Athenea Digital. número 1- Primavera 2002
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Fernández Christlieb , Pablo (2000)
La afectividad colectiva. México D.F.: Taurus.



Miguel Ángel Aguilar
Universidad Autónoma de Madrid

 

En nuestro medio académico, libros como el de Pablo Fernández son escasos. Para ser exactos diríamos que este texto se trata de una excepción a la regla no escrita que ha hecho de la psicología social un gremio en el que se escriben predominantemente manuales y ponencias en ocasiones tumultuarias, artículos ocasionales, pero difícilmente libros con una intención teórica. En efecto, La afectividad colectiva se sumerge en asuntos teóricos que no sólo atañen a la psicología social, sino que son compartidos por la filosofía y las ciencias sociales.

Una idea practicada en el texto, tal vez de manera más implícita que explícita, es la de que no es posible estar en una ciencia social sin pensar problemas o temas de investigación que vayan más allá del sentido común, sea en su vertiente científica o cotidiana. Y es que, en efecto, de manera recurrente cierto sentido común científico es predominantemente taxonómico: esto se llama así y se subdivide en aquello, para dar origen posteriormente al aquello plus clarificado. Y resulta así que en lugar de generar conocimiento se producen nombres que a su vez nombran a los gremios científicos: no hay médicos sin su politraumatismo en decúbito dorsal y psicólogos sin autoestima ecuménica. El sentido común cotidiano que se quiere explicativo recurre igualmente a taxonomías que van desde la gente como uno, y luego están todos los demás, hasta las sofisticadas maneras de referirse a cambios climáticos. Y así, no deja de ser significativo que este énfasis en pensar problemas ocurra en un libro que trata sobre la afectividad.

Antes de comentar algunos de los temas que se exponen en el libro quisiera hacer referencia a su estructura, la cual da evidentemente algunas pistas sobre cómo leerlo. Para comenzar habrá que advertir al lector que es necesario tener dos separadores de páginas, ya que el libro es dos en uno. Efectivamente, está el libro como tal, con sus capítulos y subcapítulos, y al final hay una extensa sección de cuarenta y dos páginas que contiene las notas a las que se remite en el cuerpo del texto. Probablemente algún lector con ánimo lúdico quisiera intentar leer el libro por el final, y pensar el resto del libro como las notas a pie de página. Ese hommo ludens también tendría que poseer un improbable espíritu académico-erudito, ya que es ahí, en las notas, donde se hace evidente la amplia gama de referencias bibliográficas que sustentan la primera parte del texto.

Y es que el libro, fiel a lo que se predica en su contenido, está escrito a la manera de ensayo, género que permite, entre otras cosas, discurrir, dudar, afirmar, contraargumentar y enumerar, y volver a enumerar, con entera libertad y rigor. También la escritura con la que está hecho el libro no sólo invoca las características del ensayo, sino la del viaje. Efectivamente, su lectura invita a un constante recorrido por los espacios de que está hecha y ocupa la afectividad colectiva: centros y límites por los que transcurre la reflexión del autor. Igualmente es también de notar que en el texto la psicología social y colectiva son a un tiempo herramienta y objeto de análisis. Forman parte del equipaje indispensable en los desplazamientos que el texto propone, en él la psicología se mira a sí misma, se pregunta sobre omisiones y argumentaciones circulares, y propone salidas que sean de una forma distinta.

En el primer apartado del libro el autor se esfuerza por dejar en claro que en el terreno de la afectividad no hay nada claro y no porque la afectividad sea invisible, o él un insensible, ocurre más bien que la propuesta reconoce que si "sentir es no saber qué" (p. 23), es justamente esa indiferenciación lo que merece ser tomada con seriedad. El magma incandescente, al ser un conjunto de materiales de origen diverso convertidos en un solo, sirve como afortunada imagen para proponer que, entre otras cosas, la afectividad colectiva tendría que ser abordada de una manera que no dependa de reduccionismos o taxonomías banales, ya que más que una suma de elementos reconocibles y clasificables es la manera en que se presentan, es decir, su forma, lo que es el sentido de los afectos.

