Athenea Digital. número 1- Primavera 2002

Larraury, Maite y Max (2001)
El deseo según Gilles Deleuze. Valencia: Tandem.



Aleix Causa
Doctorado en Psicología Social. Universitat Autònoma de Barcelona

 

Cuando nos encontramos ante un cuadro, ya sea en una galería de arte o en casa de unos amigos, se abre la posibilidad de ir mas allá, de encontrar nuevas relaciones, enlaces que dibujan un mundo diferente al que nos tenemos acostumbrados. El arte crea distribuciones y colores que llevan al cuerpo percepciones y emociones hasta ese momento desconocidas. Lo mismo sucede con la música, nos lleva mas allá por medio de ritmos, melodías y tonos que desencadenan toda una serie de movimientos, fluctuaciones y bailes. Tanto la música como el arte crean conexiones, enlaces que al experienciarse permiten el salirse de un@ mism@.

De esta forma es como los autores del libro van llevándonos hacia Deleuze, como si estuviéramos delante de un cuadro o de una melodía. Pues para él, la filosofía es algo que crea, como la pintura y la música; empapa de conceptos que traen nuevos mundos y nos permite una expansión hacia nuevos encuentros. Y tal como sucede en la música y la pintura, en la filosofía no hace falta ser un experto para dejarse llevar, para contagiarse por los conceptos: o conectas o no conectas, así de simple. Así, este es un libro dirigido a las personas que desean experimentar.

Siguiendo este trazo es como empezamos a llegar a Deleuze, buscando entre la vida, pues como los autores del libro nos comentan siguiendo a Nietzsche, podríamos considerar su filosofía como vitalista; “como aquellos que aman la vida no porque están acostumbrados a vivir, sino porque están acostumbrados a amar”. Estar acostumbrado a vivir nos remite a querer lo ya vivido, a la repetición, a una vida ya conocida que no discurre por la sorpresa. Sin embargo, amar la vida ya que se está acostumbrado a amar nos remite a la conexión, al cambio, a la unión con mundos. La vida, como una corriente, que empuja y te lleva entre diferentes lugares. Así vivida, la vida no está aprisionada, ni por miedos ni perezas, se mueve por deseos, alegrías, curiosidades que la desplazan, la diluyen y la desbordan hacia nuevos lugares. Y como una corriente, nutre e inunda desde el mismo movimiento.

La vida así vivida choca con nuestro lenguaje, un código que la aprisiona en sujetos y predicados. La vida sujetada por el ser queda reducida al juego de cambios que este ser y su predicación ofrecen. Atada a la lógica del ser, la vida se pliega dentro de sujet@s y universales: niños, montañas, cristianos, mujeres, gatos, occidentales... El lenguaje del ser nos lleva a concebir el movimiento como el paso de un estado a otro, focalizándose en los dos extremos, atando el discurrir de la vida en el lugar de partida y en el lugar de finalización. Sin embargo, y como los autores del libro nos comentan siguiendo a Deleuze, “La vida es lo que está entre, entre los seres humanos, las plantas y los animales, existió sin sujetos desde hace millones de años [...]”. La vida desencadena. Así pues, la lógica de la vida no es la del ser, sino la de lo que pasa, una lógica del devenir, del cambio, del contagio, que a su paso nos compone.

Cuando decimos que un niño deviene adulto, rápidamente situamos al “niño” y al “adulto” en dos polos y dejamos al devenir en el movimiento que los uniría. Volvemos a centrarnos en sujetos, sabiendo sobre niños y adultos, pero no sobre el movimiento por el cual se pasa de niño a adulto. La vida se escapa por el medio. Bajo el ser, dibujamos la vida a puntos, con contornos fijos y discontinuamente. La vida como Deleuze propone experimentarla sería aquella en donde el niño adultea, en donde el predicado pasa a ser el sujeto: el devenir adulto del niño.

El cambio consiste en pensar la vida mediante una lógica del devenir, situándonos en el “dejar hacer”, en el contagio, donde la relación permite el surgimiento de la novedad, acciones que ni empiezan ni finalizan sino que se van fusionando, sumando, enlazando en el mismo plano: ...y de aquí me fui a allí y allí esto y luego lo otro y... ¿Y lo otro? ¡Lo otro no está bien hacerlo!.

