiencia convencida y familiarizada con su pensamiento puede conjeturarse al ver cómo da por sabidos algunos de los conceptos desarrollados en sus trabajos anteriores4, sin necesidad de abundar en explicaciones. Así que para poder valorar qué propuestas y retos nos plantea el libro, vamos a necesitar un análisis más detenido de sus argumentos. El formato manifiesto no ofrece una introducción o conclusión de las que desbrozar un resumen rápido de la propuesta; ya que el argumento se forma y distribuye a lo largo del libro, una lectura rápida o parcial va a ser, por necesidad, una lectura insuficiente. Así que, si me permiten, iremos por pasos.

Haraway ha acompañado y defendido sus propuestas teóricas ante distintos públicos, en distintos lugares y durante años. Suficientes, podemos suponer, como para provocarle a ella misma un cierto sentimiento de hartazgo; no nos olvidemos de que su eslogan ‘cyborgs for earthly survival’ fecha del 1985, ahora hace más de ¡20 años! Así que no es de extrañar que alguien con su trayectoria intelectual se sintiera inquieta y con ganas de cambiar de compañeros de viaje –sin renegar, eso sí, de los antiguos y tan rentables en términos teóricos y políticos. Al contrario, al acervo figurativo harawayano, este libro añade un nuevo recurso inesperado; sorprendente esta vez no por su exotismo o sofisticación, sino por ser cotidiano y sencillo. A esta nueva figuración, de la que el perro sería una concreción, Haraway la llama “companion species”, traducible como ‘especie compañeras’ o ‘especie de compañía’, protagonista de este nuevo manifiesto. Especies compañeras5, cum panis, especies que comparten el pan6.

El término ‘animal de compañía’ - que nos lleva más bien a pensar en mascotas (pets) y nos conecta con el discurso tecnocientífico de la veterinaria, con prácticas psico-terapéuticas y, claramente, con una industria floreciente (p. 12-4)-, no sería más que una subcategoría de la anterior. Pensemos, tomando el propio ejemplo del perro, que su diversidad ontológica no se agota en ser mascotas o animales de compañía; también los hay que cuidan rebaños, que ganan su sueldo como deportistas profesionales, otros que se han convertido en armas militares, otros en policías de brigadas antidrogas... Si bien las mascotas son definitivamente compañeros acreditados, Haraway tiene algo más radical en mente cuando sugiere esta noción, y dedica el libro entero a sugerirla, más que a definirla.

Especies compañeras serían aquellas que acompañan y han acompañado a los humanos durante siglos, entrecruzando su historia a la nuestra, modelándola. Aquí caben los perros y las perras, pero también –la lista es inagotable- las gallinas, las abejas, multitud de plantas y, por ejemplo, las bacterias que habitan nuestros intestinos, sin las cuales nuestra supervivencia no sería posible. Porque es de vida y supervivencia de lo que estamos hablando aquí, y no de meras ‘influencias’. No convivimos simplemente con nuestras especies compañeras, sino que estamos con ellas en una relación de co-constitución. Siguiendo a Whitehead y su importante noción de prehensión (p. 6-7), Haraway defenderá que los seres no existen como entes independientes, sino sólo en relación; nos continuamos ontológicamente los unos en los otros, sin claras barreras que delimiten entidades previas a la relación. No hay sujetos, objetos, tipos, razas, especies o géneros que no sean un producto de la relación. Al contrario, hablar de especies compañeras significa aceptar que quién y qué somos es siempre algo relacional, emergente, procesal, histórico, mutable, específico, contingente, finito, complejo, impuro... En el fondo, pues, el gran tema del libro es la relación, afirmando de forma radical que no podemos vivir sin los otros: “la relación es la unidad de análisis más pequeña, y la relación trata de la otredad significativa a cualquier escala” (p. 24)7.

