Preámbulo para una ontología política de la fluidez social

An introduction for a political ontology of social fluidity

  • Fernando J. García Selgas
Este trabajo plantea la tesis de que las profundas transformaciones económicas, culturales, tecnológicas y personales acaecidas desde los años sesenta han terminado fluidificando la realidad social en todos sus niveles, pero que ello no hace de los procesos y mecanismos de crítica y de resistencia social algo marginal o desaparecido. Se postula así la conveniencia de desarrollar una ontología política de la fluidez social. Para defenderla se argumenta: (i) que la dinámica social dominante no es la moderna disolución y reconstrucción de lo sólido (Marx), sino la emergencia de entidades maleables y acomodaticias, pero no débiles; y (ii) que la teoría de Castells sobre la sociedad de la información es la crónica de esa transición ontológica. Finalmente, para evitar las “recaídas” en ontologías sistémicas o esencialistas se marcan sus perfiles diferenciadores y se aclaran las relaciones entre tecnología y cambio, así como la fluidificación múltiple del espacio-tiempo social.
    Palabras clave:
  • Ontología política
  • Fluidez social
  • Marx
  • Castells
Social fluidity is the case, and we intend to rise it to an ontology level. Some explanations will therefore be needed. On the one hand, historical arguments are helpful to state its actuality: the fact that the contemporary world tends to fluidification. On the other hand, ?ontology? had to be reformulated and reoriented to social theory development itself. In this way, the interest points to the abolition of the traditional dichotomy based on the difference between ontology and ontic knowledge, in order to place world behavior and meaning processes at a same level of reality. The theory of forms will be questioned in its preeminence to undertake an ontology development. The new ontology pretended in this article is triggered by the question of Which could be the role of political resistance in such a world, decentered and entering a deforming process? A theory of the social time-space (STS) will be the way to replace resistances to particular contexts where domination spots have emerged. Being moved from the modernity paradox of destroy/reform (as a historical source of motion) to a scheme of fluids will be our final attempt.
    Keywords:
  • Political ontology
  • Social fluidity
  • Marx
  • Castells

“Ahora les invito a renunciar a esta autocomplacencia de ser seres humanos y a emprender la aventura de convertirse en devenires humanos. La situación cambia muchísimo: pruébenlo. Hablen de ustedes mismos como devenires humanos y observen qué pasa.”

H. von Foester (1994, 112)

1 Presentación

1.1 De la fluidez social y sus implicaciones políticas

Las transformaciones sociales ocurridas en el último tercio del siglo xx han sido de una extensión y una importancia evidentes. La dificultad ahora estriba en apreciar sus implicaciones y en encontrar formas de acción que puedan encauzarlas. Respecto de lo primero intentaré mostrar aquí que esas transformaciones han terminado afectando al (modo en que vemos y hablamos del) modo de ser y de desplegarse de la realidad social, es decir, han afectado a la ontología social. De hecho veremos que ese efecto se manifiesta en la espaciotemporalidad social y en la transición discursiva que nos lleva de hablar de estructuras y acciones, o de sistemas y entornos, a hablar de redes e identidades, y de aquí a referirnos a flujos. De este modo, lo que emerge ante nuestros ojos es una ontología de la fluidez social, una ontología de lo social como fluido. Con respecto a cómo enfrentar estas transformaciones veremos que no son estrictamente ontológicas, es decir, metafísicas, sino más bien ontopolíticas, porque ya no parece sostenible la separación tradicional entre ontología y ciencias sociales y porque aquellas transformaciones afectan de manera inmediata a la (im)posibilidad de la política y, específicamente, a la (im)posibilidad de los movimientos críticos y de resistencia.

Por un lado, cada vez parece más claro que los patrones de interacción social, e incluso los lazos sociales, se están disolviendo hasta el punto de hacerse completamente maleables e inestables, como fluidos cuya forma sólo se mantiene a base de tesón y esfuerzo, o de represión y control: “es más fácil darles forma que mantenerles en forma”, dice Bauman (2000, 8). Independientemente de que haya otros factores y procesos que coadyuven a esa disolución, podemos hablar de tres grandes licuadoras estructurales de lo social, que serían el capitalismo globalizado y de acumulación flexible, la revolución tecnológica y la cultura mediático-virtual. Cualquiera de ellas sirve como ventana desde la que asomarse a ese proceso, pues en el fondo están íntimamente interconectadas. Así, para hacer visible la emergente naturaleza fluida de lo social podemos comenzar recordando la sima abierta entre el capitalismo sólido del fordismo y el capitalismo fluido o light, que no quiere decir flojo o suave: el primero, con su factorías, en las que se separa tajantemente diseño y libertad de producción y obediencia, que ligan interdependientemente el trabajo o vida de los trabajadores con el capital o vida de los propietarios, dando solidez y estabilidad a ambos y al orden social que entre sí tejen; el segundo, con su ruptura de la oposición dentro-fuera de la fábrica y su producción flexible, que generan incesantemente distintos diseños y propuestas listas para ser consumidas y elegidas, de modo que lo que se corroe no es sólo el carácter sino la autoridad y la comunidad también. Sucede además que, como señala Bauman (loc. cit.), las distintas rupturas y características que constituyen y amplían esa sima fluyen de “las cambiantes relaciones entre espacio y tiempo”, lo que las convertirá en centro de nuestra atención.

Por otro lado, estas transformaciones nos sitúan ante un problema específicamente político: la fluidificación de los lazos sociales puede estar marginalizando (Castells) o haciendo desaparecer (Bauman) los mecanismos y las posibilidades de los movimientos críticos o de resistencia. ¿Nos ha convertido la fluidificación en pequeños objetos flotantes a la deriva, que sólo pueden intentar mantenerse a flote o quedarse apartados, aferrados a la orilla de la historia?, podemos preguntarnos. Si, como sugiere Bauman (2000, 23), “la modernidad líquida” resulta inhóspita para la crítica o más bien inmune a ella, entonces, la pervivencia de cualquier tipo de lucha contra las tendencias de dominación se encuentra seriamente amenazada. Hasta la política estatal, que no pasa ya de la conservación del Estado-de-bienestar, se encuentra cercada por las fuerzas tecnológicas, económicas y mediáticas, que centrifugan su poder y su legitimación.

Ante esta situación algunos colegas han optado por el fácil recurso de acusar al mensajero o de limitarse a lamentar las condiciones generadas por el capitalismo, la burocratización, el progresismo y los demás motores de modernización. Pero tan vacío e inoperante, aunque comprensible en determinados casos personales, resulta negar, o situarse completamente al margen de, las condiciones generadas por el capitalismo o por la globalización, como lo es el negarse a ver la profunda transformación de la realidad social que estamos viviendo. Ambas cegueras tienen su principal problema en que, como diría von Foester (1994), no saben que están ciegas y cierran por ello el paso a la necesaria renovación de nuestro aparato óptico o teórico.

Precisamente lo que busca la propuesta de una ontología de flujos es esa renovación de nuestra visión y, por ello, tendrá que atravesar los principales componentes de la realidad social, incluyendo la crítica y la resistencia. Quizá de este modo veamos, por ejemplo, lo paralizante que resulta seguir manteniendo una concepción romántica de la emancipación —que la identifica con la liberación de las constricciones sociales— en un mundo social fluido, en el que algunos de los principales instrumentos de dominación son el derrumbe de barreras y el proceso de “individuación” o aflojamiento de los lazos sociales, que dejan al individuo “libre” para desplazarse. Y, quizá, al salir de esa parálisis, revisando por ejemplo nuestra noción de crítica, podamos calibrar las posibilidades abiertas incluso por el proceso mismo de individuación, que, aunque ha quitado a los individuos su capacidad como sujetos al concentrarles en sus propios y exclusivos intereses y convencerles de que crítica es autocrítica e insatisfacción, ha ido haciendo de la identidad una construcción en lugar de algo dado y ha responsabilizado de ella a los individuos y a las colectividades. Lo que necesitamos es ver cómo las transformaciones acaecidas, a pesar de todo, están abriendo posibilidades nuevas de crítica y de resistencia. A hacerlas visibles, y contribuir así a su existencia, es a lo que aspira una eventual ontología de la fluidez social. En este sentido, cabría decir que la apuesta por una ontología no quiere ser profética, aunque sea consciente de que no es estrictamente constatativa y reconozca su performatividad. Es simplemente un componente básico del desarrollo de algunas teorizaciones sociales y como tal se constituye en aparato de ver y mirar, siendo inevitablemente condicionada y parcial, pero también responsable, de lo que nos hace descubrir y apreciar.

1.2 Del compromiso ontológico

Toda teoría incorpora un modelo analítico o maqueta conceptual de su ámbito o universo de referencia, por ello toda teoría social o natural conlleva una especie de apuesta ontológica. Es decir, asume explícita o implícitamente que la naturaleza de las cosas de las que habla es de una manera o de otra. Toda teoría social asume una forma privilegiada de modelizar, visualizar y representar los acontecimientos y entidades sociales. Y ello con independencia de que sus planteamientos metodológicos sean más o menos realistas o constructivistas con relación a la conexión concepto-realidad.

Me estoy refiriendo a un nivel más básico y primordial que el que, por ejemplo, califica a lo social como fundamentalmente conflictivo (Marx, Lukacs, Horkheimer) o como básicamente consensual (Smith, Durkheim, Parsons). Me refiero a cómo los clásicos de la teoría social se comprometen con un modelo fundamental de lo social: unos lo ven como formas estructurales con una dureza que las asemeja a las cosas (Durkheim) o con una arquitectura de sistemas, funciones y necesidades que les aproxima a la rigidez subyacente de un sistema orgánico (Parsons, Merton); para otros es una serie de entidades como cosas o individuos autónomos (personas con sus intenciones y creencias en Weber) o como procesos unitarios (despliegue de las fuerzas productivas o tecnológicas y conformación del capital, en Marx). Al asumir o suponer una especial naturaleza de su objeto adquieren lo que podemos llamar no tanto una apuesta cuanto un compromiso ontológico, que más que denotativo, apodíctico o realista es metafórico o alegórico, pero que condiciona fundamentalmente nuestra visión.

Tras el criticismo kantiano, que argumentaba la inaccesibilidad representacional de la cosa-en-sí, y tras el actual reconocimiento de que cualquier entramado categorial o conceptual está posibilitado, pero por ello mismo limitado y condicionado, por el lenguaje (teórico o cotidiano) en el que surge y por el contexto sociohistórico en que germina, es evidente que ese compromiso ontológico consiste en pensar, hablar y actuar como si las cosas fueran X: es el compromiso con una metáfora, que no cree referirse al ser del mundo social, a la realidad social (Sozialrealität), sino al modo más pertinente de su captación conceptual (Sozialwirklichkeit). Es el compromiso con una forma privilegiada de modelizar, visualizar y representar.

Entiéndase desde un principio, por lo tanto, que los conceptos y categorías que se usan aquí no tienen pretensiones ontológicas en un sentido realista, no pretenden estar nombrando o representando la realidad, sino que son más bien estrategias para lograr una perspectiva más fresca y prometedora: dibujan el compromiso metafórico con una ontología. En mi caso, y creo que necesariamente en los demás igualmente, “ontología social” debe leerse como “compromiso con una (supuesta) ontología social”.

Nada de ello quita que yo, como otros constructivistas del sentido y del conocimiento (Latour 2001, cap. 1), viva, actúe y piense bajo el supuesto y la creencia de que hay cosas, gentes, procesos, etc., ahí fuera, independientes de mi voluntad, y que de manera genérica, imprecisa e incompleta denominamos realidad. Más que en su representación la realidad nos manifiesta su relativa autonomía en la resistencia que ofrece a nuestra voluntad, como bien argumentó Schopenhauer.

Podemos hablar por todo ello de que cualquier teorización o visión con sentido asume algún compromiso ontológico, en el sentido de que asume y mantiene un modelo supuesto de cómo es en el fondo aquello a lo que se refiere. Ese modelo se deriva del conocimiento y de las prácticas correspondientes, pues es un doble compromiso: compromiso con una ontología y compromiso entre los intereses y visiones del autor y los de la disciplina.1 Por eso conviene recordar que, al menos en el caso de las ciencias sociales, el compromiso ontológico tiene entre sus componentes básicos una estructuración de la sensibilidad (manifiesta en la espaciotemporalidad), una figura de la(s) naturaleza(s) de lo social y una intuición (?) de la ordenación político-práctica.

Pues bien, la tesis que quiero defender en este trabajo es que hoy parece que estamos inmersos en la emergencia de un nuevo y prometedor compromiso ontológico, que es consecuencia de transformaciones históricas y disciplinares.

