En el otoño del 2011 algunos profesores e investigadores de diferentes disciplinas y universidades nos planteamos la discusión y la escritura como toma de distancia reflexiva sobre las transformaciones de y en la universidad. Con la intención de intervenir bien pegados a la realidad de tales transformaciones, buscamos poner en común experiencias, construir reflexiones y tomar postura en la situación.
Para ello queríamos situarnos precisamente en ese espacio que se abre en el título: ¿qué tiene que ver lo que está pasando en la universidad con nosotros, con nuestra forma de estar y hacer en ella? Este lugar no está exento de riesgos. Convivimos, por arriba, con el despliegue de unas condiciones que no hemos elegido y que no nos gustan, y, por abajo, con la constatación de que en nuestro día a día participamos de aquello que merece nuestra crítica. Y esta articulación entre los determinantes del contexto y los resortes subjetivos que permiten su despliegue, desde nuestras prácticas cotidianas más singulares hasta las grandes líneas inspiradoras de las reformas universitarias transnacionales, nos parece clave para poder pensar lo que nos ocurre sin caer en la resignación (“esto nos viene ya dado desde arriba”, “no hay alternativa”); el victimismo (“somos un producto de lo que hay”; “no podemos hacer nada”); la desconexión desresponsabilizadora (“yo solo puedo ocuparme de lo mío”) o la autocomplacencia del analista que se pone mantiene a distancia de lo analizado. Todas ellas son figuras que quizás procuren cierto apaciguamiento subjetivo, un lugar para sobrevivir, pero que nos alejan de la posibilidad de un “hacernos cargo” politizador. Sí, porque a nuestro juicio se trata precisamente de la politización de lo que pasa (no, desde luego, en el sentido de llevarlo al terreno de los partidos políticos), sino de la construcción de sentido común compartido, problematizador de lo que hay como único horizonte de lo posible, y de sentirse concernido por la posibilidad de que lo que hay sea otra cosa.
Así, nos propusimos articular estos dos momentos: uno, la construcción de lecturas sobre lo que ocurre que fuera alternativas al rodillo del argumentario desplegado en las recientes reformas universitarias y que han llegado a hasta naturalizarse como lo obvio y evidente; y dos, su relación con nuestras prácticas y experiencias concretas y con la posibilidad de hacer con ellas de otra manera. Si nos desplazáramos excesivamente hacia el lado de los análisis descriptivos de la situación, correríamos el riesgo de mirar lo que ocurre como si ocurriera en otro sitio. Sin embargo, en el otro extremo, tampoco queríamos poner en circulación malestares y experiencias particulares sin conexión y sin intentar construir algún elemento de análisis más general que nos permita orientarnos y abrir la posibilidad de otras formas de hacer. Con estas intenciones y precauciones nos lanzamos a la conversación y la escritura. A principios de 2012 organizamos un encuentro, cara a cara, para la puesta en común y discusión de los borradores de nuestros trabajos que nos permitió contrastar y reconstruir nuestros análisis para terminar de dar forma a los escritos que ahora se publican en este número.
Durante este tiempo de conversación y escritura la situación, general y universitaria, se ha visto agravada en cuanto a la amplitud y la intensidad de las medidas de desposesión y expolio al servicio de la acumulación de beneficio para unos pocos. Junto con ello han emergido respuestas y propuestas que han logrado extender la politización y el compromiso con la defensa y la construcción de lo mejor para la vida en común. Ciertamente, hoy ya no es posible leer lo que ocurre en la universidad como una mera cuestión particular. Vivimos momentos de politización de muchas esferas de actividad de la vida cotidiana y lo que ocurre en la universidad puede ser pensado como ejemplo de una lógica global y no como un mero caso particular. Está en juego no solamente el destino particular de la universidad sino la misma posibilidad de construir otras formas, mejores, de vivir en común.