Este no es un argumento puramente simbólico, porque como Haraway ha repetido en éste y en sus trabajos anteriores, el signo y la carne son inseparables. Los contactos entre especie no se limitan a comunicación, sino que también suponen una mezcolanza de material genético, químico, vírico, proteínico, de formas de vida, de prácticas económicas, etc. Es difícil, por ejemplo, imaginar un genoma humano que no esté marcado por material molecular de perros, cerdos, aves de corral y virus (p. 31). Nos constituimos y vivimos los unos en los otros en toda nuestra carnalidad en relaciones que abarcan desde bella solidaridad a cruel violencia. Haraway se ayuda del tropo ‘metaplasm’ (cambio en una palabra, voluntario o no, por omisión, añadidura, inversión o transposición de letras (p. 20)) para imaginar esta remodelación ontológica fruto de la relación, para imaginar cómo las carnes se remodelan en esta convivencia entre especies. Una convivencia constituida por capas de biología e historia y que ejemplifica “la implosión de naturaleza y cultura” a la que nos aboca el estar vinculados a la otredad significativa (p. 16). Efectivamente, hay un tráfico ontológico entre especies: las especies de compañía coexisten, cohabitan y se coconstituyen de forma tan íntima, que Haraway propone incluso hablar de nuevas relaciones de parentesco, aclarando de paso que en esta heterogénea familia, los cyborgs serían los parientes jóvenes (‘junior siblings, p. 11).

Y para mostrar estas relaciones metaplasmáticas, Haraway trabaja con nuestros compañeros caninos usando su estrategia habitual: contando historias. Historias que narran y constituyen hechos, y recomponen nuevas narraciones ‘co-evolutivas’ que admitan esta compleja y colectiva constitución mutua entre especies compañeras, esta ‘socialidad encarnada entre especies’ (p. 4). Historias que intentan desarticular otras más antropocéntricas que insisten en dividir el transcurrir del tiempo en evolución (biológica) para unas entidades y en historia (social) para otras, ahondando la gran zanja entre naturaleza y cultura. Historias de naturocultura que reconozcan las intimidades, mezclas y violencias que nos forman y limitan. Historias que debemos habitar de forma activa para poder contar la verdad sobre la relación (p. 20), y convertirse así en un recurso colectivo para imaginar otras prácticas relacionales.

Así, a lo largo de cien entretenidas páginas, Haraway nos presenta historias sobre la coevolución de perros y humanos a lo largo de siglos, mostrando que “la historia importa en las naturoculturas” (p. 3); valora las distintas filosofías que los y las amantes de los perros han defendido en diversos libros, discutiendo distintos tipos de relaciones e intimidades, así como sugerentes alternativas al discurso de los derechos de los animales; nos lleva al mundo de los concursos de agilidad con sus mal disimuladas distinciones de clase, edad, color y género (entre los amos) y de raza y crianza (entre los perros); nos introduce en la crianza de cachorros, su criba, control genético y domesticación; nos enseña a distinguir a los buenos amos capaces de despertar la confianza y el respeto de su can; nos cuenta historias de colonización y conquista en las que inesperadamente nuestros compañeros de cuatro patas aparecen como actores importantes; nos informa del tráfico colonial norte-sur de perros abandonados esperando adopciones solidarias; nos sorprende relatando la historia de razas perrunas y los múltiples papeles que han tenido en el desarrollo de formas de economía humana como la ramadería; y nos divierte con descripciones ambiguas del mundo sexual (humano)perruno...

Donna Haraway se apoya en el trabajo de varios autores. Algunas aportaciones son más circunstanciales, y le permiten defender argumentos concretos; otras, más de fondo, constituyen el armazón conceptual (p. 6-10). Entre estas últimas, reconoce a Alfred North Whitehead (prehensión), Judith Butler (fundación contingente), Helen Verran (ontologías emergentes), Charis (Cussins) Thompson (coreografía ontológica), Marilyn Strathern (conexión parcial) y, a otro nivel, Louis Althusser (interpelación). (Habrá quienes echen de menos la exploración de algunas contribuciones de la fenomenología de la existencia, debido a la similitud en algunos argumentos). Rechazando como es habitual en ella las barreras disciplinares, y buscando recursos en variados estudios feministas, Haraway bebe de fuentes tan diversas como la paleobiología, la arqueología, biología evolutiva ecológica y de las poblaciones, la historia de la ciencia, del entorno del entorno, historia de la ciencia, etc., haciendo uso de interesantes nociones como la de ‘simbiogénesis’ o ‘flujo genético multidirectional’.