De forma general, podríamos decir que durante toda la modernidad, la ruptura con la tradición, el empuje del relativismo cognitivo y moral, y la enorme aceleración en los procesos históricos de transformaciones sociales han puesto en cuestión una y otra vez la unicidad, estabilidad o pertinencia de los modelos dominantes de lo social. De hecho, como nos recuerda Berman (1988, 96-107), el mago burgués de Marx —descendiente del Fausto de Goethe y del Frankenstein de Mary Shelley— nada en medio de las fuerzas destructoras del capitalismo para desplegar una creatividad y una estabilidad permanentes pero insuficientes, mientras al aprendiz de mago proletario se le encomienda transformar aquellas fuerzas explosivas de la historia en fuentes de belleza y alegría para todos, en las que “la historia trágica de la modernidad tenga un final feliz” (1988, 99). En este sentido, el “todo lo sólido se desvanece en el aire” de Marx, esto es, la oscilación entre el desvanecimiento o disolución y la solidificación o interconexión bien puede haber sido alimento de los compromisos ontológicos dominantes. Así, huyendo de la disolución o incluso desaparición de lo social, las teorías sociales modernas han optado básicamente entre dos compromisos ontológicos que les permitía introducir la solidez en lo social, aunque en realidad en muchos casos se ha jugado simultáneamente con ambos (de Durkheim a Coleman). Por un lado, ha estado y está el compromiso con una modelización formal, sistémica o autoorganizativa (Parsons, Luhmann, Ibáñez, Atlán o Navarro), que introduce una distinción arbitraria al inicio (entre sistema y entorno, por ejemplo) y la sostiene contra viento y marea por razones (de elección) metodológicas o epistemológicas, y consigue así estabilizar lo social mediante la aplicación de la dogmática de la teoría. Por otro lado, la tendencia ha sido a comprometerse con alguna modelización del contenido básico de lo social que lo esencializa
—con un toque más o menos aristotélico— y lo dota así de constancia o solidez, cosas como la naturaleza o la tragedia humana (Nussbaum, Ramos) o procesos como la mundialización o la reflexividad, que inevitablemente suponen la esencialización de órdenes económicos (Wallerstein) o antropológicos (Giddens, Lamo) e invitan a una fundamentación universalista y normativa de la crítica social.

Pues bien, la tesis de la ontología fluida surge frente a estos dos tipos de modelización ontológica de lo social. Pero, más que como una tercera alternativa, tiene la pretensión (quizá excesiva) de constituirse en manifestación teorética de la clausura de la tensa oscilación entre solidificación y disolución que ha alimentado la maquinaria moderna. En este sentido, hablar de la fluidez social manda a un muy segundo plano la propensión a hacer de la “lógica de la forma” el sostén del pensamiento sociológico y cuestiona la potencialidad explicativa de una definición esencialista o mínima de su contenido. Hablar de fluidos reclama poner en primer plano la compleja dinámica de flujos y turbulencias que anima el cambiante despliegue de lo social.

Esta nueva ontología no emerge por un acto de pura voluntad teorética, sino como parte y resultado de cambios históricos.2 Quizá por ello podamos ver en 1989 una referencia para el desplome conjunto de un mundo de fronteras, entendidas como medios de separación, oposición y distinción, y de una teoría social que, con el paréntesis de los enfoques micro de los 70, ha estado casi hasta ese momento centrada en marcar las distinciones, los límites y las fronteras: desde el cuadro AGIL de Parsons y Smelser hasta el cierre sistémico de Luhman, por un lado, y desde la oposición entre ciencia e ideología de Althusser hasta la oposición general entre estructura económica y superestructura sociocultural, por otro. Sin embargo, resulta que ahora las fronteras, más que como muros, se van percibiendo como lugares de paso, conexión y contaminación3 y, simultáneamente, tras las críticas teoréticas de los 80 y primeros 90, parece que el foco de atención sociológica se va dirigiendo cada vez más a los flujos: flujos de capitales y de mercancías, pero también a los crecientes y específicos flujos migratorios de gentes y a las fluidas formas de construcción de la identidad.4

Evidentemente estas afirmaciones y el resto del trabajo suponen romper con la frontera sagrada entre ontología y antropología o ciencia social que Heidegger y su revolución conservadora quisieron instaurar, pero no para regresar a una ontología o metafísica prekantiana o prekuhniana, ni para disolverse en un constructivismo ilimitado que haga completamente mudos a los objetos de nuestro conocimiento, sino para ser capaces de apreciar cómo los textos mismos, en este caso los de la teoría social, con sus múltiples recursos retóricos y teoréticos, se comprometen con un cierto orden de cosas socio-políticas, esto es, con una ontología política.5 Además, afirmar, como hacemos aquí, que la ontología política encuentra refugio en los discursos más abstractos, puros o teoréticos nada tiene que ver con la famosa inversión heideggeriana que, al hacer del tiempo el principio del ser, al ontologizar el tiempo y la historia, los pone al abrigo de la historia y los eternaliza o que, al ontologizar las (kantianas) condiciones transcendentales del conocimiento en lugar de evidenciar su materialidad, las protege de toda intromisión o transformación (Bourdieu 1991, 68-72). Mi objetivo es más bien el contrario, impedir que un pensamiento esencializador de formas o de contenidos excluya todo radicalismo, impedir que la primacía otorgada a la alienación ontológica banalize la lucha contra las alienaciones económicas, políticas o domésticas. Lejos de elevarnos al discurso inexpugnable (por supuestamente autónomo) de la metafísica, al apuntar a una ontología política de la fluidez social quiero romper “esa diferencia instituida en el corazón del discurso filosófico” entre lo ontológico o metafísico y lo óntico o empírico-antropológico (1991, 84) y hacer más visible así la política reprimida o, en nuestro caso, más bien la represión de la política.

1.3 De algunos compañeros de viaje y del territorio general

La complejidad de la tarea propuesta es de tal magnitud que a lo más que aquí podré aspirar será a elaborar una especie de preámbulo o prólogo para una eventual ontología política de la fluidez social. Pero, además, el carácter incompleto y tentativo de este preámbulo hace que buena parte de él consista en la recopilación y entrelazado de investigaciones y propuestas que pueden ser leídas como parte de un prólogo general e intertextual a esa ontología. En este sentido quiero terminar esta presentación aludiendo a dos posibles compañeros cercanos de viaje ya que, además de que pudieran ser aliados de esta propuesta y de que ello manifestara una común condición sociopolítica de producción, me ayudan a esbozar de un modo más completo el territorio que debería ser cartografiado a la hora de avanzar una ontología social de fluidos o ¿era una ontología de la fluidez social?

En primer lugar me referiré al magnífico trabajo de J.A. Bergua (1998) en Papers. Si lo despojamos del corsé del formalismo sistémico, cuya vocación totalizadora termina por ser contradictoria con sus conclusiones y propósitos finales, resulta fácil entender y compartir su tesis (1998, 126, 135-6) de que las principales dimensiones constitutivas de la temporalidad moderna (la referencial o de medida; la imaginaria, significativa o semántica; y la pragmática u ordenadora) se han venido quebrando y dando paso a una forma diferente de apropiación del devenir, y que este cambio de la temporalidad, aunque sea una especie de cambio de paradigma, es resultado no tanto de revoluciones cuanto de “modificaciones parciales” (Arditi 1999) o de “difracción” (Haraway 1999) de las distinciones y ordenaciones modernas.

Según Bergua se habría pasado del tiempo del reloj y de la mecánica newtoniana —un tiempo así abstraído del contexto social y de los ciclos naturales, que posibilita las tecnologías disciplinarias modernas (capitalismo e industrialismo) y la reversibilidad de sus sistemas cerrados (1998, 128)— a una temporalidad que tiene como referencia una conjunción de la irreversibilidad (entrópica) y la reversibilidad en los “sistemas abiertos altamente inestables o alejados del equilibrio” (1998, 137). Siguiendo este proceso,6 me parece que no debería ser difícil terminar hablando de sistemas fluidos y hacer visible cómo las nuevas formas de resistencia política no son tanto productos del esfuerzo organizado de profetas o vanguardias cuanto del carácter creativo, alternativo y autoorganizativo del desorden, tal y como parece manifestarse explícitamente en algunos de los nuevos movimientos sociales (1998, 137-8), que no por ello dejan de ser críticos.

Del mismo modo, y con efecto similar de alimento para las nuevas formas de resistencia, nos habla Bergua (1998, 131-2) del paso de una temporalidad (moderna) imaginada como escatológica e históricamente dirigida a la salvación secularizada de la utopía a una temporalidad cuyas imágenes permiten vidas rupturistas que viven y valoran su presente. De ahí (1998, 138) la reaparición de la forma orgiástica o no prometeica, que asimila, al modo de Maffesoli, el presentismo de la ontología nietzscheana; de la temporalidad trágica del kairós (en Ramos 1999b, por ejemplo) frente al cronos moderno; o del “presente total” de las diferentes vías místicas, que puede trasladarnos a la eternidad, pero que ahora se lograría, como señalan Lash y Urry, mediante la coemergencia del tiempo instantáneo y el “tiempo glacial” de los ecologistas.

Otro tanto sucede cuando la ordenación sincrónica de las temporalidades modernas, que hace de la edad madura y del tiempo de trabajo los ejes de ordenación y secuencialidad y deja como restos cautelarmente disipativos la juventud y el ocio (1998, 132-5), se transforma en una ordenación asincrónica en la que la coincidencia de los sucesos, al venir éstos regulados por relojes diferentes, no los hace simultáneos sino concurrentes o conflictivos, pues ello, dice Bergua, “exige de las socialidades instituyentes la conquista o invención de su autonomía” (1998, 139), como vendrían a mostrar “las contemporáneas luchas por afirmar ciertas diferencias frente a los poderes heterónomos (caso del feminismo, del etnicismo, de las tribus, etc.)” (1998, 140).

De este modo, la propuesta de Bergua nos da pistas para una conceptualización que asuma y mejore las tesis de autores como Bauman o Castells, sobre todo a la hora de hacer visible las posibilidades de resistencia y crítica social en el seno mismo, y no en la periferia, del orden o sistema social. Pero, por otro lado, el tránsito —que luego emprenderemos— por los análisis de Castells habrá de permitirnos llegar a la ontología política de la fluidez sin las ataduras ni los cierres que impone la visión sistémica.

El segundo posible compañero es el antropólogo Francisco Cruces, porque en un trabajo (1997) de orden más académico que el de Bergua y que dedica a la construcción de una tipología ideal de modelos analíticos del espacio-tiempo social (ETS) termina postulando una concepción cronotópica, esto es, basada en Bajtin, que será otro de los puntos de referencia de mi propuesta (García Selgas 1999).7

Cada uno de los tres modelos tipo que destaca Cruces (1997, 46 y 55) se corresponde no sólo con una perspectiva sobre el espacio-tiempo local, lo que realza algo más el aspecto espacial, sino también con un momento histórico: el modelo antropológico o insular, con sus nociones de homogeneidad, ciclo temporal, territorialidad, etc., se corresponde con el ETS de los otros o los antropologizados, es decir, con el ETS tradicional; el modelo abstractivo o universal, con sus mecanismos de control y universalización del tiempo, de desterritorialización y de tránsito del futurismo al presentismo, se corresponde con la perspectiva sociológica del nosotros moderno y occidental/izado, vista desde arriba y de lejos, como esas expresivas portadas de la primera edición española de la trilogía de Castells8; y el modelo cronotópico, con su concepción situacional y dialógica del ETS, que reterritorializa un espacio-tiempo mundializado con diferentes densidades y texturas, y que se corresponde con una perspectiva culturalista y crítica de un no(s)otros heterocrónico y fluido, ubicado fuera de/tras/post la modernidad.

Pues bien, el nudo de mi reflexión será el intento de defender el paso del modelo universal y abstracto al modelo cronotópico, y de dar un contenido algo más ontológico a este modelo al centrarlo en la noción y en la visión de la fluidez (social). En definitiva, mi objetivo general será mostrar la emergencia y el creciente predominio de un modelo fluido de ontología social, haciendo, de paso, algunos apuntes respecto a esa modelización.

2 Nudos, tensiones y redes

La dificultad de la empresa que nos proponemos no sólo radica en que fácilmente cae en unas pretensiones excesivas y en la confrontación con la tendencia tradicional en sociología a la mirada estructural. También surge, y con más fuerza si cabe, del carácter inconsecuente e inestable que se deriva de un ETS instantáneo, heterocrónico, múltiple y fluido, que es sobre el que se concentra nuestra atención, y, sobre todo, del hecho de que nos hallamos ante un ETS radicalmente nuevo y sólo emergente, sólo apuntado. Por mucho que sea su empuje y por mucho que a algunos nos parezca suficiente como para apostar por la modelización de fluidos, los rasgos de ese ETS emergente, tales como la posibilidad de distintos compromisos entre el tiempo y el espacio sociales, la anulación del valor del lugar (del capital, especialmente) mediante la comunicación instantánea o la vaporización de la temporalidad, acogotada entre el presentismo y la eternidad del instante, pueden ser vistos como una condición liminal o de tendencia hacia el final del espacio-tiempo abstracto de la modernidad más que como el alba de una renovada forma de (ver) el ser de lo social. Al fin y al cabo, los más avanzados desarrollos tecnológicos tienen que seguir contando con el tiempo (la demora, los distintos horarios, etc.); los lugares siguen teniendo su peso y por ello, por ejemplo, las ciudades globales (Londres, Nueva York, Tokio, Francfort, Los Ángeles) se asientan en las sombras del último imperio; y la acción humana no consigue la volatilidad y flexibilidad que dicen postular los adalides del cosmopolitismo.