La gravedad de la situación y la (buena) extensión de su cuestionamiento bajo muy diversas formas de conflicto y construcción social hacen ya muy difícil no tomar postura. No es posible hoy un lugar de neutralidad sin que ello suponga complicidad con las coordinadas dominantes. Se trata de hacer de lo que (nos) está pasando un desafío, de sentirnos concernidos y de ponernos manos a la obra. Pero ello, no significa dejar de lado el análisis y el pensamiento, sino precisamente ponerlos en la obra que nos traemos entre manos. Han sido muchos años de atenazar el pensamiento, especialmente en la universidad y en las ciencias humanas, en las cuevas de la tecnocracia y el cálculo instrumental despolitizado; de separar el pensamiento de los saberes aplicados bajo el mandato de la utilidad que retroalimenta lo que hay como lo único posible. Es tiempo de sacar el conocimiento de la cueva de la complicidad con lo que hay, por acción o por omisión. Sí, por omisión también, porque no somos ajenos a la autocomplacencia de los discursos críticos que buscan preservar un lugar de pureza inmovilista sin capacidad de contagiarse o conectar con lo que aspira a influir en la situación.
Y en este sentido todos parecemos de acuerdo en pensar que si la universidad tuvo, o aún tiene, un alma, todo apunta a que la ha vendido a un Mefistófeles llamado mercado. Evidencia del lugar común que atraviesa los textos del presente monográfico. Echando mano de distintas formulaciones, los autores nos vemos, de una u otra forma, compelidos a señalar la masiva presencia de eso que Michael Billig llama “capitalismo académico” y que, en otros textos, (d)enunciamos como entrada de la lógica neoliberal (sostenida sobre criterios empresariales tales como la gestión, producción, competitividad, rentabilidad económica, empleabilidad de los alumnos-clientes, etc.) por la puerta grande de la universidad contemporánea. Intrusión, si así puede llamarse, que desdibuja las imágenes clásicas de la universidad introduciendo en ella nuevas formas de mirar, de decir y de hacer. Desde los lenguajes oficiales hasta sus programas de investigación, desde los dispositivos de investigación hasta las prácticas docentes en el aula, nada queda a resguardo de la nueva lógica hegemónica. Lo queramos o no, los actores que la habitamos —estudiantes, profesores, investigadores y resto del personal universitario— no podemos obviar ni la dimensión de los cambios, ni la de los retos. No hay lugar para mantenerse al margen de lo que (nos) pasa en la universidad ni para presentarnos como intocables, incorruptibles, exteriores a las condiciones de los lugares en que vivimos y trabajamos.
Asumirnos como parte interesada nos ha llevado a explorar —partiendo de, pero sobrepasando, el necesario análisis crítico de las macro-lógicas económicas, políticas y sociales— la tensión experimentada entre el espíritu empresarial que coloniza parte de lo que hacemos mientras investigamos y formamos y la reivindicación de que nuestras pequeñas y grandes prácticas de lectura, escritura, análisis y debate, sustraídas a la lógica mercantilista, también dan forma a la universidad. Porque, por continuar con el símil, si Fausto supo escapar inteligentemente a la condenación última, nos parece que reside en la naturaleza política y ética de una institución social dedicada a la generación y transmisión del saber, preguntarse en qué medida, a título de qué, en qué condiciones y hasta qué punto, debe participar del sistema del que, innegablemente, forma parte. ¿No será el alma misma de la universidad ese preguntar por sus condiciones de posibilidad, de permanencia, de resistencia y transformación? ¿Puede la universidad actual, como proponía Jacques Derrida (2002), ser “sin condición”? ¿Podemos, aún, imaginar promesas que no tienen nombre?