En todos los casos, sin embargo, Haraway presenta de forma somera los pensamientos, sin profundizar demasiado, y ofrece sólo escuetos resúmenes de las investigaciones, dejándonos a medias, con ganas de saber más, y con poco material para poder sacar conclusiones por nuestra cuenta. No se extiende en sus argumentos, y a veces da claves importantes en sólo tres líneas camufladas que es fácil pasar por alto, lo cual obliga a una lectura atenta al detalle (por eso aquí proporcionamos, cuando es posible, la página de referencia donde poder rastrear argumentos). De todos modos, no debemos perder de vista que esto es un manifiesto, una declaración de intenciones políticas, donde ella se limita a dar pistas orientadoras de sus fuentes, sin entrar a analizarlas con detalle, porque su objetivo es otro. Éste no es un libro teórico. Por la misma razón da por sabidas algunas de las polémicas y acuerdos en feminismo, por las cuales circula rápido haciendo la mayor de las veces referencias irónicas y de pocas palabras para el buen entendedor. En todo caso, quien encuentre alguna referencia interesante, deberá investigar por su cuenta.

Éstas son atractivas historias perrunas que informan las múltiples maneras en que los humanos y los canes han entremezclado sus historias y sus seres. Pero Haraway sabe que por muy interesantes que sean, no van a poder escapar la continua comparación con su trabajo anterior. El camino de los cyborgs a los perros no es fácil -o al menos, no es obvio- y precisa de alguna explicación. La propia Haraway parece sentirlo así, y por eso, en vez de escurrir el bulto, acepta el embate y hace explícita esta relación desde el inicio -de hecho, desde el mismísimo título-, aclarando lo que tienen en común los cyborgs y las “especies de compañía”. Para empezar, ambas figuras cuestionan importantes dicotomías que han cruzado el pensamiento occidental, como por ejemplo humano/no humano, organismo/tecnología, carbono/silicio, libertad/estructura, historia/mito, ricos/pobres, estado/sujeto, diversidad/destrucción, modernidad/postmodernidad. Las historias presentadas ilustran precisamente cómo el seguir la relación perro-humano a nivel evolutivo, histórico, biográfico permite hacer este trabajo crítico de conexión parcial. Asimismo, ambas figuraciones trabajan contra el imaginario de la pureza y burlan la protección de límites entre especies (p. 4).

Ahora bien, mientras que esta enumeración de similitudes entre figuraciones parece querer convencernos de que este libro se sitúa más bien en continuidad y no ruptura con su trabajo anterior, también es cierto que a Haraway le interesa marcar diferencias y explicar por qué razón ha dejado reposar a los cyborgs para poner a los perros a trabajar. Si esta nueva figuración es necesaria, es porque las especies de compañía permiten abordar otro tipo de relación, y otras problemáticas, de forma más efectiva. En los ochenta, el cyborg de Haraway emergía en un mundo marcado por las políticas sociales y armamentísticas de Reagan, las consecuencias de la guerra fría en un “mundo post-nuclear no optativo”; esta figura, que habitaba de forma irónica las contradicciones de la tecnocultura, permitió pervertir de forma crítica “las fantasías imperialistas del tecnohumanismo” que habían impregnado durante años la política y la investigación (p. 4). Este contexto, sin embargo, ha cambiado. Haraway sugiere (p. 5) que hoy en día, al final del milenio en la era de Bush Jr, a algunas de estas preocupaciones anteriores se añaden otras de corte más ecológico que necesitan de nuevas herramientas conceptuales para poder ser abordadas: debates sobre la sostenibilidad de nuestras formas de vida y sus impactos en el entorno, políticas energéticas desiguales e injustas que regulan el acceso, la distribución y explotación de recursos como el petróleo o el agua...