Pero a pesar de todo ello, la condición de fluidez “es”, dice Bauman (2000, 119) resumiendo la situación y apuntando la dificultad de nuestra tarea, “el horizonte hacia el que camina en su despliegue la modernidad light [o no sólida]. Es, de modo más importante aún, el ideal de sus principales operadores que-siempre-ha-de-ser-perseguido aunque (o ¿lo es por ello?) nunca-sea-completamente-alcanzado, aquel que en el despliegue de una nueva normalidad impregna y satura todo órgano, tejido y célula del cuerpo social”. Su creciente presencia nos invita a verlo y pensarlo, pero su evanescencia y su carácter liminal nos lo pone difícil y lo hace insoportable. Aquí y ahora, más que “la insoportable levedad del ser”, que era para Kundera la metáfora del núcleo de la tragedia moderna, nos encontramos con la dificultad, casi insoportable, de alterar nuestras categorías analíticas centrales, nuestra visión.9

Con objeto de vencer parcialmente estas dificultades y algunas de las resistencias a considerar una nueva ontología, voy a intentar mostrar que no es la tensión de la levedad, o de la disolución de lo sólido, lo que preside nuestra experiencia actual, y a hacer una resumida10 revisión crítica del trabajo de Castells, que nos permita leer su tesis de que entramos en la era de la información como la crónica de una transformación ontológica de lo social que nos conduce a una “realidad” de fluidos.

2.1 “Todo lo sólido se desvanece en el aire”: Crónica de la modernización

Una y otra vez la visión de una realidad social crecientemente fluida se encuentra con el bello diagnóstico marxiano del capitalismo como fuerza que todo lo disuelve, magníficamente analizado por Berman (1988). Sin embargo, espero poder mostrar que precisamente lo que hace visible la ontología de flujos no es la continuidad de la polarizada tensión moderna, sino su disolución, su transformación en otra cosa. Los cambios cuantitativos modernos habrían terminado transformando la cualidad existencial de la vida social, conduciéndola de la oscilación entre lo sólido (de la tradición) y lo evanescente (del futuro) a la compleja y variada fluidez (de los muchos presentes). En este sentido lo que el conocido diagnóstico del Manifiesto comunista hace es dar cuerpo a la crónica del proceso de modernización y de su experiencia, siguiendo un diagnóstico adelantado ya en la tragedia fáustica de Goethe, prolongado en el modernismo de Baudelaire y que se extiende hasta la urbanización de las metrópolis contemporáneas durante los tres primeros cuartos del siglo xx. De ahí que no sea en absoluto casual que Castells (1997, 73-9) sitúe precisamente al final de ese período, esto es, en los años 70, el origen de la revolución de las tecnologías de la información y, consecuentemente con su teoría, el nacimiento de la sociedad red. Y no es causal porque es en ese momento cuando el cambio histórico se convierte en transición ontológica.

La tesis central de Berman (1988) consiste en afirmar la existencia de una forma de experiencia vital extendida con la modernización y compartida después por todas y todos los habitantes de ese tiempo histórico que seguiría siendo la modernidad. Es una forma básica de experiencia porque según el autor (1988, 1) afecta al modo en que experienciamos el tiempo, el espacio, a nosotros mismos, a los demás y a las posibilidades y peligros de la vida. El contenido de esa experiencia lo deduce del análisis de obras literarias y políticas claves y de acontecimientos históricos especialmente significativos, que le llevan a afirmar que los seres humanos modernos, y el proceso mismo de modernización añadiría yo, se mueven impulsados a la vez “por el deseo de cambiar —de transformarse y transformar el mundo— y [por] el miedo a la desorientación y la desintegración, a que su vida se haga trizas. Todos ellos conocen la emoción y el espanto de un mundo en el que ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’” (1988, xi).11 De este modo, el núcleo de la experiencia moderna no sería otra cosa que la tensión, contradicción o polaridad entre lo sólido y su desvanecimiento, esto es, entre el anhelo de controlar el exterior y el interior mediante algún conjunto de técnicas y conocimientos que sean necesarios y universales, es decir, el anhelo de solidez, y el miedo a la evanescencia, a que una vida y un entorno de apariencia y fatuidad nos conduzca a la evanescencia, a desvanecernos en el uniforme y homogéneo aire del libre cambio.

Aunque Berman prueba que la modernidad es un orden social desplegado sobre el eje de esa tensión, mostrando cómo ésta se manifiesta en momentos muy significativos de nuestra historia moderna, el núcleo de la tesis de que existe una forma de experiencia central en toda la modernidad se construye evidentemente a partir de lo que para Marx (1978, 513) era ese “gran hecho característico del siglo xix que ningún partido se atreverá a negar” y que Berman (1988, 6-7, 26-7) extiende a todo el siglo xx e incluso a los años 80, en los que, frente a la llamada nueva izquierda y a la contracultura de los setenta, Berman defiende la vuelta al espíritu crítico-dialéctico (a la solución romántico-dialéctica de Hegel y Marx) y, consecuentemente, no (se) permite otra metáfora nuclear que la de la tensión moderna (1988, 17). Aquí es donde discreparé de él. Pero vayamos por partes.

Berman ha sabido leer en esa magistral primera parte del Manifiesto comunista (“Burgueses y proletarios”) algo más que (aunque también hace esa lectura y sobre ella monta la extrapolación que discuto) la defensa de una superación dialéctica por parte del proletariado de la contradicción que ha generado la burguesía al desatar enormes fuerzas de producción y descubrir fuentes de riqueza, que sin embargo generan decadencia y producen escasez. Berman defiende, con razón, que Marx y Engels extienden explícitamente la idea de que la burguesía haya engendrado a sus propios sepultureros hasta el rango de motor del capitalismo/modernidad desde el momento en que hacen coincidir su formulación del desvanecimiento de todo lo sólido con la profanación de todo lo sagrado (el desencantamiento de Weber) y con que se despoje de aureola a todas las profesiones liberales, intelectuales, sacerdotales, etc., (la pérdida del aura del héroe y del arte de que hablan Baudelaire y Benjamin) (1988, 83,157).

De hecho, lo que Marx y Engels intentan expresar es lo que perciben como la dinámica social del capitalismo, que se deriva del fin de la dinámica de reproducción mecánica que habría dominado el medievo y que, como tensión constante entre la destrucción y la construcción, pulveriza las cosas sociales que eran sólidas (la comunidad, el orden tradicional/feudal, etc.). Hay que tener en cuenta además que eso sólido que se desvanece no se refiere sólo a los lazos estables y a los modos tradicionales sino también y especialmente a las instituciones más sólidas que el propio capitalismo ha ido engendrando. La aparición de la concentración del capital, de los Estados nacionales, del mercado mundial, de los medios de comunicación de masas, etc., celebrados con el entusiasmo revolucionario de la burguesía se torna, en el Manifiesto, anuncio de su desvanecimiento, heraldo de una insoportable presión de cambio y renovación (1988, 83-90), de modo que como dicen Marx y Engels (2000, 51):

“Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su cortejo de ideas y nociones veneradas de antiguo, se disuelven, todas las de formación reciente se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo estamental y estable se evapora,12 todo lo sagrado es profanado...”.

Pero la contradicción que aquí resaltan Marx y Engels se resolverá, según ellos, con más modernidad, con más revolución, cuando el proletariado instaure el comunismo. Mientras eso sucede, la lógica de construir para destruir y destruir para reemplazar, de desmoronar lo sólido en búsqueda de una sólida y prolongada estabilidad, estaría constituyendo el motor de la historia moderna (1988, 90-9). De éste, mientras tanto, otorgado por el no-advenimiento (todavía) del comunismo, se puede derivar según Berman que la falta de impulso revolucionario sea resultado de esa misma lógica de desvanecimiento, que habría afectado a la propia “naturaleza del hombre nuevo”, a “la individualidad” (1988, 107-8) y habría hecho de los trágicos personajes modernos unos personajes modernistas, que se sienten ya a gusto en la vorágine (1988, 365) y se mantienen a la espera de unas nuevas solidificaciones que, como dijimos, ya estarían para Berman esbozadas en las pasadas premoniciones de la crítica dialéctica.

Sólo el referente futuro del paraíso comunista parece seguir tirando de la tensión característica de la modernidad y de su temporalidad. Pero, como hemos visto con Bergua, es un tirón insuficiente. Es más, es una tendencia que nos encierra en el círculo vicioso de asumir como necesaria una lógica o dinámica histórica concreta que ha venido observando y hacer así inviable cualquier otro discurso distinto al de la tensión moderna entre lo sólido y su desvanecimiento. Este círculo nos sitúa, además, en un contradictorio fin histórico de la historia (en una eterna modernidad). Incapaces de abrirnos a una dinámica emergente, resultaría que actualmente, como reconoce el propio Berman (1988, 351), una y otra vez “volvemos la mirada [al pasado] en busca de algo sólido en que apoyarnos, sólo para encontrarnos abrazando fantasmas”. Pero volvernos al pasado es invertir la lógica moderna, con lo que o admitimos el final de la unidimensional temporalidad moderna y damos cabida a la circularidad o mezcolanza de las temporalidades o nos encerramos en un círculo lógico y por lo tanto contradictorio, como el que Berman apunta al afirmar (1988, xi-xii) que “ser totalmente modernos es ser antimodernos”.

No necesitamos afirmar la pervivencia de esta dinámica nuclear de la modernidad, ni siquiera como hallándose en estado de disolución. Por el contrario, cabe la posibilidad de situarnos en una visión capaz de apreciar cómo la experiencia hoy dominante no es tanto la de disolución de lo sólido cuanto la de fluidificación de todo lo social, institucional o personal. Poco a poco, pero cada vez más con la velocidad que imprimen las nuevas tecnologías, todo se torna lábil, maleable, acomodaticio, difícil de mantener bajo la misma forma, pero no por ello necesariamente débil o efímero. Cuando le tourbillon social, descrito ya por Rousseau en 1762, no es el extremo de una tensa contradicción (moderna) sino nuestro medio natural; cuando el deseo de estabilidad no se liga necesariamente al arraigamiento en un pasado social y personal estable o en una identidad sólida, sino que se sabe conectado con una práctica constitutiva de la que somos parte y efecto, no tiene por qué haber contradicción entre estabilidad y crecimiento (1988, 26). Pero entonces resulta que la experiencia central no habla de aquella tensión sino de una vivencia fluida en la que, por ejemplo, el crecimiento no tiene por qué ser por acumulación, puede ser por mezcla y combinación, y el flujo y reflujo continuo de prejuicios y opiniones sociales, que constituía aquel torbellino, lejos de resultar absurdo puede manifestar una dinámica distinta, pero también ordenada, una dinámica de flujos, por ejemplo.

Cierto que Berman protestaría ante esta posibilidad, diciendo probablemente que de este modo estamos renunciando a la fuente fundamental de nuestra fortaleza, aquella que nos permitiría desbordar las pequeñas políticas de la vida y de la identidad para retomar la gran Política, con mayúscula, y seguir prosperando en medio del conflicto (1988, 366-7). Es decir, protestaría quizá subrayando que la crítica social requiere beber del contraste entre desvanecimiento y solidificación. No olvidemos que el magnífico trabajo de Berman sostiene, con cierto optimismo, la voluntad de recuperar la ilusión y la crítica modernas clásicas (1988, 93, 124), de modo que se mantenga y se alimente la tensa experiencia moderna como una totalidad impulsada por la economía (1988, 119-28).

Sin embargo, se puede mantener el objetivo de recuperar el impulso crítico y, a la vez, leer el Manifiesto como la crónica de una modernidad que ya no existe, una modernidad sólida (fordista), dedicada a desvanecer las rigideces del pasado tradicional, envuelta en un compulsivo proceso de modernización y en el desvanecimiento de los sólidos que ella había traído y que ha terminado por transformarse en una sociedad líquida o fluida, como hace Bauman (2000, 2-4). Es cierto, por otro lado, que también para este autor (2000, 28-9) aún seguiríamos en plena modernidad, por aquello de la compulsiva voluntad de cambio o modernización y por la destrucción creativa, pero estaríamos en una nueva modernidad que se caracterizaría por el derrumbe de la ilusión moderna de un final feliz, de equilibrio y estabilidad, y por la desregulación y la privatización de las tareas y deberes de la modernización, que nos habrían dejado sin lazos sociales y sin centro-de-control o Gran Hermano, esto es, sin grandes palabras o mayúsculas. Estaríamos en una modernidad fluida que, sin solidificaciones que contrarresten, apunta el derrumbe de algunas solidificaciones de la modernidad anterior, como era el sedentarismo y el enraizamiento territorial, en una especie de revancha del nomadismo que lo precedió, de forma que “En el estado fluido de la modernidad, la mayoría sedentaria es gobernada por una élite nómada y extraterritorial” (2000, 13). Y aquí el problema no es si seguimos o no en la modernidad (si pesa más la ilusión de cambio y avance o el derrumbe de la ilusión del final feliz), el problema es si el devenir social ha pasado de tensa dinámica de disolución-construcción a compleja dinámica de fluidificación.

