Athenea Digital. número 1- Primavera 2002

Joseph, Isaac (1999)
Erving Goffman y la microsociología. Barcelona: Gedisa.



Ana Gálvez Mozo
Estudios de Psicopedagogía. UOC: La Universidad Virtual

 

Al igual que ocurre con su objeto de estudio —la microsociología— el libro de Isaac Joseph es ambivalente. Detenta una gran virtud, pero también presenta un gran inconveniente. La primera tiene que ver con que constituye una panorámica amplia y completa de los principales rasgos de la microsociología. Y el inconveniente hace referencia a que no es en modo alguno una introducción a la obra de Goffman. Es, eso sí, una obra para especialistas, rigurosa y bien documentada. La gran originalidad del libro radica en la acertada relación que establece entre los conceptos goffmanianos y la microsociología en tanto que disciplina social. Así, la tesis que se sostiene emparenta directamente a esta última con las propuestas de Erving Goffman: sus trabajos se constituyen en uno de sus cimientos fundamentales.

El punto de partida de la monografía recuerda que todo proceso microsocial se inscribe en el orden de las interacciones, sin menospreciar, no obstante, la influencia del orden estructural. El giro conceptual que propone la nueva disciplina reside en entender que la unidad elemental de la investigación no es tanto el individuo como la situación. Por tanto, nos presenta un nuevo objeto de análisis: la situación de interacción. Para Goffman, cada acontecimiento o secuencia de acción desarrollado en nuestra vida cotidiana constituye un sistema de actividades situadas cuya materia está hecha esencialmente de interacciones. Asumiendo que las interacciones son acciones recíprocas. Ya desde sus primeros trabajos, es posible asistir al énfasis que recibe la noción de sistema de actividad situada en su paradigma de comprensión. Semejante noción entiende la actividad no como el producto del trabajo subjetivo y psicológico, sino como la función de las consecuencias que genera y la dinámica que la caracteriza, es decir, en función del juego de interacciones verbales y no verbales que constituyen sus recursos. Para las ciencias sociales esto supone todo un cambio de escala: se pasa de asignar a las ceremonias instituidas, la organización o la institución, el poder de inteligibilidad de lo social para dárselo a las pequeñas interacciones, a los encuentros que pueblan nuestra vida cotidiana.

Para analizar este sistema de actividades situadas, Goffman recurre al enfoque dramatúrgico. Enfoque que constituye la página de oro de la microsociología. Éste utiliza la metáfora teatral para abordar el análisis de la cotidianidad. La metáfora organiza socialmente la experiencia a partir de dos regiones de actividad: la escena y las bambalinas. En las bambalinas los actores se preparan para la representación, en la escena, la región de exposición, los actores se encuentran y se mueven bajo la mirada del público. En ese escenario, la figuración es clave, entendiendo como tal la práctica normalizada a través de la cual una persona puede prevenir todo acontecimiento cuyas implicaciones simbólicas podrían poner en peligro la situación de interacción. Para Goffman, la imagen no se encuentra en el interior o en la superficie del individuo sino que se halla difusa en todo el curso de la acción. Cuidar la imagen significa realizar exitosamente el trabajo de figuración y hacer que la línea de acción sea coherente. Fracasar en esa búsqueda de coherencia pone en peligro la interacción y, en consecuencia, surge la necesidad de repararla con el objetivo de salvar la situación. Esta vulnerabilidad permanente hace que las interacciones cara a cara sean un campo estratégico de estudio, no porque pongan en escena las pequeñas y grandes maniobras del actor social, sino porque muestran todo un juego de construcción-reconstrucción de la amenaza y el riesgo de ruptura de la situación social.

El enfoque dramatúrgico es sobre todo un dispositivo metodológico que emancipa a la sociología del subjetivismo y de las fenomenologías de la intersubjetividad. Al invitar a analizar rigurosamente las escenas en las que el lazo social se hace visible y se constituye, el enfoque destrona al actor en beneficio de la acción y propone comprender la interobjetividad en la cual la acción se desarrolla y se interpreta. El cara a cara es una estructura de socialización fundamental, no por ser un equivalente comportamental de la intersubjetividad, sino por la presencia activa del público (testigo, espectador o participante). Es esa presencia la que confiere la fuerza al lenguaje de las imágenes.

Con extraordinaria habilidad, Joseph muestra que ya Goffman tuvo que enfrentarse a una de las principales críticas que recibe la microsociología: la relación del cara a cara, de la situación, con el conjunto de actividades instituidas que a veces las posibilita, impide o potencia. Algunos autores plantean que la solución a tal problema también está ya indicada en la obra de Goffman. Si su actor se perfila como una entidad extremadamente estratégica y maquiavélica, entonces tenemos una unidad que utiliza a su antojo y recompone los recursos que proporcionan los patrones institucionales. Quedaría, no obstante, sin resolver el problema de cómo evitar que a veces los patrones institucionales impidan la improvisación o creación ex nuovo que toda maniobra estratégica requiere. Para soslayar ese inconveniente, autores como Ulf Hannerz ofrecen dos lecturas diferentes de lo que significaría el enfoque dramatúrgico. Por una parte tendríamos un actor que más que un genio maquiavélico es sólo una persona que se mueve bajo la perpetua mirada de una audiencia. Ese auditorio, ese alter generalizado, sería responsable de sus pautas de conducta. En segundo lugar, estaríamos ante un actor manipulador que intenta controlar impresiones que tienen un alto nivel simbólico y proporcionan credibilidad ante ese auditorio o audiencia.