Este cambio afecta también al trabajo con las figuraciones. Tanto el cyborg como la especie de compañía son figuras que deberían ayudarnos a vivir críticamente nuestras naturoculturas, pero lo hacen de distinta manera. Esta nueva figura, que actualiza la preocupación por poblaciones de otras especies en relación con la vida humana, permite narrar historias no sólo de tecnociencia sino de biopoder y biosocialidad (p. 5). Asimismo, un término como ‘especie’ introduce resonancias científicas, en especial de la biología evolutiva y los peligros de las categorizaciones aristotelianas, nos recuerda la corporeidad de lo semiótico, y también la suciedad de todo aquello que se cuenta o trafica ‘en especies’ (p. 15-6), pues no en vano la especie de compañía habita narraciones impuras, complejas finitas e históricas (p. 16). Con este manifiesto, Haraway busca una nueva figura que ayude a dar forma a políticas y ontologías más beneficiosas para las diversas formas de vida que coexisten en los mundos que habitamos.

Pero si la comparación del cyborg y de la especie de compañía se quedara aquí, seguramente no estaríamos muy convencidos de la necesidad de esta nueva figura. ¿Acaso no tenemos nada más entre manos que una simple repetición/mutación del cyborg en perro –algo así como un cyborg de cuatro patas que ladra? ¿Vamos a encontrar silicio bajo la piel del perro? Si esto fuera así, este libro sería más bien un divertimento intelectual, y el desencanto y la indiferencia estarían justificados. Pero si algo queda claro a lo largo del libro, es que, además de ser híbrido, el de Haraway es un perro de carne y hueso, cuya carnalidad se nos hace continuamente presente en estas cien páginas: come de nuestras sobras y engulle glotonamente las delicias procesadas de nuestro dispensador de recompensas; recogemos sus heces con la pala por las calles de la vecindad de Donna; aguantamos sus pelos y su aliento en el sofá; es sangre lo que salpica el prado cuando los lobos le atacan al cuidar el rebaño; le hemos visto entrar en celo y reproducirse (o no) negociando instintos y hormonas con las condiciones de crianza de diversas asociaciones, e incluso hemos accedido a un ambiguo intercambio de fluidos y favores al dejarnos sorprender por sus lametazos de gola profunda en más de una ocasión.

¡Vaya por donde! La mujer que nos había forzado a reconocer nuestra intimidad ontológica con lo no orgánico -léase ordenadores, máquinas, prótesis, chips, herramientas y artefactos de toda clase-, deja en nuestras manos de improvisto y sin avisar un cachorro de colmillos afilados que, como nuevo eslogan, presume de un “run fast, bite hard” (p. 5). O dicho de otro modo, esta nueva figuración nos devuelve de nuevo a lo orgánico, a lo vivo. No a lo que existe, sino a lo que, además, vive. La misma vida que late en este nuestro planeta cruza las páginas de esta bio-feminista (porque si Donna es feminista, con este libro es difícil olvidar que también es bióloga). El contraste entre lo vivo y lo muerto es algo tan básico, que no deja de ser interesante que nos cueste tanto percibir qué hay de diferente en esta propuesta harawayiana respecto a sus anteriores. Las consecuencias sin embargo no acaban aquí, porque, como Haraway no se cansa de decir, “difference matters”. Así pues, si las diferencias importan, qué (nos) importa ésta? ¿A qué nos enfrenta esta figuración que no hiciera el cyborg en su tiempo?