La propuesta de Bauman sobre la “sociedad líquida” es para mí una propuesta que detecta una transición, como en otro sentido lo será la de Castells. Ambas nos ayudarán a ver la tendencia hacia la preeminencia de la naturaleza fluida de lo social y a vislumbrar todas las transformaciones que nos hacen hablar de (y practicar) una crítica y una resistencia que no requiere de la tensión moderna. Y nos ayudarán a pesar de que ambos autores, al igual que Berman, retienen una concepción romántica de la crítica y de la emancipación que (al oponer individuo a sociedad, interior a exterior, necesita de un sujeto sólido y se alimenta de su incursión en la gran Política) les plantea unos requerimientos imposibles de satisfacer a la luz de lo que sus propios análisis muestran y termina llevándoles a una situación insostenible, en la que pretenden aferrarse a lo que ellos mismos han contribuido a desmoronar. Dejaré para mejor ocasión el cuestionamiento de la noción heredada de crítica13 y me centraré aquí en calibrar la oportunidad de apreciar una realidad social fluida, para lo que puede ser de ayuda recordar la reflexión epistemológica de Henri Atlán.

El conocido libro de Atlán se publicó originalmente en 1979 y rápidamente se convirtió en una sonora llamada de atención sobre la necesidad de reconducir nuestro pensamiento sobre lo vivo, incluyendo lo humano, y sobre la dirección en que emprender ese cambio. Sus palabras iniciales (1990, 7) son suficientemente claras:

“Las organizaciones vivas son fluidas y móviles. Todo intento de inmovilizarlas —en el laboratorio, en nuestra representación— las hace caer en una u otra de las dos formas de muerte. Oscilando ‘entre el fantasma y el cadáver’ [...]. El torbellino líquido que destrona la ordenación rígida del cristal se ha convertido, o vuelto a convertir, en el modelo, al igual que la llama de la vela, a medio camino entre la rigidez del mineral y la descomposición del humo”.

La tesis es que la vida es una forma fluida de existencia que navega entre las formas extremas del cristal, rígido paradigma de la ciencia clásica, y del humo, paradigma de turbulencias e incertidumbres definitivamente incomprensibles. Aunque es evidente que hereda y prolonga aquí el movimiento originario de la biología contemporánea, que hace del organismo el concepto con el que superar la vieja oposición entre la rigidez del mecanicismo y la evanescencia del vitalismo, su concepción de la autoorganización y, sobre todo, su transposición de la misma a la realidad humana es bastante más equilibrada y menos redundante de las rigideces que Luhmann ha generalizado en la teoría sociológica.14 Atlán supo darse cuenta (1990, 199-200) de que la superación de esa dicotomía era algo que debía afectar al pensamiento en general, necesitado de evitar el doble riesgo que supone, por un lado, el abismo de la facilidad y el reposo de la conservadurista ciencia universitaria y, por otro lado, el “delirio-delicia de la contracultura, de la anticiencia”. La rigidez y la volatilidad, perturbaciones heredadas de un pensamiento extremo y oposicional, hijas de la tensión moderna, debían dejarse de lado.

Todo lo anterior le permitió entender (1990, 141-3) que “la lógica de los sistemas abiertos auto-organizados” sería (en los años 70 y 80) un primer intento de captar lo que queda tras la muerte del hombre y del humanismo (Foucault), es decir, tras el segundo giro copernicano, que rechaza la visión del hombre como un sistema cerrado. Así es como pudo concebir (1990, 159-62) a los seres humanos como sistemas autoorganizados inseparables de su entorno: sistemas que se caracterizan por una redundancia, que les otorga una relativa autonomía y unicidad, y por una apertura o permeabilidad de sus fronteras, que vienen marcadas por la relativa unidad temporal de la conciencia vital y por la relativa unidad espacial de esa membrana porosa que es la piel. La imagen del ser humano que emerge entre el cristal y el humo ya no es la del centro absoluto del sujeto (copernicano-moderno) sino la de una entidad cuyas fronteras son “al mismo tiempo que barrera, lugar de intercambios” (1990, 162). Y si aquí es fácil reintroducir la lógica sistémica mediante teorías como las de la complejidad (Morin), las catástrofes (Thorm) o el ruido organizativo (von Foester), también es posible, al resaltar por ejemplo la fragilidad de aquellas relativas unificaciones temporales y espaciales, esto es, la fragilidad de las fronteras que serían la conciencia y la corporalidad, aproximarnos a concebir la realidad humana y social como una realidad fluida, que se aleja del cristal y de la mecánica de los sólidos como huye de la lógica evanescente del humo y de todo desvanecimiento en el aire. A optar por esta segunda posibilidad nos va a ayudar la revisión crítica de las propuestas de Castells, que pueden ser vistas como la crónica del tránsito de la tensión sólido-gaseoso al predominio de la fluidez.

2.2 Crónica de una transición ontológica: relectura crítica de la propuesta de Castells

El hecho de que las propuestas de Castells sean, como él mismo reconoce (1994, 18-20), una continuación crítica de las teorías de la postindustrialización (Touraine, Bell) apunta una conexión y una separación entre la lógica moderna de destrucción/regeneración y la dinámica de fluidificación. La conexión estaría en que el desarrollo del capitalismo sería el motor económico que impulsa a ambas. Así Berman y Bauman, siguiendo al Manifiesto, entienden que aquella lógica de la disolución de la solidez tradicional se concreta en el paso del dominio del valor de uso al predominio imparablemente creciente del valor de cambio, que, por un lado, permite la acumulación y posterior autonomía y volatilidad del capital y, por otro, homogeneiza todos los valores en una espiral nihilista imparable, de modo que hasta la dignidad personal se torna simple valor de cambio. Los hombres modernos, dice Berman (1988, 108), “miran las listas de precios en busca de respuestas a preguntas que no son meramente económicas, sino metafísicas”. Muestran ambos autores la separación cuando ven en los años setenta un punto de inflexión en la marcha de ese motor económico: el postfordismo del capitalismo light para Bauman o el postindustrialismo para Berman. Es el mismo momento en el que las tensiones o contradicciones culturales, de sentido y de valores, son de tal densidad y extensión planetaria, y la aceleración tecnológica tan imparable en sus efectos disolventes, que para el primero supondrán el tránsito a la sociedad líquida y para el segundo la inversión de la lógica moderna con un modernismo que se vuelca completamente al pasado, a las raíces y termina “abrazando fantasmas”.

Por ello podemos decir que las tesis de Castells sobre el advenimiento de la “sociedad de la información” o “sociedad red” tienen su asiento en la continuidad y separación de ambas lógicas, pues sus análisis tienen como referencia las transformaciones tecnológicas, culturales y económicas acaecidas a partir de los años sesenta y setenta y como base teorética ese materialismo histórico dulcificado de las teorías de la postindustrialización, de las que corregirá su etnocentrismo o su economicismo, pero de las que heredará un cierto determinismo tecnológico, como más adelante veremos.

Es más, al intentar superar esas teorías Castells hace una serie de afirmaciones, básicamente que la organización en redes flexibles y multidireccionales es la nueva forma arquetípica por su eficacia y que todos los agentes y procesos económicos operan simultáneamente en todo el mundo, que le llevan a concluir que “nuestras sociedades están fundamentalmente compuestas por flujos intercambiados a través de redes de organizaciones e instituciones” (1994, 42) y que “la sociedad del flujo representa un cambio cualitativo en la experiencia humana” (1994, 49).

Sin embargo, este deslizamiento hacia la ontología de flujos no se culmina o sufre una cierta parálisis, y probablemente sea porque, al no someter a crítica el aparato conceptual heredado, traslada a sus análisis empíricos y a sus propuestas teóricas las distinciones que aquel acarrea —como ocurre con la dicotomía entre estructura social (ahora red) y acción o cambio social (ahora identidades)— y, empujado por el materialismo economicista que subyace a aquel aparato, limita injustificadamente sus conceptos centrales —así la tecnología termina siendo reducida a aplicación reproducible del conocimiento científico (1997, 56-7) y la identidad finalmente convertida en cajón de sastre donde meter todo lo que desborda su visión estructural-materialista (1997, 29; 1998, 28-9). Por ello mi objetivo será desamordazar sus investigaciones, de modo que se nos muestren como la crónica de la fluidez social.

Con este fin partiré de la visión que nuclea su trabajo, en la que el nuevo modelo de la realidad social (la nueva ontopolítica) tiene: sus motores históricos en la revolución de las TIC, en la globalización económica, en el florecimiento de movimientos sociales y culturales y en la cultura mediática (2001, 405-6); su morfología dominante en la articulación reticular o redes (1997, 504); su fibra material básica en los flujos (1994, 45); sus principales dimensiones materiales en la espaciotemporalidad (1997, 409); y su alteridad o resistencia interna, pero ajena a sus principios organizativos, en las identidades autónomas (2001, 421). A continuación cuestionaré la oposición que establece ente la fluidez de la red y la solidez de las identidades y recompondré radicalmente su noción del ETS dominante, de modo que el modelo de la realidad social que terminará imponiéndose será el de la fluidez.15

Respecto de la aceptación inicial de la modelización de la sociedad de la información como sociedad red conviene hacer dos matizaciones. La primera se basa en el hecho de que las redes sociales, tales como la “empresa red”, son en su materialidad entidades fluidas (flexibles, inestables, etc.) y, en su forma, son simplemente estructuras abiertas, constituidas por nodos o puntos de interconexión y paso de los flujos sociales (1997, 506-7), en las que los flujos mismos son la fuente principal de poder (1997, 504). De ahí mi propuesta de que quizá sea más conveniente acudir al modelo de la sociedad de flujos. La segunda matización consiste en recordar que la ubicación de la identidad como alteridad interna, que es fruto de su identificación con la acción social y de su exclusión del espacio (reticular) de los flujos, la relega al lugar marginal y subordinado de residuo reactivo y es, por ello, teorética y políticamente inaceptable. Pero mostrar esto requiere hacer los dos movimientos críticos antes mencionados.

Desde las primeras páginas de su trilogía (1997, 29) hasta las respuestas que ha dado a sus críticos (1999, 394) Castells ha defendido la oposición entre la red y el yo como el principal eje estructural de nuestras sociedades, lo que le impide (¿o es resultado de ello?) apreciar una naturaleza común a ambos. De este modo, por un lado, permanece fiel al dualismo cartesiano, que opone la lógica de la función y el sistema a la lógica de la conciencia, y al materialismo marxista, que da preeminencia a la primera. Pero, por otro, es refractario a uno de los consensos más extendidos en la teoría sociológica contemporánea, el cual es la superación de la dicotomía estructura-acción. En cualquier caso, creo que podemos ver que los flujos también son constituivos de las identidades, incluso de aquellas que articulan las acciones colectivas de resistencia, y, por lo tanto, no son externas a la lógica ontológico-social dominante.

De hecho resulta más simple, incluso admitiendo su definición de identidad como “la fuente de sentido y experiencia de las personas” (1998:28), ver los procesos identitarios como flujos cambiantes, que tanto en los casos individuales como en los colectivos puede deslizarse por pendientes contestatarias o colarse por intersticios integrados, que negar la posibilidad de identidad a las élites o a los integrados (1998, 33-4) e imputársela sólo a los procesos comunitarios de resistencia, como tiene que hacer Castells para mantener la oposición entre estructura/red y acción/identidad. Con ello además hacemos visible que los procesos de resistencia y los mecanismos de dominación pueden aparecer a ambos lados: en las redes/sistema o en las identidades/acciones. El mismo Castells ha estado muy próximo a nuestra propuesta cuando reconocía (1994, 49) que “la construcción/reconstrucción del yo requiere gestionar el conjunto cambiante de flujos y códigos a los que la gente se enfrenta en su experiencia diaria”. Y es que es creciente el número de investigaciones que niegan el carácter sólido o local de las identidades personales, desde las que siguen la estela de N. Elias, M. Foucault o C. Geertz hasta las que en una vena más divulgativa, como Gil Calvo (2001), aplican una especie de individualismo racionalista. Las tecnologías de construcción del yo son cada vez más variadas y conducen a una multiplicidad de posiciones-sujeto entre las que pueden fluir (deslizarse, flotar, ahogarse, etc.) los individuos. Pero más importante aún es aquí el hecho de que las dinámicas de fluidificación y deslocalización se han extendido a aquellas identidades colectivas más implicadas en las luchas por el reconocimiento y la resistencia, como son el feminismo (Casado 1999), los nacionalismos (Gatti 1999) o los homosexuales (Arditi y Hequembourg 1999).

