Athenea Digital. número 1- Primavera 2002

Bauman, Zygmunt (1998)
Globalización. Las consecuencias humanas. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1999.



Cristian Hormazabal
Doctorado en Psicología Social. Universitat Autònoma de Barcelona

 

El término es ya cuando menos familiar. Hay ciertos referentes acaso simbólicos que la acompañan: comunicaciones, acceso a información, libre flujo de capitales, propensión a desplazarse “a cualquier lugar”, bien sea física o virtualmente. De haber una idea que los atase a todos, tendría que ser la disolución de barreras, la ruptura de los límites, distancia cero y tiempo cero, entre lo local y lo global. De tratarse de un eslogan publicitario para la globalización, el lema, el leit motif, sería algo así como “disfruta ya de todas las posibilidades, ahora a tu alcance..., ¡go global!”. Y No es casual que éstos y muchos otros referentes e imágenes que acompañan el sonido de la palabra globalización parezcan tan inocentes, productivos e incluso placenteros a los oídos del sujeto dinámico y proactivo de hoy. Lo que se toma por globalización, sin embargo, tiene también un lado muy engorroso, tremendamente problemático y lleno de desigualdades e injusticias. Es aquí donde el trabajo de Bauman cobra importancia.

¿Qué significa que se traspasen mutuamente, que se confundan, lo local y lo global? ¿Qué consecuencias tiene la falta de autonomía entre estas dos dimensiones? Si se tratara de la simple fusión, permeabilidad, intercambio o generación de rasgos en general entre distintas culturas, pues entonces todas las culturas se habrían venido “globalizando” de algún modo y desde siempre. Algo distingue la globalización de cualquier otro proceso de interrelación cultural. Muchos creen que es un problema de “velocidad” o de “resistencia al cambio”. Y es cierto que demasiados cambios, en los lugares más profundos de la cultura, y en poco tiempo, pueden producir precisamente esa sensación de extravío tan corriente en nuestros días. (De extravío del sentido del ser o de la vida, quiero decir.) Pero el problema no parece originarse allí: hay una diferencia sustancial entre las fusiones culturales (violentas o pacíficas) en las cuales se producen y reproducen más o menos impuesta o subrepticiamente otros, nuevos, modos de ser y actuar de manera relativamente espontánea, y la adaptación de toda diferencia cultural a un solo patrón de orientación quizás demasiado bien definida bajo el lema de la “globalización”: el consumismo, que no es sino el punto final de toda la maquinaria fundamental de la globalización: la economía.

Hoy no cuesta nada reconocer que en la economía de mercado, guiada por el paradigma neoliberal, el consumo no es para todos. Muy por el contrario —y las cifras saltan a la vista hasta en los informes de la ONU—, el consumo debe ser para cada vez menos personas. Aquí, el cambio no es cuestión de tiempo; más que descreer que la mundialización del capital —el efecto más visible de la globalización— sea imperfecta, tendríamos que funciona muy bien, esto es, para cada vez menos personas: la mundialización del capital es el caldo de cultivo para la creación y expansión de grandes monopolios, hoy casi lo mismo que las transnacionales, que no acumulan solamente los modos de producción sino que se han sofisticado al punto de tener “capacidad de veto” en las decisiones políticas y afectar de forma determinante la evolución socio-cultural de las sociedades (organizando la construcción de valores de convivencia social alrededor del consumismo).

Puede ser que la fusión de culturas, o para muchos la hibridación cultural, no se haya visto nunca exenta de conflictos en defensa de las particularidades. La globalización, sin embargo, parece producir efectos mucho más visibles y, valga la redundancia, mucho más globales. Una posible razón es que la expansión de la ideología política que la sustenta (para los ingenuos, repito, una “ideología”... y una ideología que ni siquiera se esfuerza en disimular su dogmatismo, su fundamentalismo ni su ortodoxia cuando se trata de organizar lo social en torno al cálculo económico a través de la política) ha sido de una violencia tanto más perfecta, producto de un cambio fundamental en el ejercicio del poder como tal, basado también en un cálculo económico: diría que el razonamiento, más instrumental que la violencia física, el ataque directo o la imposición del poder, además de costosos económicamente y en términos de “imagen internacional”, son inefectivos en sus resultados pues siempre terminan generando mecanismos cada vez más sofisticados de resistencia. En consecuencia, la violencia opera hoy en día por exclusión y así es mucho más “perfecta” y mucho más brutal: es innecesario (y sobre todo, costoso) hacer la guerra a los actores locales que les representen obstáculos a la economía global; tanto más rápido se crean los dispositivos para excluirlos del plano de su participación en la vida económica, su capacidad de acción social y de organización política, dejándolos a merced de su propio desempleo o su hambre (por parte de lo económico), su inadaptación o su propensión a delinquir (de lo social) y a su marginación (de lo político).

Toda esta operación depende, y mucho, de la participación del Estado. Los gobiernos locales deben encargarse de la “flexibilización laboral”, es decir, de la desregulación de todos los mecanismos de seguridad social que hacen la mano de obra más costosa; de la “seguridad jurídica”, o sea, de la garantía de libertad de funcionar sobre el territorio indistintamente de que su superioridad pueda resultar devastadora para la producción local, o asegurar libertades para, en caso de peligro, “despegar” en busca de otros territorios más favorables sin cargas ni responsabilidades sobre las consecuencias locales como, por ejemplo, los despidos masivos hoy tan corrientes. También debe asegurar una moneda estable y bajos índices de inflación, aunque ello conlleve a la merma de la producción nacional o del poder adquisitivo; debe mantener bajos los niveles de delincuencia. En fin, el subcomandante Marcos encontró la metáfora perfecta: los gobiernos se han reducido a ser guardias de seguridad para las grandes transnacionales.

Y tendrían “razón” quienes arguyen que todo es a favor de la competitividad, la eficiencia y los bajos costos para el consumidor final, de no ser porque hay cada vez menos consumidores finales.

Pero basta ya de provocaciones. Bauman, sociólogo, explora las consecuencias humanas de la indiferenciación entre lo local y lo global. Quizás el valor principal de su trabajo esté en lo atinado y afilado del análisis, pleno de descubrimientos y de sorpresas que no se despegan jamás de la vida más cotidiana. Su carencia está, me atrevería a apuntar, en ser suficientemente sociológico como para no alcanzar a “tocar” el rol sustantivo de las personas en este fenómeno, lo cual no quita que Globalización sea hoy por hoy una lectura obligatoria.