Pues, dicho brevemente, a un tipo de responsabilidad diferente para con la vida. Esto no significa que no estuviéramos ya obligados para con nuestros cyborg-parientes. Pero esta responsabilidad es de distinto tipo cuando entramos en relación con algo vivo –un argumento que Haraway empezó a insinuar ya con la entrada en escena del oncomouse. Un animal y una persona pueden tener una relación en la que se importan el uno al otro, y esto es suficiente como para marcar una diferencia en la vida de ambos. Con esto llegamos al tema que creo es el punto fuerte y el débil del libro simultáneamente. El punto fuerte, porque es aquí donde la figura de la especie compañera se separa más claramente del cyborg, y donde demuestra el papel diferencial que puede hacer. En este sentido, aquí Haraway se arriesga de verdad. El punto débil también porque es justamente el que más recelos va a provocar (y si creen que no, esperen). Porque, siguiendo a Haraway, asumir esta responsabilidad va a llevarnos a hablar de respeto, confianza y amor.

Haraway no habla de especies en general, sino que se centra, desde un inicio, en la relación canino-humano. Y no se llama a engaño; lejos de ser igualitaria, cuesta pensar en una relación que recoja de forma más clara elementos de poder, sumisión y autoridad. La violencia reaparece siempre en estas historias. Entonces, ¿cómo es posible hablar de respeto, confianza y amor en una situación en la que una parte está tan íntimamente subordinada a la otra en términos de dependencia física, dispositivos disciplinarios de control, puniciones y recompensas? Precisamente aquí es donde el pensamiento feminista sale a la luz más claramente (porque si Donna Haraway es bióloga, con este libro es difícil olvidar que también es feminista...). Con un argumento que quizá provocará ampollas en algunas posiciones, Haraway decide abandonar la fantasía de pensar el amor y el respeto desde la igualdad, para poder entender la multitud de situaciones en que nunca se cumplen estas condiciones ideales. Y si la relación perro-persona le sirve para algo, es precisamente para ver cómo la confianza, el respeto y el amor pueden emerger también en situaciones configuradas por el poder y la violencia, pero que no agotadas en ellos. Por eso sugiere Haraway que “dog writing” debería ser considerado una contribución no sólo a los estudios de la tecnociencia, sino también a la teoría feminista: “En este trabajo no se trata de encontrar mundos dulces y agradables –“femeninos”- y conocimientos libres de los estragos y productividades del poder. Más bien, la pregunta feminista trata de comprender cómo funcionan las cosas, quién está en la acción, qué podría ser posible, y cómo actores mundanos podrían, de algún modo, responsabilizarse y amarse mutuamente menos violentamente” (p. 7)8.

En todo caso, reconocer la desigualdad inherente en las relaciones humano-caninas nos fuerza a reflexionar sobre qué hacer con el propio poder-en-relación, obligándonos a confrontarnos con el impacto en su vida que nuestra existencia supone. Es más, dirimir con la vida nos carga con la responsabilidad de asumir como deber propio el bien de la otredad. Porque Haraway no se propone simplemente hablar de la vida, sino que plantea la necesidad ética -y ésta es su propuesta política- de esforzarnos para hacer que esta ‘vida’ se convierta en un ‘vivir bien’: “vivir bien junto con las huestes de especies con las cuales los seres humanos emergen en este planeta a cada escala de tiempo, cuerpo y espacio” (p. 25)9. Nos encontramos aquí con una ética del cuidado, del cuidado de la otredad. Y no sólo porque, al estar todos relacionados, el daño causado a una especie puede revertir negativamente sobre nosotros, individual o colectivamente (no nos olvidemos de que hablar de la vida conlleva también la muerte, y por eso no es banal la insistencia de la autora en el carácter mortal de la relación y en la carga de violencia que también la constituye). No debemos preocuparnos por el común ‘vivir bien’ sólo por miedo al daño, decíamos, sino, sobretodo, por amor, por un querer bien a la otredad. Esto conlleva asumir como nuestra la responsabilidad en lo que Haraway viene a llamar, adoptando la expresión de Chris Cuomo, “el florecimiento de la otredad” (p. 54), hacer lo necesario para que el otro desarrolle al máximo sus posibilidades de ser -en el caso que nos ocupa, dejar que el perro sea perro, en las mejores condiciones perrunas posibles.