Ahora bien, en cuanto acaba la función y salimos del teatro, la separación escenario/bambalinas se generaliza y se dispersa en un cortocircuito constante de las fronteras entre la representación y su audiencia. En esa potencialidad aparece la noción de marco. Un marco sería un dispositivo de atribución de sentidos, que rige la interpretación de una situación y el compromiso en ella. Dos nociones importantes derivan de este paso del modelo dramatúrgico al análisis de los marcos. En primer lugar destaca la de participante ratificado que designa la persona "oficialmente" destinataria de la representación o de las palabras intercambiadas. El participante ratificado es aquel que se encuentra en su lugar en el orden de la interacción. Ahora bien, este orden, lejos de estar definido de antemano como ocurre en el teatro, en el que todo espectador es destinatario del espectáculo, se construye y se confirma en la situación a través de diferentes índices o movimientos, explícitos o implícitos, producidos por los participantes. En segundo lugar destaca la de formato de producción. Dado que los participantes adoptan posiciones de locución y preparan el terreno de sus interacciones a través de maneras de hacer o de hablar, existe una especie de formato de producción de sus palabras o de sus gestos. Además, no debe olvidarse que el participante ratificado y el formato de producción son disposiciones que no se despliegan exclusivamente en el universo lingüístico y simbólico, sino también en un medio espacial.

En nuestra vida cotidiana las fronteras y los umbrales (puertas y ventanas, entradas y salidas) no son disociables de las convenciones que los confirman socialmente. Dicho de otro modo, no hay equipamiento ni estrictamente simbólico ni exclusivamente físico. Lo que transforma un área física o sensible en una entidad sociológicamente pertinente son las reglas que permiten controlar el orden de los lugares y la comunicación entre participantes ratificados, transeúntes, espectadores obligados o "no personas". Hay por tanto toda una microecología social que se interesa por nuestras decisiones en función de los marcadores físicos y convencionales disponibles. La ecología de las actividades analiza los intercambios explícitos o furtivos, verbales o de proxemia, entre personas presentes en un campo de visibilidad. En suma, la microecología analiza la estructuración normativa de esos territorios espaciales o temporales. De ella depende la forma del momento, el contorno participativo de la actividad, es decir, la implicación y la influencia que exige la actividad principal y lo que ella tolera como actividades subordinadas.

De este modo, Joseph nos recuerda que la tensión clásica en microsociología entre interacciones no focalizadas e interacciones focalizadas, tiene su origen en la microecología goffmaniana. Las interacciones no focalizadas son esas formas de comunicación interpersonal que resultan de la simple copresencia. La interacción focalizada supone, no obstante, que se acepta efectivamente mantener juntos y por un momento un solo foco de atención visual y cognitiva. Por ejemplo, una conversación, un juego de mesa, una tarea conjunta... Aquellos que mantienen juntos un foco único de atención se comprometen ciertamente también en interacciones no focalizadas, pero no lo hacen como participantes de una actividad focalizada, y las personas presentes, extrañas a esta actividad, participan también en interacciones no focalizadas. Esta tensión permite analizar tres nociones esenciales para la constitución de la microsociología como saber empírico y positivo: la noción de conmutación de código (code switching), competencia social elemental de actores tomados en comunidades de lenguaje diferentes, o participando en acontecimientos de lenguaje circunstanciados; la noción de índices de contextualización que precisa de los recursos de los interactuantes para definir las situaciones en las que participan; y finalmente, la de inferencia conversacional, que hace referencia a la lógica que utilizan los protagonistas de un intercambio para comprender lo que ocurre y confirmar la inteligibilidad mutua. Finalmente, el libro de Joseph dedica una nota a esos protagonistas del intercambio. Las tesis de Goffman permiten a la microsociología definir a esos protagonistas no a partir de esencias o subjetividades, sino a partir de sus competencias. El actor no es más que un conjunto de competencias definidas sobre tres dimensiones: su capacidad para focalizar el acontecimiento, para movilizar los saberes del telón de fondo y su potencia para interpretar el curso de una acción.

A lo largo de sus pocas páginas, el libro que nos ocupa despliega un volumen ingente de nociones, propuestas, tesis... Si su lectura no se aborda con cierto bagaje o cierto conocimiento de la sociología goffmaniana, el lector corre un serio riesgo de naufragar en ese océano. No obstante, si éste se posee, la obra es todo un deleite. Por un lado, muestra la terrible vigencia de Goffman y sus atrevidas hipótesis; y, por otro, tiene la capacidad de potenciar el saber previo que pudiese tener el lector o lectora puesto que ofrece algunas pistas para seguir releyendo en el futuro a este clásico. En definitiva, estamos ante un volumen que muestra la importancia que ya detentó, tiene y vivirá la obra de Goffman.