Y si el asunto tiene que ver con la forma, lo que sigue entonces es tomar un lápiz, un papel y proceder a delinear el croquis de lo indecible. En el texto esto se hace bajo la forma de un esquema general de la afectividad colectiva, que también se puede leer como la geografía social del sentir. Ya que si bien la afectividad es propuesta como ese magma de muchas cosas y ninguna sola, se precisa encontrar alguno de sus límites, como corresponde a toda forma. La apuesta aquí es en principio asomarse al centro, en tanto que éste es el lugar común por excelencia: espacio de convergencia, reconocimiento y formación de nociones de pertenencia. El centro es, pues, una manera significativa de estar con los otros. Es claro que la referencia que se hace en el libro al centro no es tanto como un espacio físico, aunque esto es también admisible, sino más bien como aquello capaz de concentrar y reunir, un ánimo que se funde y funda con los otros en el mismo movimiento. Esto es denominado por el autor como límite interior.

Bien sabemos que el acto de reconocer un centro es también el acto de crear aquello que no lo es. Y aquí se podría hablar de periferias y excéntricos, descentramientos y desorbitados. Y sin embargo, la figura que se propone es la de los afectos absolutos como el límite exterior; el exceso de aquello que fue origen. Eso posibilita proponer el contraste de luz-obscuridad, o de comunidad y su desintegración. Y claramente, lo que está en medio de estos dos polos es la materia de aquello que se podría designar como la afectividad cotidiana.

En el espacio que queda abarcado entre ambos límites existe, de acuerdo con el texto, una suerte de fuerza gravitatoria que da cuenta del movimiento y del sentido de los afectos. Este principio que guía el movimiento es lo que se designa como poder y contrapoder. Y es en esta sección del libro que se despliega con riqueza la trama de aquello que desde elementos afectivos oscila en una tensión constante entre el poder y el contrapoder: sean acciones que buscan transformar algo de manera unilateral —que se impone—, o bien el seguir la forma de las cosas, forma que es el resultado de la sedimentación de este magma recurrente que son los afectos colectivos.

Antes de continuar comentando y reseñando el texto valdría la pena señalar un aspecto interesante. Y es que el lector constantemente tiene la sensación de estar escuchando ecos que vienen de lejos. Me explico. Tal y como el autor lo reconoce, el tema de la afectividad colectiva se puede ubicar en el origen de lo que conocemos ahora como psicología social: multitudes, atmósferas, espíritu, contagio, imágenes, son todos ellos términos que fueron empleados para dar cuenta de una idea de lo social en un proyecto intelectual de carácter comprensivo más que explicativo o instrumental. Al entrar en el tema de la afectividad orientada desde el contrapoder, los ecos continúan y ahora es posible evocar la idea de socialidad, planteada por Georg Simmel hace poco menos de un siglo. Para Simmel, la socialidad se podría definir como el aspecto lúdico de la interacción, sin ningún fin instrumental en sí misma, es decir, no genera absolutamente nada, sólo más interacción y más sofisticación en las, precisamente, formas lúdicas. Esto viene a colación ya que es precisamente en el terreno de las socialidades en donde se libran hoy en día pequeñas y grandes disputas sobre el sentido de los vínculos con los otros: a quién y cómo se saluda, a quién y cómo se mira, de qué y cómo se habla, todo esto construye poderosas comunidades cotidianas invisibles e inestables que pertenecen a la situación en que se expresan.

El texto prosigue llevando ahora la premisa de la afectividad colectiva como forma a una de sus vertientes más sugerentes, es decir al terreno del arte y la estética (tal vez la otra vertiente se hubiera emparentado con el proyecto de Norbert Elías sobre el proceso civilizatorio, o el de Michel de Certeau respecto a la invención de lo cotidiano y las artes del hacer). Aquí la propuesta consiste en afirmar a la "psicología colectiva como una crítica estética de la cultura cotidiana" (p. 94). Una entrada de este orden al tema supone asumir de principio que la forma no es algo que solamente se contempla (un cuadro, la manera que se está sentado o mirando en un vagón del metro, y por efecto del reflejo mirar la propia mirada dirigirse a los otros) sino que su virtud afectiva es que se pertenece y se está en ella, y esto no podría decirse más que en el mismo acto de estar. Frente a lo que parecería ser una seductora invitación al solipsismo para principiantes —la afectividad pertenece al dominio de lo que se siente y por ende es inexpresable ya que al decirlo se desvanece— aparece en escena el observador.