El problema de su visión del ETS surge en gran medida de haber seguido rigiéndose por el eje interpretativo que opone estructuras a acciones, pues ello le ha animado a oponer un ETS reticulado, informacionalizado y cada vez más abstraído o separado de un ETS localizado y marginado. Por ello perseguiré aquí dos objetivos: primero, mostrar que los rasgos que atribuye al espacio de los flujos, que queremos retener, se extienden también al mal llamado espacio de los lugares; y segundo, argumentar que la temporalidad predominante más que “atemporal” es una mezcolanza fluida de distintas temporalidades.

Para presentar su idea del espacio de flujos Castells dibuja y resalta (1997, 411-44) el mapa trazado por los incesantes flujos financieros, productivos e informacionales. El resultado es más un proceso, una actividad constante con geometría variable y conexiones distantes, que un conjunto estático de lugares. Para ratificar esta imagen nos recuerda cómo las ciudades o espacios urbanos apuntan en esta dirección con su tendencia a convertirse en procesos informacionales (1997, 432). Es este carácter básicamente fluido de las prácticas sociales dominantes, con su infraestructura tecnológica y su organización deslocalizada, lo que le lleva a decir (1997, 445) que el espacio, como organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido, es aquí un espacio de flujos16. Pero son también estos hechos los que le llevan a confrontarlo con un espacio regulado por la proximidad, en el que la forma, la función y el significado de las prácticas quedan definidos por los lugares en los que se está: es el espacio de los lugares, en el que nos encontraríamos la mayoría de nosotros.

No obstante creo que hay razones como para cuestionar la contraposición de estos dos espacios y para afirmar que en ambos casos va primando la fluidificación, sin que en ninguno deje de haber localización. Mientras los juegos de distanciamientos y movimientos de las muy fluidas ciudades globales (Nueva York, Londres, Tokio, Los Ángeles, etc.) aparecen “casualmente” localizados en las sombras de los últimos imperios, no hay localidad, por muy remota que sea, que no se haya visto alterada por los flujos de la globalización imperante, por ejemplo en un cierre empresarial o en las modas de sus adolescentes. Más que a la contraposición entre fluidificación o globalización flotante y enraizamiento o localización, a lo que asistimos es a un proceso complejo y común de “glocalización”, como vienen argumentando algunas colegas en importantes trabajos teóricos (Barañano 2001) y empíricos (Vega 1999). El espacio de flujos requiere localizaciones y no deja de ser relativo a los cauces que encuentra, mientras el espacio de los lugares, como las identidades, está sometido a procesos de licuefacción. Por ello podemos hablar de una confluencia en la articulación material (principalmente fluida) y decir que, con mayor o menor intensidad, en todos los ámbitos el soporte material que liga las prácticas tiende a ser un espacio-tiempo de flujos.

Una vez que no hay separación tajante entre procesos de compresión espaciotemporal y procesos de estiramiento o distanciamiento, no tiene sentido reintroducirla oponiendo la “efimeridad eterna” de la temporalidad dominante a unas temporalidades múltiples, diversas y subordinadas que, según Castells (1997, 502-3), poblarían el espacio de los lugares. Su tesis es que hay una nueva lógica temporal dominante que deja atrás la temporalidad lineal e irreversible de la modernidad (tiempo de futuro o progreso, ser-para-la-muerte) y, en lugar de volver a las tradicionales temporalidades cíclicas o reversibles (tiempo agrícola de las estaciones, p.e.), instaura una “mezcla de tiempos para crear un universo eterno [...]: el tiempo atemporal, utilizando la tecnología para escapar de los contextos de su existencia y apropiarse selectivamente de cualquier valor que cada contexto pueda ofrecer en el presente eterno” (1997, 467). Sin embargo, como era de esperar, los dos pilares que sostienen esta tesis parecen terminar realzando más la idea de mezcla (o sopa) de temporalidades que la de atemporalidad o eternidad.

El primer pilar lo constituye su intento (1997, 468-98) de mostrar que el tiempo atemporal preside hoy la economía (la compresión y absorción del espacio-tiempo en los mercados financieros o la flexibilización y la gestión del tiempo como recurso en la empresa red), las múltiples dinámicas de la vida social (el desdibujamiento de los ciclos biológicos o la expulsión de la muerte) y la nueva cultura mediática (la presentación de los acontecimientos en un orden aleatorio genera una temporalidad indiferenciada, en la que la instantaneidad confluye con la eternidad). Pero a lo largo de su interesante análisis hay muchos hechos que apuntan a una temporalidad multiforme, promiscua o fluida, por ejemplo: en la economía, la gestión empresarial del tiempo y la flexibilización del tiempo de trabajo nos enfrentan ante la confluencia simultánea de distintas temporalidades (1997, 476); en el espacio social de la familia la transformación de las temporalidades y de las prácticas de paternidad y maternidad se encuentran con el desvanecimiento de reglas y regularidades (1997, 481); y en el espacio cultural, la mezcla y elegibilidad de temporalidades en un mismo medio de comunicación crea un “collage de temporalidades” (1997, 496). Por ello me atrevo a sugerir que veamos la temporalidad dominante como una mezcolanza de diversas temporalidades, cuya inestabilidad formal y maleabilidad las hace fluidas.17

El segundo pilar consiste en afirmar que si el tiempo es, como señaló Leibniz, el orden sucesivo de las cosas, entonces la ocurrencia simultánea en tiempo real de los fenómenos (en economía, p.e.) o su discontinuidad aleatoria (en los medios, p.e.) eliminaría sistemáticamente el orden secuencial y por lo tanto eliminarían el tiempo. Lo que, unido a su versión del primer pilar, le hace concluir (1997, 499) que crean “un tiempo indiferenciado, que es equivalente a la eternidad”. Sin embargo, como muy bien ha indicado Ramos (1999, 382-3), el argumento es inasumible en su aspecto teórico porque al identificar el tiempo con la secuencialidad olvida su conexión con el movimiento, porque identifica instantaneidad con simultaneidad y porque identifica la eternidad con un tiempo inordenado y no con un tiempo inordenable. Además tampoco es concluyente en su nivel empírico porque los hechos mostrados, sobre todo las prácticas ligadas a las nuevas TIC, que a la vez que facilitan la simultaneidad y compresión del espacio-tiempo permiten su estiramiento y su conexión con lo distante, a lo que llevan no es a afirmar la diferencia cualitativa entre una temporalidad (inordenable) instantánea, atemporal y, supuestamente, dominante, y una temporalidad (inordenada) de perduración e identidad —diferencia que no aparece demostrada en ninguna parte— sino a ver la diferencia cuantitativa entre dos temporalidades coemergentes y dominantes, la instantánea y la glacial. Lo que vuelve a hacer manifiesta la mezcolanza difícilmente ordenable de distintas temporalidades.

Haciendo confluir la relectura de ambos pilares me atrevería a decir que la tesis de Castells (1999, 393) de que “el tiempo informacional [está] caracterizado por la perturbación de la secuencia y la tendencia a la compresión hasta el límite de la cuasi-simultaneidad” viene a augurar una época con una conectividad más variable e inestable entre los acontecimientos sociales (ya no sólo narrativa y lineal) y con una menor centralidad de la conciencia, esto es, con una mayor coexistencia y mezcla de diversas formas de temporalidad. Y la mezcla de las formas es la inestabilidad de las formas, esto es, su fluidez18.

En resumen, no parece descabellado decir que los análisis y argumentos con los que Castells construye su teoría de la emergencia de la era de la información pueden ser leídos como la crónica de una transición ontológica, que muestra cómo la lógica de redes de múltiple y heterogénea interconexión y de naturaleza fluida, además de en el espacio de los flujos de la sociedad red, se da en el (mal) llamado espacio de los lugares (de la cotidianidad, los cuerpos y las identidades) y en la sopa de temporalidades en que nos movemos, esto es, muestra la fluidificación de los ladrillos del edificio social y apunta cómo la fluidificación del poder pasa de las sólidas manos del Estado a las de las redes globales de riqueza e información y las de los proyectos comunales alternativos y de resistencia. En todos los casos, la omnipresencia, así como la movilidad y la naturaleza simultáneamente constreñidora y capacitadora del poder, y su tendencia actual a concentrarse en los códigos de información y representación, no harían sino acentuar su estado de torbellino constante, su estado fluido. Pero ello no lleva necesariamente a reintroducir una asimetría —como la que propone Castells entre la cuasiomnipotencia e inaprehensibilidad de las redes y la marginalidad de los proyectos comunitarios— sino que puede hacernos apreciar que la dominación y la resistencia aparecen en ambos lados, porque la geometría variable y una cierta materialización geográfica que dominan el poder se producen tanto en la reubicación de los estados-nación cuanto en la renegociación de las redes emocionales y de parentesco —en el espacio de flujos como en las identidades— y porque la fluidificación de la crítica, de la política y del disciplinamiento se da en cualquier dimensión y nivel social.

3 Hacia el desenlace: evitando más enredos

Una vez que se va haciendo aceptable el modelo de una realidad social fluida, que ello es en gran medida resultado de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) y que la línea que más firmemente parece unir la preeminencia ontológico-social de lo fluido con la eclosión de las TIC es la que, cruzando la globalización económica y la cultura mediática, viene trazada por la reestructuración del espacio-tiempo social (ETS), nos encontramos girando en torno a la interconexión de tres elementos o conceptos clave: las TIC, el ETS y la ontología de flujos.19 Sobre ellos conviene hacer algunas puntualizaciones que eliminen adherencias contraproducentes.

3.1 Acotaciones sobre tecnologías (las TIC) y revoluciones

La tesis central de Castells (1997, 57-60) afirma que la “revolución tecnológica” generada por las nuevas TIC ha introducido una discontinuidad en la base material de la economía, la sociedad y la cultura, que se ha extendido desigualmente por todo el globo. El problema está en que en esta idea, aunque le añadamos algunas precisiones que hace Castells, como que su propuesta se centra sólo en la dimensión sociológica de esa revolución (1997, 57) o que “la tecnología no es solamente la ciencia y las máquinas: es también tecnología social y organizativa” (1994, 17), reproduce dos importantes confusiones: una en el concepto mismo de tecnología y otra en su relación con las transformaciones sociales.

(i) A pesar de que a estas alturas es evidente que hablar de tecnología es hablar de tecnociencia, pues ya no es posible la una sin la otra,20 Castells lo olvida y, en el momento decisivo de las definiciones parte de la definición de Daniel Bell, que separa tecnología de ciencia, y se limita a ligar a ella la enumeración de las que serían las tecnologías de la información y la comunicación (el conjunto convergente de tecnologías de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones-televisión-radio, la optoelectrónica y la ingeniería genética) (Castells 1997, 56).

También tiene dificultades con la imposibilidad de separar la tecnología de la sociedad. Ciertamente afirma (1997, 57) que las tecnologías están en el proceso mismo, en el paño con que se tejen las actividades sociales y (1997, 79) que el surgimiento de la sociedad red requiere de la confluencia de dos “tendencias relativamente autónomas”: el desarrollo de las nuevas TIC y el intento de la antigua sociedad de usar de las TIC para servir a la tecnología del poder. Sin embargo, inmediatamente señala (loc. cit.) que la relación entre esta estrategia y la tecnología “depende de la relación estocástica existente entre un número excesivo de variables casi independientes”, con lo que reintroduce una enorme distancia entre ellas. Esa falta de claridad es lo que hace que su presentación de la revolución tecnológica (1997, 66-87) oscile entre una narrativa heroica e individualista, a lo Bill Gates (1996), y una exaltación del papel incentivador del Estado: ni tiene, ni quiere tener clara la compleja relación actual entre la tecnociencia y la sociedad.

Frente a esta concepción me parece mucho más fundada, empírica y teóricamente la que ha ido construyendo la sociología de la ciencia y de la tecnología en torno a la teoría del Actor-Red y que puede enunciarse con la doble aseveración de que hoy sólo podemos analizar las relaciones y dominaciones sociales si tenemos en cuenta la intervención (como agente) de la tecnología (Latour 1998), pero que nuestro conocimiento y la tecnología son indescifrables si no tenemos en cuenta su constitución social (Latour y Woolgar 1995). Ahora bien, por un lado, esta concepción de la tecnología generaliza (Latour 1993, 137-44) el principio de simetría —que exige que se trate al error y a la verdad con los mismos términos, no al primero como social y al segundo como real-racional— por lo que ni la realidad (tecnología) explicará lo social ni lo contrario, ambos quedarán parcialmente indeterminados; mientras por otro implica una visión material y constitutiva de las redes socio-tecno-naturales,21 que la aproxima de manera aún más contundente a una ontología de la fluidez social (como muestran los trabajos del grupo de Lancaster, liderado por J. Law). En cualquier caso, por ahora puede ser suficiente con constatar que sólo analíticamente y no sin graves problemas es posible separar la tecnología de la sociedad.