Otro elemento que no permite que la vida discurra es el juicio moral. Mediante el juicio trascendente, ya sea Dios o la constitución o el misticismo, establecemos lo que está bien o está mal. El bien marca los patrones de la vida que un@ debería llevar. Dice cómo debe ser vivida esta vida, la que se predica como la buena. Todo ello se sustenta mediante la trascendencia, creando así una realidad superior que permite el juicio de la vida desde el exterior. El ser trascendente organiza la vida, el cuerpo, los árboles, los cielos... atando a unos y a otros al ser bueno o malo.

Ya no es cuestión de preguntarse ¿en qué me estoy convirtiendo?, ¿quién soy? Volviendo a aprisionar la vida, la experimentación dentro de esos universales que nos ofrece el lenguaje del ser para identificar. Y valorados éstos desde el juicio trascendente que dice lo que está bien y mal para tod@s. La vida así vivida aprisiona los cuerpos, los recuerdos, los deseos en identidades atrapadas por lo que dicen que son, por lo que se permiten vivir, por miedo a recordar, por lo que aceptan desear. ¡Pensar en particulares! Un mundo lleno de particulares en donde cada cual se define por los afectos de que es capaz, por aquello que hace y no por aquello que su esencia dictamina que puede hacer y ser.

Como recuerdan los autores, Deleuze propondría: no la caída-sin-fin que supone pensar la vida sin juicio sino que más bien “Se trata de liberar la vida y de no abandonar el juicio”. Un juicio inmanente a la vida que establece lo que conviene a cada particular, que lo hace amar, desear, odiar, crecer..., orientando en el devenir la experimentación, los encuentros con aquello que le conviene y le hace expandirse.

La vida así vivida empuja a desear. Pero como los autores del libro nos dicen siguiendo a Deleuze, no se trata de un deseo que se define por el movimiento hacia algo que no se tiene, consiguiendo la satisfacción cuando se posee esa carencia, ese objeto. Así estableciendo una vinculación del deseo con la falta, con el objeto. Y como, al mismo tiempo, concebimos que hay objetos buenos y objetos malos, juzgaremos el deseo a partir de la naturaleza del objeto, dándole a éste un carácter trascendente al deseo y a la vida.

El desafío consiste en pensar el deseo como una producción, como el disponer un conjunto de relaciones que dan forma a nuevos mundos. Porque “con mundos es con lo que siempre hacemos el amor”. Conjuntos de elementos enlazados por cuerpos deseantes, siendo así el propio sujeto del deseo quien dispone aquellas relaciones, quien conecta los elementos, quien los distribuye unos al lado de otros. El deseo como algo no espontáneo, como un resultado. De ahí la dificultad para desear, ya que esta implica la construcción del mismo. Así el deseo sería el objetivo del desear, sin necesidad de recurrir a un juicio trascendente. El devenir es un proceso de deseo, una composición entre elementos que se encuentran.

Encuentros como el que los autores del libro proporcionan al llevar al lector por donde discurre Deleuze. Siempre moviéndose en medio, como la hierba, entre árboles, carreteras, ríos, ciudades... Llevando siempre a la conexión, siguiendo el movimiento horizontal del y... y... y, sumando experiencias, fusionando cuerpos. Deleuze no se agota, sale de sus libros y al mismo tiempo sigue permaneciendo en ellos, porque siempre busca la conexión, el encuentro con nuevas ampliaciones del territorio. De tal modo reta a vivir, a experimentar, a hacer rizoma. Vivir la vida rizomáticamente, como una multiplicidad que va cambiando a medida que va estableciendo conexiones. Porque el rizoma “[...] invade con su color, con sus formas, con su perfume, que va cambiando y fusionándose con los colores, formas y perfumes de lo invadido”. No consiste ni en echar raíces en nuestra identidad ni en encerrar una potencia, un territorio dentro de un terreno vallado. Se trata de expandirse, de ampliar el territorio mediante devenires, de experimentar otros caminos.