Este observador tendría la tarea nada banal de traducir la experiencia o afectividad colectiva en otro lenguaje, en el de la crítica, el del análisis de lo cotidiano, que por compartido y tácito usualmente es invisible para quien es parte de él, excepto como sabemos ya, en caso de transgresiones y alteraciones. Tal análisis requiere de una aproximación epistemológica alejada de los procedimientos analíticos de las ciencias naturales que, en palabras de Ilya Prigogine, se aproximan a su objeto de estudio con la idea de que el conocimiento se obtiene a partir de someter a la naturaleza a un conjunto de pruebas que se asemejan a los procedimientos empleados para obtener una confesión; configurando así la premisa de que la confesión es mecanismo de producción de conocimiento cierto, es decir de la verdad. Elementos para la conformación de una aproximación epistemológica distinta se encuentran en este libro, como en otros del mismo autor, de donde vale la pena resaltar la idea de que no hay conocimiento posible sin un acercamiento al mundo de sentido, englobando lo afectivo y lo estético, al que pertenece el tema que se aborda.

Todo esto no equivaldría necesariamente a proponer que todos somos estetas de nuestro propio destino, o por lo menos de nuestra propia investigación, sino a reconocer que probablemente no podría decirse nada con sentido si no es dentro de los límites de la experiencia cultural en la que están inmersos con la misma intensidad observador y mundo observado.

Cabe señalar también que el mismo libro es a un tiempo exposición de una propuesta y desarrollo de la misma. Los análisis sobre lo bonito y lo bello, lo feo y lo horrible, así como el capítulo intitulado “Nuestras prendas”, son precisamente una elocuente puesta en práctica de la crítica estética de la vida cotidiana.

La sobreabundancia de objetos, la multiplicación del vacío, la turistización de la vida y la afectividad en la galaxia Gates son los tópicos que sirven para reflexionar sobre las emociones contemporáneas. Aquí la mirada del autor se torna escéptica, por decir lo menos, y acudimos al recuento de omisiones y ausencias. La cantidad de objetos que nos rodean, lo que se hace con ellos, lo que se invierte afectivamente en su posesión y uso, todo esto señalaría no una gran diversidad de experiencias, sino la forma del tedio, del encierro en un cuarto de espejos en donde el asombro y el aprendizaje se quedaron afuera. Hace ya un tiempo el poeta Gerard de Nerval escribía sobre "el negro sol de la melancolía", creando así una imagen perdurable de la desolación, su equivalente actual siguiendo la reflexión que el autor hace sobre la luz y la computación, bien podría ser la del "negro monitor de la melancolía". Cabría añadir también que los desarrollos tecnológicos que se asumen beligerantemente como “de comunicación” crean al mismo tiempo, sin decirlo y proponerlo, nuevas y sofisticadas formas de aislamiento y desconexión (y también de deseo y fantasía de estar “conectado”), tal vez aún insuficientemente reflexionadas.

En las conclusiones del texto se hace evidente lo que el lector ya sospechaba, a saber, que la mejor manera de pensar lo contemporáneo es haciendo una lectura sensible de los temas clásicos de la disciplina y de las ciencias sociales, a esto el autor lo denomina veteropsicología, que supondría recuperar un conocimiento guiado por la comprensión y no por fines instrumentales. Del mismo modo, en el vaivén entre poder y contrapoder que construye los afectos, se hace una persuasiva defensa de la psicología inútil, aquella que se hace sólo para sí misma, en un acto persistente de evitación del utilitarismo en boga que marca al poder. Con todo, esta defensa de lo inútil resulta sumamente productiva para generar nuevas aproximaciones hacia la teoría y el análisis de situaciones sociales ocultas desde los discursos del poder.

Después de las conclusiones aparece la esperanza como una de las maneras de transitar por la afectividad colectiva, al estar situada más allá de los límites sugiere la posibilidad de lo otro, aquello que desde el cuarto de espejos no se puede mirar. Este libro justamente se sitúa fuera de los límites que cierta psicología social académica se ha fijado a sí misma, y en la puesta en práctica de la exploración se abren ámbitos de reflexión y discusión dignos de ser retomados.