La ética del florecimiento de la otredad empieza por saber reconocer que el otro no es yo. Y esto puede parecer una perogrullada, ¡especialmente cuando este otro es un perro! Y sin embargo, Haraway denuncia y rechaza dos tendencias hacia la negación de la otredad. Una primera, la de conceptualizar la otredad como un mero reflejo del self, nuestra creación –idea que no deja de ser parte de la fantasía del hombre que se realiza a sí mismo a través de sus creaciones, ocultando la larga historia de mutua constitución (fantasía que ella llama a veces narcisismo tecnofílico humanista (p. 33), o versión perruno-corporal del onanismo en otras (p. 28)). Según esta posición, el perro sirviente, creado a partir de la habilidosa domesticación del lobo libre, no sería más que un instrumento modelado por el hombre y su cultura (p. 27-8, 33), un ser vivo cuya vida puede ser manipulada a discreción sin que importe mucho bajo qué condiciones se le mantiene. Hay todavía una segunda tendencia, la de humanizar al perro, tratando a las mascotas como criaturas (p. 37), y a menudo sujetándolos bajo una economía de los afectos que las más de las veces los hace más vulnerables (especialmente cuando los afectos humanos son volubles y acaban en abandono).

Querer el bien del otro, pues, implicará no imponer ‘yo’, y admitir la radicalidad de la otredad; admitir que, en cierto modo, habitamos mundos distintos y que la comprensión total es imposible. Sin embargo, esta distancia no debe ser nunca una excusa para no intentar la comunicación; al contrario, la “comunicación a través de la diferencia irreducible es lo que importa” (p. 49)10. Se trata de continuar buscando el acercamiento para conseguir, aunque sea de forma aproximada y precaria, habitar un mundo inter-subjetivo (p. 34) construido a partir de la materialidad de la relación. “Preguntarse respetuosamente de forma continua quién y qué emerge en relación es la clave. Esto es así para todos los amantes verdaderos, no importa de qué especie”11 (p. 50). Esta aproximación a la otredad, basada en el ‘conocimiento negativo’ –acercarse al otro sabiendo que sólo se puede saber lo que no es, una forma de conocimiento cultivada en teología (p. 50)- es lo que Haraway llama amor.

Éste es un amor que emerge de la relación, del cuidado, y que nos crea el deber de prestar atención a los “detalles carnales de una relación mortal” (p. 34), a los detalles que contribuyen a crear una situación que suponga el crecimiento óptimo para los que se relacionan, y cuya negligencia corre el riesgo de dañar a unos y a otros: “esforzándose en satisfacer las confusas condiciones de estar enamorado” (p. 35)12. Esto incluye atenciones tan detallistas como, por ejemplo, aprender a jugar con los animales de compañía de manera que sean éstos quienes se diviertan (p. 45). E incluye, definitivamente, admitir que a menudo no entendemos lo que el perro es, necesita, quiere o propone, y que esta ignorancia nos obliga a un trabajo continuo de búsqueda de conocimiento desde la relación, para poder hacerlo cada vez mejor, admitiendo las múltiples ocasiones en que no nos entendemos y nos equivocamos. Sólo así, trabajando para que la relación redunde en el bien común puede surgir el respeto y la confianza por parte de esta otredad significativa hacia nosotros mismos. Este tipo de relación nos obliga al mismo tiempo a replantearnos nociones de propiedad: si una persona tiene una perra, ésta también tiene a una persona, lo cual nos devuelve a temas de reciprocidad y responsabilidad mutua (p. 53-4).