(ii) A pesar de que Castells critica el determinismo tecnológico y dice ver en la tecnología una condición necesaria pero no suficiente para el cambio histórico (1994, 24), no dudará en hacer del desarrollo de las nuevas tecnologías y, en segundo lugar, de su empuje por parte de la sociedad el motor de la irrupción de la era de la información (1997, 79). Desde el comienzo, para él (1994, 26-31), fenómenos y conceptos claves, como los de red, flujos o articulaciones, que se extienden al orden social y al cultural, emergen de las transformaciones económicas que el desarrollo tecnológico induce. Yace en su argumentación el residuo o el poso de una rancia visión materialista histórica.22

Esa visión parece una continuación natural del marxismo economicista que, alimentado por la teoría de los ciclos económicos de Kondratiev y su desarrollo posterior con Mandel (Jameson 1988, 206), ve en el cambio de las tecnologías de producción lo que caracteriza a cada una de las cuatro ondas largas económicas del capitalismo que desde el siglo xviii llegan hasta 1973-4, que es el final (recesión) de la cuarta y el comienzo de cambio histórico que Castells nos describe. En este sentido, la explicación (cuasideterminista) del cambio histórico-social que supone ver la emergencia de la sociedad de la información y de su nueva estructuración del espacio-tiempo surgiendo de una transformación radical en los modos de producción (la tecnología) y del consiguiente cambio en las relaciones de producción (del capitalismo industrial al capitalismo financiero y la globalización; de la familia patriarcal al poder de la identidad, etc.) no sería más que una extensión, para bien y para mal, de la visión del materialismo histórico. Y la sociedad de la información misma sería una prolongación más de la formación social capitalista y de su dinámica de desvanecimiento-y-solidificación.

La propuesta de Castells estaría asumiendo así acríticamente los supuestos y los marcos conceptuales y metahistóricos que han alimentado a muchas de las versiones de esa visión histórica.23 En cualquier caso, no podemos ahora dedicarnos a reproducir todos los argumentos que cuestionan la continuidad acrítica del materialismo histórico. Baste recordar lo insostenible de su unidimensionalidad materialista o económica (Weber, Giddens), lo injustificable del metarrelato que propone (Lyotard), la insuficiencia de su visión básicamente macro (Foucault), etc. Lo que sí podemos y debemos hacer es rechazar el positivismo que lo alimenta y que lleva a una visión estrecha de la tecnología. Una visión que, por otro lado, también han mantenido los continuadores de la versión hegeliano-romántica del marxismo, como ocurre con la identificación francfortiana entre razón instrumental y técnica y la influencia del pensamiento de Heidegger (a través de Marcuse).

Para ir más allá de esa visión, que es simultáneamente una sobrevaloración y una mirada estrecha de la tecnología así como una confusión de sus relaciones con los cambios sociales, y, a la vez, transitar desde el modelo de Castells (espacio, tiempo, redes y flujos) a un modelo de fluidos, nos conviene recalcar que la tecnología, especialmente las TIC, además de parte constitutiva y resultado del campo social son constitutivas del aparato perceptual de los agentes sociales, y no sólo en el sentido de las tecnologías sociales de la historia del ojo (Marx), la conformación del habitus (Bourdieu) o el disciplinamiento (Foucault). Con este fin voy a partir de McLuhan, como es obligado, pero mi lectura será algo menos sociologista que la de Castells (1997, 359-74).

La enorme capacidad de impacto de las TIC, su fuerza conformadora de la sociedad en su conjunto y de los individuos en particular, se hace visible, como nos enseñó McLuhan (1995), al recordar dos cambios tecnológicos parangonables: (i) la introducción de la escritura, que permitió el paso de culturas orales a culturas con historia, del predominio del olfato y el tacto al predominio de la vista, como medios de orientación y cartografiado del entorno; y (ii) la aparición de la imprenta, que abrió las puertas a muchos de los desarrollos específicamente modernos (la consolidación de las lenguas nacionales y el nacionalismo, la difusión de los periódicos y gacetas que asentaba la democracia y ayudaba a crear una esfera pública de opinión, los medios de comunicación generales como la radio y la televisión y el nacimiento de la sociedad de masas). Por ello no puede extrañarnos que la digitalización y transmisión electrónica de la información sea parte y epifanía de los procesos que nos están conduciendo a otro tipo de organización y de ser social. En consecuencia, a las transformaciones en la (des)organización económica y en la reorganización del ETS hay que añadir el hecho de que, como bien señala Castells (2001, 420), los medios de comunicación constituyen ya el medioambiente invisible que define y configura nuestras vidas, esto es, nuestra imagen del mundo, nuestras expectativas y deseos, etc. Pero, además, las TIC, desde la herramienta y la invención del alfabeto, son algo más que un sistema de codificación y descodificación, pues no son una mera mediación entre sujetos o entre éstos y los objetos sino que la subjetividad y el modo en que ésta entiende la objetividad aparecen constituidos por ellas. Por un lado las TIC se convierten en una extensión y ampliación de nuestro sistema nervioso: nuestro organismo se vuelve comunicacional o cibernético, es decir, un ciber-organismo o cyborg. Por otro lado, no hay que olvidar la naturaleza socio-política de las tecnologías y, así, por ejemplo, para entender el tráfico y la velocidad hay que empezar considerando la carretera, las autopistas, las normas de circulación, etc., antes que los motores y las ruedas. A propósito de “el medio es el mensaje”, decía el mismo McLuhan (1995, 276) que “el medio no es la figura sino el fundamento, no es el coche de motor sino las autopistas y las fábricas”.

Podemos quizá ejemplificar estas afirmaciones fijándonos en uno de los muchos y profundos cambios que produce el paso de la imprenta a la tecnología electrónica de escritura: fijémonos en que en lugar de un texto fijo y en formato lineal e intransformable nos encontramos con un (hiper)texto abierto, sin bordes, no lineal y virtual la mayor parte del tiempo —sólo cuando ha sido grabado en el disco duro y está cerrado parece fijo, pero en cuanto lo abrimos lo modificamos al llevarlo a la pantalla. La fluidez no se encuentra sólo en su configuración o en su formato, también está en su materialidad. Por ello, uno de los primeros analistas de la escritura electrónica, G. Landow, dice (1997, 21) que el paso de los textos físicos a los electrónicos, “el cambio de la tinta al código electrónico”, lo que Baudrillard denomina el cambio de lo táctil a lo digital, “produce una tecnología que combina flexibilidad y fijeza, orden y accesibilidad, pero a un coste”. ¿A qué coste?, nos preguntamos inmediatamente. Al coste de una inestabilidad intrínseca, responde citando el conocido libro de J. Bolter Writing Space (1990), en el que éste nos recordaba que el texto electrónico, a diferencia del códice medieval y del libro impreso, no requiere que ningún aspecto de la escritura (significado, estructura, manifestación visual) esté determinado de antemano, para toda la vida del texto, y así afirmaba “Esta inestabilidad es inherente a una tecnología que graba la información al ligar por fracciones de segundo unos evanescentes electrones en unas pequeñas junturas de silicio y de metal. Toda información, todo, en el mundo de los ordenadores es un tipo de movimiento controlado, y por ello la inclinación natural de la escritura en el ordenador es al cambio” (1997, nota 7, p. 310). El hipertexto, como práctica ya generalizada en la academia y en los centros de investigación es la manifestación más evidente y cotidiana de esa inestabilidad: textos en su sentido más amplio, que incluyen imágenes, sonidos, diagramas, etc., que nunca están cerrados o terminados del todo, ni material ni interpretativamente. Como bien muestra Landow a lo largo de su obra, es como si la hipertextualidad hubiera puesto en práctica la visión postestructuralista de la textualidad. Así, por ejemplo, nos recuerda (1997, 41, 91-2) que la idea de que la autoría de un texto y, más en general, la identidad, han de considerarse como algo abierto, en proceso y constituidos por conexiones narrativas, como algo fluido —la idea postestructuralista de la autoría como algo “localizado en puntos nodales de circuitos específicos de comunicación” (Lyotard) o como nómadas o náufragos que en el líquido elemento “inscriben y son inscritos por los flujos de su navegación” (Deleuze y Guattari)— se hace mucho más aprehensible y aceptable desde la redefinición de autoría que la práctica del hipertexto produce.

Conviene resaltar, por último, el hecho muy material, pero también muy ontológico, de que la digitalización hace de los bits y de la lógica binaria los átomos de una intercambiabilidad y una compatibilidad entre los más dispares sistemas de codificación, información o conocimiento, y que todo ello viene a coadyuvar a la fluidificación informacional de la realidad social. Se configura un nuevo medioambiente vital, que canibaliza al medioambiente industrial, esto es, que se lo traga y lo regurgita transformadamente, como el medioambiente mecánico hizo con el natural (McLuhan 1995, 276). Pero ojo, esta fluidificación que caracteriza el espacio-tiempo central y dominante de nuestra vida tiene poco que ver con el tercer espacio de los tecnofílicos24 y va más allá de la tesis de la sociedad de la información.

3.2 Multidimensionalidd y fluidez del espacio-tiempo social (ETS)

La transformación acaecida en nuestra concepción del espacio-tiempo no puede ser sólo efecto de un cambio o incluso de un “salto cuántico” en las tecnologías porque el ETS tiene, como el cuerpo, distintas dimensiones que unas veces son complementarias y otras se oponen entre sí en una tensa relación, casi contradictoria. Así podemos hablar de ETS vivido, imaginado, representado, calculado, etc. Y ello no quiere decir que sea un espacio-tiempo simbólico o cultural; sigue siendo, como todo espacio-tiempo, una entidad material y una relación de cosas materiales, sólo que en este caso la mayoría o la parte más importante de esas cosas son prácticas, relaciones e instituciones sociales.

Veamos por ejemplo cómo el ETS es también fluido en su dimensión imaginaria, ya que la relectura crítica de Castells nos ha permitido apreciar la materialidad fluida del ETS a la vez que ha dejado infravalorado el componente mediático e imaginario que, como acabamos de apreciar, es hoy absolutamente constitutivo de nuestro ser, de nuestro mirar, de nuestro legitimar, etc.25

Como muy bien argumenta Castro (1997, 15-27), hemos pasado de la modernidad, como “época de la imagen del mundo” (Heidegger), en la que la única realidad son nuestras representaciones, los imaginarios virtuales del sujeto, y en la que el objeto, incluso el objeto o realidad social como defiende Navarro (1994), es una proyección de la conciencia del sujeto (un holograma), a un momento caracterizado por una saturación de las cosas y de los espacios que albergan a esas imágenes.26 Han sido muchas y variadas las modificaciones parciales que han producido esa saturación. Así, la aparición de un cuerpo denso y ya omnipresente de imágenes en flujo constante o la multitud de miradas y representaciones que circulan técnicamente por los media y hacen nimia, cuando no risible, nuestra pretensión de personalizar (como pretendía el proyecto existencialista), de definir o de construir la ontología de ese espacio imaginario, representacional y vivencial. Nuestra mirada, nuestro imaginario, nuestra experiencia aparecen ya más como efecto de un hiperespacio mediático, que no deja de ser el hiperespacio global, abstracto y estandarizado del postmodernismo (Barañano 1999, 106-11), que como resultado de las “modestas” contribuciones constitutivas del ETS del científico o del turista. “La experiencia del espacio/tiempo social contemporáneo, de Nueva York, Londres, Madrid, o el Gran Cañón del Colorado, resulta tan obscenamente significamentosa (Rubert de Ventós) y mediada por tal cúmulo y exceso de información: reportajes, novelas, vídeos, películas, estudios sociológicos, etc., que nos convence de su radical alteridad y autonomía al margen de nuestra conciencia” (Castro 1997, 19). Y es en este sentido en el que Castro afirma (1997, 18) que la conquista del ETS imaginario por los flujos mediático-informacionales no sólo sitúan su constitución más allá de la conciencia, de nuestra conciencia y de la preeminencia de la temporalidad que ésta impone, sino que ese mismo ETS es un espacio de flujos o de densidad de flujos.

La multiplicidad de dimensiones del ETS lo convierte en un inmenso territorio y lo coloca como referencia central para esbozar la actual transformación ontológica de lo social. Pero este reconocimiento es algo que se deriva también del lugar predominante que el ETS ha ido adquiriendo en las más importantes teorizaciones sociales contemporáneas. Incluso reduciéndonos al ámbito de la sociología encontramos la interacción constitutiva entre la temporalidad y los sistemas sociales en Luhmann, la elevación a categoría central analítica de la noción de espacio social en Bourdieu o la ubicación en el corazón mismo de la teoría de la estructuración de Giddens de la ordenación y el estiramiento de las prácticas sociales a lo largo del espacio y el tiempo. De todas esas teorizaciones, y del creciente predominio de la mirada cartográfica (Jameson) o geográfica (Harvey, Soja) en los más relevantes estudios de origen materialista histórico, puede derivarse, según argumenta Barañano (1999, 124-9) no sólo la centralidad del ETS en las vigentes transformaciones sociales, sino también el reconocimiento de que se constituye y cambia históricamente; la constatación de la materialidad de lo social que aseguran los procesos de (re)territorialización, (des)anclaje, glocalización, simultaneidad sincrónica, etc.; y la necesidad de un tratamiento integrado del espacio y el tiempo.