Intentando abordar estos y otros interrogantes hemos atravesado temáticas y problemáticas que, a modo de síntesis, podríamos categorizar en tres grandes grupos. En primer lugar, distintos artículos se preguntan por la naturaleza y la función o, si se prefiere, por las distintas imágenes y formas que la universidad ha tenido a lo largo de sus ocho siglos de existencia. En este punto se revisan, se analizan y desmitifican también, ciertas imágenes idílicas e idealizadas de la universidad. Todos los modelos de universidad (medieval, napoleónico, humboldtiano…) han mantenido conexiones y comercios con las sociedades y sistemas políticos en los que se inscribían. La universidad ha venido siendo un dispositivo normalizador (político) de los saberes, un lugar controlador de producción simbólica de referencia y un lugar de formación de profesionales (ejes, todos ellos, constitutivos de las sociedades modernas) que, en mayor o menor medida, ha servido siempre a la sociedad que la sostenía. No es pues de extrañar en los tiempos que corren —lo que no implica que sea deseable ni necesario— que la universidad aparezca progresivamente como un dispositivo paraestatal; tampoco que haya perdido importancia como agente normalizador político-cultural, ni que asuma objetivos, modos y tareas de cuño empresarial. Amenazado el paraguas público-estatal que sostenía a la universidad pública, y lo público en general, se ve abocada a adoptar el funcionamiento general de las empresas: reducción de costes, oferta de todo tipo de productos (de altísimo o bajo coste, dependiendo de la competencia), autosuficiencia financiera, obtención —llegado el caso— de ganancias, etc. Así, entre la denuncia y la propuesta, transitan nuestros modos de enfrentar la nueva imagen de la universidad. Una imagen que, en estos días, obliga a las distintas universidades a abrazar la estética y la lógica de una marca más en el mercado de las marcas y a hacer de los alumnos meros clientes. Un sistema de saber reducido, en fin, a suministrar competencias para individuos convertidos, como señalaba Foucault, en “empresarios de sí mismos”.
En segundo lugar, nos adentramos en el análisis de determinados dispositivos de evaluación del profesorado y de los estudiantes. Evaluaciones que no pueden ser tomadas como una herramienta neutral de medida de méritos y esfuerzos individuales. Los sistemas de evaluación contemporáneos constituyen fenomenales dispositivos de normalización, homogeneización y regulación de los evaluados, que, como se muestra en algunos trabajos, llega a funcionar como mecanismo de auto-control interiorizado como deseo y obligación auto-impuesta. Los actuales dispositivos de evaluación reproducen un reduccionismo cientificista de lo humano que trata de clausurar precisamente aquello que no puede reducirse a ninguna determinación (social, psicológica, biológica, etc.): la posibilidad siempre abierta de la emergencia de un sujeto-agente capaz de hacerse cargo y modificar creativamente sus condiciones de vida.
Por último, nos preguntamos por las modificaciones, también por las posibles resistencias e invenciones en el territorio de las prácticas docentes. Y aquí las propuestas se proyectan hacia la valorización del pensamiento y el saber en sí mismos, en todas sus facetas, frente a los procesos de estandarización de la escritura, del estudio, de los modos de docencia y de adquisición de competencias; también hacia una formación de profesionales (que no de empleados) que no olvida las dimensiones políticas y éticas que las profesiones han jugado y pueden seguir jugando en eso que, aún hoy, llamamos lo público; y, en definitiva, hacia la construcción de un espacio-tiempo llamado aula en el que provocar encuentros para que pase algo en vez de nada, para la construcción de pequeños mundos cuyas prácticas, lógicas y modos articulen disensos activos y sujetos relacionándose en torno a prácticas de libertad.
Estos son algunos de los principios y contenidos que nos han motivado, pero sabemos que no siempre logramos estar a la altura de nuestras intenciones. En realidad se trata más de mantener una tensión autocrítica sobre la propia actividad académica y en general del pensamiento: para hacer de ellos una forma de intervención con alguna capacidad de provocar que algo ocurra, que no todo sea una repetición de lo mismo. Está tensión no termina en la escritura de los textos, pues sabemos también que toman vida propia y que sus efectos no se producen sin que cada lector encuentre o invente una manera de componerse con ellos y con lo que (nos) está pasando. Porque, como afirma Pièrre Macherey (2011), tras ocho siglos de existencia, la forma universitaria, la cosa universitaria, lo que ella sea y lo que en ella hacemos, si es que tal cosa aún merece la pena, está en gran medida por inventar.
Derrida, Jacques (2002). La universidad sin condición. Madrid: Trotta.
Macherey, Pierre (2011). La parole universitaire. Paris: La fabrique éditions.