En su propuesta del amor que no se impone a sí mismo, sino que crea un espacio para que la otredad pueda ser otredad en plenitud, Haraway se acerca mucho al Heidegger que nos habla de los humores, las emociones y los sentimientos -aunque a ella quizá no le gustará oírlo. No sólo porque ambos comparten una concepción del amor muy parecida, sino también porque contemplan como una necesidad ética que éste impone la auto-limitación, ya sea ésta restringir voluntariamente una posibilidad de acción, constreñir la expansión del propio ser y su poder en una dirección determinada, o, incluso, aceptar la ausencia propia en la vida del otro si esto redunda en su bien. Asimismo, la importancia que Haraway da en este trabajo a la responsabilidad y al amor en un contexto de preocupación por temas ecológicos la acerca a las propuestas del filósofo Michel Serres, convencido del poder del amor para movilizar lo bueno del mundo, la fuerza que puede salvarnos. Se respira en ambos autores el optimismo moderado de quien cree que el amor puede marcar la diferencia. Efectivamente, el libro desprende optimismo por un futuro que, no sin trabajo de nuestra parte, puede hacer emerger algo mejor. De este modo, sugiere que actos cotidianos pueden tener significancia política y que nuestro entorno más inmediato ofrece multitud de ocasiones para la reflexión teórica y una práctica ética. Este libro es, en sus palabras, “un acto político de esperanza” (p. 3).

El público de este libro no debe sin embargo confundirse. Este trabajo no es una vuelta al humanismo bienintencionado. El libro habla de amor, pero no hay en Haraway atisbo de cursilería. No hay enseñanzas sobre el amor incondicional –que ella considera más bien una fantasía neurótica en el mejor de los casos (p. 35), y, en el peor, un discurso de consecuencias peligrosas para la salud de las mascotas y de sus amos (p. 39). Debe quedar claro también que en este libro la autora no pretende reintroducir la dicotomía orgánico-no orgánico o humano-no humano que tantos esfuerzos le costó de deconstruir. Porque aquí, creo yo, radica una de las dificultades que alguna gente ha tenido para conectar con esta propuesta de Haraway. Después de los esfuerzos por poner en entredicho la radical separación entre lo orgánico y lo no orgánico, dedicar atención a la relación humano-animal, con su anclaje en lo vital, puede parece una marcha atrás. Pero deconstruir dicotomías no significa ignorar diferencias, y su reelaboración de una nueva manera de ver el ‘parentesco biológico’ problematiza la noción de ‘organismo’ (p. 15) y deconstruye, esta vez desde lo orgánico, las barreras ontológicas entre lo humano y lo animal. Su insistencia en la relación emergente priva que Haraway pueda caer en la esencialización de seres o de sentimientos, y si debemos preguntarnos continuamente qué agencia o entidad emerge en nuestra relación con nuestro perro, esto siempre incluye preguntarse también quiénes somos –la agencia del self y de la otredad en relación siempre coexisten y se coconstituyen, y por lo tanto las diferencias son ya siempre también efectos.

Otra de las críticas o desorientaciones que ha desatado el libro nos da otra pista sobre el tipo de provocación que se disimula en este libro. Algunas de sus propuestas y conclusiones están tan centradas en el mundo de los perros (“dog land” o perrolandia para quien guste), que es difícil imaginar qué hacer con el libro si no se trabaja con animales de compañía. Todavía más, algunas voces (jueguen a entrar “Haraway + companion species” en Google, y verán que son bastantes) se lamentan de que sus planteamientos y reflexiones se adapten perfectamente a perros, pero fracasen de forma evidente con otros animales, por ejemplo, los gatos (aunque les confieso que después de leer el libro y escucharla a ella, no he podido mirar a los míos de la misma manera). Ciertamente, las conclusiones concretas a las que llega hablando de perros no son directamente extrapolables a los gatos –ni a los periquitos, ni a multitud de otras especies que han acompañado a nuestra especie, incluyendo plantas y bacterias. Y si ella pretendiera elaborar conclusiones válidas para todas las especies compañeras, esta sería una crítica feroz.

Sin embargo, el libro advierte ya desde el principio que va a tratar de perros -en su diversidad, pero sólo de perros, porque los perros importan. Haraway deja claro que estas criaturas no son para ella una excusa bajo la que pensar otras cosas: “los perros no son algo con lo que pensar, sino con lo que vivir” (p. 5). Su interés, por difícil que les sea a algunos de admitir, se centra en los perros. Esta aparente limitación, creo, no es tanto un defecto del libro como una virtud buscada; como si Haraway llevara a la práctica uno de sus mensajes: las diferencias importan, y hay que pensar siempre desde la especificidad de la relación, y no desde la abstracción categorial (p. 52). No en vano Haraway es el azote del pensamiento analógico. Las analogías para ella esconden tanto como iluminan, y son, a menudo, un síntoma de pereza intelectual y casi siempre un exceso o abuso conceptual. Los perros son perros, los gatos son gatos. Cada especie de compañía va a necesitar un análisis concreto y particular.