A este respecto quizá convenga recalcar que cuando se habla de tiempo se está hablando de espacio-TIEMPO, y cuando nos referimos al espacio, apuntamos al ESPACIO-tiempo. Y así, por ejemplo, cuando Beriain (1997, 102-4, 114) insiste en que el tiempo social es tiempo de significación, trama de significados culturales y resultado de relaciones significativas se está refiriendo al espacio-TIEMPO y está resaltando dos cualidades que son importantísimas y que yo no quisiera dejar de mencionar: primera que el ETS siempre está cargado significativamente, algo por lo que en parte nosotros preferiremos hablar de cronotopo, siguiendo a Bajtin; y en segundo lugar que es una entidad relacional, no hay ETS absolutamente vacío, sin referencia alguna al ritmo, a la trama o a las posiciones de las actividades sociales.

En cierto sentido la noción del “espacio de los flujos” se asienta sobre la naturaleza relacional del espacio pues, como bien señalaba Ramos (1999, 381), “lo que configura ese espacio es tanto lo que en él fluye o transita (poder e información) cuanto el puro transitar o fluir”. De este modo Castells parece estar respondiendo a un hecho teorizado, entre otros, por Bourdieu cuando proclamaba (1997, 13) “lo real es relacional”. Pero no lo hace, creo, ni consciente ni completamente, pues mezcla lo relacional del ETS con la imputación de propiedades necesarias e intrínsecas a las comunidades e identidades de resistencia, como si esas propiedades fueran algo poco más que efecto de su posición, en un momento dado, en el espacio social, aunque no dejen de ser parcialmente responsables de esa posición. No ve que, como señala Bourdieu (1997, 16-21), la concreción de, y las relaciones entre, las posiciones sociales (en los distintos campos sociales), las disposiciones (habitus, identidades) y las tomas de posición (elecciones, estrategias) sólo son posibles en un sistema de relaciones, el ETS, que está constituido por el conjunto de posiciones distintas, coexistentes, exteriores entre sí y con múltiples y distintas relaciones de ordenación y por el entrecruzamiento de las prácticas en que se expresan y configuran disposiciones y tomas de posición, es decir, sólo es posible en un ETS cambiante de diferencias o distinciones, que es condición de posibilidad y resultado de las prácticas sociales.

Ahora bien el hincapié en una visión relacional puede terminar siendo una vuelta matizada a un cierto estructuralismo, de modo que la noción de espacio social —que “contiene, por sí misma, el principio de una aprehensión relacional del mundo social”, según Bourdieu (1997, 47)— termine siendo más un campo de fuerzas que un campo de luchas, o de modo que el análisis de redes mantenga una nítida separación entre agentes, redes y contextos, que relegue a los movimientos sociales y a la resistencia en general a mera negociación de contextos estructurales previos por parte de actores preconstituidos (Sheller 2001, 3). En lugar de ello conviene radicalizar la relacionalidad, ontologizarla diría yo, de modo que cualquier elemento, posición, disposición, etc. del ETS se esté constituyendo en relación más o menos inestable con el resto de los elementos, posiciones, etc. A esto es a lo que apunta una lógica (ontológica) que en lugar de redes y actores, medios y fines, busca fluidos y móviles que, en palabras de Law (loc. cit.) “no son necesariamente consistentes, centrados y unívocos, de una forma rígida, sino que más bien realizan, reflejan y posibilitan coherencias cambiantes y fraccionadas”. Relacionalidad no es determinación, sino fluida determinabilidad.

Algo similar ocurre si no radicalizamos y reafirmamos la materialidad de la fluidez social, pues en ese caso los discursos neo(post)estructuralistas sobre los fluidos sociales pueden terminar convirtiendo a éstos en mera metáfora analítica y, lo que es peor, en un corsé que ahoga los movimientos de resistencia en las espesas aguas de la lógica de las TIC, sin explorar sus potencialidades políticas y teoréticas (Scheller 2001, 5). Por eso es imprescindible que nos tomemos en serio y en toda su significación la afirmación de la fluidez social. No podemos ver ésta simplemente como resultado y continuidad de una aceleración facilitada por las nuevas tecnologías, pues la aceleración y la velocidad, como la disolución de todo lo sólido en el aire o el descubrimiento y la conquista de nuevas tierras han marcado una dinámica que es la que ha quebrado. Lo que antes era solidificación más o menos estable en una fábrica, en la burocracia, en las fronteras territoriales, se ha tornado en fluida producción, (des)regulación transnacional y configuraciones mestizas, cuando no cyborg, de la agencia social. Así el tiempo social no parece hoy tanto el tiempo de la novedad, del futuro y de la velocidad (la velocidad del movimiento), que habría caracterizado a la modernidad y que Castells y Virilio insisten en resaltar, sino más bien el tiempo del cambio, tiempo del movimiento mismo y la transformación: tiempo como modificación de la forma, tiempo que da forma y transforma: tiempo informacional. El carácter informacional que tanto se resalta en nuestro momento histórico no se referiría así tanto al evidente intercambio de datos cuanto a la transformación constante de las formas (sociales), que hace de lo social algo cada vez más fluido. Por eso, por ejemplo, la multiplicidad e intercambiabilidad de las temporalidades, que hemos visto, están constitutivamente insertas en una realidad con formas inestables, cambiantes y, por ella misma, transformadas.

La sopa de temporalidades y el predominio espacial de los flujos clausuran así la determinación y el alineamiento de los acontecimientos, que han venido impuestos por las visiones utópicas o distópicas, es decir, por las visiones ordenadas desde un punto final (del juicio final, al comunismo o la epopeya espacial). Es una transformación histórico-material de la ontología social que podría, por ello, emparentarse con la ontología política nietzscheana, que reafirma la voluntad de poder y esa “finalidad sin fin[al]” que sería el eterno retorno y rechaza, por ello, que la historia pueda ser cerrada, acabada o cumplida (Quesada 1988, 371-4). Este emparentamiento nos ayuda a apuntalar la indeterminación, vulnerabilidad y responsabilidad histórica que implica la ontología de la fluidez social, pero también muestra la posibilidad de que pueda deslizarse hacia el “pesimismo ontológico-político”27 que, según Quesada (1988, 247-51), heredaron Nietzsche, Camus y Horkheimer de Schopenhauer, en el sentido de que quedaría expulsado del mundo todo futuro provisorio que pudiera racionalizar la experiencia del horror y de la injusticia. Sin embargo, ese deslizamiento depende, en gran medida, de lo necesitados que sigamos estando de racionalizar toda experiencia y de hacerlo diferidamente o sobre la base de lo ausente.

3.3 Perfiles externos de la ontología de la fluidez social

Hacer del ETS, en todas sus dimensiones y en la conjunción de todas ellas, el eje de una ontología de la fluidez social es también un intento de romper con la dicotomía cartesiana entre la ontología de las cosas (res extensa) y la ontología de las gentes (res cogitans): objetos y conciencias. Una dicotomía que ha atenazado en una tensión irreconciliable a buena parte del pensamiento sociológico desde el momento en que el mismo Durkheim sostuvo una mirada bisoja sobre la realidad social como cosas (estructuras sociales) y como conciencias (representaciones colectivas). Hasta tal punto ha persistido esta dicotomía que a ella han sucumbido y de ella se han alimentado tanto quienes han venido animando una ontología formalista, de Simmel a Luhmann, que avistan un mundo humano de relaciones (sociales) sistémico-formales y de conciencias individuales, cuanto quienes han afirmado una ontología sustancialista, de Marx a Nussbaum, que han hablado de la naturaleza (colectiva y agónica o individual y natural) de los seres humanos. Este constante oponer, mezclar, amalgamar, oscilar, etc., entre el formalismo (de la estructura-sistema-red) y el esencialismo (del individuo, la clase o el Estado-nación) posiblemente sea efecto y elemento performativamente constitutivo de la dinámica modernizadora. Por ello es conveniente ser conscientes de que la apuesta por una ontología de la fluidez social requiere dejar atrás, o al menos a un lado, ambas tendencias, ambas modelizaciones ontológicas, y, sobre todo, la pretensión de que hemos de elegir una u otra.

Emanado de la visión estructuralista, que es fundacional en la sociología, el modelo de redes ha recibido un importante impulso en los últimos años, incluso en nuestro propio país, tanto por análisis empíricos de la configuración de redes sociales y por la fundamentación matemática de los mismos —desde los primeros trabajos de F. Requena (1989) hasta el reciente número monográfico de Política y Sociedad (nº 33, 2000) dedicado al Análisis de Redes—, cuanto por desarrollos algo más filosóficos de las visiones sistémico-reticulares, como los que viene realizando P. Navarro. En ambos casos e independientemente de su apoyatura en teorías matemáticas, se parte de supuestos discutibles, por todo lo que hemos venido señalando. Pero en ambos se han hecho importantes aportaciones analíticas que no deberíamos desechar. Lo mismo sucede entre quienes insisten, entre nosotros, en buscar algún principio o naturaleza estable en la constitución de lo humano-social, sea la antropo(onto)logía trágica propuesta por Ramos (1999) o la tríada parentesco/trabajo/comunicación de Lamo (2001), que al menos tendrán la virtualidad como antídoto temporal contra el relativismo postmodernista y la disolución postestructuralista.

A la vista de la pervivencia y extensión de estas dos tendencias, la propuesta de la ontología de la fluidez social, que aquí apunto y pretendo avalar, no puede presentarse, por ahora, más que como una eventual alternativa a la muy desarrollada ontología sistémica y a la renacida ontología cosista o substancialista. Por ello me limitaré a terminar marcando los rasgos o perfiles que la diferencian de ambas, aunque mi aspiración última sea invitar a dejarlas en un segundo plano.

Comencemos con la tradición sistémica. Es evidente que el modelo de ella que más se aproxima a nosotros es el modelo de redes, clara prolongación de las ontologías formalistas. Marcaré dos perfiles diferenciadores, uno más histórico que apunta al estudio de procesos de resistencia y transformación, otro más filosófico. El primero nos lo muestra M. Scheller (2001) en una magnífica reconsideración de qué significa “movimiento” en “movimientos sociales” pues, al atender a las metáforas y conceptos que mejor nos permiten captar las génesis, dinámicas e interacciones por las que se constituyen y despliegan estos movimientos, aparecen los basados en la fluidez o la liquidez por encima de los que continúan alimentados por la idea de red: los primeros hacen más visibles las articulaciones contingentes en que se configuran, así como las conexiones con un ámbito económico-político cada vez más genéricamente descrito como fluido (2001, 2); mientras los segundos no paran de buscar un primer motor, lo que les obliga a concebir a los actores y a los contextos como causas de la movilización y a relegar el hecho de que puedan ser su efecto, reificando así aquello que necesita ser explicado (2001, 3 y 12), y tienden a asumir un espacio y un tiempo vacíos y lineales, ocultando su naturaleza relacional y dificultando el estudio de los modos en que los movimientos sociales reconfiguran el tiempo y el espacio (2001, 10). En conclusión podríamos decir que los conceptos basados en la idea de fluidez permiten seguir las dinámicas materiales e informacionales de irrupción, presencia y disolución de estos movimientos; facilitan la visión de las cambiantes y descentradas estrategias de movimientos como el de antiglobalización; y en lugar de hacernos ver la movilización como mera reacción (Castells) o como resultado de la confluencia de condiciones subjetivas y objetivas (Lenin), nos la muestran como capacidades que se despliegan y cambian a y en los cursos de acción. Ahora bien, tengamos presente que el tránsito del predominio de los conceptos de red al de los conceptos de fluidez ni ha concluido ni ha sido repentino o revolucionario, sino que es efecto de toda una serie de modificaciones parciales, como se puede constatar al repasar los tres principales niveles de descripción de tales movimientos: en la autodescripción (se habla de desbordamiento torrencial, de turbulencia, de olas, etc.); en la descripción analítica o teorética (“los movimientos contemporáneos parecen una amorfa nebulosa de formas indistintas y con densidades variables”, dice Melucci [en Sheller 2001, 5]); y en la descripción del contexto político general (espacio de flujos, flujos de capitales, etc.). El propio trabajo de Castells es un claro ejemplo de hallarnos en esa situación de tránsito porque, a la vez que habla de los flujos financieros como el principal determinante actual de las relaciones sociales, proclama que estos flujos constituyen redes y que son éstas las que otorgan la morfología y la lógica dominantes a nuestras sociedades (Castells 1997, 506-10).28

El segundo perfil diferenciador frente a la tendencia sistémica aparece al aproximarnos a ese otro momento transicional que es el pensamiento postestructuralista, cuyos dualismos lo convierten en un balancín que oscila entre la cerrada visión sistémica y el abierto despliegue de la fluida voluntad de poder enunciada por Nietzsche. Un ejemplo claro de ello se encuentra en la ontología espacial de Deleuze y Guattari (1988, 483-506), que establece un dualismo primordial entre el espacio estriado o territorializado, que es el espacio del Estado, del orden, del control, de la ciudad, de las cosas y figuras, y el espacio liso o nómada, que es el espacio del caos, del devenir, del mar y los desiertos, de acontecimientos, de los afectos y la fuerza, pues este dualismo es en sí mismo un ejemplo de conceptualización estructural, con sus términos definidos por una oposición clara y distinta, a la vez que esboza, en uno de los polos, una concepción fluida de lo social, que eventualmente podría convertirse en dominante (ligándose, por ejemplo, a su concepción múltiple de todo lo social y de lo individual). Pero ellos no llegan a bajarse del balancín y cuando lo intentan salen lanzados por un extremo gritando: “un cuerpo sin órganos en lugar de organismo” (1988, 487), lo que desmaterializa y debilita radicalmente a la vertiente lisa o fluida. Es decir, si podemos desplazarnos hacia una concepción de flujos no será por oponerla frontalmente a los rasgos de una concepción reticular, sino por ser capaces de ver en y con ella las virtualidades estabilizadoras o estructurantes de lo fluido mismo. En esa dirección parece apuntar Castro al sugerirnos (1997, 192-215) que atendamos a los estudios del caos (R. Thom, I. Prigogine, B. Mandelbrot) para visualizar un espacio-tiempo que sea simultáneamente fluido y geométricamente estable, mediante el uso de unas geometrías que huyen de la polarización entre lo macro-relativista y lo micro-cuántico e indagan en ese terreno medio o meso y discontinuo de nuestra vida (de las turbulencias financieras a las fluctuaciones del clima o el perfil de la costa) y que buscan representar, fundamentalmente en el ordenador, los llamados “atractores extraños”, el espacio polimorfo o la complejidad no lineal que darían razón de las estabilizaciones, ordenamientos o (re)territorializaciones de las entidades fluidas.

Ahora bien, estas geometrías no son una panacea para nuestro objetivo porque, aunque nos ayudan a dar visibilidad y facticidad material a las peculiaridades que hemos imputado al ETS (su naturaleza radicalmente relacional, la multiplicidad de temporalidades, la dinámica fluida de des/reterritorialización, etc.), nada impide que puedan servir como instrumento de una nueva dominación basada más en la diferencia (la diferencia de los nichos de consumo, por ejemplo) que en la uniformización (del Estado-nación, por ejemplo), o que, ligándolas con la herencia formalista (de Bourbaki o Spencer-Brown), puedan realimentar las visiones sistémicas o de redes. Esto podría ser lo que en nuestro país ha sucedido en el entorno de J. Ibáñez29. Sea así o no, el caso es que uno de sus más lúcidos colaboradores ha construido un magnífico ejemplo de ontología de redes, una ontología holográfica de lo social que además, como ya apuntamos, está especialmente próxima en algunos aspectos a los rasgos de constitución móvil y de collage que hemos defendido. Esta ontología, que P. Navarro (1994) propone, se alimenta de la teoría matemática de redes y parte de la afirmación de que el ser humano, y en concreto su facultad de socialidad, es “la condición interna y a priori” (1994, 14) de la realidad social. Esa socialidad, como sistema de sincronización conductual que es, tendría su mecanismo central en la conciencia (1994, 15-6), que es la que en última instancia justificaría la tesis de que la realidad social tiene una estructura holográfica30. Podemos decir, por lo tanto, que esta visión se basa en las capacidades (re)constructivas de la conciencia. Es una ontología que bebe de las filosofías de la conciencia, tanto de las que lo son explícitamente, como la fenomenología, cuanto de las que lo son implícitamente, como los desarrollos sociológicos de la teoría de sistemas autopoiéticos. En cambio, una ontología de la fluidez social es una ontología que liga interna e indisolublemente las propiedades sólidas de lo corporal con las evanescentes de lo simbólico o mental. Es una ontología de lo mestizo, de lo híbrido y de lo promiscuo. Su compromiso ontológico es con una corporeidad individualizada y demográfico-colectiva, cargada semióticamente en origen. Donde primaba la figuración o estabilización formal y la base de una conciencia siempre reflexiva ahora prima la semiótica carnal de los cuerpos, la violencia histórica de los textos y el continuo intercambio que entre ellos se produce.31

Trasladándonos ahora al polo opuesto, hay que reconocer que no resulta extraño que, en diferentes áreas del pensamiento, se haya producido un rebrote de las modelizaciones sustancialistas y hasta esencialistas o aristotélicas como reacción tanto a la tendencia a resaltar la virtualidad de la realidad social, ya sea de su estructura (Giddens 1984, 17) o de su constitución misma (Navarro 1994, 34), cuanto a los constantes asaltos a las dicotomías básicas de la ontología y del imaginario modernos, vengan de la desconstrucción derrideana o del feminismo postmoderno.

Parece que, por ahora, para aquellos que no están dispuestos a soportar ni la levedad del ser fluido ni la semejanza, reductibilidad o continuidad con el mundo de la vida o incluso de la materia que pueda suponer la ontología de redes, no queda mejor alternativa que un cierto sustancialismo que resalte alguna cualidad específica e irreductible de lo social, sea en el orden económico, en el normativo o en el cultural, sea la comunicación, el trabajo y el parentesco o la tragedia existencial. Un caso ejemplar en muchos sentidos de esta opción es el que constituye Nussbaum (1998). En su lucha por fundamentar una práctica política emancipadora y universal ha querido esbozar lo que podemos denominar una ontología esencialista (interna o no metafísica) que, al identificar las funciones esenciales de la vida humana, permitiría preguntar ¿qué hacen por/con ellas las instituciones y prácticas sociales?, pudiendo evaluar así a éstas.

La claridad y valentía de Nussbaum sacan a la luz los pies de barro que hoy tienen estos intentos. Por ejemplo, la intuición directriz y fundante de su propuesta consiste en dos afirmaciones: primera, que “siempre reconocemos a otros como humanos a pesar de las divisiones de tiempo y lugar”; y segunda, que “tenemos un consenso general, ampliamente compartido, sobre aquellos caracteres cuya ausencia significa el fin de una forma humana de vida” (1998, 61). Pero resulta que la práctica tecnocientífica, sea biotecnología, arqueológica o mediático-informática, pone cada vez más en duda esas “evidencias”, dando quizá más razón al historicismo estructural de Castells y descentrando al individuo o sujeto. Por otro lado, las mismas geometrías ambivalentes y mestizas que antes hemos señalado pueden servir para hacer innecesario un punto focal (la naturaleza humana, p.e.) que monopolice los flujos del ETS o que se convierta en referente inexcusable de las evaluaciones políticas, porque, como nos recuerda Castro (1997, 194-6), nos permiten construir y ver espacios de n-dimensiones en los que se manifiestan y visibilizan las muchas variables que interviene interrelacionadamente en un sistema complejo, mostrando el sentido de su dinámica y los atractores que la influencian. Quizá con ayuda de esas geometrías podamos considerar un fenómeno tan complejo como los actuales flujos de migraciones y ver sus “atractores” (que aquí no serán tan extraños), que les confieren una relacionalidad o racionalidad (óptica), una cierta estabilidad y una cartografía política, sin que dejen de ser fluidos ni haya que suponer substancia o esencia alguna.

La salida más clara y firme de la visión esencialista (y de la formalista) se abre al mostrar de qué modo lo social encuentra anclaje suficiente en lo intrínsecamente contingente, en la fluidez. Para ello podemos contar con algunas ayudas. Por ejemplo, podemos recuperar críticamente la visión rizomática, esto es, fluida y dinámica, que Deleuze y Guattari han propuesto (1988, 9-29). La lógica rizomática reinterpreta la realidad como dinámica, heterogénea y no dicotómica, frente a la lógica jerarquizada del modelo arbóreo que ha primado en occidente. Los rizomas son líneas no jerárquicas, conectadas en relaciones azarosas con otras líneas, que (des)constituyen lo social y lo individual, conformándolo no sólo como algo múltiple, sino como algo que cambia de carácter y de identidad en cuanto cambia la línea de composición. Ahora bien, como acertadamente señalan Best y Kellner (1991, 97-104), las estructuras, jerarquías y demás estabilizaciones que suelen ser el referente de la realidad social no son sólo rizomas colonizados o codificados, no sólo son aquello que constituye el poder dominante al que se oponen los rizomas, pues éstos, como las líneas de deseo que los alimentan, tienen un carácter creativo o positivo que les permite constituir lo social en sus distintas manifestaciones: los rizomas también son constitutivos y pueden ser estabilizadores. Quizá podamos ver un ejemplo más concreto si nos fijamos en que, frente a la tentación de asentar la identidad en algún principio esencial o natural (conciencia o cuerpo-sexo) o incluso frente a la conexión que Castells establece entre la identidad y el espacio concreto, sólido y fijo de las raíces (el lugar), emerge una visión de la identidad que la emparenta con la procesualidad intermitente de las identificaciones, que “no están nunca total y finalmente cerradas, sino incesantemente reconstituidas, y, de este modo, sujetas a la volátil lógica de lo iterativo. Constituyen aquello que es constantemente ordenado, consolidado, limitado, contestado y, en ocasiones, forzado a dejar paso” (Butler 1993, 105).

Evidentemente todo esto queda pendiente de investigaciones y correcciones empíricas y teoréticas concretas. Por ahora basta con haber hecho aceptable la idea de desarrollar una ontología social que se base en un modelo de flujos. Mientras se aborda tal tarea, quisiera terminar recordando que la esperanza última de todos estos desplazamientos teoréticos es que la ontología de fluidos nos ayude a salir del ya inoperante maniqueísmo político característico de la modernidad, que se movía entre la solidez del orden y el desvanecimiento de la revolución, y que aún pervive en las ontologías sistémicas (dentro/fuera) y en las esencialistas (necesario/contingente). Un maniqueísmo que, por ejemplo, ha llevado a Castells (2001, 428) a profetizar que las personas verán su vida cada vez más individualizada, más construida a partir de su propia experiencia y más dependiente, en los momentos de amenazas colectivas, de la construcción de paraísos comunales, concluyendo que “si tienen suerte, reconstruirán sus familias, sus rocas en este océano revuelto de flujos desconocidos y redes incontroladas”.

La letra cursiva, que es mía, quiere resaltar esta maniquea oposición entre necesidad (seguridad) y contingencia (riesgo), que es hoy uno de los principales impedimentos para el desarrollo de una teoría o una visión suficientemente clarificadora y comprometida y no meramente ajustada (al sentir dominante) y tranquilizadora. La incapacidad para salir de esta pinza maniquea puede deberse a la idea de que si la naturaleza histórica de lo social es hoy fluida en sus manifestaciones centrales, entonces se torna ajena, alienada, inaprehensible o incognoscible, inamovible o inmodificable. Pero la fluidez de lo social no lo convierte en algo degenerado, ni siquiera en algo acomodaticio. Quedarse en esa percepción es una especie de análisis interruptus. Es lo que nos pasa cuando abrimos un paraguas y comenzamos a girarlo, al principio la figura que en él estaba dibujada se desvanece y pretendemos que en el fondo se mantiene la misma figura, pero si logramos la velocidad adecuada y ponemos la atención correcta veremos que el dibujo se convierte en otra cosa, en otra figura: lo que hay es distinto de lo que había.32 La revolución tecnológica y los demás procesos que han fluidificado las instituciones, prácticas y referencias modernas han conseguido insuflar la velocidad (o la acumulación de cambios) suficiente como para impulsar una configuración fluida de la red social y una fluidificación de las posiciones de agencia y de los elementos de identificación, que sin embargo no los desvanece en el aire. La ciudad, por ejemplo, esa ciudad de la segunda mitad del siglo xx, cosida por los hachazos de las autopistas, que Berman (1988, 366) veía todavía a comienzos de los ochenta como el lugar donde la disolución particularizada de la política (las políticas de identidad) pueda tornarse en una sólida emancipación generalizada (algo parecido a las “identidades proyectivas” de que habla Castells), no es ya, si es que alguna vez lo fue, el espacio compartido por comunidades e individuos. La ciudad contemporánea, en su vivencia y en su ideal normativo, parece más bien la convivencia de personas que son extrañas entre sí, que interactúan en espacios o instituciones sin necesidad de constituir una unidad, que dependen de la mediación de miles de otras personas para realizar sus fines individuales y, por ello, tienen algunos problemas o intereses comunes, pero esto no crea una comunidad de objetivos últimos compartidos (Young 2000, 397-8). Ni la roca de la familia, ni la solidez de la comunidad, ni la firme conciencia individual, lo que la ciudad nos entrega “se opone a cualquier cristalización estructural, puesto que es aleatorio, fluctuante y fortuito” (Delgado 1999, 25) y sin embargo funciona y es susceptible de organización, de movilización y de resistencia.

Una vez más, pero ésta como conclusión, surge la idea de que en lugar de una sociedad de la información lo que tenemos es una constante circulación de flujos de (in)formación entre distintas entidades fluidas que difícilmente mantienen la (in)forma(ción) y cuya capacidad de crítica o de resistencia bien puede beneficiarse del desarrollo de una ontología de la fluidez social.

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