Quizá no sería descabellado pensar que la extrema concreción de esta figuración es una respuesta a los abusos que la figura del cyborg ha sufrido en manos de muchos, acabando convirtiéndose en un modelo con el que pensar de todo –demasiado, tal vez. Esta vez Haraway parece querer dificultar excesos; la llamada del perro no funciona tan bien como manifiesto como lo hizo el cyborg, y deja entrever de forma mucho más clara la necesidad de especificidad y las limitaciones de toda pretensión política. (¿Será esto la autoaplicación de la ironía performativa? ¿Por qué sino debería repetir título la mujer que ha puesto tanto empeño en no repetirse, moviéndose de los cyborgs a los perros incluso bajo riesgo de manchar el prestigio tan merecidamente conseguido?). Casi me puedo imaginar a la autora con una sonrisa mofadora, esperando a ver quién será el primer atrevido en reconciliarse con su naturaleza perruna y proclamar sin empacho que “todos somos perros” –o, todavía mejor, perras (bitch en inglés, ¿les suena?). En todo caso, no es a pesar de esta concreción, sino precisamente gracias a ella, que el enfoque o espíritu del libro continúa siendo válido en general, y tiene sentido el Manifiesto, porque la pregunta a la que el libro busca respuesta es “¿cómo podemos aprender una ética y una política comprometidas con el florecimiento de la otredad significativa tomando las relaciones perro-humano seriamente?” (p. 3)13.

Quizá piensen ustedes que estoy leyendo demasiado en este libro. Puede ser que este trabajo, como ella misma ironizaba, no sea más que la fantasía de una mujer que pierde lustre y recae en las tentaciones humano-sentimentaloides que ella misma tan valientemente combatió. Que no haya ninguna reprimenda cariñosa a los abusos cyborg, que el libro flaquee teóricamente y que sus propuestas ético-políticas frente a nuevos problemas de sostenibilidad ecológica les huelan a algunos a moralina. Si es así, perdónenme ustedes por la recomendación –pero sinceramente, lo dudo. Léanlo. Es un libro ameno y divertido, de fácil lectura si el lector está familiarizado con la ‘escritura Haraway’, que acuña nuevas expresiones, condensa adjetivos y juega con la sintaxis en aras de la expresión, la precisión teórica y, a menudo, el humor. Alejándose voluntariamente del academicismo, el texto nos ofrece algunos momentos líricos, otros muchos provocativos. (Hay, ciertamente, algo de provocativo en tener a una estudiosa como ella defendiendo la autoridad y las bondades de sistemas de recompensa conductistas en nombre de la responsabilidad, la libertad y el amor hacia las posibilidades de ser del otro (p. 44-7)).

No voy a intentar convencerles de que este libro es igual de transgresor y sugerente que el Manifiesto Cyborg –en algunos aspectos no lo es, en otros quizá lo es más. En cualquier caso, merece ser leído no tanto contra el fondo de lo que se esperaban leer, sino abriéndose a lo que dice, dejando que el libro desarrolle sus posibilidades de ser, sin buscar fórmulas rápidas ni lecturas en diagonal. Hay en estas cien páginas más, bastante más, de lo que la desorientación de la primera lectura pudiera hacer pensar. Encontrar este plus, y ver cómo puede ‘make a difference’ en nuestras vidas y nuestro trabajo es la tarea pendiente que nos deja este libro. En todo caso, les guste o no, lo que no se puede negar es que siendo quien es su autora, y viniendo de donde viene, este trabajo es un acto de valentía (personal) y, por qué no decirlo, un acto de amor (profesional). ¿O es al revés? Bueno, con Donna, poco importa...